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POBRE ABELARD (1944-1946)
EL MÉDICO FAMOSO
Cuando la familia habla del asunto —más o menos, nunca— comienza siempre en el mismo punto: con Abelard y The Bad Thing que dijo sobre Trujillo[22].
Abelard Luis Cabral era el abuelo de Óscar y Lola, un cirujano que había estudiado en Ciudad México en los años de Lázaro Cárdenas y a mediados de los cuarenta, antes de que ninguno de nosotros hubiera nacido, un hombre de apreciable reputación en La Vega. Un hombre muy serio, muy educado y muy bien plantado.
(Ya pueden ver adónde va a parar esto.)
En aquellos días de antaño —antes de la delincuencia y los bancos en quiebra, antes de la Diáspora— los Cabral se contaban entre los High del País. No eran tan asquerosamente ricos o históricamente importantes como los Ral Cabral de Santiago, pero tampoco eran los primos pobres. En La Vega, donde la familia había vivido desde 1791, eran prácticamente la realeza, un hito de tanta importancia como La Casa Amarilla y el río Camú; los vecinos hablaban de la residencia de catorce cuartos que el padre de Abelard había construido, Casa Hatuey[23], un chalet ecléctico lleno de recovecos que se había ido ampliando con frecuencia, cuyo centro original de piedra había pasado a ser el estudio de Abelard. Una casa rodeada por arboledas de almendros y mangos enanos. También tenían un apartamento moderno art decó en Santiago, donde Abelard solía pasar los fines de semana atendiendo los negocios de la familia. Estaban además los establos recién restaurados que habrían podido alojar cómodamente una docena de caballos; los caballos mismos: seis de Berbería, de piel como vitela. Y, por supuesto, cinco criados a tiempo completo (de la variedad rayana). Mientras el resto del país subsistía a base de piedras y bagazos de yuca y era hospedero de espirales sin fin de lombrices intestinales, los Cabral cenaban con pastas y dulces salchichas italianas, comían con cubiertos de plata de Jalisco en platos Beleek. Los ingresos de un cirujano podían ser muy buenos, pero la cartera de negocios de Abelard (de haber existido esas cosas en aquellos días) era la verdadera fuente de la abundancia familiar: de su padre odioso y avinagrado (ahora difunto) Abelard había heredado un par de prósperos supermercados en Santiago, una fábrica de cemento y los títulos de una cadena de fincas en las Septentrionales.
Los Cabral eran, como pueden haber imaginado, miembros de la Clase Afortunada. En los veranos «pedían prestada» la cabaña de un primo en Puerto Plata y acampaban allí por un período nunca inferior a tres semanas. Las dos hijas de Abelard, Jacquelyn y Astrid, nadaban y jugaban con las olas (sufriendo muchas veces del Desorden de la Degradación del Pigmento del Mulato, también conocido como bronceado) bajo la mirada vigilante de su mamá que, incapaz de arriesgarse a una oscuridad adicional, permanecía encadenada a la sombra de su sombrilla, mientras su padre, cuando no estaba escuchando las noticias de la Guerra, vagaba por la costa, su rostro en tensa concentración. Caminaba descalzo, solo con la camisa blanca y el chaleco, los pantalones remangados, el semiafro una paternal antorcha y algo rellenito en la madurez. A veces el fragmento de una concha de mar o de un cangrejo bayoneta le llamaba la atención y Abelard se ponía a cuatro patas y lo examinaba con un lente de joyero, de modo que, para deleite de sus dos hijas y consternación de su esposa, parecía un perro oliendo un mojón.
Todavía hay en el Cibao quienes recuerdan a Abelard y todos les dirán que, además de ser un médico brillante, poseía una de las mentes más notables del país: era infatigablemente curioso, alarmantemente prodigioso y estaba especialmente dotado para la complejidad lingüística y computacional. El viejo era bien leído en español, inglés, francés, latín y griego; coleccionaba libros raros, abogaba por abstracciones extrañas, colaboraba con el Diario de Medicina Tropical y era etnógrafo aficionado a la manera de Fernando Ortiz. En resumen, Abelard era un Cerebro —no enteramente inusual en México, donde había estudiado, pero una especie extremadamente rara en la Isla del General Supremo Rafael Leónidas Trujillo Molina. Animó a sus hijas a leer y las preparó para que lo siguieran en la profesión (hablaban francés y leían latín antes de los nueve años). Tenía un interés tal en la educación que cualquier conocimiento nuevo, por arcano o trivial que fuera, lo llevaba a la luna. La sala de su casa, con el empapelado de tan buen gusto que había escogido la segunda esposa de su papá, era el lugar más frecuentado, el número uno, de los todólogos locales. Allí se celebraban encarnizados debates que duraban noches enteras y, aunque a Abelard muchas veces le frustraba su baja calidad —en modo alguno como en la UNAM—, no habría renunciado a ellos por nada del mundo. A veces sus hijas le daban las buenas noches al padre y, al amanecer, se lo encontraban todavía enfrascado en alguna oscura conversación con sus amigos, los ojos rojos, el pelo alborotado, aturdido pero cuerdo. Se le acercaban y besaba a cada una, llamándolas sus Lumbreras. Estas inteligencias jóvenes, se jactaba con frecuencia ante sus amigos, nos superarán a todos.
El Reinado de Trujillo no era la mejor época para ser amante de las Ideas, no era la mejor época para entregarse a debates de salón, para celebrar tertulias, para hacer cualquier cosa fuera de lo común, pero Abelard no era nada si no meticuloso. Nunca permitía que se manejara política actual (es decir, Trujillo), se aseguraba de mantener toda esa vaina en un plano abstracto, permitía a quien quisiera (incluso a miembros de la Policía Secreta) asistir a sus reuniones. Dado que era posible quemarse por algo tan sencillo como no pronunciar bien el nombre del Cuatrero Fracasado, en realidad no se requería mucho seso para ello. Como práctica general, Abelard trataba de no pensar en El Jefe, seguía una especie de Tao para Evitar Dictadores, lo que era irónico teniendo en cuenta que mantenía una incomparable apariencia de trujillista entusiasta[24]. Como individuo y funcionario ejecutivo de la asociación médica, donaba con largueza al Partido Dominicano; él y su esposa, que era su enfermera número uno y mejor asistente, se unían a cada misión médica que Trujillo organizaba, por lejos que fuera en el campo. Y nadie pudo reprimir mejor que Abelard la carcajada cuando El Jefe ganó unas elecciones, ¡con el 103 por ciento! ¡Qué entusiasmo tenía el pueblo! Cuando se celebraban banquetes en honor a Trujillo, Abelard siempre viajaba a Santiago para asistir. Llegaba temprano, se iba tarde, sonreía sin fin y no decía ni pío. Desconectaba su motor intelectual warp y funcionaba estrictamente por inercia. Llegado el momento, Abelard le estrechaba la mano a El Jefe, lo cubría en la cálida efusión de su idolatría (si piensan que el trujillato no fue homoerótico, entonces, para citar al Sacerdote, no entienden na) y, sin más, desaparecía de nuevo en las sombras (como en la película preferida de Óscar, Point Blank). Se mantenía todo lo alejado de El Jefe que le era posible —no tenía la falsa ilusión de ser un igual de Trujillo, su compinche o alguien a quien por alguna causa necesitara—, al fin y al cabo los bróders que se metían con él tendían a terminar con casos fatales de mortitis. A Abelard no le hacía daño alguno que su familia no estuviera toda en el bolsillo de El Jefe, que su papá no hubiera cultivado tierras o tuviera negocios en proximidad geográfica o competitiva con los de El Jefe. Su contacto con Fuckface era felizmente limitado[25].
Abelard y El Cuatrero Fracasado pudieron haber flotado uno al lado del otro en los Pasillos de la Historia de no haber sido por el hecho de que, a partir de 1944, en lugar de llevar a su esposa e hijas a los eventos de El Jefe, según dictaba la costumbre, Abelard comenzó a dejarlas en casa de modo reiterado. Les explicó a los amigos que su esposa se había puesto «nerviosa» y que Jacquelyn la cuidaba, pero la verdadera razón de las repetidas ausencias era la notoria rapacidad de Trujillo y el que su hija Jacquelyn se había convertido en un monumento de mujer. La hija mayor de Abelard —seria, intelectual— ya no era aquella niña torpe, alta y flaquita; la adolescencia le había pegado con furia, transformándola en una señorita de gran belleza. Había padecido un caso serio de cadera-culo-pechos, condición que en los años cuarenta era un problema con T mayúscula seguida por una R, una U y una J hasta el illo.
Pregúntenle a cualquiera de los mayores y les dirán: Trujillo pudo haber sido un Dictador, pero era además un Dictador Dominicano, lo que es otra manera de decir que era el Bellaco Número Uno del País. Creía que todo el toto en la RD era, literalmente, suyo. Es un hecho bien documentado que en la RD de Trujillo, si uno era de una clase dada y dejaba a su hija linda cerca de El Jefe, a la semana estaría mamándole el ripio como una profesional, ¡y uno no podía hacer nada para evitarlo! Era parte del precio de vivir en Santo Domingo, uno de los secretos mejor conocidos de la isla. Era tan común la práctica, tan insaciables los apetitos de Trujillo, que existía un fracatán de hombres en la nación, hombres de calidad y posición, créanlo o no, que le ofrecían sus hijas libremente al Cuatrero Fracasado. Abelard tenía a su favor que no era uno de ellos; en cuanto se dio cuenta de lo que había —después que su hija comenzara a parar el tráfico en la calle El Sol, después que uno de sus pacientes vio a su hija y le dijo: Debe tener cuidado con esa— la convirtió en Rapunzel y la encerró en la casa. Fue un Gesto Valiente, no acorde con su carácter, pero solo había necesitado ver a Jacquelyn prepararse para la escuela una mañana, grande de cuerpo pero aún una niña, por Dios, una niña, y el Gesto Valiente se le hizo fácil.
