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WILDWOOD (1982-1985)
Nunca son los cambios que queremos los que cambian todo.
Así es como empieza: con tu madre llamándote al cuarto de baño. Recordarás el resto de tu vida lo que hacías en ese preciso momento: estabas leyendo La colina de Watership y los conejos y sus conejitos corrían hacia el barco y tú no querías dejar de leer, tenías que devolverle el libro a tu hermano al día siguiente, pero entonces ella te llamó otra vez, alzando más la voz, su voz de no estoy relajando, coño, y tú, irritable, mascullaste: Sí, señora.
Ella estaba parada frente al espejo del botiquín, desnuda de cintura para arriba, su brasier colgando como una vela rasgada y la cicatriz en su espalda tan extensa e inconsolable como el mar. Quieres volver a tu libro, hacer como que no la has oído, pero es demasiado tarde. Sus ojos hacen contacto directo con los tuyos, los mismos ojos ahumados grandes que tendrás tú misma en el futuro. Ven acá, te ordenó. Frunce el ceño por culpa de algo en uno de sus pechos. Los senos de tu mamá son inmensidades. Una de las maravillas del mundo. Los únicos que has visto más grandes se ven en las revistas pornográficas, o colgando de señoras requetegordotas. Son 35 triple-D con aureolas tan grandes como platillos, y negras, y en los bordes hay unos vellos feroces que ella se depila de vez en cuando, y de vez en cuando no. Estos pechos siempre te han desconcertado y cuando caminas en público con ella siempre eres consciente de ellos. Sin embargo, después de su cara y su pelo, sus senos son lo que más la enorgullecen. Tu papá nunca se cansó de ellos, alardeaba siempre. Pero dado al hecho de que desapareció al tercer año de su unión, parece que, al final, sí se cansó.
Temes las conversaciones con tu mamá. Siempre son regaños unilaterales. Imaginas que te ha llamado para darte otro sermón sobre tu dieta. Tu mamá está convencida de que si comes más plátanos adquirirás repentinamente sus mismas extraordinarias características sexuales secundarias y pararás el tráfico igual que ella. Incluso a esa edad no eras más que la hija de tu madre. Tenías doce años y ya eras tan alta como ella, una ibis de cuello largo y delgado. Tenías sus ojos verdes (aunque más claros) y su pelo lacio que te hace parecer más hindú que dominicana y un trasero del cual los muchachos no pueden parar de hablar desde el quinto grado y cuya atracción todavía no entiendes. Tienes su tez también, lo que quiere decir que eres oscura, morena. Pero a pesar de todas las semejanzas, las mareas de la herencia todavía no alcanzan tu pecho. Tus senos apenas se insinúan; vista desde cualquier ángulo, eres tan plana como un tablero, e imaginas que va a ordenarte otra vez que dejes de usar brasieres porque están sofocando tus pechos incipientes, desalentándolos. Estás lista para discutir con ella hasta la muerte porque tienes hacia los brasieres un sentido de posesión tal como de los kotex que ahora te compras tú misma.
Pero no, ella no dice una sola palabra sobre comer más plátanos. Toma tu mano derecha y te guía. Tu mamá es torpe en todo, pero esta vez se muestra delicada. No la creíste capaz de ello.
¿Sientes eso?, te pregunta en su voz ronca que te es demasiado familiar.
Al principio todo lo que sientes es el calor de su cuerpo y la densidad del tejido, como un pan que nunca dejó de subir. Ella se amasa con tus dedos en sí misma. Nunca has estado más cerca de ella que ahora y tu respiración es lo único que oyes.
¿No sientes eso?
Se vuelve hacia ti. Coño, muchacha, deja de mirarme y tócame.
Así que cierras los ojos y tus dedos presionan hacia abajo y estás pensando en Helen Keller y que cuando eras pequeña querías ser ella, aunque un poco más monjil, y entonces, de buenas a primeras y sin advertencia, sientes algo. Un nudo justo bajo su piel, apretado y secreto como un complot. Y en ese momento, por razones que nunca llegarás a entender, te sobrecoge una sensación, un presentimiento, de que algo en tu vida está a punto de cambiar. Te mareas y puedes sentir tu sangre palpitar, un golpe, un ritmo, un tambor. Luces brillantes resplandecen a través tuyo, como torpedos de fotones, como cometas. No sabes cómo o por qué, pero no tienes la menor duda. Es estimulante. Toda la vida has sido medio bruja; hasta tu mamá lo admite a regañadientes. Hija de Liborio, te llamó cuando escogiste los números ganadores de la lotería de tu tía, y tú pensaste que Liborio era algún pariente. Eso fue antes de Santo Domingo, antes de que supieras de la Gran Potencia de Dios.
Lo siento, dices, en voz demasiado alta. Lo siento.
Y ahí mismo, todo cambia. Antes de que termine el invierno, los médicos le extirpan el seno que tú amasabas y el ganglio axilar. Debido a las operaciones, le será difícil levantar el brazo sobre la cabeza durante el resto de su vida. Se le empieza a caer el pelo y un día se lo arranca todo ella misma y lo mete en una bolsa de plástico. Tú cambias también. No enseguida, pero cambias. Y es en ese cuarto de baño donde todo empieza. Donde tú comienzas.
