Prólogo

Tienen en sus manos no (sólo) un libro, sino también la exitosa plasmación de un proyecto tremendamente difícil de plasmar. No es mi intención reiterar lo que el propio autor, Jaume Esteve, explica tan requetebién en los apartados «Cuerpo de estudio» e «Introducción» de su obra. Antes bien, mis propósitos y tareas aquí pasan por presentarles a ustedes, con la inestimable ayuda de la propia experiencia personal, lo que encontrarán cuando liquiden el puñado de líneas que componen este breve prólogo.

Los que nos declaramos estudiosos y, por supuesto, impenitentes enamorados del videojuego clásico, nos topamos con opiniones de todo tipo. La forma de expresión más habitual de cualquier individuo y, en muchísimas ocasiones, la mejor manera de transmitir información, es lisa y llanamente exponer la propia opinión; y por definición, el «dictamen o juicio que se forma de algo cuestionable» no tiene por qué coincidir con el parecer de nuestro interlocutor. Expresar opiniones es la vía por la cual normalmente nace el diálogo, y en la mayoría de los casos, dialogando se entiende la gente. Pero esto, por suerte o por desgracia, no siempre es así. Más cuando la conversación gira en torno al videojuego clásico, como generalidad o hablando de títulos concretos; situación que se recrudece cuando los juegos sobre los que se dialoga u opina son producciones españolas. Y ya es un hecho curioso: el ciudadano español, salvo excepciones, no es para nada chovinista. Más bien todo lo contrario. En cualquier charla default sobre cine o tebeos, el 80% de los conversadores hispanos opinarán en un 80% de las ocasiones, no solo que las películas o los cómics americanos, franceses o japoneses (por ejemplo) son mejores en muchos sentidos que sus equivalentes españoles, sino que además se atreverán a rubricar la infundamentación tan alegremente soltada con lapidaciones verbales tipo «pero si el cine español es una puta mierda» o «¿tebeos españoles? Ah, sí, Mortadelo y Zipi-Zape y Otilio Gotera y tal, los leía cuando era pequeño. Ya no soy un chavalín, tío: ahora leo Tintín y Watchmen».

Si hablamos de videojuegos, y conversamos sobre software patrio, la imaginaria situación —pero basada en decenas de hechos reales— anteriormente descrita da un giro emocional radical. No solo es común encontrar a gente que se enfervoriza, jurando y perjurando con las mejillas a punto de estallar en una explosión de roja ira poco o nada contenida, que jugó a todo lo habido y por haber (algo que nos creemos a duras penas hasta que dejamos de creerlo, es decir, hasta que preguntamos al sujeto en cuestión si probó algo medianamente conocido como Underwurlde; «no, cosas raras como ese no jugué, tío», han llegado a contestarme), sino que los programas españoles eran mucho mejores que los por ellos llamados simplemente… ejem, juegos «extranjeros» («los juegos españoles eran los mejores, tío, pero no mejores que los juegos de Ultimate que eran cojonudos: Knight Lore, y… y, y… Y todos los demás de Ultimate, ya sabes, tío»). Entienden ustedes lo que quiero explicar, sin duda comprenden la idea que intento transmitir; esto ya era así cuando Mondo Píxel no era más que un exitoso blog, se agravó en la época en la que hacíamos Superjuegos Xtreme y se convirtió en un constante runrún desde que empezamos a editar nuestros propios volúmenes. El caso es que más frecuentemente de lo que nos gustaría, resulta habitual que tanto yo como mis compañeros de Mondo Píxel nos encontremos, en foros virtuales o en riguroso directo (asistan a una de esas charlas que una vez al mes ofrecemos en el Matadero de Madrid, verán qué risas), no con amables amantes de los videojuegos antiguos como ustedes y como yo, sino con agresivos retrotalibanes que defienden insistentemente una idea fácilmente resumible mediante la frase «los juegos españoles son mucho mejores que los extranjeros». Esto es así para este tipo de gente, como generalidad, por sistema y por definición, como un axioma del cual nace una conversación que en muchas ocasiones no sólo no lleva al entendimiento, sino que no lleva a ninguna puñetera parte.

Y tontería es en esos casos —sigo tirando de recuerdos y relatando experiencias personales sufridas en mis carnes— intentar explicar a estos animales de bellota, crecidos en su autoerigida posición de poseedores de LA VERDAD —sí, esto también me lo han soltado. Tal cual, con mayúsculas y todo— que generalizar es un error, que habrá de todo; que hay programas españoles buenos y otros no tan buenos, así como habrá programas, ejem, «extranjeros» buenos y otros que no lo serán tanto. Que lo mejor siempre es analizar cada título por separado, de manera independiente, y desde esa crítica constructiva particular, componer un mosaico global de juegos buenos y juegos menos buenos que, observado desde una distancia prudencial, permita crear en el análisis individualizado de cada elemento del conjunto una opinión; lo fundamental es que se tenga conciencia de que lo que analizamos es un puzle de chorrocientas mil piezas (unas de su padre, otras de su madre) al que hemos dado en llamar, porque nos parece una forma hermosa de denominarlo, «la Edad de Oro del software español». Un mosaico formado por muchísimas teselas, unas más grandes y otras más pequeñas, algunas menos bonitas y otras más vistosas, todas con su valor impepinable al tratarse de una importantísima porción —pero, en definitiva, una parte más— de un todo. Que eso tan bello de la Edad de Oro del soft español debe percibirse como una gramola cargada de discos de diversos estilos, unos compatibles con nuestros gustos y otros no tanto, desde la cual retumba una orgía chip music desbordante de chicharrera alegría que inunda la memoria con recuerdos de nuestra infancia. Que esa edad dorada es un paño recosido, lleno de zurcidos, afortunadamente nunca acabado y que aunque por él pasen los años siempre huele a nuevo, que empezó siendo chiquitico, chiquitico, chiquitico, y ahora es enorme al habérsele añadido cientos de retazos inspirados en otros cientos de retazos que, inevitablemente, recuerdan a otros cientos de retazos con los que nos parece haber jugado en alguna otra parte.

