LA CANCIÓN
Cuando todos los cazadores estuvimos sentados en torno a la mesa donde un criado servía el ponche bien caliente, el dueño de la casa comenzó a hablar:
—Ahora ya puedo contaros aquello que me ocurrió en mi juventud, el verano que pasé cerca de X. Como antes os dije, han transcurrido muchos años y sin embargo lo recuerdo nítidamente, porque aún hoy me emociona.
Aquellos días solía yo ir de caza apenas el sol apuntaba para que no me molestase el calor. A veces, me alejaba más, atravesaba una arboleda de sauces y entraba en un terreno lleno de hierba alta y suelo húmedo que se extendía hasta una lejanía brumosa en la que estaba el lago.
Hacía este recorrido y siempre cobraba dos o tres piezas pero una mañana de finales de agosto no conseguí disparar un solo tiro y me dirigí hacia el cementerio abandonado. Pertenecía a una aldea próxima pero que dejaron de usarlo y quedó olvidado, con la pequeña cerca de madera que lo rodeaba medio deshecha, aunque aún permanecían en pie algunas cruces de hierro.
Según avanzaba, vi a mi izquierda algo que sobresalía lejos y que deduje eran los techos de los carros de un campamento gitano que estaría allí instalado. Por encima, en el aire tranquilo, se alzaban dos rectas columnillas de humo.
De pronto oí una voz que cantaba y enseguida descubrí la silueta de una persona y, al acercarme más, vi que era una mujer.
Iba despacio, con la cabeza ligeramente levantada según se destacaba en el contraluz del amanecer. Cantaba en tono muy alto una de esas canciones de los gitanos en las que expresan mucho más de lo que nosotros creemos oír.
Estaba recogiendo bayas y a veces se erguía para dar más fuerza a la voz, como si se propusiera que alguien la oyese. Pero estaba sola, nadie aparecía por allí cerca y sabiendo que ese pueblo desconfía de los que no son como ellos, procuré que no me viese.
Pero dos días después, volví a aquel sitio y de nuevo oí la misma canción: vibrante, con modulaciones casi guturales de una salvaje belleza. Fui hacia allá y vi a la gitana. Estaba acompañada de una niña que hablaba algo. Se dieron cuenta de mi presencia; ella volvió la cabeza hacia donde yo me encontraba pero, a fin de no inquietarla, di media vuelta y me alejé.
Sentí cierta curiosidad por ella y planeé saludarla desde lejos y, pasados unos días, hablarle. De esta forma, al día siguiente vagué por los mismos parajes, disparando algún tiro; a media mañana la encontré de nuevo, también recogiendo bayas, Cuando ella me vio y se detuvo, yo levanté la mano, haciendo una especie de saludo y me marché.
Llevaba bien visible la escopeta y el zurrón para que comprendiera lo que hacía en aquel sitio donde efectivamente era fácil encontrar alguna perdiz, alguna liebre.
Repetí otro día el mismo saludo, Ella no volvió a cantar y la veía acompañada de la niña que saltaba a su lado. Sólo un día había otras gitanas con ella.
Al fin, me decidí a hablarle; me aproximé más, le hice un gesto y dije sonriente:
—Aquí hay muchas frambuesas.
No contestó y me miraba seria mientras la niña se pegó a su falda. El sol, que aún tenía el resplandor nacarado del amanecer, le daba de lleno y revestía de su color toda la figura y la cara, levemente morena. Llevaba una blusa azul claro, sobre la que se movían collares, y un pañuelo a la cabeza; parecía aún joven. Con las dos manos sostenía una tela en la que echaba las bayas.
Comprendí que no quería hablar y que sería mejor no insistir con otras palabras: la saludé y me marché. Y así tomé la costumbre, todos los días, de pasear hacia el lago y procurar que ella me encontrase allí. Solía guiarme por el humo que se alzaba sobre el campamento, luego me encaminaba al cementerio.