Sin embargo, ocultar de Trujillo a su hija de ojos de gamo y pechos grandes no era nada fácil. (Como negarle el anillo a Sauron.) Si ustedes creen que el dominicano común y corriente es malo, Trujillo era cinco mil veces peor. El tipo tenía centenares de espías cuyo único trabajo era rastrear las provincias en busca de la próxima. Si procurar cuca hubiera sido más central al trujillato, el régimen hubiera sido la primera culocracia del mundo (y quizá, de hecho, lo fue). En este clima, esconder a las mujeres de uno equivalía a traición; los infractores que no aflojaban a las muchachas podían encontrarse fácilmente disfrutando del tonificante encanto de un baño con ocho tiburones. Vamos a estar claros: Abelard asumía un enorme riesgo. No importaba que fuera de clase alta o que hubiera preparado bien el terreno, llegando hasta a hacer que un amigo diagnosticara a su esposa como maníaca y luego dejando correr el rumor en los círculos de élite que frecuentaba. Si Trujillo y Compañía se enteraban de su duplicidad, lo tendrían en cadenas (y a Jacquelyn bocarriba) en cuestión de segundos. Y era por ello que cada vez que El Jefe iba arrastrando los pies por la línea de recepción para darles la mano a todos, Abelard esperaba que, con esa voz alta y chillona suya, exclamara: ¡Dr. Abelard Cabral!, ¿dónde está esa hija suya tan deliciosa? He oído tanto de ella de sus vecinos. Esto bastaba para ponerlo febril.
Su hija Jacquelyn, por supuesto, no tenía la menor idea de lo que estaba en juego. Eran tiempos más inocentes y ella era una muchacha inocente; ser violada por su Ilustre Presidente era lo que más lejos estaba de su excelsa mente. De las dos hijas, era la que había heredado el cerebro de su padre. Estudiaba francés religiosamente porque había decidido imitar a su papá e ir al extranjero a estudiar medicina en la Faculté de Médecine de París. ¡A Francia! ¡Para ser la próxima Madame Curie! Le metía a los libros noche y día y practicaba el francés con su padre y con el criado Esteban El Gallo, que había nacido en Haití y aún lo hablaba bastante bien[26]. Ninguna de hijas tenía idea de lo que pasaba. Vivían tan despreocupadas como hobbits y ni se imaginaron la sombra que asomaba en el horizonte. En sus días libres, cuando no estaba en la clínica o escribiendo en su estudio, Abelard se paraba en la ventana de atrás de su estudio y miraba a sus hijas en sus juegos tontos de niñas hasta que su corazón no podía aguantar más el dolor.
Cada mañana, antes de comenzar sus estudios, Jackie escribía en una hoja de papel en blanco: Tarde venientibus ossa.
A los rezagados les quedan los huesos.
Abelard hablaba de estos asuntos solo con tres personas. La primera, por supuesto, era su esposa Socorro. Socorro (se debe decir) era un Talento por derecho propio. Una belleza famosa del este (Higüey) y fuente de la hermosura de sus dos hijas. En su juventud, había parecido una Dejah Thoris prieta (una de las principales razones por las que Abelard había perseguido a una muchacha tan por debajo de su clase) y también había sido unas de las mejores enfermeras clínicas con las que había tenido el honor de trabajar en México o en la República Dominicana, lo cual, dada la valoración de sus colegas mexicanos, no era poco elogio. (Segunda razón por la que la había perseguido.) Su dedicación al trabajo y su conocimiento enciclopédico de las curaciones y remedios tradicionales la hacían imprescindible en su consultorio. Sin embargo, la reacción de ella a sus preocupaciones por lo de Trujillo fue típica; era una mujer inteligente, hábil, trabajadora, que no pestañaba al enfrentarse al spray arterial que silbaba de un muñón tajado por un machete, pero cuando había amenazas más abstractas como, por ejemplo, Trujillo, se obstinaba y encaprichaba en no reconocer que pudiera existir un problema, mientras no dejaba de vestir a Jackie con la ropa más sofocante. ¿Por qué le andas diciendo a la gente que estoy loca?, preguntaba, molesta.
Abelard también se lo comentó a su querida, la señora Lydia Abenader, una de las tres mujeres que habían rechazado su propuesta de matrimonio cuando regresó de sus estudios en México… ahora viuda y su amante número uno. Era la mujer que su padre había querido que él enganchara y, cuando no pudo cerrar el trato, este se estuvo burlando de él, llamándolo medio hombre, hasta los últimos días de su biliosa vida (tercera razón por la que había perseguido a Socorro).
Por último habló con su vecino y amigo de muchos años, Marcus Applegate Román, a quien llevaba y traía a menudo de los eventos presidenciales porque no tenía carro. Con Marcus había sido un arrebato espontáneo; el peso del problema en realidad lo aplastaba; iban de regreso a La Vega por una de las antiguas vías de la Ocupación Militar en medio de una noche de agosto y cruzaban las tierras de labrantío, negras negras, del Cibao, con tanto calor que iban con las ventanillas del carro completamente abiertas, lo que provocaba que una corriente constante de mosquitos les entrara por la nariz, y, de la nada, Abelard comenzó a hablar. Las jóvenes no tienen ninguna oportunidad de desarrollarse en este país sin que las molesten, se quejó. Entonces, como ejemplo, dio el nombre de una joven a la que El Jefe había desflorado hacía poco, una muchacha de la que los dos sabían, graduada de la Universidad de la Florida e hija de un conocido. Al principio, Marcus no dijo nada; en la oscuridad del interior del Packard, su cara era una ausencia, una laguna de sombras. Un silencio preocupante. Marcus no era para nada admirador de El Jefe y en más de una ocasión en presencia de Abelard lo había llamado «bruto» e «imbécil», pero no por eso Abelard dejó de percibir de repente su indiscreción colosal (así era la vida en esos días de la Policía Secreta). Al Fin, Abelard le preguntó, ¿No te incomoda?
Marcus se inclinó para encender un cigarrillo y al fin su cara reapareció, demacrada pero familiar. No podemos hacer nada en ese sentido, Abelard.
Pero imagina que estuvieras en una situación parecida, ¿cómo te protegerías?
Me aseguraría de tener hijas feas.
Lydia era mucho más práctica. Estaba sentada en la cómoda, cepillando su pelo de mora. Él en la cama, desnudo también, halándose el ripio mientras su mente vagaba. Lydia le había dicho: Mándala con las monjas. Mándala a Cuba. Mi familia la cuidará.
Cuba era el sueño de Lydia; era su México. Siempre hablaba de regresar a vivir allí.
¡Pero necesitaría permiso del Estado!
Entonces, pídelo.
Pero ¿y si El Jefe se entera de la petición?
Lydia dejó caer el cepillo con un tecleo agudo. ¿Cómo se va a enterar?
Nunca se sabe, dijo Abelard, defensivo. En este país nunca se sabe.
Su querida estaba a favor de Cuba, su esposa a favor del arresto domiciliario y su mejor amigo no hablaba. Su propia cautela le dijo que esperara más instrucciones. Y, al fin del año, las tuvo.
En uno de los interminables eventos presidenciales, El Jefe le estrechó la mano a Abelard, pero en vez de continuar, se detuvo brevemente —una pesadilla que se hacía realidad—, le agarró los dedos y, en su voz chillona, dijo: ¿Eres el Dr. Abelard Cabral? Abelard se inclinó. A su servicio, Excelencia. En menos de un nanosegundo, Abelard estaba empapado en sudor; sabía lo que venía; El Cuatrero Fracasado no le había dirigido más de tres palabras en toda la vida, ¿qué otra cosa podía ser? No se atrevió a desviar la mirada de la cara pesadamente entalcada de Trujillo, pero con el rabillo del ojo alcanzó a ver a los lambesacos, inmóviles, que empezaban a comprender que se producía un intercambio.
Te he visto aquí a menudo, doctor, pero últimamente sin tu esposa. ¿Te has divorciado de ella?
Sigo casado, Su Grandeza. Con Socorro Hernández Batista.
Me alegra saberlo, dijo El Jefe, tenía miedo que te hubieras metido a maricón. Entonces se volvió a los lambesacos y rió. Oh, Jefe, chirriaron, usted es demasiado.
Era en este momento que otro bróder, encojonado, hubiera dicho algo para defender su honor, pero Abelard no era ese bróder. No dijo nada.
Por supuesto, continuó El Jefe, quitándose una lágrima del ojo con el nudillo, no eres ningún maricón, porque he oído que tienes hijas, Dr. Cabral, una de ellas muy bella y elegante, ¿no?
Abelard había ensayado una docena de respuestas a esta pregunta, pero la que ofreció fue puro reflejo, brotó de la nada: Sí, Jefe, tiene razón, tengo dos hijas. Pero, para decirle la verdad, solo quienes gustan de las mujeres con bigotes las encuentran hermosas.
Por un instante, El Jefe no dijo nada y en ese silencio retorcido Abelard pudo ver a su hija violada ante sus ojos, mientras a él lo bajaban con una lentitud atroz a la infame piscina de tiburones de Trujillo. Pero entonces, milagro de milagros, El Jefe arrugó su cara porcina y rió, Abelard rió también y El Jefe siguió de largo. Cuando Abelard llegó a la casa en La Vega más tarde esa misma noche, despertó a su esposa de un sueño profundo para que pudieran rezar y agradecerle a los cielos la salvación de su familia. Abelard nunca había sido rápido de palabra. La inspiración solo pudo haber venido de los espacios ocultos de mi alma, le dijo a su esposa. De un Ser Numinoso.
¿Quieres decir de Dios?, preguntó su esposa.
Quiero decir de alguien, dijo Abelard, misterioso.
¿Y ENTONCES?
Tres meses seguidos estuvo Abelard esperando el Fin. Esperó que su nombre empezara a aparecer en la sección del «Foro Popular» del periódico, críticas veladas a cierto médico de huesos de La Vega —así era como el régimen comenzaba la destrucción de un ciudadano respetado como él— cosas pequeñas como que sus medias y camisas no hacían juego; esperó la llegada de una carta exigiendo una reunión privada con El Jefe; esperó que su hija desapareciera en un viaje a la escuela. Bajó casi veinte libras en su terrible vigilia. Comenzó a beber copiosamente. Estuvo a punto de matar a un paciente por un resbalón de la mano. Si su esposa no se hubiera dado cuenta del error antes de que lo cosieran, ¿quién sabe qué podía haber sucedido? Les gritaba a sus hijas y esposa casi todos los días. No se le paraba mucho con la amante. Pero la temporada de lluvias se convirtió en la temporada de calor y la clínica se llenó de desaventurados, heridos, enfermos y, cuando a los cuatro meses no había sucedido nada, Abelard casi deja escapar un suspiro de alivio.
Quizá, escribió en el dorso de su mano velluda. Quizá.