Una muchacha punk. En eso me convertí. Una fanática punk de Siouxie and the Banshees. Los muchachos puertorriqueños de la cuadra no podían parar de reírse cuando veían mi pelo —me llamaban Blácula— y los morenos no sabían qué decir. Terminaron llamándome devil-bitch. ¡Oye, Cerbero, oye tú, oye! Mi tía Rubelka pensaba que tenía alguna enfermedad mental. Hija, me dijo mientras freía pastelitos, quizá tú necesitas ayuda. Pero mi mamá fue la peor. Es el colmo, gritó. El colmo. Pero para ella todo era el colmo. Por la mañana, cuando yo bajaba y ella estaba en la cocina haciendo el café en greca y oyendo Radio WADO, me miraba y se encojonaba de nuevo, como si durante la noche se le hubiera olvidado quién yo era. Mi mamá era una de las mujeres más altas de Paterson, y su cólera era igual de grande. Te agarraba con esos brazos largos como si fueran un par de pinzas y, si mostrabas debilidad, acababa contigo. Qué muchacha tan fea, decía disgustada, botando en el fregadero lo que quedaba de su café. Fea pasó a ser mi nuevo nombre. Bueno, en verdad no era nada nuevo. Ella había dicho cosas parecidas toda la vida. Como madre nunca se hubiera ganado ningún premio, créanme. Se podría decir que era una madre ausente: si no estaba en el trabajo, estaba durmiendo, y cuando estaba despierta parecía que todo lo que hacía era gritar y golpear. De niños, Óscar y yo le teníamos más miedo a mi mamá que a la oscuridad o al cuco. Nos golpeaba dondequiera, delante de cualquiera, con las chanclas y la correa, pero ahora, con el cáncer, ya no podía hacer mucho. La última vez que intentó caerme encima fue a causa de mi pelo, pero en vez de acobardarme o salir corriendo, le pegué en la mano. Fue un reflejo más que cualquier otra cosa, pero una vez que sucedió sabía que no podía arrepentirme jamás, así que mantuve el puño apretado, esperando lo que viniera: que me mordiera, como le había hecho una vez a una señora en el Pathmark. Pero ella se quedó parada, temblando, con su peluca estúpida y su bata estúpida, con dos prótesis enormes de espuma en su brasier, el olor de la peluca ardiendo en el aire. Casi me dio pena. ¿Así es como tratas a tu madre?, protestó. Si hubiera podido, le hubiera regalado el resto de mi vida en ese momento. Pero, en cambio, le grité: ¿Así es como tratas a tu hija?
Las cosas habían estado mal entre nosotras todo ese año. ¿Cómo no iba a ser así? Ella era mi mamá dominicana del Viejo Mundo y yo su única hija, la que había criado sola, sin ayuda de nadie, lo que significaba que era su deber aplastarme. Yo tenía catorce años y estaba desesperada por apropiarme de un pedacito del mundo que no tuviera nada que ver con ella. Quería la vida que veía cuando miraba Big Blue Marble de niña, la vida que me llevó a tener amigos por correspondencia y a robarme los atlas de la escuela y traerlos a la casa. La vida que existía más allá de Paterson, más allá de mi familia, más allá del español. Y en cuanto ella se enfermó vi mi oportunidad, y no voy a mentir o a disculparme; vi mi oportunidad y en cuanto pude la tomé. Si no se criaron como yo, entonces no saben, y si no saben probablemente sea mejor que no juzguen. No tienen idea del control que ejercen nuestras madres, incluso las que nunca están presentes… sobre todo las que nunca están presentes. No saben lo que es ser la hija dominicana perfecta, lo cual es una forma amable de decir la esclava dominicana perfecta. No saben lo que es ser criada por una madre que nunca ha dicho una sola palabra positiva en la vida, ni sobre sus hijos ni sobre el mundo; siempre suspicaz, criticando y arrancando los sueños de raíz. Cuando mi primera amiga por correspondencia, Tomoko, dejó de escribirme después de la tercera carta, ella fue la primera en reírse: ¿Tú crees que alguien va a perder el tiempo escribiéndote a ti? Por supuesto que lloré; tenía ocho años y ya había planeado que Tomoko y su familia me adoptaran. Claro que mi mamá tenía bien presente ese sueño y no dejaba de deleitarse. Yo tampoco te escribiría, dijo. Era la clase de madre que te hace dudar de ti misma, que acaba contigo si no la frenas. Pero no voy a aparentar tampoco lo que no es. Por mucho tiempo, permití que dijera lo que quisiera de mí y, lo que es peor, durante mucho tiempo la creí. Yo era fea, no valía nada, era una idiota. Desde los dos hasta los trece años, la creí y, porque la creí, fui la hija perfecta. Yo era la que cocinaba, limpiaba, lavaba, iba a la bodega, escribía las cartas al banco para explicar por qué el pago de la hipoteca iba a llegar con atraso, traducía. Sacaba las mejores notas de toda mi clase. Nunca causé problemas, ni siquiera cuando las morenas salieron detrás de mí con las tijeras para cortar mi pelo lacio. Me quedaba en casa y me aseguraba de que Óscar tuviera de comer y que todo funcionara mientras ella estaba en el trabajo. Lo crié y me crié yo misma. ¡Yo misma! Eres mi hija, decía ella. Eso es lo que se espera de ti. Cuando me sucedió lo que me sucedió a los ocho años y por fin le conté lo que él me había hecho, me dijo que me callara y dejara de llorar, y así lo hice: cerré la boca y apreté las piernas, y también la mente, y al año no podría haber dicho cómo era ese vecino, ni cómo se llamaba. No haces más que quejarte, decía. Pero no tienes idea alguna de cómo es la vida. Sí, señora. Cuando ella me dijo que podía ir a acampar a las montañas con mis compañeros de sexto grado, y compré una mochila con el dinero que me ganaba repartiendo periódicos y le escribí notas a Bobby Santos porque él había prometido venir a mi cabaña a besarme delante de todo el mundo, yo la creí. Y cuando llegó la mañana del viaje y ella anunció que yo no iba y yo le dije: Pero si me lo prometiste, y ella contestó: Muchacha del Diablo, yo no te prometí nada, no le lancé mi mochila, ni me saqué los ojos. Y cuando resultó que fue Laura Sáenz quien terminó besando a Bobby Santos, tampoco dije nada. Me quedé en mi cuarto con mi estúpido Bear-Bear y canté para mis adentros, tratando de imaginar adónde huiría cuando fuera grande. A Japón quizá, donde buscaría a Tomoko, o a Austria, donde mi canto inspiraría una nueva versión de Sonrisas y lágrimas. Mis libros favoritos de ese período eran todos sobre fugitivos: La colina de Watership, Viaje alucinante, Mi rincón en la montaña y cuando salió la canción «Runaway» de Bon Jovi, imaginaba que era sobre mí. Nadie tenía la menor idea. Era la muchacha más alta y torpe de la escuela, la que se vestía como la Mujer Maravilla cada Halloween, la que no decía una palabra. La gente me veía con mis espejuelos y mi ropa de segunda mano y no imaginaba de lo que yo era capaz. Y entonces, cuando cumplí los doce años, tuve esa sensación, como un hechizo aterrador, y antes de que pudiera darme cuenta, mi mamá se enfermó y toda la furia que había acumulado dentro de mí durante todo ese tiempo, la que yo había intentado reprimir con trabajo doméstico y tareas y promesas de que en cuanto llegara a la universidad podría hacer lo que me diera la gana, estalló. No pude evitarlo. Traté de contenerme pero la energía inundaba todos mis espacios reservados. Era un mensaje más que una sensación, un mensaje que tañía como una campana: cambia, cambia, cambia.
