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LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL (1988-1992)

Todo comenzó conmigo. El año antes de la caída de Óscar, sufrí mi propio desequilibrio; fui asaltado volviendo a casa desde el Roxy. Por un lío con unos townies de New Brunswick. Un manojo de fokin morenos. Las dos de la mañana y yo andaba por Joyce Kilmer comiendo mierda. Solo y a pie. ¿Por qué? Porque me creía tremendo tíguere y pensé que no sería problema atravesar el matorral de jóvenes pistoleros que veía en la esquina. Craso error. En la fokin vida olvidaré la sonrisa en la cara de uno de los tipos. Solo después de ese anillo de graduación que me grabó un impresionante surco en la mejilla (todavía tengo la cicatriz). Ojalá pudiera decir que no caí fácilmente, pero la pura verdad es que esos tipos acabaron conmigo. De no haber sido por un buen samaritano que pasó por allí, es probable que esos hijoeputas me hubieran matado. El viejo quería llevarme al Robert Wood Johnson, pero como no tenía seguro médico —y, además, desde que mi hermano murió de leucemia los médicos no me caen nada bien— le dije: No, qué va. Para la golpiza que me acababan de dar, me sentía bastante bien. Hasta el día siguiente, en que creí que me había muerto. Tan mareado que no podía levantarme sin vomitar. Tenía la sensación de que me habían sacado las tripas, que me habían batido con mazos y después me habían vuelto a armar prendido con alfileres. Estaba mal, y de todos mis amigos —de todos mis maravillosos amigos—, solo Lola se preocupó por mí. Se enteró de la paliza por mi pana Melvin y vino corriendo. Nunca tan contento de ver a alguien. Lola, con sus grandes dientes inocentes. Lola, que llegó a llorar cuando vio el estado en que me encontraba.

Ella fue quien se ocupó de mí cuando estaba hecho leña. Cocinó, limpió, me trajo la tarea, me consiguió medicina, hasta se aseguró de que me bañara. Es decir, me cosió los granos, y no cualquier mujer hace eso por un hombre. Créanme. Apenas podía pararme de lo mucho que me dolía la cabeza, pero ella me lavaba la espalda y eso es lo que más recuerdo de todo el asunto. Su mano en aquella esponja y esa esponja sobre mí. Aunque yo tenía novia, fue Lola quien pasó esas noches conmigo. Se peinaba una, dos, tres veces antes de doblar su largo cuerpo y meterse en la cama. Ni un paseíto nocturno más pa ti, ¿OK, Kung Fu?

Cuando uno está en la universidad, se supone que nada importa, se supone que todo es una chulería, pero, créanlo o no, Lola me importaba. Y era fácil dejar que me importara. Lola era casi lo opuesto al tipo de jeva que yo solía rapar: aquella mujerona medía como seis pies de estatura y na de tetas y era más prieta que la más negra de las abuelitas. Era como dos muchachas en una: un torso flaquísimo casado con un par de caderas de Cadillac y el caminao de un burro borracho. Era una de esas jevitas que son pura macana: líderes de todas las organizaciones universitarias y de business suit en los mitins. Era la presidenta de su hermandad de mujeres, jefa de la S.A.L.S.A. y copresidente de Take Back the Night. Además, hablaba un español perfecto un tanto pedante.

Nos conocimos el fin de semana anterior al comienzo del primer año, pero no fue hasta el segundo que estuvimos juntos, después que su mamá se enfermó otra vez. Lo primero que me dijo fue: Llévame a casa, Yunior, y a la semana ya nos habíamos empatado. Recuerdo que llevaba un par de sudadores que decían Douglass y una camiseta que anunciaba Tribe. Se quitó el anillo que le había dado su novio y me besó. Sus ojos oscuros nunca dejaron los míos.

Tienes unos labios riquísimos, me dijo.

¿Cómo olvidar a una muchacha así?

Solo tomó tres fokin noches para que se sintiera culpable por lo del novio y le pusiera fin freno al asunto. Y cuando Lola pone fin a algo, es un frenazo. Ni siquiera aquellas noches después que me asaltaron me dejaba acercarme. ¿Así que puedes dormir en mi cama pero no puedes dormir conmigo?

Yo soy prieta, Yuni, dijo, pero no soy bruta.

Sabía exactamente el tipo de sucio que yo era. Dos días después de que rompiéramos, ella me había visto caerle arriba a una de sus sisters y se volvió, dándome su larga espalda.

A lo que vamos: cuando a finales del segundo año su hermano cayó en aquella depresión tan intensa que casi lo mata —se bebió dos botellas de Bacardi 151 porque una chiquita lo había rechazado— y de paso a su mamá enferma, ¿quién creen ustedes que fue el único que dijo «presente»?

Yo.

A Lola le tomó de fokin sorpresa que le dijera que viviría con él el año siguiente. Te vigilaré al bobín de mierda. Después del drama del suicidio, nadie en Demarest quería ser roommate del socio e iba a tener que pasar el tercer año solo. Lola tampoco podía ayudarlo porque tenía planificado un año de estudios en el extranjero, en España, su jodío sueño por fin se hacía realidad y se cagaba del miedo porque no lo iba a poder cuidar. Se quedó arriba cuando le dije lo que iba a hacer, pero por poco se muere cuando lo hice de verdad. Me mudé con él. A fokin Demarest. Sede de todos los bichos raros y losers y freaks y afeminaos. Yo, un tipo capaz de levantar 340 libras, que como si na llamaba Homo Hall a Demarest, que jamás había conocido a un artista freak y blanquito al que no me hubiera encantado entrarle a galletazos. Mandé mi solicitud para la sección de escritores y ya, pa principios de septiembre, allí estábamos Óscar y yo. Juntos.

Me gustaba hacerlo parecer filantropía total por mi parte, pero no era exactamente así. Claro que quería ayudar a Lola, quería cuidarle a ese hermano loco suyo (sabía que él era lo único que realmente quería en este mundo), pero también estaba protegiendo mis propios jodíos intereses. Ese año, había sacado el número probablemente más bajo en la historia de la lotería de viviendas en la universidad. Oficialmente, era el último en la lista de espera, lo que significaba que mi posibilidad de conseguir un cuarto en un dormitorio era de cero o na, lo que quería decir, como estaba en olla, que iba a tener que vivir en casa de mi familia o en la calle, lo que hacía que Demarest, con toda su friquiería, y Óscar, con toda su tristeza, no parecieran tan mala opción.