SANTO DOMINGO CONFIDENCIAL
En cierto modo, la vida en Santo Domingo durante el trujillato se parecía mucho al famoso episodio de La dimensión desconocida que a Óscar tanto le gustaba, en que un chamaco blanquito monstruoso, dotado de energías divinas, gobierna una ciudad aislada por entero del resto del mundo, una ciudad llamada Peaksville. El chamaco blanquito es cruel e impredecible y toda la gente de la «comunidad» vive aterrorizada, denunciándose o traicionándose unos a otros por cualquier razón con tal de no ser mutilados o, más siniestramente, enviados a los maizales. (Después de cada atrocidad —ya sea ponerle tres cabezas a un topo, desterrar al maizal a un amigo que ya no le interesa o hacer que la nieve caiga en los últimos cultivos— el pueblo horrorizado de Peaksville siempre tiene que decir: Estuvo bien lo que hiciste, Anthony, estuvo bien.)
Entre 1930 (cuando El Cuatrero Fracasado tomó el poder) y 1961 (el año en que lo acribillaron) Santo Domingo era el Peaksville del Caribe, con Trujillo en el papel de Anthony y nosotros en el del hombre al que transforma en un Jack-in-the-Box. La comparación tal vez les haga voltear los ojos, pero, amigos, sería difícil exagerar el poder que ejercía Trujillo sobre el pueblo dominicano y la sombra de miedo que cubría la región. El Tipo dominaba Santo Domingo como si fuera su Mordor privado[27]; no solo encerró al país bien lejos del resto del mundo y lo aisló detrás de la Cortina de Plátano, sino que actuó como si se tratara de su propia plantación, como si él fuera el dueño de todo y de todos, matando a quien quisiera matar, a hijos, hermanos, padres, madres. Les arrancaba las mujeres a sus maridos la misma noche de bodas y después se jactaba en público sobre «la gran luna de miel» que había tenido la noche antes. Su Ojo estaba en todas partes; tenía una Policía Secreta que dejaba chiquita a la Stasi y vigilaba a todo el mundo, incluso a los que vivían en los States; tenía un aparato de seguridad tan ridículamente mangosta que si decías algo malo sobre El Jefe a las 8.48 de la mañana, antes que el reloj diera las diez ya estabas en la Cuarenta con una pica en el culo. (¿Quién dice que nosotros los tercermundistas somos incompetentes?) No era solo del Señor Viernes Trece que uno se tenía que cuidar, si no de la Nación Chivata entera que había ayudado a crear porque, como todos los Señores Oscuros dignos de su Sombra, tenía la devoción de su pueblo[28]. Se creía que, en cualquier momento, entre el cuarenta y dos y el ochenta y siete por ciento de la población dominicana estaba en la nómina de la Policía Secreta. Tus propios fokin vecinos podían acabar contigo simplemente porque tuvieras algo que quisieran o porque te les adelantaste en la fila del colmado. Cantidad de gente se jodió de esa manera, traicionada por aquellos a los que consideraban sus panas, por miembros de sus propias familias, por boberías que se le iban a cualquiera. Un buen día eras un ciudadano respetuoso de la ley, masticando maní en tu galería, y al día siguiente estabas en la Cuarenta, donde te masticaban la ñema. ¡La mierda era tan extrema que mucha gente creía de verdad que Trujillo tenía poderes sobrenaturales! Se rumoraba que no dormía, que no sudaba, que podía ver, oler, sentir sucesos que se producían a cientos de millas, que el fukú más terrible de la isla lo protegía. (Se preguntan por qué, dos generaciones después, nuestros padres siguen siendo tan cabronamente reservados, por qué uno descubre que su hermano no es su hermano solo por casualidad.)
Pero no hay que exagerar: Trujillo era sin duda imponente y el régimen era en muchos sentidos como un Mordor caribeño, pero había un montón de gente que menospreciaba a El Jefe, que comunicaba su desprecio en formas no tan veladas, que resistía. Sencillamente, Abelard no era uno de ellos. El tipo no era como sus colegas mexicanos que siempre estaban al tanto de lo que sucedía en otras partes del mundo, que creían que el cambio era posible. Él no soñaba con revolución, no le importaba que Trotski hubiera vivido y muerto a menos de diez cuadras de su pensión de estudiante en Coyoacán. Lo único que quería era atender a sus pacientes ricos y enfermos y luego regresar a su estudio sin preocuparse de que le metieran un tiro en la cabeza o lo echaran a los tiburones. De vez en cuando alguno de sus conocidos —casi siempre Marcus— le describía la última Atrocidad de Trujillo: un clan acomodado al que hubieran despojado de sus propiedades y enviado al exilio, una familia entera alimentando pedazo a pedazo a los tiburones porque un hijo se hubiera atrevido a comparar a Trujillo con Adolf Hitler ante sus compañeros de aula, el sospechoso asesinato en Bonao de un conocido sindicalista. Abelard escuchaba estos horrores con tensión y, después de un silencio incómodo, cambiaba el tema. Simplemente no quería darle coco a los sinos de la Clase Desafortunada en los tejemanejes de Peaksville. No quería esos cuentos en su casa. A la manera de ver de Abelard —su filosofía trujillesca, si se quiere— la cosa era no levantar la cabeza, cerrar la boca, abrir los bolsillos y esconder a sus hijas una o dos décadas. Para entonces, profetizaba, ya Trujillo habría muerto y la República Dominicana sería una verdadera democracia.
Pero resultó que Abelard necesitaba ayuda en lo relativo a profecías.
Santo Domingo nunca se convirtió en una democracia. Y a él tampoco le quedaban un par de décadas. Su suerte terminó mucho antes de lo que todos habían imaginado.
THE BAD THING
Mil novecientos cuarenta y cinco debió haber sido un año estupendo para Abelard y Familia. Aparecieron publicados dos artículos de Abelard y recibieron cierta aclamación, uno en el prestigioso ____ y el otro en una pequeña revista de Caracas, y hasta recibió respuestas elogiosas de un par de médicos del continente, lo que sin duda fue muy halagüeño. Al negocio de los supermercados no le podía ir mejor; la Isla seguía en el auge económico que la guerra había creado y a sus administradores se les dificultaba mantener llenos los estantes. Las fincas producían y obtenían ganancias; todavía faltaban años para que se produjera el desplome mundial de los precios de los productos agrícolas. Abelard tenía una gran clientela y realizaba un número elevado de difíciles intervenciones quirúrgicas con habilidad impecable; sus hijas prosperaban (Jacquelyn había sido aceptada en un prestigioso internado en Le Havre en que comenzaría al año siguiente: su oportunidad de escapar); su esposa y su querida lo cubrían de afecto; hasta los criados parecían estar contentos (no es que él realmente les hablara alguna vez). En términos generales, el buen doctor debía de estar inmensamente satisfecho consigo mismo. Debía terminar cada día con los pies alzados, un cigarro en la boca y una amplia sonrisa arrugando sus facciones osunas.
Era —¿nos atrevemos a decirlo?— una buena vida.
Salvo que no lo era.
En febrero hubo otra celebración presidencial (¡por el Día de la Independencia!) y esta vez la invitación fue explícita. Para el Dr. Abelard Luis Cabral y esposa e hija Jacquelyn. La parte que decía e hija Jacquelyn había sido subrayada por el anfitrión. No una ni dos, sino tres veces. Abelard estuvo a punto del desmayo cuando vio el maldito papel. Se dejó caer en su escritorio, el corazón empujando contra el esófago. Se quedó mirando fijamente durante casi una hora el trozo de vitela antes de doblarlo y guardárselo en el bolsillo de la camisa. A la mañana siguiente visitó al anfitrión, un vecino. Este se encontraba en su corral, mirando torvamente cómo algunos de sus criados intentaban obligar a uno de sus sementales a montar. Cuando vio a Abelard su cara se ensombreció. ¿Qué coñazo quieres que haga? La orden vino directo de Palacio. Cuando se dirigía de regreso a su carro, Abelard trató de disimular que temblaba.
Consultó de nuevo con Marcus y Lydia. (No le dijo nada de la invitación a su esposa, no queriendo asustarla, ni tampoco a su hija. No quería siquiera pronunciar palabra en su propia casa.)
A pesar que la última vez se había comportado de forma bastante racional, ahora estaba fuera de serie despotricando como un demente. Con indignación creciente, estuvo lamentándose con Marcus durante casi una hora de la injusticia, de la desesperanza de todo lo que los rodeaba (un asombroso circunloquio, porque ni una vez nombró directamente a la persona de quien se quejaba). Alternaba entre la rabia impotente y la autocompasión patética. Al fin, su amigo tuvo que taparle la boca al buen doctor para poder decir una palabra, pero Abelard siguió hablando. ¡Es una locura! ¡Una absoluta locura! ¡Soy el padre de familia! ¡Soy quien dice qué va!
¿Qué puedes hacer?, preguntó Marcus, con no poco fatalismo. Trujillo es el presidente y tú apenas un médico. Si quiere a tu hija en la fiesta, no puedes hacer nada salvo obedecer.
¡Pero es inhumano!
¿Cuándo ha sido humano este país, Abelard? Eres historiador. Si alguien debe saberlo, eres tú.
Lydia fue aún menos compasiva. Leyó la invitación, murmuró un coño y entonces le cayó encima. Te lo advertí, Abelard. ¿No te dije que mandaras a tu hija al extranjero cuando todavía era posible? Podía haber estado con mi familia en Cuba, sana y salva, pero ahora estás jodío. Ahora te tiene el Ojo encima.
Lo sé, lo sé, Lydia, pero ¿qué debo hacer? Jesucristo, Abelard, dijo trémulamente. ¿Qué opciones hay? Estás hablando de Trujillo.
En la casa, el retrato de Trujillo que colgaba de la pared de todo buen ciudadano lo miraba desde arriba con benevolencia insípida, viperina.