No sucedió de la noche a la mañana. Sí, la furia estaba en mí; sí, hacía a mi corazón latir con rapidez todo el santo día; sí, bailaba a mi alrededor mientras caminaba por las calles; sí, me daba el valor para mirar a la cara a los muchachos que se fijaban en mí; sí, hizo que mi risa pasara de tos a una fiebre desenfrenada y larga, pero yo todavía tenía miedo. ¿Cómo no lo iba a tener? Era hija de mi madre. Su poder, su dominio sobre mí era más fuerte que el amor. Y entonces, un día caminaba a casa con Karen Cepeda, que en aquel momento era más o menos amiga mía. Karen era gótica, el estilo le quedaba realmente bien; tenía el pelo parado como Robert Smith y solo llevaba ropa negra y tenía la piel del color de un fantasma. Caminar con ella en Paterson era como andar acompañada de la mujer barbuda. Todo el mundo nos miraba y la verdad es que eso asustaba a cualquiera, pero me imagino que por eso mismo lo hacía yo.
Caminábamos por la Main Street siendo tremendo espectáculo cuando, de repente, le comenté, Karen, quiero que me cortes el pelo. Tan pronto lo dije, entendí por qué. La sensación en mi sangre, el zangoloteo, todo eso otra vez. Karen alzó una ceja: ¿Y tu mamá? Ven, no era yo sola; todo el mundo le tenía terror a Belicia de León.
Pal carajo con ella, exclamé.
Karen me miró como si me hubiera vuelto loca de repente; en fin, era yo la que ni siquiera decía malas palabras, pero esa era otra cosa que cambiaría pronto. Nos encerramos el día siguiente en su cuarto de baño mientras su papá y sus tíos, que estaban en el primer piso, voceaban ante un juego de fútbol en la TV. Bien, ¿cómo lo quieres?, me preguntó. Miré a la muchacha reflejada en el espejo por mucho rato. Lo único que sabía era que no quería volverla a ver. Puse la maquinilla en manos de Karen, la conecté y la dirigí hasta que no quedó nada.
¿Así que ahora eres punk?, me preguntó Karen, con vacilación.
Sí, respondí.
Al otro día, mi mamá me tiró la peluca. Vas a usarla. Vas a usarla todos los días. ¡Y si te veo sin ella te mato!
No dije ni una palabra. Sostuve la peluca sobre la hornilla.
No te atrevas, empezó mientras la hornilla se encendía. Que ni se te ocurra…
La peluca ardió enseguida, como la gasolina, como una estúpida esperanza, y si no la hubiera lanzado al fregadero también me hubiera quemado la mano. El olor fue horrible, como el de todos los productos químicos de todas las fábricas de Elizabeth.
Ese fue el momento en que trató de pegarme, y cuando yo le di a ella, retiró la mano como si yo fuera el fuego.
Por supuesto que todos pensaban que yo era la peor hija del mundo. Mi tía y mis vecinos me repetían, Hija, es tu madre, se está muriendo, pero yo no los oía. Cuando le di en la mano, se abrió una puerta y yo no le iba a dar la espalda a esa abertura.