Tampoco él era por completo un extraño… en fin, era el hermano de la muchacha que había medio rapado. Lo había visto en el campus los primeros años; difícil creer que él y Lola fueran familia. (Yo Apokalips, bromeaba, ella Nueva Génesis.) A diferencia de lo que hubiera hecho yo —que me hubiera escondido de un calibán así— ella adoraba a ese nerdo. Lo invitaba a las fiestas y a las manifestaciones. Él llevaba los carteles, repartía volantes. Su fokin asistente gordiflón.

Decir que nunca en mi vida había conocido a un dominicano como él sería decir poco.

¡Ave, Perro de Dios! Esa fue su bienvenida en mi primer día en Demarest.

Me tomó una semana descifrar lo que había querido decir.

Dios. Domini. Perro. Canis.

Ave, dominicanis.

Supongo que me debí haber dado fokin cuenta. El tipo siempre decía que estaba asarao, lo decía constantemente, y si yo en realidad hubiera sido un dominicano old school: a) le hubiera hecho caso al muy idiota y b) hubiera salido echando de ahí. Mi familia es sureña, de Azua, y si los sureños de Azua sabemos de algo, es de fokin maldiciones. Por Dios, ¿en sus vidas han visto Azua? Mi mamá ni siquiera lo habría escuchado: hubiera salido corriendo. Ella no jugaba con fukús ni guanguas ni na de eso por na de la vida. Pero yo no era tan old school como ahora, solo un verdadero tolete, y pensaba que vigilar a alguien como Óscar no sería una tarea hercúlea. Vamos, si yo levantaba pesas, levantaba pilas más grandes que él todos los fokin días.

Pueden echar a andar el soundtrack de risas cuando les dé la gana.

A mí él me pareció igual que siempre. Todavía enorme —Biggie Smalls menos los smalls— y todavía perdido. Todavía escribía diez, quince, veinte páginas al día. Todavía estaba obsesionado con sus locuras como fan de los comics. ¿Saben lo que el muy tonto puso de anuncio de bienvenida en la puerta al cuarto del dormitorio? Hable, amigo, y entre. ¡En fokin élfico! (Por favor no pregunten cómo lo sé. Por favor.) Cuando lo vi, le dije: De León, no jodas. ¿Élfico?

Bueno, tosió, en realidad es sindarin.

Bueno, dijo Melvin, en realidad es una mariconería.

A pesar de mis promesas a Lola de cuidarlo, el primer par de semanas no tuve mucho que ver con él. Dije, ¿qué voy a decirles? Estaba ocupado. ¿Qué atleta de escuela pública no lo está? Tenía el trabajo y el gimnasio y mis panas y mi novia y, por supuesto, mis puticas.

Salí tanto ese primer mes que lo único que vi del Ó. fue una gran loma durmiente debajo de una sábana. Lo único que le atrasaba el sueño a ese nerd eran sus juegos de rol y su animación japonesa, sobre todo Akira, que supongo debió de ver al menos mil veces aquel año. No puedo decirles cuántas noches volví a casa y lo encontré parqueado frente a esa película. Le ladraba: ¿Tú tá mirando esa mierda otra vez? Y Óscar decía, casi disculpándose por su existencia: Se está acabando.

Siempre se está acabando, me quejaba. Para ser sincero, no me molestaba tanto. Hasta me gustaban las vainas como Akira, aunque no siempre me podía quedar despierto para verlas. Me tiraba en la cama mientras Kaneda gritaba Tetsuo y, acto seguido, me encontraba a Óscar de pie, tímidamente a mi lado, diciéndome, Yunior, la película es finís, y entonces me sentaba y le decía: Fuck!

La verdad que nunca fue tan terrible como lo hice parecer después. A pesar de su nerdería, el bróder era un compañero de cuarto bastante considerado. Nunca recibí de él el tipo de noticas que me dejaban los últimos fokin locos con los que había vivido, siempre pagaba su mitad de cualquier cosa y, si yo llegaba a casa mientras estaba enredado en uno de sus juegos de Dungeons and Dragons, se cambiaba de cuarto sin que le dijera una palabra. A Akira la podía soportar; Queen of the Demonweb Pits ya era otra cosa.

Por supuesto, tuve mis pequeños gestos con él. Lo llevaba a comer una vez por semana. Tomaba sus escritos —ya tenía cinco libros en esa fecha— e intentaba leer algunos. No eran de mi gusto —¡Deja el faser, Arthurus Prime!—, pero incluso en esa época se podía ver que tenía cabeza. Podía escribir diálogo, la exposición era rápida y aguda, la narración fluía. Le mostré algo de mi ficción también —todo tenía que ver con robos y ventas de droga y Fuck you, Nando y ¡BLAU! ¡BLAU! ¡BLAU! Me dio cuatro páginas de comentarios sobre un cuento de ocho.

¿Traté de ayudarlo con su situación con las jevitas? ¿Compartí mi sabiduría de papichulo?

Claro que sí. Lo que pasa es que, en lo tocante a las mujeres, no había nadie en el planeta como mi roommate. Por una parte, tenía el peor caso de no-toto-itis que había visto en mi vida. La última persona que conocí que se le acercara siquiera era el pobre chamaco salvadoreño de la secundaria que tenía la cara quemada y no podía levantar a nadie nunca por su parecido con el Fantasma de la Ópera. Vaya: Óscar estaba peor que él. Al menos Jeffrey podía decir con honradez que padecía un problema médico. ¿Qué podía decir Óscar? ¿Que la culpa era de Sauron? ¡El tipo pesaba 307 libras, por amor de Dios! ¡Hablaba como una computadora de Star Trek! Pero la verdadera tragedia era que nunca conocí a alguien que tanto hubiera querido estar con una muchacha. A me gustaban las jevas, pero nadie, y quiero decir nadie, estaba tan metió con ellas como Óscar. Para él eran el principio y el fin, el Alfa y Omega, DC y Marvel. El tipo estaba tan enviciado que ni siquiera podía ver una jevita linda sin ponerse a temblar. Se enamoraba por nada —solo en el primer semestre, estuvo en el nivel de asfixie con al menos 24 jevitas diferentes. Por supuesto que nunca llegó a nada. ¿Cómo iba a llegar? ¡La idea de Óscar de cómo se enamoraba a una jevita era hablarle de juegos de rol! ¿Qué locura es ésa? (Mi momento favorito fue un día en la guagua de la línea E cuando le dijo a una morena que estaba buenísima, ¡Si estuvieras en mi juego te daría dieciocho puntos de carisma!)