Quizá si el doctor hubiera agarrado de inmediato a sus hijas y esposa y las hubiera sacado del país clandestinamente en un barco de Puerto Plata, o si hubiera logrado que se escabulleran por la frontera con Haití, hubiera habido alguna oportunidad. La Cortina de Plátano era fuerte, pero no tan fuerte. Pero ¡ay!, en vez de hacer lo que debía, Abelard se preocupó y trató de ganar tiempo y se desesperó. No podía comer, no podía dormir, andaba de un lado a otro por los pasillos de la casa toda la noche y perdió de inmediato todo el peso que había recuperado en los meses anteriores. (Bien pensado, quizá debía haber prestado atención a la filosofía de su hija: Tarde venientibus ossa.) Pasaba con sus hijas todo el tiempo que le era posible. Jackie, que era la Niña de los Ojos de sus padres, que se sabía ya de memoria todas las calles del barrio latino y que, en el último año, había recibido no cuatro ni cinco, sino doce propuestas de matrimonio, por supuesto, todas comunicadas directamente a Abelard y su esposa. Jackie no estaba enterada. Pero, bueno, de todos modos… Y Astrid, de diez años, que se parecía más a su padre en aspecto y disposición; era más sencilla, la bromista, la creyente, la que mejor tocaba el piano en todo el Cibao y la aliada de su hermana mayor en todo. A las hermanas les sorprendía la atención repentina de su papá: ¿Estás de vacaciones, Papi? Él sacudía la cabeza muy triste. No, es solo que me gusta estar con ustedes.
¿Qué te pasa?, su esposa le preguntó, pero él se negó a hablarle. Déjame en paz, mujer.
Las cosas se le pusieron tan negras que fue a la iglesia. Era la primera vez que iba (y pudo haber sido una verdadera equivocación, porque todos sabían que la Iglesia en aquel momento estaba en el bolsillo de Trujillo). Iba a confesarse casi a diario y hablaba con el sacerdote, pero lo único que este le decía era que rezara y esperara y encendiera unas fokin velas de mierda. Se estaba metiendo tres botellas de whisky al día.
Sus amigos en México hubieran agarrado los rifles y desaparecido al interior (al menos eso pensaba él que hubieran hecho), pero él era hijo de su padre por más causas de las que le hubiera gustado admitir. Su padre, un hombre educado que se había opuesto a enviar a su hijo a México pero que siempre le había seguido la corriente a Trujillo. Cuando en 1937 el ejército había comenzado a asesinar a todos los haitianos, su padre les había permitido usar sus caballos, y cuando no le devolvieron ni uno, no le dijo nada a Trujillo. Lo asumió como costo del negocio. Abelard siguió bebiendo y preocupándose, dejó de ver a Lydia, se aisló en su estudio y al fin se convenció a sí mismo que nada iba a pasar. Era solo una prueba. Les dijo a su esposa y a su hija que se prepararan para la fiesta sin mencionar que era una fiesta de Trujillo. Lo hizo parecer como que no fuera nada. Se odiaba hasta la médula por su mendacidad, pero ¿qué otra cosa habría podido hacer?
Tarde venientibus ossa.
Es probable que todo hubiera salido bien, pero Jackie estaba tan emocionada. Dado que era su primera fiesta, ¿a quién le sorprende que para ella fuera un acontecimiento? Fue con su mamá a comprarse un vestido, fue a la peluquería, se compró zapatos nuevos y una de sus parientes femeninas incluso le regaló un par de aretes de perla. Socorro ayudó a su hija en cada aspecto de la preparación, sin suspicacia ninguna, pero a una semana de la fiesta empezó a tener unos sueños terribles. Estaba en su pueblo natal, donde se había criado hasta que la tía la adoptó y matriculó en la escuela de enfermería, antes que descubriera que tenía el don de Curar. De pie en el camino polvoriento bordeado de franchipanes que todos decían llegaba hasta la capital, y en la distancia que el calor hacía ondular, veía que un hombre se acercaba, una figura distante que le inspiró tanto pavor que se despertó gritando. Abelard saltó de la cama aterrado, las muchachas lloraban en sus cuartos. Tuvo aquel sueño casi todas las malditas noches de esa última semana, un reloj en conteo regresivo.
Lydia le rogó a Abelard que se fuera con ella en vapor a Cuba. Ella conocía al capitán, los escondería, le juró que era posible. Volveremos por tus hijas después, te lo prometo.
No puedo, le dijo, muy abatido. No puedo dejar a mi familia.
Ella siguió peinándose. No se dijeron una palabra más.
La tarde de la fiesta, cuando con aire lúgubre Abelard se ocupaba del carro, vio a su hija ya vestida, de pie en la sala, inclinada sobre otro de sus libros franceses. Se veía absolutamente divina, absolutamente joven, y ahí mismo le dio una de esas epifanías de las que nosotros, los estudiantes de literatura, siempre nos vemos obligados a hablar. No le llegó como una explosión de luz, un color nuevo o una sensación en el corazón. Simplemente lo supo. Supo que no podía hacerlo. Le dijo a su esposa que se olvidara de la fiesta. Le dijo lo mismo a la hija. No hizo caso de sus protestas horrorizadas. Montó en el carro, recogió a Marcus y se dirigió a la fiesta.
¿Y Jacquelyn?, preguntó Marcus.
No viene.
Marcus sacudió la cabeza. No dijo nada más.
En la línea de recepción, Trujillo se detuvo de nuevo ante Abelard. Olió el aire como un gato. ¿Y tu esposa e hija?
Abelard temblaba, pero se contenía de alguna manera. Ya detectaba que todo iba a cambiar. Mis disculpas, Excelencia. Les ha sido imposible asistir.
Sus ojos porcinos se estrecharon. Ya veo, dijo fríamente, y despidió a Abelard con un gesto rápido de muñeca.
Ni siquiera Marcus lo miraba.
CHISTE APOCALYPTUS
Menos de cuatro semanas después de la fiesta, el Dr. Abelard Luis Cabral fue detenido por la Policía Secreta. ¿El cargo? «Difamación y grave calumnia a la Persona del Presidente.»
Si se van a creer los cuentos, todo tuvo que ver con un chiste.
Una tarde, se cuenta, poco después de la fatídica fiesta, Abelard, de quien sería bueno aclarar que era un hombre bajito, barbudo, corpulento, pero con una fuerza física asombrosa y ojos curiosos, muy juntos, fue a Santiago en su viejo Packard a comprar un buró para su esposa (y, por supuesto, a ver a su querida). Seguía desequilibrado y todos los que lo vieron aquel día recuerdan su aspecto desmelenado. Su distracción. Compró el buró sin contratiempos y lo amarró como pudo al techo del carro, pero, antes que le fuera posible echar a correr a la cama de Lydia, unos «compinches» lo acorralaron en la calle e invitaron a tomar un trago en el Club Santiago. ¿Quién sabe por qué fue? Quizá para mantener las apariencias, o porque cada invitación le parecía un asunto de vida o muerte. Aquella tarde en el Club Santiago intentó sacudirse de encima la sensación de inminente condena hablando con entusiasmo sobre historia, medicina, Aristófanes, emborrachándose como pocas veces, y cuando anocheció, les pidió a los «compinches» ayuda para cambiar el buró al maletero del Packard. No confiaba en los mozos del hotel, explicó, porque tenían manos estúpidas. Los muchachos se brindaron con afabilidad. Pero mientras Abelard trataba a tientas de abrir el maletero del carro, dijo en voz alta: Espero que no haya muertos aquí dentro. Que hizo el comentario precedente no se discute. Abelard lo reconoció en su «confesión». El chiste del maletero en sí provocó malestar entre los «compinches», demasiado conscientes de la sombra que el Packard lanza sobre la historia dominicana. Había sido el carro en que Trujillo, en sus años iniciales, le había robado al pueblo mediante el terror sus dos primeras elecciones. Durante el Huracán de 1931 los esbirros de El Jefe llegaban en sus Packards a las hogueras donde los voluntarios quemaban a los muertos y sacaban de los maleteros a las «víctimas del huracán», todas ellas curiosamente secas y, en sus manos, materiales del partido de oposición. El viento, los esbirros bromeaban, sopló una bala directo a la cabeza de este. ¡Jar jar!
Todavía hoy se discute con vehemencia lo que ocurrió después. Hay quienes juran por su madre que cuando Abelard al fin abrió el maletero, metió la cabeza y dijo: No, no hay ningún muerto aquí. Esto es lo que el propio Abelard afirmó haber dicho. Una broma pesada, sin dudas, pero no una «difamación» o una «grave calumnia». En la versión de Abelard de los acontecimientos, sus amigos rieron, aseguraron el buró y él siguió a su apartamento en Santiago, donde Lydia lo esperaba (cuarenta y dos y aún encantadora, y todavía muriéndose de miedo por la hija de él). Sin embargo, los funcionarios del tribunal y sus «testigos» ocultos sostuvieron que había sucedido algo muy diferente, que cuando el Dr. Abelard Luis Cabral abrió el maletero del Packard, dijo: No, no hay ningún muerto aquí, Trujillo me los debe haber limpiado.
Fin de la cita.
EN MI HUMILDE OPINIÓN
Me parece la jerigonza más inverosímil de este lado de la Sierra Maestra. Pero la jerigonza de un hombre es la vida de otro.
LA CAÍDA
Pasó su última noche con Lydia. Había sido para ellos una época extraña. No hacía ni diez días que Lydia le había anunciado que estaba embarazada: Voy a tener un hijo tuyo, cantó feliz. Pero a los dos días el hijo resultó ser una falsa alarma, tal vez solo una indigestión. Hubo alivio —como si necesitara una preocupación más, ¿y si hubiera sido otra hembra?—, pero también decepción, porque a Abelard no le hubiera desagrado haber tenido un varón, incluso si el carajito hubiera sido hijo de una amante y nacido en su momento de mayor oscuridad. Sabía que a Lydia hacía rato le faltaba algo, algo verdadero que le fuera posible decir que era de ellos dos, y solo de los dos. Siempre andaba pidiéndole que dejara a su esposa y se fuera a vivir con ella, y aunque eso era algo que podría parecerle atractivo cuando estaban juntos en Santiago, la posibilidad desaparecía tan pronto ponía pie en su casa y sus hermosas hijas corrían a abrazarlo. Era un hombre previsible y le gustaban las comodidades previsibles, pero Lydia, en su estilo de baja intensidad nunca dejó de tratar de convencerlo de que el amor era el amor y por tanto debía ser obedecido. Al ver que por fin no tendrían un hijo, Lydia fingió optimismo —¿Para qué estropear estos pechos?, bromeaba—, pero él podía percibir su desaliento. Se sentía igual. En los últimos días, Abelard había tenido sueños inciertos, preocupantes, repletos de niños que lloraban en la noche y en los que veía la primera casa de su padre. Manchaban de modo inquietante sus horas despiertas. Sin premeditación alguna, no había ido a ver a Lydia desde la noche en que supo la mala noticia de que no iban a tener el hijo, y había salido a tomar en parte, creo yo, porque temía que esto les hubiera dañado. Pero, por el contrario, sintió por ella el deseo de otros tiempos, el que lo golpeó la primera vez que se conocieron en el cumpleaños de su primo Amílcar, cuando los dos eran tan delgados, tan jóvenes y estaban tan llenos de posibilidades.