Pero Dios, ¡cómo peleamos! Enferma o no, muriéndose o no, mi mamá no se iba a rendir fácilmente. No era ninguna pendeja. La había visto abofetear hombres, empujar a policías blancos hasta hacerlos caer de culo, maldecir a un grupo entero de bochincheras. Nos había criado a mí y a mi hermano sola, había tenido tres empleos a la vez hasta que pudo comprar la casa en la que vivíamos, había sobrevivido al abandono de mi padre, había venido de Santo Domingo ella sola y contaba que de joven la habían atropellado, quemado y dejado por muerta. No había manera que me soltara sin matarme antes. Figurín de mierda, me llamaba. Te crees que eres alguien, pero no eres nada. Hurgaba, como siempre, buscando el punto flaco, queriendo destruirme como siempre, pero yo no dejé que me debilitara, no había manera de que me pudiera vencer esta vez. Fue la sensación de que mi verdadera vida me esperaba del otro lado de todo esto lo que me dio audacia. Cuando botó mis afiches de los Smiths y Sisters of Mercy —Aquí no quiero maricones— los reemplacé. Cuando amenazó con destruir mi ropa nueva, empecé a guardarla en el locker de la escuela y en casa de Karen. Cuando me dijo que tenía que dejar mi trabajo en la cafetería griega, le expliqué a mi jefe que a mi mamá la quimio la había hecho perder el tino, así que cuando llamó para decir que yo no podía seguir trabajando, mi jefe me alcanzó el teléfono y se quedó mirando a sus clientes medio apenado. Cuando cambió las cerraduras de la casa —yo había empezado a llegar tarde, iba al Club Limelight porque, aunque solo tenía catorce años, parecía de veinticinco— le tocaba en la ventana a Óscar y él me dejaba entrar, asustado porque al día siguiente mi mamá andaría corriendo y gritando por toda la casa, ¿Quién carajo dejó entrar a esta hija de la gran puta en la casa? ¿Quién? ¿Quién? Y Óscar estaría desayunando en la mesa, balbuceando, Yo no sé, Mami, no sé.
Su rabia llenaba la casa como humo rancio. Se impregnaba en todo, en el pelo y la comida, como el polvillo radiactivo que nos dijeron en la escuela que caería un día, suave como la nieve. Mi hermano no sabía qué hacer. Permanecía en su cuarto, aunque de vez en cuando me preguntaba muy angustiado qué pasaba. Nada. Me lo puedes contar, Lola, decía, pero yo solo me reía. Tienes que bajar de peso, le contestaba.
En esas últimas semanas yo sabía que era mejor que ni me acercara a mi mamá. Casi siempre me miraba atravesado, pero a veces, sin yo esperarlo, me agarraba por el cuello y no me soltaba hasta que lograba zafarle los dedos. No me dirigía la palabra a menos que fuera para amenazarme de muerte. ¡Cuando seas grande te encontrarás conmigo en un callejón oscuro cuando menos lo esperes y entonces te mataré y nadie lo sabrá! Se le notaba el deleite al decirlo.
Estás loca, le respondía.
No me digas loca, decía, y entonces se sentaba, jadeando.
Fue terrible, pero nadie imaginó lo que vino después. Y, si se mira bien, era tan obvio.
Me había pasado la vida amenazando con que un día iba a desaparecer y ya.
Y así fue.
Me escapé, dique, por culpa de un muchacho.
¿Qué puedo contar sobre él? Era como todos los muchachos: hermoso e inexperto y, como un insecto, incapaz de estar tranquilo. Era un blanquito de largas piernas velludas al que conocí una noche en el Limelight.
Se llamaba Aldo.
Tenía diecinueve años y vivía en Jersey Shore con su papá de setenta y cuatro. En el asiento de atrás de su Oldsmobile parqueado en University, me subí la falda de cuero, me bajé las medias de malla y mi olor lo inundó todo. Ese fue nuestro primer encuentro. Durante la primavera de mi segundo año de la secundaria nos escribimos y llamamos por lo menos una vez al día. Hasta fui a Wildwood con Karen a visitarlo (ella tenía licencia de manejar, yo no). Él vivía y trabajaba cerca del Jersey Shore, era uno de los tres que trabajaban en los carritos chocones, el único sin tatuajes. Quédate, me dijo esa noche mientras Karen caminaba delante de nosotros por la playa. ¿Dónde voy a vivir?, le pregunté, y él sonrió. Conmigo. No me digas mentiras, pedí, pero él solo miraba la resaca. De verdad, quiero que te quedes, insistió, muy serio.
Me lo pidió tres veces. Las conté, por eso lo sé.
Ese verano, mi hermano anunció que iba a dedicarse a diseñar juegos de rol y mi mamá intentaba mantener un segundo empleo por primera vez desde su operación. Pero la verdad es que no le iba bien. Llegaba a casa agotada y, como yo no ayudaba, quedaba todo a medio hacer. Algunos fines de semana, mi tía Rubelka venía a echar una mano en la cocina y la limpieza y nos daba tremendos sermones a Óscar y a mí, pero ella tenía su propia familia que cuidar así que la mayor parte del tiempo estábamos solos. Ven, me pidió Aldo por teléfono. Y entonces, en agosto, Karen se fue para Slippery Rock. Había terminado la secundaria un año antes de tiempo. Si no veo a Paterson otra vez en mi vida, seré feliz, dijo antes de irse. Ese fue el septiembre que falté a la escuela seis veces en las primeras dos semanas. Es que ya no podía más con la escuela. Tenía algo por dentro que no me dejaba. Por supuesto que no ayudaba para nada que estuviera leyendo El manantial y hubiera decidido que yo era Dominique y que Aldo era Roark. Estoy segura que habría podido quedarme ahí mismo para siempre, a punto de dar el salto aunque paralizada por el miedo, pero lo que todos habíamos estado esperando por fin sucedió. Mi mamá lo anunció en la cena, con mucha reserva. Quisiera que ambos me escucharan: el doctor tiene que hacerme más pruebas.
Óscar parecía a punto de estallar en lágrimas. Bajó la cabeza. ¿Y mi reacción? La miré y dije: ¿Me pasas la sal, por favor?
Hoy no la culpo por haberme dado aquel pescozón, porque en ese momento era precisamente lo que yo necesitaba. Nos abalanzamos una sobre la otra y la mesa se cayó y el sancocho se derramó por el piso y Óscar, parado en una esquina, nos rogaba, ¡Ya! ¡Ya! ¡No sigan!
Hija de tu maldita madre, chillaba ella. Y yo le contesté: Esta vez espero que te mueras.