Traté de aconsejarlo, de verdad que sí. Nada muy complicado. Cosas como, Deja de gritarles en la calle a muchachas que no conoces y no hables del Beyonder más de lo necesario. ¿Me escuchó? ¡Por supuesto que no! Tratar de que Óscar entendiera a las muchachas era como intentar lanzar rocas a Unus El Intocable. El tipo era impenetrable. Me oía y luego se encogía de hombros como si na.

¡Pero si tu yo está jodío!

Es, lamentablemente, todo lo que tengo.

Pero mi conversación preferida:

¿Yunior?

¿Qué?

¿Estás despierto?

Si esto tiene que ver con Star Trek

No tiene nada que ver con Star Trek. Tosió. Me he enterado por una fuente fiable que ningún varón dominicano jamás ha muerto virgen. Como tú tienes experiencia en estas cosas… ¿crees que puede ser verdad?

Me incorporé. El tipo me miraba con fijeza en la oscuridad, serio, superserio.

Va contra las leyes de la naturaleza que un dominicano muera sin haber rapado por lo menos una vez, Ó.

Eso, suspiró, es lo que me preocupa.

Entonces, ¿qué ocurrió a principios de octubre? Lo que siempre les pasa a los playboys como yo. Me agarraron.

No fue sorpresa alguna, dada la vida tan disipada que llevaba. Ni tampoco fue una cosa sin importancia. Mi novia, Suriyan, se enteró que andaba con una de sus hermanas. Socios: nunca, nunca, nunca se metan con un perra llamada Awilda. Porque cuando se ponga a awildar, van a saber lo que es dolor de verdad. La Awilda de marras me jodió por no sé qué fokin razón, grabó una de mis llamadas y antes de que se pudiera decir ¡Mierda! ya todo el mundo estaba enterado. La tipa debe de haber pasado la grabación como quinientas veces. Era la segunda vez que me pillaban en dos años, un récord incluso para mí. Suriyan se volvió loca y me atacó en la guagua E. Los muchachos se reían y corrían y yo me hacía el que no había hecho na. De repente, empecé a pasar cantidad de tiempo en el dormitorio. Probando la mano en uno o dos cuentos. Viendo películas con Óscar. Regreso a la Tierra, Appleseed, Proyecto A. Estaba desesperado por encontrar una cuerda de salvamento.

Debí haber tratado de ingresar en algún programa de rehabilitación de chochacólicos. Pero si piensan que eso es posible, entonces no saben nada de los hombres dominicanos. En vez de centrarme en algo difícil pero útil, como, digamos, mis propios líos, me centré en algo fácil y redentor.

De la nada, y nada influido por mi propio estado mental —¡claro que no!—, decidí que iba a arreglarle la vida a Óscar. Una noche mientras lamentaba su triste existencia, le pregunté: ¿De verdad quieres cambiar?

Por supuesto que sí, dijo, pero nada de lo que he intentado ha podido aliviar mi situación.

Te voy a cambiar la vida.

¿De verdad? La mirada que me echó… después de todos estos años, todavía me parte el corazón.

De verdad. Pero me tienes que hacer caso.

Óscar se levantó con dificultad. Se llevó la mano al corazón. Juro obediencia, mi señor. ¿Cuándo comenzamos?

Ya verás.

A las seis de la mañana del día siguiente, le di una patada a su cama.

¿Qué pasa?, se quejó.

Na, dije, lanzándole las zapatillas de deporte a la barriga. Solo que es el primer día del resto de tu vida.

La verdad que debía de estar muy jodido por lo de Suriyan… y fue por eso que me lancé con toda seriedad al Proyecto Óscar. Esas primeras semanas, mientras esperaba que Suriyan me perdonara, tenía a ese gordo como el Asesino Principal del Templo Shaolin. Estaba arriba de él 24/7. Lo convencí que dejara la locura de parar a jevitas que no conocía en la calle para decirles te amo. (Lo único que estás logrando es asustar a esas pobres muchachas, Ó.) Lo convencí que empezara a cuidar su dieta y dejara de hablar de modo tan negativo —Soy un malhadado, pereceré virgen, carezco de pulcritud—, por lo menos mientras yo estuviera presente. (¡Pensamientos positivos, le grité, pensamientos positivos, hijoeputa!) Hasta lo invité a salir conmigo y mis panas. Nada serio: solo a un trago cuando íbamos en grupete y su monstruosidad no se notaba tanto. (Los panas lo odiaron: ¿Y ahora qué? ¿Vamos a empezar a invitar a los homeless?)

¿Pero mi mayor éxito? Logré que el tipo hiciera ejercicio conmigo. Lo puse a fokin correr.

Eso es para que vean: Ó. me respetaba de verdad. Ningún otro lo hubiera convencido. La última vez que había intentado correr había sido en el primer año, cuando pesaba cincuenta libras menos. No puedo mentir: el primer par de veces casi reí viéndolo jadear por George Street, sus negras y cenicientas rodillas temblando. La cabeza baja, para no tener que oír o ver las reacciones. Casi siempre solo algunas risitas y algún Hey, gordo. ¿Lo mejor que oí? Mira, mamá, ese ha sacado su planeta a correr.

No les pongas atención a esos comemierdas, le dije.

No worry, jadeó, muñéndose.

El tipo no estaba para esto. Tan pronto terminábamos, regresaba a su escritorio como un cohete. Casi se aferraba a él. Hacía todo lo que podía para evitar salir a correr conmigo. Empezó a levantarse a las cinco de la mañana para estar ya en la computadora cuando yo me despertara y poder decir que estaba en el medio de un capítulo increíblemente importante. Escríbelo más tarde, bitch. Después de la cuarta vez más o menos, se puso literalmente de rodillas. Por favor, Yunior, dijo, no puedo. Yo resoplé. Ve y busca tus fokin zapatos.

Sabía que nada de esa mierda le era fácil. Yo era cruel, pero no tan cruel. Vi cómo era la cosa. ¿Creen que la gente odia a los gordos? Pues imagínense a un gordo que trata de adelgazar. Provocaba el balrog en cualquiera. Las muchachas más dulces del mundo le decían las cosas más horribles, las señoras mayores farfullaban, Eres repugnante, repugnante, e incluso Melvin, que nunca había demostrado ninguna tendencia anti Óscar, empezó a llamarlo Jabba the Hutt, solo porque le dio la gana. Era pura locura.