Esa vez no hablaron de Trujillo.
¿Puedes creer cuánto tiempo ha pasado?, le preguntó asombrado la noche de sábado de su último encuentro.
Sí, claro, dijo ella con tristeza, halándose la piel de la barriga. Somos relojes, Abelard. Nada más.
Abelard movió la cabeza. Somos más que eso. Somos maravillas, mi amor.
Quisiera poder permanecer en este momento, quisiera poder extender los días felices de Abelard, pero es imposible. A la semana siguiente, dos ojos atómicos se abrieron sobre centros civiles en Japón y en ese momento, aunque nadie lo sabía entonces, el mundo fue otro. Dos días después que las bombas atómicas marcaran para siempre a Japón, Socorro soñó que el hombre sin rostro se cernía sobre la cama de su esposo y ella no podía gritar, no podía decir nada, y la noche siguiente soñó que se cernía también sobre sus hijas. He estado soñando, le dijo a su esposo, pero él agitó las manos, sin hacerle caso. Ella comenzó a vigilar el camino delante de su hogar y a poner velas en su cuarto. En Santiago, Abelard está besando las manos de Lydia y ella suspira de placer y ya vamos rumbo a la Victoria en el Pacífico y tres oficiales de la Policía Secreta en su brillante Chevrolet se dirigen a la casa de Abelard. Ya llegó la Caída.
ABELARD ENCADENADO
No sería una exageración decir que el shock más grande de la vida de Abelard se produjo cuando los oficiales de la Policía Secreta (es demasiado pronto para que sea el SIM, pero la llamaremos SIM de todos modos) lo esposaron y condujeron al carro, de no haber sido por el hecho de que iba a pasar los nueve años siguientes recibiendo el shock más grande de su vida, uno tras otro. Por favor, pidió Abelard cuando recuperó la voz, debo dejarle una nota a mi esposa. Manuel se ocupará de eso, explicó SIMio Número Uno, indicando al más grande de los SIMios, que ya estaba echándole una mirada a la casa. Lo último que Abelard vio de su hogar fue a Manuel rastreando su escritorio con practicado descuido.
Abelard siempre había imaginado al SIM lleno de delincuentes y execrables analfabetos, pero los dos oficiales que lo encerraron en el carro eran, dique, corteses, más vendedores de aspiradoras que torturadores sádicos. SIMio Número Uno le aseguró durante el camino que sus «dificultades» sin dudas se aclararían. Hemos visto antes casos así, explicó Número Uno. Alguien ha hablado mal de usted, pero pronto se verá que era un mentiroso. Espero que sea así, dijo Abelard, medio indignado, medio aterrado. No se preocupe, dijo SIMio Número Uno. El Jefe no se dedica a encarcelar a inocentes. El Número Dos permaneció en silencio. Su traje era lamentable y los dos, observó Abelard, apestaban a whisky. Trató de mantener la calma —el miedo, como enseña Dune, es lo que aniquila la mente—, pero no podía. Vio a sus hijas y a su esposa violadas una y otra vez. Vio su casa en llamas. De no haber vaciado la vejiga justo antes de que aparecieran estos animales, se hubiera hecho pis allí mismo.
Fue conducido con toda rapidez a Santiago (todos aquellos a los que pasaron por el camino se cuidaron de desviar la mirada al paso del Chevrolet) y llevado a la Fortaleza San Luis. El Filo de su miedo se convirtió en cuchillo cuando entraron en tan notorio lugar. ¿Está seguro que es aquí? Abelard tenía tanto miedo que la voz se le quebraba. No se preocupe, Doctor, contestó Número Dos, está donde debe estar. Había permanecido callado tanto tiempo que a Abelard se le había olvidado que hablaba. Ahora era Número Dos quien sonreía y Número Uno quien centraba su atención al otro lado de la ventanilla.
Una vez adentro de aquellas paredes de piedra, los corteses oficiales del SIM lo entregaron a un par de guardias no tan corteses que le pelaron los zapatos, la cartera, la correa, el anillo de boda, y después lo sentaron en una oficina atestada y calurosa para que llenara unos modelos. Había en el aire un penetrante olor a culo maduro. En ningún momento apareció un oficial que le explicara el caso, nadie escuchó sus peticiones y, cuando comenzó a levantar la voz para quejarse de cómo lo trataban, el guardia que mecanografiaba los modelos se inclinó y le dio un puñetazo en la cara. Como si extendiera el brazo para alcanzar un cigarrillo. El hombre llevaba un anillo con el que le reventó el labio de un modo terrible. El dolor fue tan repentino, su incredulidad tan enorme, que a través de los dedos con que se cubría la boca Abelard llegó a preguntar: ¿Por qué? El guardia le pegó de nuevo, duro, y esta vez le hizo un surco en la frente. Así es como contestamos aquí las preguntas, dijo en tono práctico, al tiempo que se inclinaba para asegurarse de haber colocado el modelo alineado correctamente en la máquina de escribir. Abelard comenzó a sollozar, mientras la sangre le brotaba entre los dedos. Eso le encantó al guardia mecanógrafo, que llamó a sus amigos de las otras oficinas. ¡Miren a este! ¡Miren cómo le gusta llorar!
Antes que Abelard supiera lo que pasaba, lo metieron en una celda común que apestaba a sudor de malaria y diarrea y estaba repleta de representantes impropios de lo que Broca pudo haber llamado la «clase delictiva». Entonces los guachimanes le informaron a los otros presos que Abelard era un homosexual y un comunista —¡Eso es mentira!, protestó Abelard—, pero ¿quién le iba a hacer caso a un comunista maricón? En las dos horas siguientes, lo acosaron de linda manera y le robaron casi toda la ropa. Un cibaeño corpulento le exigió hasta los calzoncillos y cuando Abelard se los dio, el hombre se los puso por encima de los pantalones. Son muy cómodos, anunció a sus amigos. Obligaron a Abelard a agacharse, desnudo, cerca de los botes de mierda; si intentaba arrastrarse a las zonas secas, los otros presos le gritaban: Quédate ahí con la mierda, maricón. Y así fue que tuvo que dormir, en medio de la orina, las heces y las moscas. Más de una vez lo despertó alguien haciéndole cosquillas en los labios con un mojón seco. El saneamiento ambiental no era una preocupación primordial entre los fortalezanos. Los muy depravados tampoco lo dejaban comer, durante tres días seguidos le robaron las magras porciones que le asignaban. Al cuarto día un carterista manco se compadeció y lo dejó comerse un plátano entero sin interrupción: del hambre que tenía, Abelard intentó masticar hasta la cáscara.
Pobre Abelard. También fue ese cuarto día cuando alguien del mundo exterior le prestó atención al fin. Tarde en la noche, cuando todos estaban dormidos, un destacamento de guachimanes lo arrastró a una celda más pequeña, apenas iluminada. Lo amarraron, no con crueldad, a una mesa. A partir del momento que lo habían sacado de su celda, no había dejado de hablar. Esto es todo un malentendido por favor yo soy de una familia muy respetable tienen que comunicarse con mi esposa y mis abogados que podrán aclarar todo esto no puedo creer que me hayan tratado de modo tan infame exijo que el oficial responsable escuche mis quejas. Las palabras no le salían de la boca con rapidez suficiente. No se calló hasta que se dio cuenta del aparato eléctrico con que los guachimanes estaban jugueteando en un rincón. Abelard lo miró con un pavor terrible y después, dado que sufría de un impulso taxonómico insaciable, les preguntó: Por Dios, ¿qué es eso?
Le decimos el pulpo, dijo uno de los guachimanes.
Estuvieron toda la noche demostrándole cómo funcionaba.
Pasaron tres días antes que Socorro localizara a su marido y otros cinco antes que recibiera permiso de la capital para visitarlo. El cuarto de visita en que Socorro esperó a su esposo daba la impresión de haber sido hecho de una letrina. Había solo una lámpara de kerosene que chisporroteaba y parecía que un sinnúmero de gente había cagado una montaña en un rincón, humillación intencional que Socorro ni notó: estaba demasiado alterada para darse cuenta. Después de lo que pareció una hora de espera (de nuevo, otra señora hubiera protestado, pero Socorro soportó con estoicismo el olor a mierda y la oscuridad y la falta de una silla), trajeron a Abelard esposado. Le habían dado una camisa y un par de pantalones que le quedaban chiquitos, arrastraba los pies como si temiera que se le cayera algo de las manos o los bolsillos. Solo había estado adentro una semana y ya se veía espantoso. Tenía los ojos ennegrecidos; las manos y el cuello contusionados y el labio partido se le había hinchado monstruosamente: se veía del color de la carne de adentro del ojo. La noche anterior, los guachimanes lo habían interrogado y lo habían batido sin piedad con porras de cuero; uno de sus testículos se le secaría para siempre por los golpes.
Pobre Socorro. Era una mujer a quien toda la vida le había perseguido la calamidad. Su madre había sido muda; el borracho de su padre había despilfarrado el patrimonio de clase media de la familia, de tarea en tarea, hasta que sus propiedades se vieron reducidas a una choza y algunos pollos y el viejo se vio obligado a trabajar las tierras de otros, condenado a una vida de movimiento constante, mala salud y manos rotas. Se decía que Papá Socorro nunca se había recuperado de haber visto a su propio padre morir a golpes a mano de un vecino, que también resultó ser sargento de la policía. La niñez de Socorro había transcurrido entre falta de comida y ropa de primos, viendo al padre tres o cuatro veces al año, visitas en que no hablaba con nadie, solo se tiraba en su cuarto, bebido. Socorro se convirtió en una muchacha «nerviosa»; en una época se arrancaba los cabellos para hacerlos menos coposos. Tenía diecisiete años cuando llamó por primera vez la atención de Abelard en un hospital docente, pero no comenzó a menstruar hasta un año después que estuvieran casados. Incluso de adulta, Socorro acostumbraba a despertar en medio de la noche, aterrada, convencida que la casa se quemaba, e iba corriendo de habitación en habitación, temiendo enfrentarse a un carnaval de llamas. Cuando Abelard le leía del periódico los terremotos e incendios e inundaciones y estampidas de ganado y hundimientos de naves le producían un interés especial. Fue la primera catastrofista de la familia; Cuvier hubiera estado orgulloso.