Otra vez oí su canción desde lejos y presté atención y la reconocí: era una voz apasionada que subía en agudos o bien se amortiguaba para expresar el más hondo desaliento; no entendía la letra y pensé que cantaba en el idioma gitano; acaso ella no sabría otro.
Me acerqué muy despacio. Yo miraba al cielo, preparada la escopeta como atento al vuelo de algún ave y cuando me vio volví a saludarla con una sonrisa. Y ella sonrió también. Y entonces percibí su atractivo. Los ojos soñadores y velados y una boca grande formaban un gesto encantador. A los lados del rostro, enmarcaba las mejillas el pañuelo rojo recogido atrás con un nudo, como lo suelen usar las gitanas, y por debajo caían dos trenzas echadas a la espalda. Colgando del borde del pañuelo, sobre la frente, tintineaban unas moneditas. Su figura bajo la blusa y una falda muy estrecha y larga, tenía proporciones armoniosas y esbeltas.
Sostenía la mirada y la sonrisa, mas no quería o no podía contestar a lo que yo le hablé. Estaba claro que no nos entenderíamos. Entonces hice memoria de las pocas palabras que yo había oído de la lengua gitana y encontré una y no muy seguro de lo que expresaba, señalando las plantas de frambuesa, le dije Orchirí. Se echó a reír alegremente y en aquel momento me pareció francamente hermosa. Se llevó a la boca los picos del pañuelo y dijo algo que no comprendí. Yo la contemplaba admirado pero me contuve y pensé que por aquel día ya era bastante lo conseguido, así que giré sobre mis pasos aunque bien me hubiera gustado quedarme frente a ella.
Éste fue el comienzo de lo que pasó y la verdad es que no pude prever el final que tendría. Cuando llegaba al cementerio lo que yo quería era verla, y la buscaba. Una vez estaba al lado de un caballo y me acerqué, dejé el zurrón en el suelo y, como el calor aumentaba, hice que me secaba el sudor de la frente con el pañuelo para darle a entender cierta indiferencia por mi parte, pero yo pasaba mis ojos por el cuerpo de ella y me fijé en sus formas y luego me encontraba con sus ojos profundos de mirada curiosa, que me contemplaban desconfiados.
Siguió recogiendo frambuesas pero me espiaba de soslayo y, aunque se apartaba, no se iba muy lejos. Entonces se me ocurrió recoger yo también bayas y así lo hice y anduve entre las matas y llené mi gorra y fui a dárselas: las volqué en el lienzo en que ella las recogía, De nuevo se rió y me miraba largamente aún más extrañada, sin duda, por mi ayuda.
En fin, ya Imagináis todo lo que se hace para atraer a una mujer y yo lo hice hasta que un día consintió en que le acariciase los brazos y los hombros porque yo había aprendido —de nuestro cochero que trató con gitanos y conocía su lengua— la palabra que definía mi deseo. Ella la comprendió pero sólo permitía unas caricias sin mediar palabras. Algunas veces, como un anuncio de una posible entrega, entonaba la canción que me la había descubierto unos días antes, que con toda la fuerza de la garganta tenía inflexiones lentas y nostálgicas.
Y un día me hizo comprender que me proponía una cita. Pronunció la palabra luna y señaló a lo alto del cielo y luego al suelo y entendí que yo debía estar allí cuando llegase la luna a la mitad de su curso, y al estrecharme las manos, noté en las suyas la dureza de haber sufrido mil trabajos, pero me transmitieron una promesa.
En cuanto llegó la noche, acudí, muy esperanzado, al cementerio aunque tuve que caminar trabajosamente entre matorrales y antiguos sembrados, mientras la luna ascendía del horizonte y me daba su escasa luz.
Esperé en el sitio donde ella me había indicado, Me apoyaba en los restos de la losa de una tumba y permanecía quieto, sintiendo las sutiles señales de vida en la oscuridad: oí roces, un chasquido, pasos rápidos de algún animalillo o el silbido de la lechuza. Me consideraba muy afortunado, previendo unas horas de amor, mientras la luna llegaba a su cénit e inició el curso descendente. Cuando vi que se ocultaba tras los sauces, tuve la certidumbre de que ella no vendría.