OK, bueno, la gente era hijaeputa, pero ¿qué más podía hacer? Óscar tenía que hacer algo. Estaba 24/7 en la computadora, escribiendo sus obras maestras (o más bien mostrencas) de ciencia ficción, escapándose al Centro de Estudiantes de vez en cuando para entretenerse con los videojuegos, para hablar de muchachas pero jamás tocar una —¿qué clase de vida era esa? Por Dios, estábamos en Rutgers y en Rutgers había chicas por todas partes. Pero allí estaba Óscar, desvelándome con cuentos de La Linterna Verde. Se preguntaba en voz alta: Si fuéramos orcs, a nivel racial, ¿no nos imaginaríamos como duendes?

El tipo tenía que hacer algo.

Y al fin, lo hizo.

Lo dejó.

Fue una locura, en realidad. Corríamos cuatro días a la semana. Yo corría cinco millas, pero con él la cosa era de solo un poquito cada día. Tomando en cuenta su situación, yo pensaba que no le iba mal. Que iría incrementando, ¿entienden? Y entonces, en medio de una de nuestras carreras, cuando íbamos por George Street, miré por encima del hombro y vi que se había detenido. El sudor le corría por todo el cuerpo. ¿Te va a dar un ataque al corazón? No, dijo. Entonces, ¿por qué no estás corriendo? He decidido no correr más. ¿Por qué coño no? No va a funcionar, Yunior. No va a funcionar si tú no quieres que funcione. Sé que no va a funcionar. Vamos, Óscar, levanta tus malditos pies. Pero él sacudió la cabeza. Intentó apretarme la mano y después se dirigió a la parada de Livingston Avenue y tomó la Doble E a casa. A la mañana siguiente lo pinché con el pie, pero ni se movió.

No volveré a correr, dijo desde debajo la almohada.

Supongo que no debí haberme enojado. Debí haber sido más paciente con el novato. Pero estaba encabronao. En fin, yo me había molestado en tratar de ayudar a ese fokin idiota de mierda y él me estaba echando en cara. Me afectó de una manera verdaderamente personal.

Estuve tres días seguidos jodiéndolo con que saliera a correr y él decía: Mejor no, mejor no. Por su parte, trataba de suavizar las cosas. Intentó seguir compartiendo sus películas, comics y conversaciones nerdosas, trató de volver al punto en que estábamos antes que yo comenzara el Programa de Redención de Óscar. Pero yo no estaba para eso. Al fin, dejé caer el ultimátum. O corres o se acaba todo.

¡No quiero seguir haciéndolo! ¡No quiero! Levantando la voz.

Terco. Como su hermana.

Tu última oportunidad, le dije. Yo tenía ya puestos los tenis y estaba listo para rodar, y él estaba en su escritorio, haciéndose el que no se daba cuenta.

No se movió. Le puse las manos encima.

¡Levántate!

Y ahí fue que gritó. ¡Déjame tranquilo!

Y, de hecho, me empujó. No creo que fuera su intención, pero así fue. Los dos nos quedamos atónitos. Él temblando, muerto del miedo, yo con los puños apretados, listo para matar. Por un segundo casi lo dejo pasar, un error, un error, pero entonces me acordé de quién era yo.

Lo empujé. Con las dos manos. Y voló contra la pared. Con fuerza.

Una estupidez, una estúpida estupidez por mi parte. A los dos días, Lola llamó de España, a las cinco de la mañana.

¿Cuál coño es tu problema, Yunior?

Estaba harto del asunto. Dije, sin pensarlo: Vete pal carajo, Lola.

¿Que me vaya pal carajo? Silencio sepulcral. Fuck you, Yunior. Jamás me dirijas la palabra otra vez.

Saluda a tu fiancé de mi parte, dije, tratando de burlarme de ella, pero ya había colgado.

El coño de su madre, grité, lanzando el teléfono.

Y así fue y fue así. El fin de nuestro gran experimento. En realidad él trató de disculparse un par de veces, en el estilo típico de Óscar, pero no correspondí. Antes había sido abierto con él, pero ahora no le daba entrada. Se acabaron las invitaciones a comer y a darnos un trago. Actuábamos como compañeros de cuarto enojados. Éramos corteses y formales y, mientras antes hablábamos de lo que escribíamos o de cualquier otra vaina, ahora no tenía nada que decirle. Regresé a mi propia vida, a ser el sucio de siempre. Tuve una explosión loca de energía prototo. Supongo que era puro rencor de mi parte. Él volvió a comerse ocho pedazos de pizza de una sentada y a lanzarse sobre las muchachas estilo kamikaze.

Mis panas, por supuesto, se llevaron lo que pasaba, que yo ya no estaba protegiendo al gordo, y se le tiraron encima.

Me gustaría pensar que no le fue tan mal. Los muchachos no le entraron a galletazos ni na por el estilo. No le robaron na. Pero la verdad es que, de cualquier modo que se mire, fueron bien despiadados. Oye, ¿alguna vez en la vida has probado chocha?, le preguntaba Melvin, y Óscar sacudía la cabeza y le contestaba con decencia, sin importar cuántas veces Mel repitiera la pregunta. Debe de ser lo único que no has comido, ¿no? Harold comentaba, Tú no eres na dominicano, pero Óscar insistía con tristeza, Soy dominicano, dominicano soy. No importaba lo que dijera. ¿Quién coñazo les pregunto, había visto un domo como él? Para Halloween, cometió el error de vestirse de Doctor Who y, de contra, estaba de lo más orgulloso de su disfraz. Cuando lo vi en Easton Street, con otros dos payasos de la sección de escritores, no podía creer cuánto se parecía a Oscar Wilde, el homo gordo, y se lo dije. Te ves igualito a él, lo que fue una desgracia para Óscar, porque entonces Melvin preguntó: ¿Óscar Wao? ¿Quién es Óscar Wao? Y ahí mismo fue: todos comenzamos a llamarlo así: Hey, Wao, ¿qué tú haces? Wao, ¿vas a quitar los pies de mi silla?

¿Y el colmo de la tragedia? Después de un par de semanas, el tipo comenzó a contestar.

Al muy tonto nunca le molestó que lo jodiéramos de ese modo. Se quedaba sentado allí, como si na, con una sonrisa de confusión en la cara. Como para hacer a cualquier bróder sentirse mal. Un par de veces, después que los otros se fueron, le dije, Sabes que estábamos bromeando nama, ¿eh, Wao? Lo sé, contestó, cansado. Tó tá, dije, golpeándole con fuerza el hombro. Tá tó.