¿Qué esperaba, mientras jugueteaba nerviosamente con los botones del vestido, mientras intentaba acomodarse la cartera en el hombro y trataba de mantener en su lugar el sombrero de Macy’s? Una calamidad, un toyo sin dudas, pero no un esposo que se viera prácticamente destruido, arrastrándose como un viejo, con ojos que brillaban con la clase de miedo que no se pierde con facilidad. Era peor de lo que ella, con todo su fervor apocalíptico, había imaginado. Era la Caída.
Cuando tocó a Abelard con sus manos, él se echó a llorar con mucha fuerza, de manera muy vergonzosa. Las lágrimas le corrían por el rostro cuando trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.
Poco después de esa visita, Socorro se dio cuenta que estaba embarazada. Con la Tercera y Última Hija de Abelard.
¿Zafa o Fukú?
Sabrá Dios.
Siempre habría especulación. En el nivel más básico, ¿lo dijo o no lo dijo? (Lo cual es otra forma de preguntar: ¿Tuvo algo que ver en su propia destrucción?) Hasta su propia familia estaba dividida. La Inca mantuvo con firmeza que su primo no había dicho nada; que todo había sido una trampa, orquestada por los enemigos de Abelard para quitarle a la familia su fortuna, sus propiedades y sus negocios. Otros no estaban tan seguros. Es probable que hubiera dicho algo aquella noche en el club y, para su desgracia, los agentes de El Jefe lo habían oído por casualidad. Ninguna compleja trampa, solo la estupidez de un borracho. En cuanto a la carnicería que siguió: qué sé yo… mucha mala suerte.
La mayoría de la gente prefiere darle un giro sobrenatural al cuento. Creen que Trujillo no solo quería a la hija de Abelard, sino que cuando no pudo tenerla, por puro rencor le metió un fukú por el culo a la familia. Y de ahí que sucediera toda la mierda terrible que sucedió.
¿Entonces qué fue?, se preguntarán ustedes. ¿Un accidente, una conspiración o un fukú? La única respuesta que puedo darles es la menos satisfactoria: tendrán que decidirlo ustedes mismos. Lo único seguro es que nada es seguro. Aquí estamos rastreando entre silencios. Trujillo y Compañía no dejaron ni un pedacito de papel; no compartían las ansias de documentación de sus contemporáneos alemanes. Y no es como si el fukú mismo fuera a dejar una memoria o algo por el estilo. Los Cabral que sobreviven tampoco son de mucha ayuda; en torno a todos los asuntos relacionados con el encarcelamiento de Abelard y la posterior destrucción del clan, se produce en la familia un silencio que se yergue como un monumento a las generaciones, que hace inescrutables todos los intentos de reconstrucción narrativa. Un susurro aquí y allá, pero nama.
Lo que quiere decir que, si están buscando una historia completa, no la tengo. Óscar la buscó también, en sus últimos días, y no es seguro que la encontrara tampoco.
Pero vamos a ser honrados. El rap sobre La Chiquita que Trujillo Deseaba es bastante corriente en la Isla[29]. Tan común como el camarón antártico. (No es que el camarón antártico sea tan corriente en la Isla, pero ustedes me entienden.) Tan corriente que Mario Vargas Llosa no tuvo que hacer mucho más que abrir la boca para cogerle el gusto. Hay uno de estos cuentos de bellaco en casi todos los pueblos. Es una de esas historias fáciles porque, en esencia, lo explica todo. ¿Trujillo te robó tus casas, tus propiedades, zumbaron a tu mamá y papá a la cárcel? Bueno, ¡es porque quería rapar a la hija hermosa de la casa! ¡Y tu familia no lo dejó!
La verdad es que esa vaina es perfecta. Divierte mucho leerla.
Pero hay otra variante, menos conocida, del relato de Abelard vs. Trujillo. Una historia secreta según la cual Abelard no se buscó el lío por culpa del culo de la hija o por una broma imprudente.
Esta versión afirma que metió la pata por culpa de un libro. (Adelante theremin, por favor.)
En un momento en 1944 (según cuenta la historia), aunque a Abelard todavía le preocupaba tener problemas con Trujillo, comenzó a escribir un libro sobre —¿qué va a ser?— Trujillo. Para 1945 ya había una tradición de ex funcionarios que escribían libros reveladores sobre el régimen de Trujillo. Pero, al parecer, ese no era el tipo de libro que Abelard estaba escribiendo. ¡Su propósito, si se va a creer lo que la gente murmuraba, era exponer las raíces sobrenaturales del régimen de Trujillo! Un libro sobre los Poderes Oscuros del Presidente, un libro en que Abelard sostenía que los cuentos que corrían en el pueblo sobre el presidente —que era sobrenatural, que no era humano— podían, en cierto modo, haber sido verdad. ¡Que era posible que Trujillo, si no de hecho, entonces en principio, fuera una criatura de otro mundo!
Ojalá hubiera podido leerlo. (Sé que Óscar también.) Tiene que haber sido algo fokin increíble. Ay, pero ese manual de magia negra del que hablamos (según cuenta la historia) fue convenientemente destruido después del arresto de Abelard. No sobrevivieron copias. Tampoco su esposa y sus hijas sabían de su existencia. Solo uno de los criados que lo ayudó a recolectar a escondidas los cuentos del pueblo, etcétera, etcétera. ¿Qué puedo decirles? En Santo Domingo, un cuento no es un cuento a menos que lance una sombra sobrenatural. Era una de esas ficciones con muchos divulgadores pero cero creyentes. Como cabría imaginar, Óscar encontraba muy muy atractiva esta versión de la Caída. Atraía a las profundidades de su cerebro de nerd. Libros misteriosos, un dictador sobrenatural, o quizá extraterrestre, que se había instalado en la primera Isla del Nuevo Mundo y entonces la apartó de todo, que podía enviar una maldición que destruyera a sus enemigos: eso sí que era algo Nueva Era, algo estilo Lovecraft.
El Ultimo Libro Perdido del Dr. Abelard Luis Cabral. Estoy seguro que es un producto de la hipertrofiada imaginación vudú de nuestra Isla nama. Y na menos. Puede que La Muchacha que Trujillo Deseaba sea trivial como mito fundacional, pero por lo menos es algo en lo que de verdad se puede creer, ¿no es así? Algo verdadero.
Curioso, sin embargo, que a fin de cuentas Trujillo nunca se tirara a Jackie, aunque tenía a Abelard en sus manos. Se sabía que era imprevisible, pero no deja de ser raro, ¿verdad?
También es extraño que ninguno de los libros de Abelard, ni los cuatro que escribió ni los cientos que tenía, sobrevivieran. Ni en un archivo, ni en una colección privada. Ni uno. Todos perdidos o destruidos. Cada papel que tenía en la casa fue confiscado y se dice que quemado. Espeluznante, ¿no? No queda una sola muestra de su letra. Dique, OK, Trujillo era riguroso. Pero ¿ni un pedacito de papel escrito por su mano? Eso se pasa de riguroso. Hay que tenerle mucho miedo al hijoeputa o a lo que está escribiendo para hacer algo así.
Pero, hey, es solo un cuento, sin evidencia sólida, el tipo de vaina que solo le encanta a un nerd.
LA SENTENCIA
Crean ustedes lo que crean, en febrero de 1946 Abelard fue oficialmente declarado culpable de todos los cargos y condenado a dieciocho años de cárcel. ¡Dieciocho años! A Abelard, ahora demacrado, lo arrastraron de la sala del tribunal antes de que pudiera pronunciar palabra. Tuvieron que contener a Socorro, inmensamente embarazada, para que no atacara al juez. Quizá ustedes se pregunten por qué no hubo protesta en los periódicos, no hubo acciones de los grupos de derechos civiles, no se unieron los partidos de oposición a la causa. Negro, por favor: no había periódicos ni grupos de derechos civiles ni partidos de oposición: solamente había Trujillo. Y háblese luego de la jurisprudencia: el abogado de Abelard recibió una llamada telefónica de Palacio y abandonó de inmediato la apelación. Es mejor que no digamos nada, le aconsejó a Socorro. Vivirá más tiempo. No decir nada, decir todo… lo mismo daba. Era la Caída. La casa de catorce cuartos en La Vega, el apartamento lujoso en Santiago, los establos que habían alojado cómodamente una docena de caballos, los dos prósperos supermercados y la cadena de fincas desaparecieron en la detonación, todo confiscado por el trujillato, disperso entre El Jefe y sus subalternos, dos de los cuales habían estado con Abelard la noche que dijo The Bad Thing. (Podría revelar sus nombres, pero creo que ustedes ya conocen a uno de ellos: era cierto vecino muy de confianza.) Pero ninguna desaparición fue más total, más final, que la de Abelard.
Perder la casa y todas las propiedades era normal en el trujillato, pero la detención (o, por si les gusta más lo fantástico: ese libro) precipitó un descenso sin precedentes en la fortuna de la familia. En algún nivel cósmico, alguien le había puesto una zancadilla a la familia. Llámenlo una gran descarga de mala suerte, una deuda kármica pendiente u otra cosa. (¿Fukú?) Fuera lo que fuera, la mierda empezó a lloverle encima a la familia de un modo espantoso y hay quienes dicen que nunca ha parado.
LA SECUELA
La familia afirma que la primera señal fue que la tercera y última hija de Abelard, traída a luz a principios del encarcelamiento de su padre, nació negra. Y no de un negro cualquiera. O sea, negro negro —negrocongo, negrochangó, negrokalí, negrozapote, negrorekha— y ningún tipo de prestidigitación racial dominicana podía taparlo. A ese tipo de cultura pertenezco: una cultura en que la gente toma la tez negra de su hija como mal augurio.
¿Quieren una auténtica primera señal?
A los dos meses de dar a luz a la tercera y última (a quien se puso por nombre Hypatía Belicia Cabral), Socorro, tal vez ciega por su pena, por la desaparición de su esposo, por el hecho de que la familia de este hubiera empezado a evitarla como, bueno, como a un fukú, por la depresión posparto, cruzó frente a un camión de transporte de municiones que pasaba a toda velocidad y fue arrastrada casi hasta el frente de La Casa Amarilla antes que el chofer se diera cuenta que algo pasaba. Si no murió del impacto, sin duda estaba muerta en el momento en que sacaron su cadáver de los ejes del carro.