Pasó tiempo y tiempo y de pronto escuché algo igual a un grito y era la canción de la gitana, muy lejos. Parecía venir traída por el viento. Pasó a mi lado con toda la intensidad de su voz fuerte y clara; se alejó y fue desvaneciéndose hasta casi desaparecer. Luego la oí distante y que se fundía con el susurro de los cercanos árboles y fue aumentando poco a poco y me pareció que se extendía por donde había llegado con la exaltada vehemencia de una pasión que languidece y renace. Todo cuanto había en torno mío se convirtió en la canción; lo que yo escuchaba de los ruidos nocturnos y de los latidos de mi propia inquietud era la voz de la mujer: resonaba en el cielo de la noche y en las nubes invisibles y en el aire que soplaba de las encharcadas orillas del lago. Era la llamada de un amor que hablaba, aunque incomprensible, del arrebato del deseo al que puede acompañar una honda tristeza. Las palabras llegaban con claridad a mis oídos como si la boca que las pronunciara la primera vez, estuviera junto a mí.
No sé el tiempo que aguardé, tenso y pendiente de aquel hechizo que me espantaba. Dejé de oír la canción y seguí unas horas a la espera de algo que no era la llegada de ella porque Irremediablemente la gitana no acudiría a la cita. Cuando la brisa más fresca anunció que la noche terminaba, vencido por el desánimo y la frustración, incliné la cabeza sobre el hombro y me dormí.
Me despertó la claridad del amanecer que empezaba a brillar en el horizonte; en la arboleda próxima piaban los pájaros que también despertaban. A ras del suelo la niebla se levantaba y medio ocultaba las tumbas del viejo cementerio. Para desentumecerme di unos pasos y vi que en el cielo giraban varios cuervos que sobrevolaban algo, al parecer acechando. Tuve un presentimiento y fui hacia aquel sitio. Los ahuyenté con mi llegada, y lo que había presentido, allí lo encontré: entre matorrales de brezo, aún con retazos de niebla, estaba tendida la mujer; en torno suyo una mancha de sangre negra era su lecho. La cabeza doblada sobre el hombro y la cara y las trenzas hundidas en la tierra y el otro brazo se extendía sobre el pecho que era de donde había brotado tal cantidad de sangre. La blusa azul que llevaba aquella mañana, estaba ennegrecida en la parte delantera donde yo había presentido la ternura de los senos.
Una nube de moscas y tábanos revoloteó a mi llegada, hormigas y escarabajos trepaban por la falda que tapaba las piernas encogidas y también había hormigas en torno a la boca cuando le moví la cabeza y vi sus ojos entreabiertos. El breve roce de las monedas sujetas al pañuelo, sonó por última vez. Toda la mejilla fría, de color grisáceo, estaba salpicada de rocío; los brazos ya endurecidos, y los dedos se cerraban apretando la vida que huyó por su pecho. Había huido igualmente el encanto de su gesto, la seducción de la sonrisa, la mirada misteriosa.
Me alejé horrorizado, nada podía hacer sino sentirme culpable. Ella había desafiado un destino ancestral y fue castigada; desdeñó las reglas de su tribu por un amor, quizá la entrega a un hombre distinto de los suyos, sacrificando su vida a un fugaz intento de posible dicha.
Nuestro amigo acabó aquí su relato, guardó silencio y luego añadió:
—Yo aún me pregunto si ella me llamó o me habló con aquella maravillosa canción que llenaba la noche, queriendo acaso escapar de las tinieblas en las que moría, pidiéndome que yo la acompañase a otra clase de vida.
Bebió un sorbo de su copa y dirigió la mirada hacia la ventana, tras cuyos cristales sólo vio las impenetrables sombras de la noche.