Los días que su hermana llamaba y yo contestaba al teléfono, trataba de mostrarme jovial, pero ella no se lo tragaba. ¿Está mi hermano?, era todo lo que decía. Fría como Saturno.

Hoy día me tengo que preguntar: ¿Qué me encabronó más? ¿Que Óscar, el gordo loser, parara, o que Óscar, el gordo loser, me desafiara? Y me pregunto: ¿Qué lo lastimó más? ¿Que nunca fui su amigo de verdad o que fingí serlo?

Esto es todo lo que debía haber sido: un gordiflón con quien compartí el cuarto del dormitorio en el tercer año. Nama, mana. Pero entonces Óscar, ese estúpido anormal, decidió enamorarse. Y en lugar de tocarme un año nama, me tocó el resto de mi fokin vida.

¿Alguna vez han visto el retrato de Sargent, Madame X? Claro que sí. Óscar lo tenía en la pared… junto a un afiche de Robotech y el original de Akira, en el que aparecen Tetsuo y las palabras NEO TOKIO ESTÁ A PUNTO DE ESTALLAR.

Ella estaba tan buena como eso. Pero también era una fokin loca.

Si hubieran vivido en Demarest aquel año, la habrían conocido: Jenni Muñoz. Era una jevita boricua de East Brick City que vivía en el barrio hispano. La primera goth de verdad que había visto en mi vida —en 1990, a los bróders no nos entraba na de los goths, punto— y una goth puertorriqueña era para nosotros algo tan raro como un nazi negro. Su verdadero nombre era Jenni, pero todos sus compinches goth la llamaban La Jablesse. Esa diabla les hacía cortocircuito a todas las movidas de un tipo como yo. La muchacha era luminosa. Hermosa piel jíbara, facciones tan finas como un diamante, cabellos supernegros en corte egipcio, ojos cargados de delineador, labios pintados de negro, y las tetas más redondas y grandes que había visto jamás. Para esa niña, todos los días eran Halloween, y cuando de verdad era Halloween, se vestía —adivinaron— de dominatrix, y llevaba a uno de los tipos gay de la sección de música atado a una traílla. Pero nunca había visto un cuerpo como aquel. Hasta yo estaba loco con Jenni el primer semestre, pero la única vez que traté de levantarla en la Biblioteca Douglass se rió de mí, y cuando le dije: No te rías de mí, me preguntó: ¿Por qué no?

Fokin puta.

Bueno, a lo que vamos, ¿adivinen quién decidió que ella era el amor de su vida? ¿Quién perdió la cabeza porque la oyó escuchando a Joy División en su cuarto y —qué sorpresa— a él también le encantaba Joy Division? Óscar, por supuesto. Al principio, el tipo solo la miraba de lejos y gimoteaba sobre su «perfección inefable». Fuera de tu liga, le dije con crueldad, pero él se encogió de hombros y le habló a la pantalla de la computadora: Todas están fuera de mi liga. No le di caco al asunto hasta la semana siguiente, ¡cuando lo vi en una movida hacia ella en Brower Commons! Yo estaba con mis panas, que se quejaban de los Knicks. Observaba a Óscar y La Jablesse en la fila para la comida caliente de la cafetería, esperando el momento en que ella lo mandara pal carajo, imaginándome que si me había quemado, a él lo iba a vaporizar. Por supuesto, él andaba a millón, con su rutina de La batalla de los planetas, hablando como un loro, el sudor corriéndole por la cara. La jevita sostenía su bandeja y lo miraba con cierto recelo; no son muchas las que pueden mirar con recelo sin que se les caigan de la bandeja las papitas fritas con queso, pero era por eso que La Jablesse enloquecía a los bróders. Cuando ella ya se iba, Óscar le gritó: ¡Nosotros hablaremos anon! Y ella le contestó, con una tonelada de sarcasmo: Claro que sí.

Le hice señas para que se acercara. ¿Cómo te fue, Romeo?

Él se miró las manos. Creo que tal vez estoy enamorao.

¿Cómo vas a estar enamorao? Acabas de conocer a la puta esa.

No la llames puta, me dijo, molesto.

Sí, lo imitó Melvin, no la llames puta.

Había que quitarse el sombrero ante Óscar. No se dio por vencido. Siguió dándole muela, sin importarle las consecuencias para su persona. En los pasillos, delante de la puerta del baño, en la cafetería, en las guaguas, el tipo se hizo ubicuo. Le dejaba comics fijados a la puerta, por amor de Dios.

En mi universo, cuando un comemierda como Óscar se tira con una muchacha como Jenni, generalmente el rechazo es tal que rebota más rápido que los cheques del alquiler de mi tía Margarita, pero Jenni debe de haber sufrido algún daño cerebral o le deben de haber gustado de veras los losers gordos y nerdosos, porque para finales de febrero lo estaba tratando bien y todo. Antes de que me llegara a cuadrar eso en la cabeza, ¡los vi andando juntos! ¡En público! No podía creer mis fokin ojos. Y entonces llegó el día en que regresé de mi taller de escritura creativa y me encontré a La Jablesse y Óscar sentados en nuestro cuarto. Estaban solo hablando, y sobre Alice Walker, pero de todos modos… A Óscar parecía que lo acababan de invitar a unirse a la Orden Jedi; Jenni le sonreía divinamente. ¿Y yo? Estaba boquiabierto. Jenni se acordaba de mí, de eso estaba seguro. Me miró, un toque de sarcasmo en sus lindos ojos, y dijo: ¿Quieres que me levante de tu cama? Su acento de Jersey era tan impresionante que me dejó estupefacto.

Na, dije. Agarré mi bolso del gimnasio y salí disparao.

Cuando volví de levantar pesas, Óscar estaba en su computadora… en la billonésima página de su nueva novela.

Le pregunté: ¿Qué hay contigo y La Bruja?

Na.

¿De qué coño hablan ustedes dos?

Asuntos de poca monta. Algo en su tono me hizo darme cuenta que él sabía de mi quemazón en la biblioteca. Fokin puta. Le dije: Vaya, entonces buena suerte, Wao. Espero que no te sacrifique a Belcebú o algo así.

Todo marzo anduvieron juntos. Traté de no prestarles atención, pero estábamos todos en el mismo dormitorio así que era difícil no hacerlo. Más adelante, Lola me diría que incluso comenzaron a ir juntos al cine. Vieron Ghost y esa otra mierda llamada Hardware. Iban a la cafetería Franklin después, en donde Óscar hacía el mayor esfuerzo para no comer por tres. Yo no estuve presente durante la mayor parte de esta tontería: estaba a la caza de cuca y entregando mesas de billar y saliendo con mis panas los fines de semana. ¿Me mató que él anduviera con tremenda mamasota? Por supuesto que sí. Siempre me imaginé como el Kaneda de nuestra diada, pero ahora estaba haciendo de Tetsuo.