Fue la peor de las suertes, pero ¿qué se podía hacer? Con la mamá muerta y el papá en la cárcel, con el resto de la familia escasa (truji-escasa quiero decir), hubo que repartir a las hijas entre quienes las tomaran. Jackie se fue a vivir con sus padrinos adinerados en La Capital, mientras que Astrid terminó con unos parientes en San Juan de la Maguana.
Nunca volvieron a verse, ni volvieron a ver a su papá.
Aún aquellos de ustedes que no crean en fukús de ninguna clase pueden haberse preguntado qué estaba pasando, por amor de Dios. Poco después del horrible accidente de Socorro, Esteban El Gallo, el criado número uno de la familia, fue muerto a puñaladas fuera de un cabaret; nunca se encontró a los atacantes. Lydia falleció poco después, algunos dicen que de pena, otros que de un cáncer femenino. Tardaron meses en encontrarla. Al fin y al cabo, vivía sola.
En 1948, encontraron a Jackie, la Niña de los Ojos de sus Padres, ahogada en la piscina de sus padrinos. En la piscina solo había unos dos pies de agua. Hasta ese momento, había sido siempre alegre, la clase de muchacha parlanchina capaz de encontrarle aspectos positivos a un ataque de gas mostaza. A pesar de sus traumas, a pesar de las circunstancias de la separación de sus padres, no decepcionó a nadie, excedió todas las expectativas. Desde el punto de vista académico, era número uno en su clase, sobrepasando incluso a los muchachos de la escuela privada de la Colonia Americana: era tan cabronamente inteligente que tenía la costumbre de corregirles los errores a sus profesores en los exámenes. Era capitana del equipo de debate, capitana del equipo de natación y en tenis no tenía igual, era de fokin oro. Pero, según la gente, nunca se había recuperado de la Caída ni de su papel en ella. (Pero qué raro que la hubieran aceptado en la facultad de medicina en Francia tres días antes de que «se suicidara» y que diera la impresión de estar loca por acabar de irse de Santo Domingo.)
Su hermana, Astrid —apenas te conocimos, niña—, no fue mucho más afortunada. En 1951, mientras rezaba en una iglesia en San Juan, donde vivía con sus tíos, una bala extraviada voló por la nave y le dio en la nuca, matándola al instante. Nadie supo de dónde había venido la bala. Nadie siquiera recordaba haber oído un disparo.
Del cuarteto original de la familia, Abelard fue el que más vivió. Lo que es irónico, porque casi todos sus conocidos, incluida La Inca, creyeron al gobierno cuando anunció su muerte en 1953. (¿Por qué me hicieron esto? Porque sí.) Solo después de que muriera de verdad se reveló que había estado en la cárcel de Nigua todos esos años. Sirvió catorce años seguidos según la justicia de Trujillo. Tremenda pesadilla[30]. Mil historias podría contarles del encarcelamiento de Abelard —mil cuentos para exprimirle la sal de sus fokin ojos—, pero les voy a ahorrar la angustia, tortura, soledad y enfermedad de aquellos catorce años perdidos, ahorrarles, de hecho, los sucesos y dejarles solo las consecuencias (y deben preguntarse, con razón, si al final les he ahorrado algo).
En 1960, en el apogeo del movimiento de resistencia clandestino contra Trujillo, Abelard fue sometido a un procedimiento particularmente horripilante. Lo esposaron a una silla, lo colocaron bajo el sol ardiente y entonces le cincharon una soga mojada por la frente. La llamaban La Corona, una tortura sencilla pero terriblemente eficaz. Al principio, la soga apenas aprieta el cráneo, pero en cuanto el sol la seca, el dolor llega a ser insoportable, vuelve loco a cualquiera. Entre los presos del trujillato pocas torturas eran más temidas. Ni te mataba ni te dejaba vivo. Abelard sobrevivió, pero no volvió a ser el mismo. Se convirtió en un vegetal. La llama orgullosa de su intelecto se extinguió. Durante el resto de su corta vida, existió en un estupor imbécil, pero había presos que recordaban momentos en que parecía casi lúcido, se paraba en los campos, se miraba las manos y lloraba, como si recordara que en una época había sido más que eso. Los otros presos, por cuestión de respeto, continuaban llamándolo El Doctor. Se dice que murió unos días antes de que Trujillo fuera asesinado. Lo enterraron en una tumba sin marcar fuera de Nigua. Óscar visitó el lugar en sus últimos días. Nada que informar. Era como cualquier otro campo descuidado de Santo Domingo. Encendió velas, dejó flores, rezó y regresó a su hotel. Se suponía que el gobierno iba a erigir una placa en memoria a los muertos de la cárcel de Nigua pero jamás lo hizo.
LA TERCERA Y ÚLTIMA HIJA
¿Y qué hay de la Tercera y Última Hija, Hypatía Belicia Cabral, que tenía solo dos meses cuando su madre murió, que nunca conoció a su padre, a la que sus hermanas solo cargaron un par de veces antes de que ellas también desaparecieran, que no pasó ni una hora en la Casa Hatuey, que era literalmente la Hija del Apocalipsis? ¿Qué hay de ella? Encontrarle lugar no era tan fácil como en el caso de Astrid o Jackie; en fin, era una recién nacida y según el chismoteo sobre la familia, nadie del lado de Abelard la quería por lo prieta que era. Para complicar las cosas, nació bakiní: falta de peso, enfermiza. Tenía problemas al llorar, al mamar, y nadie fuera de la familia quería que esa niña prieta sobreviviera. Sé que es tabú decir esto, pero dudo que nadie de la familia tampoco. Durante un par de semanas no hubo nada seguro, y de no haber sido por una bondadosa mujer de piel morena llamada Zoila, que le dio algo de la leche materna de su propio bebé y la tuvo cargada durante horas todos los días, es probable que no hubiera sobrevivido. Ya para fines del cuarto mes, parecía haberse estabilizado. Seguía bakiní de mala manera, pero empezaba a ganar peso y su llanto, que antes parecía un murmullo de la ultratumba, se hacía cada vez más penetrante. Zoila (que se había convertido en una especie de ángel de la guachimán) le acariciaba la cabecita moteada y decía: Seis meses más, mijita, y estarás más fuerte que Lilís.
Pero Beli no podía esperar seis meses. (La estabilidad no estaba en las estrellas de nuestra muchacha, solo el Cambio.) Sin advertencia alguna, un grupo de parientes lejanos de Socorro se apareció y reclamó la niña, arrebatándosela de los brazos a Zoila (precisamente los mismos parientes que Socorro se había quitado de encima con toda felicidad cuando se casó con Abelard). Sospecho que en realidad esta gente no pretendía criar a la niña durante mucho tiempo, sino que lo hacían porque esperaban cierta recompensa monetaria de los Cabral y, cuando no vieron plata, la Caída fue total. Los brutos le pasaron la niña a unos parientes aún más lejanos que vivían en las afueras de Azua. Y aquí es donde el rastro se hace borroso. Los de Azua parecen haber sido medio dementes, lo que mi mamá llamaría unos salvajes. Después de cuidar a la infeliz niña durante solo un mes, la mamá de la familia desapareció una tarde con ella y, cuando regresó a su aldea, el bebé no la acompañaba. Les dijo a los vecinos que había muerto. Alguna gente la creyó. Al fin y al cabo, Beli llevaba enferma bastante tiempo. La negrita más pequeñita del mundo. Fukú, tercera parte. Pero la mayoría de la gente pensó que le había vendido la niña a otra familia. Ayer igual que hoy, la compra y la venta de niños era bastante común.
Y eso mismo había sido. Como un personaje de uno de los libros de fantasía de Óscar, vendieron a la huérfana (quien podía o no haber sido blanco de una venganza sobrenatural) a unos perfectos desconocidos de otra parte de Azua. Eso mismo: la vendieron. Se convirtió en una criada, en una restavek. Vivió anónimamente entre los sectores más pobres de la Isla, sin nunca saber quiénes eran los suyos, y así se perdió de vista durante mucho, mucho tiempo[31].
LA QUEMADURA
La siguiente vez que aparece es en 1955. Como un murmullo en el oído de La Inca.
Creo que debemos ser muy claros y muy honestos en lo relativo al estado de ánimo de La Inca en el período que hemos estado llamando la Caída. A pesar de algunas afirmaciones de que durante la Caída vivía en exilio en Puerto Rico, en realidad La Inca estaba en Baní, lejos de su familia, de luto por la muerte de su esposo tres años antes. (Aclaración para aquellos que tienden a ver conspiraciones por todas partes: su muerte se produjo antes de la Caída, de modo que es seguro que no fue su víctima.) Los primeros años de luto habían sido difíciles; su marido había sido la única persona a quien ella había amado en la vida, que la había amado a ella de verdad, y se habían casado pocos meses antes de su muerte. Estaba perdida en el yermo de su pena, así que cuando le llegó la noticia de que su primo Abelard tenía grandes problemas con Trujillo, La Inca, para su imperecedera vergüenza, no hizo nada. Estaba demasiado dolida. ¿Y qué podía haber hecho? Cuando le llegaron las noticias de la muerte de Socorro y la distribución de las hijas, para su eterna vergüenza, no hizo nada. Que el resto de la familia lo resolviera. Solo cuando supo de la muerte de Jackie y Astrid dejó al fin a un lado su largo malestar el tiempo suficiente para comprender que, marido difunto o no, luto o no, había fallado por entero en sus responsabilidades hacia su primo, que siempre había sido tan bueno con ella y que había apoyado su matrimonio a pesar de la oposición del resto de la familia. Esta revelación la avergonzaba y mortificaba. Se arregló y fue a buscar a la tercera y última hija, pero cuando llegó a la familia en Azua que había comprado a la niña, le mostraron una pequeña tumba, y eso fue todo. Tenía fuertes sospechas sobre esta familia malvada y sobre lo ocurrido con la niña, pero como no era vidente o CSI, no podía hacer nada más. Tenía que aceptar que la niña había muerto y que era, en parte, culpa suya. Un resultado positivo de toda esa vergüenza y culpa fue que la sacó de sopetón del luto. Volvió a la vida. Abrió una cadena de panaderías. Se dedicó a servir a su clientela. De vez en cuando soñaba con la negrita, la última de la simiente de su primo difunto. Hola tía, le saludaba la niña, y La Inca despertaba con un nudo en el pecho.