Por un par de días la casa fue zona de guerra y entonces, el viernes, me dejó salir del cuarto y me permitió sentarme a su lado en el sofá a ver la novela. Estaba esperando el resultado de las pruebas, pero no habría quien dijera que sabía que su vida estaba en juego. Miraba la TV como si fuera lo único que importara y cada vez que uno de los personajes hacía algo malvado, alzaba y agitaba los brazos. ¡Alguien tiene que pararla! ¿No pueden ver lo que hace esa puta?
Te odio, dije en una voz muy bajita que ella no oyó. Ve y tráeme un poco de agua, dijo. Ponle hielo.
Fue lo último que hice por ella. A la mañana siguiente me monté en la guagua rumbo a Jersey Shore. Un bolso, doscientos dólares de propinas y el cuchillo viejo de tío Rudolfo. Me moría de miedo. No podía dejar de temblar. Durante todo el viaje, estuve esperando que el cielo se abriera, que mi mamá apareciera y me agarrara. Pero no fue así. Con excepción del hombre sentado del otro lado del pasillo, nadie ni siquiera me notó. Eres bella, dijo. Como una muchacha que conocí una vez.
Ni siquiera les dejé una nota. ¡Cuánto los odiaba! O más bien, cuánto la odiaba.
Esa noche, en el cuarto de Aldo, caluroso y con hedor a arenero de gato, le dije: Quiero que me lo hagas.
Comenzó a desabrochar mis pantalones. ¿Estás segura?
Segurísima, dije, en tono severo.
Tenía un ripio finito y largo que me hizo un daño de cojones, pero todo el tiempo le susurré, Oh, sí, Aldo, sí, porque eso era lo que imaginaba se debía decir mientras se perdía la «virginidad» con un muchacho que una supuestamente amaba.
Fue lo más estúpido que hice en toda mi vida. Estaba depre. Y aburridísima. Pero, por supuesto, no podía admitirlo. Me había fugado, ¡así que era feliz! ¡Feliz! A Aldo se le había olvidado mencionar en todas esas conversaciones en que me pedía que viniera a vivir con él que su papá lo odiaba como yo odiaba a mi mamá. Aldo El Viejo había estado en la Segunda Guerra Mundial y nunca había perdonado a los «japos» por la muerte de tantos amigos. Mi papá es un mentiroso de mierda, dijo Aldo. Nunca dejó la base de Fort Dix. No creo que el viejo me dijera cuatro palabras en todo el tiempo que viví con ellos. Era un viejito malvado que incluso cerraba la nevera con candado. Que ni se te ocurra tratar de abrirla, me amenazó. Ni siquiera nos dejaba sacar cubitos de hielo. Aldo y su papá vivían en una casita de una sola planta, muy ordinaria, y Aldo y yo dormíamos en un cuarto donde su papá tenía el arenero para sus dos gatos; por la noche nosotros lo trasladábamos al vestíbulo, pero él siempre se despertaba antes que nosotros y nos lo metía de nuevo en el cuarto. Les dije que no me tocaran mi mierda. Lo que era cómico, si uno lo piensa. Pero en ese momento no lo fue. Conseguí un trabajo vendiendo papitas fritas en el malecón, y entre el aceite caliente y el pipí de los gatos no podía oler más nada. En mis días libres bebía con Aldo, o me sentaba en la arena vestida toda de negro e intentaba escribir en mi diario, ese que yo estaba segura serviría como base para la fundación de una sociedad utópica después que nos sopláramos y nos convirtiéramos en gránulos radiactivos. De vez en cuando, otros muchachos se me acercaban y me decían cosas como: ¿Quién fokin murió? ¿Qué te pasó en el pelo? Se sentaban a mi lado en la arena. Tú eres una muchacha bonita, deberías estar en bikini. ¿Pa qué? ¿Pa que me violes? ¡Dios Santo!, exclamó uno de ellos, poniéndose de pie de un tirón. ¿Qué coño te pasa a ti?
Hasta el día de hoy no sé cómo sobreviví. A principios de octubre, me despidieron del palacio de las papitas fritas; ya casi todo el malecón estaba cerrado y yo no tenía nada que hacer salvo brujulear por la biblioteca pública, que era más pequeña que la de mi secundaria. Aldo se había puesto a trabajar en el taller con su papá. Ahora peleaban más entre sí y, por extensión, conmigo. Cuando llegaban a la casa, se ponían a beber Schlitz y a quejarse de los Phillies. Me imagino que debería estar agradecida de que un buen día no se les hubiera ocurrido hacer las paces violándome los dos. Yo salía lo más que podía y esperaba recobrar las sensaciones, que me guiaran, pero estaba completamente seca, vacía, sin visión alguna. Comencé a pensar que quizá era como en los libros: tan pronto se pierde la virginidad, se pierde la energía. Me enojé de verdad con Aldo después de eso. Eres un borracho, le dije. Y un idiota. ¿Y qué?, me contestó. A ti te apesta el toto. ¡Entonces déjamelo tranquilo! ¡Así lo haré! ¡Pero por supuesto que era feliz! ¡Feliz! Tenía la esperanza de tropezarme con mi familia poniendo volantes con mi foto por todo el malecón: mi mamá, la más alta, la más negra y la más tetona de todas; y Óscar, una enorme bola morena; mi tía Rubelka; quizá incluso mi tío, si lograban alejarlo de la heroína el tiempo suficiente para hacer el viaje. Pero lo que más se acercó fueron unos volantes que alguien había puesto buscando un gato perdido. Así son los blancos. Pierden un gato y hacen sonar la alarma y hay titulares en primera plana, pero nosotros, los dominicanos, perdemos una hija y puede que ni cancelemos la cita en la peluquería.