Jenni montaba tremenda comedia con Óscar. Iba del brazo con él y lo abrazaba en cuanto tenía la oportunidad. La adoración de Óscar era como la luz de un nuevo sol. Y ser el centro del Universo era algo que a ella le caía muy bien. Ella le leía toda su poesía (Usted es la musa de las musas, lo oí decir) y le mostró sus estúpidos bosquejitos (los que él colgó en nuestra puerta) y le contó todo sobre su vida (él lo anotó en su diario con gran diligencia). Había vivido con una tía desde los siete años porque su mamá se había ido a Puerto Rico con su nuevo marido. De los once años en adelante estuvo haciendo mandados en el Village. El año antes de venir a la universidad, vivió como okupa en un lugar llamado el Palacio de Cristal.

¿Que leía el diario de mi compañero de cuarto a escondidas? Claro que sí.

Ay, pero debieran haber visto al Ó. Estaba como nunca; había que admirar la transformación. Comenzó a vestirse mejor. Se planchaba las camisas todas las mañanas. Desenterró del closet una espada de samurái de madera y casi al amanecer salía al césped de Demarest, con el pecho al aire, haciendo trizas a un billón de enemigos imaginarios. ¡Hasta volvió a correr de nuevo! Bueno, en realidad hacía jogging. Oh, así que ahora puedes correr, me quejé malhumorado, y él me saludó con un gesto enérgico de la mano mientras se esforzaba en pasarme.

Debí haberme alegrado por el Wao. Quiero decir, con toda honradez: ¿quién era yo para envidiarle a Óscar un poquito de acción? Yo, que estaba rapando no a una, ni a dos, sino a tres jevitas de las más sabrosas a la misma vez, y eso sin contar a las puticas adicionales que levantaba en los bonches y los clubes; ¿yo, que tenía la chocha hasta en la sopa? Pero por supuesto que le tenía envidia al hijoeputa. Un corazón como el mío, que nunca conoció ningún tipo de afecto de niño, es ante todo terrible. Así era, así es. En vez de animarlo, ponía mala cara cuando lo veía con La Jablesse; en vez de compartir mi sabiduría de las mujeres, le dije que tuviera cuidao… en otras palabras, me convertí en un antipapichulo.

Yo, el mayor papichulo de todos.

No debí haber gastado mi energía. Jenni siempre tenía muchachos detrás. Óscar era solo una pausa en la acción. Un día la vi en el césped de Demarest hablando con el punk alto que siempre andaba por allí; aunque no era residente se alojaba con cualquier muchacha que lo dejara. Flaquito como Lou Reed, e igual de arrogante. Le estaba mostrando una posición de yoga y ella se reía. A los dos días de eso, me encontré a Óscar lloriqueando en la cama. Oye, bro, le dije, manoseando mi cinturón de levantar pesas. ¿Qué coño te pasa?

Déjame tranquilo, contestó bajito.

¿Te botó? Ella te botó, ¿no es así?

Déjame tranquilo, gritó, DÉJAME, TRANQUILO.

Pensé que sería como siempre. Una semana mirando las musarañas y luego a escribir de nuevo. Esa siempre era su salvación. Pero esta vez no fue igual que siempre. Me di cuenta que algo andaba muy mal cuando dejó de escribir (Óscar nunca dejaba de escribir, le gustaba escribir tanto como a mí engañar); en vez de eso, permanecía tirado en la cama con los ojos clavados en el SDF-1. Diez días seguidos todo jodío en que lo único que hacía era hablar mierda como, Yo sueño con el olvido como otros sueñan con buen sexo; esa vaina me tenía un poco preocupado. Así que copié el número de su hermana en Madrid y la llamé a escondidas. Para dar con ella, hicieron falta una media docena de llamadas y unos dos millones de vales.

¿Qué quieres?

No cuelgues, Lola. Es sobre Óscar.

Lo llamó esa misma noche y le preguntó qué le pasaba y claro que él se lo contó. A pesar de que yo estaba sentado ahí mismo.

Míster, le ordenó, olvida y tumba.

No puedo, lloriqueó. Me destrozó el corazón.

Tienes que dejar eso, y así siguió hasta que, dos horas más tarde, él le prometió que iba a hacer un esfuerzo.

Vamos, Óscar, le dije después de darle veinte minutos para que disfrutara su miseria. Vamos a meterle mano a los videojuegos.

Sacudió la cabeza, impasible. No jugaré más al Street Fighter.

¿Y?, le pregunté a Lola después por teléfono.

No sé, me dijo. Él se pone así a veces.

¿Qué quieres que haga?

Cuídamelo, ¿OK?

Nunca tuve la oportunidad. A las dos semanas, La Jablesse le dio el golpe final a su amistad con Óscar: él irrumpió en su cuarto mientras ella «entretenía» al punk, los encontró a los dos desnudos, es probable que cubiertos de sangre o algo parecido, y antes de que a ella le fuera siquiera posible decirle que se largara, él se puso como un demente. La llamó puta y atacó sus paredes, arrancando los afiches y lanzando los libros por todas partes. Me enteré porque una cierta blanquita vino corriendo y me dijo: Discúlpame, pero el estúpido de tu compañero de cuarto se ha vuelto loco, y tuve que subir las escaleras como un cohete y ponerle una llave de cabeza. Óscar, grité, cálmate, cálmate. Déjame tranquilo, chillaba, mientras trataba de pisotearme los pies.

Fue horrible. En cuanto al punk, al parecer el tipo saltó por la ventana y corrió hasta George Street. Con el culo al aire.

Así era Demarest. Nunca un momento aburrido.

Para no cansar el cuento, a fin de no perder el cuarto en el dormitorio tuvo que asistir a unas sesiones con un consejero y no podía ir al segundo piso para nada. Ahora todos en el dormitorio lo consideraban un grave psicópata. Las muchachas sobre todo no se le acercaban. En cuanto a La Jablesse, ese año se graduaba, así que un mes más tarde la mudaron a los dormitorios del río y declararon caso cerrado. No la volví a ver salvo una vez que yo iba en la guagua y ella por la calle, caminando a Scott Hall con aquellas botas de dominatrix.