La Edad de Oro del software español. Una época completa y no una cualquiera, con su principio y su final. El germen de toda una industria, el arranque de mil sueños, olas tempestuosas programadas en Basic que arrastraron y arrastran a miles de jugadores, músicos, programadores y ludópatas varios (no solo españoles, sino también extranjeros), los cuales mecidos por promesas cumplidas de placer y diversión, se dejaron y dejan arrastrar a un mar pixelado de emociones sin límites. Esa Edad de Oro tan querida, ese tema de conversación inagotable, origen narrativo de disputas nunca dirimidas, opiniones enfrentadas y pasiones desatadas.

Y es en mitad de todo este berenjenal donde se presenta Jaume Esteve con su libro Ocho Quilates bajo el brazo, como un moderno Moisés bajando del Sinaí dispuesto a traer luz a un mundo oscurecido por la sombra de la desinformación. Yo mismo lo apuntaba en el primer párrafo: es este un proyecto muy difícil de abordar. Y, está claro, lo es por extenso, por laborioso, por la necesidad de abarcar un amplísimo espectro de programas, situaciones, personas y personalidades, visiones, opiniones, opciones y miradas. Pero ante todo, se hace complicado acometer la confección del texto por lo complicado que resulta elegir un modus operandi informativo concreto; y es precisamente ese el gran acierto inicial de Esteve. Tomada la valiente decisión de contextualizar, de situar histórica, social, geográfica, profesional e incluso intelectualmente los valiosísimos testimonios recogidos por el joven periodista (en la mayoría de los casos directamente de los propios protagonistas de la historia que aquí se relata), Esteve consigue hacer de Ocho Quilates ese necesario mosaico que arriba reclamaba, al conformar en sus páginas un vasto alicatado trufado de interesantes y amenísimas declaraciones, con cada azulejo hardware o software comentado y colocado justo donde corresponde: al lado de otras piezas informativas tan importantes como sus porciones vecinas, todas necesarias y todas imprescindibles ya que como antes explicaba, posibilitan en su conjunto hacer comprender al lector qué coño sucedió en los ya lejanos años de la Edad de Oro de la industria del soft español.

Afortunadamente, el autor alcanza su objetivo salpicando aclaraciones y diálogos con esos mil detalles individuales de manera inteligentísima, dejando en el lector la sensación no de que está interiorizando información fragmentada, sino haciéndole percibir que presencia una panorámica temporal y vital pormenorizada, estudiada, seleccionada y ordenada. Dicho lo cual, se hace necesario mencionar la facilidad con que Esteve introduce ambientalmente al que en un momento dado es más espectador que lector, en una sintonía total con ciertos hechos fácilmente entendibles por quienes los vivieron, pero quizá no tanto por aquellos que se los perdieron; más sencillo será que no aparte los ojos de Ocho Quilates alguien que pasó por la época en el libro tratada aferrando su máquina de juegos de 8 o 16 bits, que quien tuvo la mala fortuna de haber nacido demasiado antes o mucho tiempo después de haber tenido lugar los acontecimientos mencionados. O quien haya estado ahí en ese fantástico período y no haya sido lo bastante chalado como para haberse acercado a alguno de estos locos cacharros, que también podría ser. En definitiva, Esteve consigue que tanto ausentes como presentes en aquellos momentos históricos queden enganchados irremisiblemente a la lectura, desde el inevitable pero necesario rosario de datos introductorios, hasta la mismísima página final.

El valor añadido, la bola extra, la que mejor se aprovecha y más se disfruta, aquella que en la mayoría de las ocasiones permite conseguir la mejor puntuación, es que Jaume Esteve consigue todo esto sin aspavientos literarios innecesarios ni fanatismos de ningún tipo; las opiniones personales del autor se vierten a lo largo del texto, sí, pero cuando corresponde y como corresponde. Si un programa, una actitud, o una decisión comercial debe ser criticada, Esteve no deja de emitir tal crítica, y si algo debe ser ensalzado, también coloca ese algo en el pedestal que merece. En un libro que toca una temática tan afianzada en la polémica como la que este tomo trata, muchos optarían por quedar bien con todos y cascar inexactitudes bellamente maquilladas del palo «todos aquellos juegos y quienes los programaron brillaron y brillan con luz propia en el firmamento lúdico» por espacio de un sinfín de páginas; pero eso habría sido deshonesto, poco sincero, nada realista e implicaría que Esteve toma por tontos a cuantos lectores hayan decidido hacerse con este libro. Gracias, Jaume, por ser honesto, sincero, realista y por no tratar como tontos a aquellos que en este momento se disponen a disfrutar Ocho Quilates.

Juan Carlos Caballero, Adonías,

es una de las mentes maestras detrás de Mondo Píxel.