Cuando llegó noviembre yo estaba liquidada. Me sentaba con Aldo y su padre hediondo a ver las viejas series de TV, las que veíamos mi hermano y yo de niños —Apartamento para tres, What’s Happening, The Jeffersons— y mi decepción se insinuaba en cierto órgano muy suave y blando. Ya empezaba a hacer frío también y el viento se colaba por toda la casita y se metía debajo de las frazadas y en la ducha. Era tremendo. Empecé a tener visiones estúpidas de mi hermano tratando de hacerse su comida. No me pregunten por qué. Yo era la que siempre había cocinado para los dos, lo único que Óscar sabía hacer era derretidos de queso. Me lo imaginaba flaco como la caña, vagando por la cocina, desesperado, abriendo los estantes. Hasta empecé a soñar con mi mamá, salvo que en mis sueños ella era una niña chiquita, chiquitita de verdad. La podía sostener en la palma de la mano mientras ella intentaba decirme algo. La llevaba hasta la oreja y seguía sin poderla oír.
Siempre he odiado los sueños obvios. Todavía los odio.
Entonces Aldo decidió hacerse el simpático. Yo sabía que él ya no estaba contento con la relación, pero no supe cuánto hasta una noche que sus amigos vinieron de visita. Su papá había ido a Atlantic City y ellos estaban bebiendo y fumando y haciendo bromas groseras, cuando de repente Aldo dice: ¿Ustedes saben lo que significa Pontiac? Poor Old Nigger Thinks it’s a Cadillac. ¿Y a quién miraba al decirlo? A mí, directamente a mí.
Esa noche me deseó, pero le aparté la mano. No me toques.
Vamos, no te pongas brava, dijo, poniendo mi mano en su güevo. No fue nada.
Y entonces se rió.
¿Y qué hice yo a los pocos días? Una verdadera estupidez Llamé a casa. La primera vez nadie contestó. La segunda vez salió Óscar. Residencia de León, ¿a quién solicita? Así era mi hermano. Por eso todo el mundo lo odiaba.
Soy yo, anormal.
Lola. Guardó un silencio tan profundo que no me di cuenta de inmediato de que estaba llorando. ¿Dónde estás?
Créeme, es mejor que no lo sepas. Cambié de oído, intentando mantener un tono de voz sereno. ¿Cómo están ustedes?
Lola, Mami te va a matar.
Anormal, ¿podrías bajar la voz? Mami no está, ¿verdad?
Está trabajando.
Qué sorpresa, dije. Mami trabajando. En el último minuto de la última hora del último día, mi mamá estaría en el trabajo. Estaría trabajando cuando los misiles cruzaran el cielo.
Lo debo de haber extrañado muchísimo, o quizá simplemente quería ver a alguien que me conociera, o el pis del gato me había dañado el sentido común porque le di a Óscar la dirección de un café en el malecón y le pedí que me trajera algunas de mis ropas y de mis libros.
Tráeme dinero también.
Hizo una pausa. No sé dónde Mami lo guarda.
Usted sí sabe, Míster. Tráigalo.
¿Cuánto?, preguntó con timidez.
Todo lo que haya.
Eso es mucho dinero, Lola.
Tráeme el dinero, Óscar.
OK, OK. Inhaló con fuerza. ¿Me podrías decir por lo menos si estás bien?
Estoy bien, le dije; ese fue el único punto en la conversación donde por poco lloro. Me quedé callada hasta que pude hablar otra vez y entonces le pregunté cómo iba a venir a verme sin que Mami se enterara.
Tú sabes, dijo, su voz débil, puede que sea un nerd, pero soy un nerd con recursos.
La verdad es que me debí haber dado cuenta que no podía confiar en alguien que de niño consideraba Encyclopedia Brown uno de sus libros favoritos. Pero no estaba pensando: tenía tantas ganas de verlo.
Concebí un plan. Convencería a mi hermano para que se fugara conmigo. Mi plan era ir a Dublín. Había conocido a unos muchachos irlandeses en el malecón y me habían hablado de su país. Conseguiría trabajo como cantante de reserva de U2, y Bono y el baterista, los dos, se enamorarían de mí. Y Óscar se convertiría en el James Joyce dominicano. De verdad que creí que sucedería así. Así de engañada estaba ya para entonces.
Al día siguiente entré en el café, sintiéndome nuevecita, y él estaba allí, con el bolso. ¡Óscar!, dije, riendo, ¡qué gordo estás!
Lo sé, admitió avergonzado. Oye, estaba preocupado por ti.
Estuvimos casi una hora abrazados y entonces él se echó a llorar. Lola, lo siento.
Está bien, dije, pero en ese momento levanté la vista y vi a mi mamá y mi tía Rubelka y mi tío entrando en el café.
¡Óscar!, grité, pero era demasiado tarde. Ya había caído en manos de mi mamá. Se veía tan flaca y gastada, casi como una arpía, pero se aferraba a mí como si yo fuera su último peso, y debajo de la peluca roja sus ojos verdes ardían de furia. Noté que se había vestido para la ocasión. Tan típico. Muchacha del Diablo, chillaba. Me las arreglé para que saliéramos del café y, cuando echó atrás la mano para darme un galletazo, me solté y salí disparada. Podía oírla detrás de mí cuando se cayó y se golpeó en el contén, pero no iba a mirar atrás. No… estaba corriendo. En la escuela primaria, cada vez que salíamos a la pista, yo siempre era la más rápida de mi clase, me ganaba todos los premios; decían que no era justo por lo grande que era, pero a mí no me importaba. Incluso les podía ganar a los varones si quería, así que no había forma que mi mamá enferma, mi tío drogado y mi hermano gordo me pudieran alcanzar. Corrí con toda la rapidez que permitían mis largas piernas. Iba a correr por todo el malecón, más allá de la horrorosa casa de Aldo, lejos de Wildwood, más allá de Nueva Jersey, y no iba a parar. Iba a volar.