Y así terminó el año. Él completamente vacío de esperanza, tecleando en la computadora; yo, con la gente constantemente preguntándome qué se sentía siendo el compañero de cuarto del Crazyman y yo preguntándoles a ellos si les gustaría que su culo chocara con la punta de mi pie… Un par de semanas nada agradables. Cuando llegó el momento de solicitar vivienda para el año siguiente, Ó. y yo ni hablamos de eso. Mis panas seguían estancados en casa de sus familias, así que tuve que probar suerte en la lotería de nuevo y esta vez gané el premio gordo: me dieron un cuarto para mí solo en Frelinghuysen. Cuando le dije a Óscar que me iba de Demarest, salió de su depresión lo suficiente como para parecer asombrado, como si hubiera esperado otro resultado. Pensé… la verdad es que balbuceaba, pero antes que yo pudiera decir otra palabra, dijo: Está bien, y entonces, cuando yo me daba vuelta, me agarró la mano y la estrechó con toda formalidad: Señor, ha sido un honor.

Óscar… le dije.

La gente me preguntaba: ¿Viste los indicios? ¿Los viste? Quizá sí y sencillamente no quería pensar en eso. Y quizá no. ¿Qué coño importa en realidad? Todo lo que sabía era que nunca lo había visto más infeliz, pero había una parte de mí a la que no le importaba. Que quería salir de allí de la misma manera que había querido salir de mi ciudad natal.

Para nuestra última noche como compañeros de cuarto, Óscar sacó dos botellas de Cisco naranja que yo le había comprado. ¿Recuerdan el Cisco? Crack líquido, le decían. Así que ya saben lo fokin jumo que estaba Míster Flojo.

¡A mi virginidad!, gritó Óscar.

Óscar, tranqui, bro. La gente no quiere oír hablar de eso.

Tienes razón. Nada más quieren mirarme.

Vamos, tranquilízate.

Se dejó caer. Estoy copacético.

No eres patético.

Dije copacético. Todos, sacudió la cabeza, me malinterpretan.

Todos los afiches y los libros estaban empaquetados y podría haber sido el primer día otra vez de no ser por lo infeliz que se veía. El primer día había estado tan entusiasmado que no hacía más que llamarme por mi nombre completo hasta que le dije: Es Yunior, Óscar. Solo Yunior.

Supongo que sabía que debía quedarme con él. Me debí haber sentado en esa silla y dicho que toda esa vaina iba a pasar, pero era nuestra última noche y yo estaba harto de él. Lo que quería era rapar a esa india que tenía esperándome en Douglass, fumarme un fino e irme directo a la cama.

Que Dios lo acompañe, amigo, dijo cuando me marchaba. ¡Que Dios lo acompañe!

Lo qué él hizo fue esto: se bebió una tercera botella de Cisco y luego se dirigió a tropezones a la estación de trenes de New Brunswick. Con su fachada medio derruida y su larga curva de rieles que pasan por encima del Raritan. Aun en medio de la noche, no es muy difícil entrar en la estación o salir hacia los rieles, y eso fue precisamente lo que él hizo. Fue dando tumbos hacia el río, hacia la Ruta 18. New Brunswick desaparecía debajo de él hasta que estuvo setenta y siete pies en el aire. Setenta y siete pies exactos. Según recordaría después, estuvo en aquel puente un buen tiempo. Mirando los rayos de luz del tráfico zigzaguear debajo. Repasando su desgraciada vida. Deseando haber nacido en otro cuerpo. Lamentando todos los libros que nunca escribiría. Tal vez tratando de obligarse a recapacitar. Y en ese momento el express de las 4.12 a Washington chirrió en la distancia. Para entonces él ya apenas podía sostenerse en pie. Cerró los ojos (o quizá no) y cuando los abrió de nuevo había a su lado algo sacado directamente de los cuentos de Ursula Le Guin. Después, al describirlo, lo llamaría la Mangosta Dorada, pero incluso él sabía que no era eso lo que era. Era algo muy apacible, muy hermoso. Ojos dorados llenos de brillo que lo atravesaban, no tanto enjuiciándolo o reprobándolo, sino con algo que daba mucho más miedo. Se miraron fijamente —la criatura serena como un budista, él totalmente incrédulo— y entonces el silbido se escuchó otra vez y sus ojos se abrieron (o cerraron) y había desaparecido.

El tipo había estado esperando toda la vida que le ocurriera algo así, siempre había querido vivir en un mundo de magia y misterio, pero en vez de tomar nota de la visión y cambiar sus maneras, el comemierda solo sacudió su cabeza hinchada. El tren estaba ahora más cerca y, por eso, antes que pudiera perder el valor, se lanzó a la oscuridad.

Me había dejado una nota, por supuesto. (Y también otras a su hermana, a su mamá y a Jenni.) Me agradecía por todo. Me decía que podía quedarme con sus libros, sus juegos, sus películas, sus D10s especiales. Me dijo que había sido un placer haber sido amigos. Y firmó así: Tu Compañero, Óscar Wao.

De haber aterrizado en la Ruta 18, como había previsto, el cuento habría terminado ahí mismo. Pero en su confusión etílica, debe de haber calculado mal, o quizá, como afirma su mamá, lo estaban cuidando desde arriba, porque el tipo no cayó en la 18 en sí, ¡sino en la isla! Y no hubiera habido problema. Esas islas de la 18 son guillotinas de cemento. Hubieran acabado con él encantadas de la vida. Lo hubieran convertido en confeti intestinal. Salvo que esta era una de esas islas que en el centro tienen jardines de arbustos y cayó en la marga recién labrada y no en el cemento. En lugar de encontrarse en el cielo nerdoso —donde a cada nerd le tocan cincuenta y ocho vírgenes con quienes jugar a Dungeons and Dragons— despertó en el Robert Wood Johnson con las dos piernas fracturadas y un hombro dislocado, sintiéndose como si, dique, hubiera saltado del puente de trenes de New Brunswick.

Estuve allí, por supuesto, con su mamá y su tío el matón, que iba al baño con regularidad para poder meterse los pases.

Cuando nos vio, ¿qué hizo aquel idiota? Volvió la cabeza y lloró.

La mamá le dio un toquecito en el hombro sano. Vas a llorar mucho más cuando yo termine contigo.

Lola llegó al día siguiente de Madrid. No tuvo la oportunidad de decir una palabra antes que su mamá le lanzara la típica bienvenida dominicana. Ahora es que vienes, ahora que tu hermano se está muriendo. Si hubiera sabido que eso era lo que hacía falta, me hubiera matado hace mucho tiempo.

