Casi se acaba. Casi termina. Solo unas cositas finales que resolver antes que su Vigilante cumpla su deber cósmico y se retire al fin al Área Azul de la Luna, para que no se vuelva a saber de él de nuevo hasta los Días Finales.
Miren a la niña: la hermosa muchachita: la hija de Lola. Morena y evidentemente lista: en palabras de su bisabuela, La Inca, una jurona. Pudo haber sido mi hija si yo hubiera sido inteligente, si hubiera sido. No la hace menos preciosa.
Se sube a los árboles, se frota las nalgas contra los marcos de las puertas, practica malas palabras cuando cree que nadie la oye. Habla español e inglés.
Ni el Capitán Marvel ni Billy Batson, sino el relámpago.
Una niña feliz, hasta donde llegan estas cosas. ¡Feliz!
Pero colgado de su cuello: tres azabaches: el que Óscar llevó de bebé, el que Lola llevó de bebé y el que La Inca le dio a Beli cuando llegó al Refugio. Magia poderosa de los Ancianos. Tres barreras protectoras contra el Mal. Apoyadas por un pedestal de rezos de seis millas de largo. (Lola no es estúpida; hizo a las dos, a mi madre y a La Inca, madrinas de la niña.) Poderosas protectoras, sin duda.
Pero, un día, el Círculo fallará.
Como siempre ocurre con los Círculos.
Oirá por primera vez la palabra fukú.
Soñará con el Hombre Sin Rostro.
No ahora, pero dentro de poco.
Si es la hija de su familia —como imagino que es— un día dejará de tener miedo y vendrá en busca de respuestas.
No ahora, pero pronto.
El día que menos lo espere, tocaran a mi puerta.
Soy Isis. Hija de Dolores de León.
¡Ofrézcome! ¡Pasa, chica! ¡Pasa!
(Veré que todavía lleva sus azabaches, que tiene las piernas de su mamá, los ojos de su tío.)
Le ofreceré algo de tomar y mi esposa freirá sus pastelitos especiales; le preguntaré sobre su mamá del modo más superficial que pueda, y sacaré las fotos de nosotros tres en aquellos días, y cuando se haga tarde, la llevaré al sótano y abriré los cuatro refrigeradores donde guardo los libros de su tío, sus juegos, su manuscrito, sus comics —los refrigeradores son la mejor protección contra el fuego, contra los terremotos, contra casi cualquier cosa.
Una luz, un escritorio, un catre —lo tengo todo.
¿Cuántas noches se quedará con nosotros?
Las que necesite.
Y tal vez, solo tal vez, si tiene tanta Inteligencia y valor como espero que tenga, tomará todo lo que hemos hecho y todo lo que hemos aprendido y añadirá sus propias ideas y pondrá fin a la historia.
En mis mejores días, esa es mi esperanza. Mi sueño.
Pero hay otros días, cuando estoy depre o abatido, cuando me encuentro en el escritorio tarde en la noche, sin poder dormir, pasando las páginas (na menos) de la muy manoseada copia de Watchmen que había sido de Óscar. Una de las pocas cosas que se llevó en su Ultimo Viaje y que pudimos recuperar. El comic original. Paso las páginas —uno de sus tres libros favoritos, sin duda— hasta el horripilante capítulo final: «Un mundo de amor más fuerte». Hasta el único panel que él ha marcado. Óscar —que nunca pintarrajeó un solo libro en toda su vida— marcó el panel tres veces con la misma pluma enfática que usó para escribir sus últimas cartas a la familia. Es el panel donde Adrián Veidt y el Dr. Manhattan sostienen su conversación final. Después que el cerebro mutante ha destruido New York City; después que el Dr. Manhattan ha asesinado a Rorschach; después que el plan de Veidt ha logrado «salvar al mundo.»
Veidt dice: «Hice lo que debía, ¿no? Al final, todo salió bien».
Y Manhattan, antes de desaparecer de nuestro Universo, contesta: «¿Al final? Nada termina, Adrián. Nada nunca termina».