EL MENSAJE

Hace muchos años conocí a un maestro rural que tuvo su escuela en la zona montañosa. A ella acudían niños de varias aldeas que debían caminar mucho para asistir a clase, bajo las lluvias de marzo o los vientos de otoño. En invierno, había en el centro de los pupitres una gran estufa de hierro, encendida todo el día; en primavera se abrían las ventanas y de fuera entraban abejorros e Incluso mariposas.

Este maestro me contó un episodio que había ocurrido allí, en aquella aula no muy grande, con mapas en las paredes y el peculiar olor de los niños.

No sólo asistían éstos; también adolescentes que aprendían a escribir y alguna mujer mayor con deseo de saber lo que no estudió de pequeña. La reglón era pobre, de altas montañas cubiertas de abetos, de estrechas veredas entre arbustos y precipicios y casas aisladas junto a riscos o reducidos prados.

Entre los muchachos que el profesor tenía ante él todos los días se destacaba una jovencita alegre y confiada que estudiaba con interés y que tenía la belleza de los campesinos fuertes y pacíficos de la comarca, como serían los de su familia, hechos a cortar madera o trabajar la piedra.

El profesor se fue acostumbrando a escucharla, a dirigirle la palabra, a mirarla cuando ella levantaba la cabeza del cuaderno donde escribía; también se acostumbró, al quedar vacía la escuela por la tarde, a pensar en sus mejillas, en los ojos y en su risa, mientras repasaba un libro a la luz de la vela. Luego, se fijó en las manos de la muchacha, en cómo iba peinada, en los labios, y si recordaba estos rasgos de ella, y estaba solo, se sonreía y algo encantador sonaba dentro de él.

Una mañana invernal hubo tal borrasca de nieve que ningún niño acudió a la escuela. Él esperaba inútilmente, miraba por la ventana el campo borrado por una inmensidad blanca y, de pronto, se abrió la puerta.

Aquella joven se había atrevido a hacer un largo camino a pesar de la nevada y le saludó, mostrándole su satisfacción por haber podido llegar. Se sacudió los copos que la cubrían, se quitó la capucha, las manoplas y el grueso abrigo que colgó en los percheros, Al acercarse a la estufa, sonreía muy contenta y en su cara brillaban gotitas de la nieve deshecha.

Toda la mañana hablaron mucho porque al estar solos no hubo clase y como una necesidad que ambos sintieran, cambiaron entre sí opiniones acerca de lo que ocurría en torno a ellos, en el pequeño espacio donde vivían. Pero la sencilla conversación se fue haciendo más personal y la muchacha le describió los alrededores de su casa, de los que nunca había salido, que a ella le parecían los más bellos. Al describir aquel paisaje, mostraba tanto placer y tanto entusiasmo que enrojecía y el profesor le preguntó más detalles de un lugar tan atractivo. Ella le contó cómo eran los manzanos rosados en mayo, las flores que crecían libremente en todos sitios, el arroyo que cruzaba un huertecillo donde su padre cultivaba algo, y luego exclamó ¡Venga usted a casa en primavera!, y se lo repitió varias veces, incluso cuando ya se marchaba, en la puerta de la escuela, y el profesor, sin poder contener aquella sensación que le invadía cuando, solo, la recordaba, se inclinó y le rozó con los labios la mejilla que dejaba al descubierto la bufanda.

Varios días duró la borrasca de nieve y al terminar ésta se reanudaron las clases pero la muchacha no vino más. Al principio él no se atrevió a preguntar pero pasado cierto tiempo, unos niños que vivían cerca de ella, le dijeron confusamente que estaba enferma. Dos semanas después le llegó la noticia de que había muerto y al saberlo sufrió tal impresión que sin percatarse de lo que hacía, salió fuera, sin abrigo y sin gorro, y anduvo un rato sobre la nieve helada. Tardó tiempo en poder aceptar lo que le dijeron y miraba, entristecido, el pupitre donde ella solía sentarse.

Me contó el maestro que una mañana, cuando fue a encender la estufa, antes de que llegaran los alumnos, encontró sobre su mesa una hoja de papel en la que con letra torpe estaba escrito: «Venga usted a casa en primavera». No supo quién pudo haber dejado aquella hoja pues allí no entraba nadie sino él; le pareció algo incomprensible, la guardó y la leía una vez y otra y su pensamiento volvía y volvía al recuerdo de los labios que le hicieran tal invitación.

Cuando llegaron los últimos días de abril y las nieblas se disiparon y las manchas de nieve junto a las cercas fueron desapareciendo, una tarde, cogió el bastón y se encaminó al lugar donde sabía que vivió su alumna. Subió cuestas empinadas y tras una hora de marcha, descubrió una casa grande, aislada. Cuando estuvo más cerca le pareció que no había nadie en ella pero se aproximó a la puerta y desde allí, reposadamente, fue mirando los árboles que empezaban a echar brotes, la brillante hierba de una pradera, las flores silvestres que crecían entre las rocas; a lo lejos se veían colinas salpicadas de oscuros bosquecillos de abetos y más allá, la cadena de montañas cerrando el horizonte.

Todo lo contempló largo rato tal como lo habrían visto los ojos de la joven; era aquel paisaje en el que nació y único que ella conocería; acaso, debido precisamente a esta razón, fue por lo que, no teniendo nada mejor, se lo ofreció al maestro.

Éste no me contó más; quizá no sucedió nada en su monótona vida de enseñante; nada importante hubo sino aquella hoja de papel y aquellas palabras que yo interpreté como una oferta de amor tan ingenua, tan delicada y, me atreví a pensar, tan misteriosa.