Bueno, así fue como debió haber sido. Pero no. Miré, miré hacía atrás. No pude evitarlo. No es que no conociera la Biblia y toda esa vaina de las estatuas de sal, pero cuando eres la hija de alguien que te ha criado ella solita, sin ayuda de nadie, es muy difícil abandonar los viejos hábitos. Solo quería asegurarme de que mi mamá no se había fracturado un brazo o rajado el cráneo. En fin, ¿quién coño quiere matar a su propia madre por accidente? Fue solo por eso que miré atrás. Se encontraba tirada en la acera, la peluca se le había caído y estaba fuera de su alcance, y su pobre cabeza calva quedaba expuesta a la luz del día como algo íntimo y vergonzoso, y ella lloraba como un becerro perdido, Hija, hija. Y allí estaba yo, deseando con todo mi ser escapar hacia el futuro. Era precisamente en ese momento cuando necesitaba que esa sensación me diera un norte, pero no lo hizo. Estaba sola. En fin, no tuve los ovarios. Allí estaba ella, tirada, calva como un bebé, lagrimeando, quizá a solo un mes de su muerte y ahí estaba yo, su única hija. No había nada que hacer. Así que regresé. Y cuando me incliné para ayudarla, se aferró a mí con ambas manos. Ese fue el momento que me di cuenta de que ella no había estado llorando. ¡Era una farsa! Su sonrisa era como la de una leona. Ya te tengo, dijo, dando un salto de triunfo. Te tengo.
Y así fue como terminé en Santo Domingo. Pienso que mi mamá calculó que me sería más difícil escapar de una isla donde no conocía a nadie, y de cierta manera tuvo razón. Ya llevo seis meses aquí y estoy tratando de tomarme las cosas con mucha filosofía. No fue así al principio, pero con el tiempo tuve que darme por vencida. Es como la pelea entre el huevo y la piedra, dijo mi abuela. Nadie gana. Estoy asistiendo a la escuela. No va a contar para nada cuando regrese a Paterson, pero me mantiene ocupada, lejos de las travesuras y rodeada de gente de mi propia edad. No tienes por qué estar todo el día con nosotros los viejos, dice mi abuela. De la escuela, no sé qué pensar todavía. Lo que sí es cierto es que he mejorado muchísimo mi español. La Academia ________ es una escuela privada que aspira a ser tan exclusiva como el Carol Morgan y está repleta de hijos de mami y papi. Y, bueno, aquí estoy. Si era dificilísimo ser gótica en Paterson, imagínense ser una dominican-york en una de estas escuelas privadas en la RD. No hay muchachas más insoportables que estas. No dejan de hablar de mí. A cualquiera le daría una crisis nerviosa, pero después de Wildwood, ya no soy tan frágil. Sencillamente, no dejo que me afecte. ¿Y el colmo de las ironías? Estoy en el equipo de atletismo de la escuela. Me apunté porque mi amiga Rosío, la becada de Los Mina, me dijo que me aceptarían con solo ver el largo de mis piernas. Son piernas de campeona, profetizó. En fin, parece que sabía de lo que estaba hablando, a pesar de mis dudas, porque resulta que soy la mejor corredora de toda la escuela en los 400 metros y en distancias cortas. El hecho de tener talento para algo tan simple no deja de asombrarme. Si Karen me viera haciendo sprints en el campo de detrás de la escuela, con Coach Cortés gritándonos, primero en español y después en catalán, se moriría. ¡Respiren! ¡Respiren! ¡Respiren! No tengo una gota de grasa y la musculatura de mis piernas hasta a mí me impresiona. No puedo ir en shorts sin parar el tráfico y el otro día, cuando a mi abuela y a mí se nos cerró la puerta y nos quedamos fuera de la casa, se volvió, frustrada, y me dijo: Hija, ábrela de una patada. Eso nos mató de la risa a las dos.
Tanto ha cambiado en estos meses, en mi cabeza, en mi corazón. Rosío me hace vestir como una «muchacha dominicana de verdad». Ella es la que me ayuda a arreglarme el pelo y a maquillarme y, algunas veces, cuando me veo en el espejo, ni me conozco. No es que me sienta infeliz ni nada por el estilo. Que conste, si encontrara un globo aerostático que me llevara directamente a la casa de U2, no estoy segura de si lo tomaría (aunque todavía no le hablo al traidor de mi hermano). La verdad es que estoy pensando en quedarme un año más. Mi abuela no quiere que me vaya. Te extrañaría, me dice, de forma tan sencilla que no puede dejar de ser cierta, y mi mamá me ha dicho que puedo quedarme si quiero pero que también sería bienvenida en casa. Tía Rubelka me cuenta que mi mamá está en plena lucha, que ya tiene dos empleos de nuevo. Me mandaron un retrato de toda la familia y mi abuela lo enmarcó, y no puedo mirarlo sin que se me agüen los ojos. En la foto, mi mamá no lleva puestas las tetas postizas; está tan flaca que casi no la reconozco.
Quiero que sepas que moriría por ti, me dijo la última vez que hablamos. Y antes de que pudiera contestarle, colgó.