Y entonces llegó 1955. El Año de la Benefactora. Las panaderías de La Inca eran un fenómeno, se había establecido de nuevo como una presencia en el pueblo cuando un día oyó un cuento asombroso. Resulta que una muchachita campesina que vivía en las afueras de Azua había tratado de asistir a la nueva escuela de campo que el trujillato había construido por allá, pero sus padres, que no eran sus padres, no la habían dejado. La muchachita era inmensamente terca y cuando sus padres, que no eran sus padres, se enteraron de que ella dejaba el trabajo para ir a la escuela perdieron la chaveta. Y en medio de la bronca por todo eso, la muchachita sufrió una horrible quemadura; el padre, que no era su padre, le había echado una sartén de aceite hirviendo en la espalda desnuda. La quemadura que casi la mata. (En Santo Domingo, las buenas noticias viajan como un trueno, pero las malas, como la luz.) ¿Y la parte más increíble de la historia? ¡Se rumoraba que esta muchachita quemada era pariente de La Inca!
¿Cómo va a ser posible?, preguntaba La Inca.
¿Recuerdas a tu primo que era médico allá en La Vega? ¿El que fue a la cárcel por haber dicho The Bad Thing sobre Trujillo? Bueno, fulano, que conoce a fulano, que conoce a fulano, ¡dijo que esa niñita es su hija!
Estuvo dos días sin quererlo creer. En Santo Domingo la gente siempre estaba en el bochinche. No quería creer que la niña hubiera podido sobrevivir, que estuviera viva, ¡y nada menos que en las afueras de Azua[32]! Durmió mal dos noches seguidas, tuvo que medicarse con mamajuana y al fin, después de soñar con su marido difunto, y tanto para aliviar su propia conciencia como cualquier otra cosa, La Inca le pidió a su vecino y amasador número uno, Carlos Moya (el hombre que una vez también había amasado su masa, antes de salir corriendo a casarse), que la llevara a donde se suponía que vivía esta niña. Si es hija de mi primo, la reconoceré con solo mirarla, anunció. A las veinticuatro horas, La Inca había regresado con la Beli, imposiblemente alta, imposiblemente flaca y medio muerta, a remolque, y La Inca firme y permanentemente en contra del campo y sus habitantes. Esos salvajes no solo habían quemado a la muchacha sino que, para castigarla, ¡por la noche la encerraban en un gallinero! Al principio, ni la querían sacar para que la viera. No puede ser familia tuya, es una prieta. Pero La Inca insistió, usó la Voz cuando les habló, y cuando la muchacha salió del gallinero, incapaz de enderezar el cuerpo debido a la quemadura, La Inca había mirado fijamente sus furiosos ojos salvajes y visto a Abelard y a Socorro devolviéndole la mirada. Olviden la tez negra: era ella. La Tercera y Última Hija. Antes perdida, ahora encontrada.
Soy tu verdadera familia, le dijo La Inca con fuerza. Estoy aquí para salvarte.
Y así, en un latido, por un rumor, dos vidas cambiaron irrevocablemente. La Inca instaló a Beli en el cuarto de su casa en que su esposo había dormido la siesta y trabajado en sus tallas. Se ocupó del papeleo para dar identidad a la muchacha, llamó a los médicos. La quemadura era increíblemente salvaje. (Ciento diez puntos de daño, como mínimo.) Una monstruosidad de destrucción enconada que se extendía de la nuca a la base de la columna vertebral. Un cráter de bomba, una cicatriz mundial como la de una hibakusha. En cuanto pudo volver a usar ropa de verdad, La Inca la vistió e hizo que le tomaran su primera foto delante de la casa.
Aquí está: Hypatía Belicia Cabral, la Tercera y Última Hija. Suspicaz, irritada, con el ceño fruncido, poco comunicativa, una campesina herida y hambrienta, pero con expresión y postura que gritaban con letras góticas en negrilla: REBELDE. De piel morena pero claramente hija de su familia. De esto no cabía duda. Ya era más alta que Jackie en su mejor momento. Los ojos del mismo color exacto que los del padre del que nada sabía.
FORGET-ME-NAUT
De aquellos nueve años (y de la Quemadura) Beli jamás habló. Parece que tan pronto terminaron sus días en las afueras de Azua, tan pronto llegó a Baní, echó ese capítulo entero de su vida en uno de esos envases en que los gobiernos almacenan los desechos nucleares, triplemente sellado por láseres industriales y depositado en las zanjas oscuras, desconocidas de su alma. Dice mucho de Beli que durante cuarenta años nunca se le escapara una sola palabra sobre aquel período de su vida: ni con su madre, ni con sus amigos, ni con sus amantes, ni con El Gángster, ni con su esposo. Y por supuesto que tampoco con sus hijos queridos, Lola y Óscar. Cuarenta años. Lo poco que se sabe de los días de Beli en Azua viene exclusivamente de lo que La Inca oyó el día que rescató a Beli de sus supuestos padres. Todavía hoy La Inca raramente dice algo más que Casi la acabaron.
De hecho, a mi entender, con excepción de unos momentos clave, no creo que Beli volviera a pensar de nuevo en esa vida. Se entregó a la amnesia que es tan común en las Islas, cinco partes negación, cinco partes alucinación negativa. Se entregó a la energía de las Antillas. Y con ella se forjó de nuevo.
REFUGIO
Pero basta. Lo que importa es que en Baní, en casa de La Inca, Belicia Cabral encontró refugio. Y en La Inca, la madre que nunca había tenido. Le enseñó a la muchacha a leer, a escribir, a vestirse, a comer, a comportarse normalmente. La Inca era una acelerada escuela de educación social para señoritas, porque era una mujer con una misión civilizadora, una mujer impulsada por sus propias sensaciones de culpa, traición y fracaso. Y Beli, a pesar de todo lo que había soportado (o quizá debido a ello), resultó ser una alumna muy capaz. Su apetito por los procedimientos de civilización de La Inca era como el de la mangosta por el pollo. Casi al final del primer año del Refugio, las líneas ásperas de Beli estaban pulidas; puede que maldijera más, que tuviera un poco más de genio, que sus movimientos fueran más agresivos y desenvueltos, que tuviera los ojos inmisericordes de un halcón, pero tenía la postura y el discurso (y la arrogancia) de una muchacha respetable. Y, cuando llevaba mangas largas, la cicatriz solo se le veía en la nuca (por supuesto, el borde de una destrucción mucho mayor, pero muy reducida por el corte de la tela). Esta fue la muchacha que viajaría a Estados Unidos en 1962, la que Óscar y Lola nunca conocerían. La Inca sería la única que había visto a Beli en sus inicios, cuando dormía vestida por completo y gritaba en medio de la noche, fue quien la vio antes que se fabricara un ser mejor, con modales de mesa Victorianos y repugnancia hacia la inmundicia y la gente pobre.
La relación entre ellas, como pueden imaginar, era rara. La Inca nunca buscó hablar del tiempo que Beli había estado en las afueras de Azua; nunca hizo referencia a él, ni a la Quemadura. Hizo como si nunca hubiera existido (de la misma manera que hacía como si no existieran los pobres infelices de su barrio cuando, de hecho, el barrio estaba plagado de ellos). Hasta cuando le echaba crema en la espalda a la muchacha, cada mañana y cada noche, solo decía: Siéntese aquí, señorita. Era un silencio, una ausencia de curiosidad, que a Beli le sentaba muy bien. (Ojalá hubieran sido tan fáciles de olvidar las oleadas de sentimiento que a veces le lamían la espalda.) En lugar de hablar de la Quemadura, o de las afueras de Azua, La Inca le hablaba a Beli de su pasado perdido y olvidado, de su papá el famoso médico, de su mamá, la hermosa enfermera, de sus hermanas Jackie y Astrid y de aquel maravilloso castillo en el Cibao, la Casa Hatuey.
Puede que nunca llegaran a ser amigas íntimas —Beli demasiado furiosa, La Inca demasiado correcta—, pero La Inca sí le dio a Beli el mayor de los regalos, lo que ella solo apreciaría mucho después. Una noche, La Inca sacó un periódico viejo, señaló una fotografía y dijo: Estos son tu padre y tu madre. Esto, dijo, es quien eres.
Era el día que abrieron la clínica: tan jóvenes, los dos tan serios.
Para Beli, esos meses fueron de verdad su único Refugio, un mundo de seguridad que nunca creyó posible. Tenía ropa, tenía comida, tenía tiempo y La Inca nunca jamás le gritaba. No le gritaba por nada y tampoco dejaba que nadie le gritara. Antes de que La Inca la matriculara en el Colegio El Redentor con los niños ricos, Beli había asistido a una escuela pública polvorienta, infestada de moscas, con niños tres años menores que ella, donde no hizo un solo amigo (jamás lo hubiera imaginado de otro modo), y por primera vez en la vida comenzó a recordar sus sueños. Era un lujo que nunca se había atrevido disfrutar y al principio le parecían tan poderosos como tormentas. Tenía toda una variedad de ellos, desde volar hasta perderse, e incluso soñó con la Quemadura, con cómo el rostro de su «padre» había perdido toda expresión en el momento que agarró la sartén. En sus sueños nunca tenía miedo. Solo sacudía la cabeza. Te has ido, decía. Nunca más.
Sin embargo, había un sueño que sí la perseguía: caminaba sola por una casa grande y vacía mientras la lluvia tatuaba la azotea. ¿De quién era la casa? No tenía idea. Pero podía oír en ella voces de niños.
Al terminar el primer año, el maestro le pidió que fuera a la pizarra y escribiera la fecha, privilegio que recibían solo los «mejores» de la clase. Es una gigante en la pizarra y, en sus mentes, los niños la llamaban como hacían afuera: variaciones de La Prieta Quemada o La Fea Quemada. Cuando Beli se sentó, el maestro echó un vistazo a sus garabatos y dijo: ¡Bien hecho, Señorita Cabral! Jamás olvidaría ese día, ni siquiera cuando llegó a ser la Reina de la Diáspora.
¡Bien hecho, Señorita Cabral!
Jamás lo olvidaría. Tenía nueve años, once meses. En la Era de Trujillo.