Pero eso no es lo que quería contar. De lo que quería hablar es de esa sensación loca que comenzó todo este lío, la sensación de bruja que viene cantando dentro de mis huesos, que me absorbe como el algodón la sangre. La sensación que me dice que todo en mi vida está a punto de cambiar. Ha vuelto. Apenas el otro día, me desperté con todos estos sueños y allí estaba, pulsando en mí. Me imagino que esto es lo que se siente cuanto se lleva un niño adentro. Al principio, me asustó porque pensé que me decía que escapara de nuevo, pero cada vez que miraba nuestra casa, cada vez que veía a mi abuela, la sensación se hacía más fuerte, así que supe que esto era diferente. En aquella época yo salía con un muchacho, un morenito dulce llamado Max Sánchez, que conocí en Los Mina cuando visitaba a Rosío. Es bajito, pero su sonrisa y su manera de vestir lo compensan mucho. Porque soy de Nueba Yol, él siempre anda hablando de lo rico que va a ser y yo trato de explicarle que a mí no me importa nada de eso, pero él me mira como si no estuviera en mis cabales. Voy a comprarme un Mercedes-Benz blanco, dice. Tú verás. Pero es el trabajo que tiene lo que más me gusta y la razón por la cual nos conocimos. En Santo Domingo, algunas veces dos o tres cines comparten los mismos rollos para pasar una película, así que cuando el primero acaba con el primer rollo, lo ponen en manos de Max y él va en su motocicleta como un bólido para hacerlo llegar al segundo. Entonces regresa al primero, espera, recoge el segundo rollo, y así. Si se atrasa o tiene un accidente, el primer rollo termina y no hay segundo rollo y la gente del público tira botellas. Hasta ahora ha tenido suerte, me asegura, y besa su medalla de San Miguel. Es gracias a mí, se jacta, que una sola película se convierte en tres. Soy el que empata el film. Max no es de «la clase alta», como diría mi abuela, y si alguna de las engreídas de la escuela nos viera, se moriría, pero yo le tengo cariño. Me abre las puertas, me llama su morena; cuando se siente valiente, toca mi brazo con suavidad y se retira.
Así que pensé que la sensación tenía que ver con Max y un día dejé que me llevara a una cabaña. Estaba tan alborotado que por poco se cae de la cama y lo primero que quiso fue ver mis nalgas. No sabía que mi gran culo podía llamar tanto la atención, pero él lo besó cuatro, cinco veces, me puso la piel de gallina con su respiración y lo declaró un tesoro. Cuando terminamos y él estaba en el baño lavándose, me paré delante del espejo desnuda y miré mi trasero por primera vez. Un tesoro, repetí, un tesoro.
¿Y? Rosío me preguntó en la escuela. Asentí una vez, rápido, y ella me agarró y se rió y todas las muchachas que yo odiaba dieron la vuelta a ver qué pasaba, pero ¿qué podían hacer? La felicidad, cuando viene, es más fuerte que todas las muchachas insoportables de Santo Domingo juntas.
Pero yo seguía confundida porque la sensación se iba haciendo más y más fuerte y no me dejaba dormir, no me daba paz. Comencé a perder carreras, lo que antes nunca me pasaba.
No eres tan especial, ¿verdad, gringa?, decían las muchachas de los otros equipos, y lo único que se me ocurría era bajar la cabeza. Coach Cortés se disgustó tanto que se encerró en el carro y no nos dirigió la palabra a ninguna.
Todo esto me estaba volviendo loca, y entonces una noche regresé a casa después de una salida con Max. Me había llevado a pasear a lo largo del malecón —él jamás tenía un centavo para nada— y habíamos visto a los murciélagos zigzaguear entre las palmas y un barco viejo que se alejaba. Él había hablado sin aspavientos de mudarse a los Estados Unidos mientras yo me estiraba los tendones de la corva. Cuando llegué a casa, mi abuela me esperaba en la sala. Aunque aún vestía luto por el marido que perdió de joven, es una de las mujeres más hermosas que he conocido en mi vida. Nos hacíamos la raya del pelo en el mismo estilo, como un relámpago, y la primera vez que la vi en el aeropuerto, aunque no quise admitirlo, sabía que todo iba a ir bien entre nosotras. Entonces se puso de pie, consciente de su propia elegancia, y cuando me vio dijo: Hija, te he esperado desde el día que te fuiste. Y después que me abrazó y me besó, agregó: Soy tu abuela, pero puedes llamarme La Inca.
Esa noche, desde mi estatura, la miraba y vi la raya en su pelo que parecía una grieta, y sentí una oleada de dulzura. La rodeé con mis brazos y entonces noté que ella miraba unas fotos. Fotos viejas, del tipo que nunca había visto en mi casa. Fotos de mi mamá cuando era joven y de otra gente. Tomé una. Mami estaba frente a un restaurante chino. Aun con el delantal puesto, se veía poderosa, como alguien que iba a ser alguien.
Era muy bella, comenté.
Abuela resopló. Bella soy yo. Tu madre era una diosa. Pero tan cabeza dura. Cuando tenía tu edad, no nos llevábamos bien.
No sabía, dije.
Ella era cabeza dura y yo era… exigente. Pero al final todo salió bien, suspiró. Te tenemos a ti y a tu hermano y eso es más de lo que cualquiera hubiera podido esperar, sobre todo tomando en cuenta lo que hubo antes. Tomó una de las fotos. Este es el papá de tu madre. Me la mostró. Era mi primo, y…
Estaba a punto de decir algo más pero entonces se detuvo.
Y ese fue el momento que me golpeó la fuerza de un huracán. La sensación. Me paré derechita, de la manera que mi mamá siempre quería que me parara. Mi abuela estaba allí, desesperada, tratando de encontrar las palabras exactas, y yo no podía moverme o respirar. Me sentía como en los últimos segundos de una carrera, cuando estaba segura de que iba a estallar. Ella estaba a punto de decir algo, y yo esperaba lo que fuera a decirme. Esperaba para comenzar.