No le hizo caso, ni a mí tampoco. Se sentó al lado de su hermano y le tomó la mano.

Míster, le dijo, ¿estás OK?

Sacudió la cabeza: No.

De eso hace ya mucho tiempo, pero cuando pienso en ella, todavía la veo en el hospital aquel primer día, directo del aeropuerto de Newark, con ojeras, el pelo enredado como una ménade, aunque había hecho tiempo antes de aparecer para ponerse un poco de maquillaje y pintalabios.

Yo tenía la esperanza de recibir algo de buena energía hasta en el hospital, tratando de cazar cuc, pero en lugar de ello se explotó conmigo. ¿Por qué no cuidaste a Óscar?, me exigió. ¿Por qué?

A los cuatro días lo llevaron para la casa. Y yo también regresé a mi vida. Fui a casa, con mi madre solitaria en el desbaratado London Terrace. Creo que si hubiera sido amigo suyo de verdad lo habría visitado en Paterson más o menos una vez por semana, pero no lo hice. ¿Qué puedo decirles? Era verano, andaba detrás de dos jevitas nuevas y, además, estaba trabajando. No había tiempo, aunque la verdad es que lo que no había eran ganas. Sí, lo llamé un par de veces para ver cómo seguía. Y hasta eso fue un esfuerzo porque estaba seguro que su mamá o su hermana me iban a decir que ya no estaba con nosotros. Pero, al contrario, él decía estar «regenerado». No habría más intentos de suicidio. Estaba escribiendo muchísimo, lo que siempre era buena señal. Voy a ser el Tolkien dominicano, me dijo.

Solo lo fui a ver una vez y eso porque estaba en Paterson haciéndole la visita a una de mis sucias. No era parte del plan, pero sin pensarlo le di vuelta al timón, paré en una gasolinera, hice una llamada, y de sopetón estaba en la casa donde se había criado. Su mamá estaba demasiado enferma como para salir del cuarto, y él estaba más flaco de lo que lo había visto jamás. Me sienta el suicidio, bromeó. Su cuarto era aún más nerdoso que él, de ser esto posible. Alas X y cazas imperiales TIE colgaban del techo. Las firmas mía y de su hermana eran las únicas verdaderas en el último yeso que le habían puesto (la pierna derecha se le había roto peor que la izquierda); el resto eran amables consuelos de Robert Heinlein, Isaac Asimov, Frank Herbert y Samuel Delany. Dado que su hermana no reconocía mi presencia, me reí cuando pasó por la puerta abierta y pregunté en alta voz: ¿Cómo le va a la muda?

No soporta estar aquí, dijo Óscar.

¿Qué tiene de malo Paterson?, pregunté, altísimo. Hey, muda, ¿qué tiene de malo Paterson?

Todo, gritó desde el pasillo. Llevaba unos de esos shorts cortísimos que se usan para correr… solo para mirar el movimiento de los músculos de sus piernas valió la pena el viaje.

Óscar y yo estuvimos un rato en su cuarto, sin hablar mucho. Yo tenía los ojos clavados en todos sus libros y juegos. Esperaba que me dijera algo; tenía que haber sabido que yo no iba a dejar las cosas así.

Fue absurdo, dijo al fin. Desacertado.

De acuerdo. ¿Qué coñazo estabas pensando, Ó.?

Encogió los hombros con tristeza. No sabía qué más hacer.

Bro, tú no te quieres morir. Créeme. Cero-toto es malo. Pero morir es como diez veces cero-toto.

Seguimos así como media hora. Solo hubo algo que sobresalió. Cuando me dirigía a la calle, dijo: Tú sabes, fue la maldición la que me hizo hacerlo.

Yo no creo en esa vaina, Óscar. Eso es porquería de nuestros padres.

Nuestra también, dijo.

¿Va a ponerse bien?, le pregunté a Lola a la salida.

Creo que sí, dijo. Llenaba las bandejas de hielo con agua de la llave. Dice que regresará a Demarest en la primavera.

¿Te parece buena idea?

Lo pensó un segundo. Así era Lola. Sí, creo que sí, dijo.

Tú sabrás. Saqué las llaves del carro del bolsillo. ¿Y cómo está el fiancé?

Está muy bien, dijo sin mucha expresión. ¿Tú sigues con Suriyan?

Solo el oír su nombre me mataba. Hace mucho que no.

Y entonces nos quedamos allí y nos miramos el uno al otro.

En un mundo mejor, la habría besado por encima de las bandejas de hielo y ahí hubieran terminado todos nuestros problemas. Pero ya saben en qué clase de mundo vivimos. No es la fokin Tierra-Media. Asentí y le dije: Te veo, Lola, y me fui pa mi casa.

Ese debía haber sido el final de todo, ¿verdad? Solo el recuerdo de un nerd que conocí y que intentó matarse, namá, namá. Pero resultó que los de León no eran un clan del que fuera tan fácil librarse.

¡A las dos semanas del cuarto año se me apareció en el dormitorio! ¡Con sus escritos y preguntando por los míos! No podía creerlo. Lo último que había sabido de él era que planeaba trabajar como maestro suplente en su antigua secundaria y estudiar en la BCC, pero de buenas a primeras… ahí estaba, parado en mi puerta, medio apenado, con una carpeta azul en la mano. Ave y albricias, Yunior, me dijo. Óscar, exclamé, incrédulo. Había perdido aún más peso y hacía un esfuerzo mayor por mantenerse afeitado y con buen corte de pelo. Se veía, si lo pueden creer, bien. Seguía hablando de la Space Opera… acababa de terminar la primera novela de la tetralogía que proyectaba, y ahora estaba completamente obsesionado con ella. Puede que sea mi muerte, suspiró, y entonces recapacitó. Disculpa. Por supuesto que nadie en Demarest quería compartir el cuarto con él —qué sorpresa (todos sabemos lo tolerante que son los tolerantes)— así que cuando regresara en la primavera tendría un cuarto doble solo para él, lo que no le serviría de mucho, bromeó.

Demarest no será el mismo sin tu severidad mesomórfica, dijo con toda naturalidad.

Ja, dije.

Deberías visitarme en Paterson cuando se produzca una suspensión temporal de tus obligaciones. Tengo una plétora de Japanimation nueva para tu placer visual.

Por supuesto, bro, dije. Por supuesto.

Pero nunca fui. Estaba ocupado, lo juro: entregando mesas de billar, mejorando las notas, tratando de prepararme para la graduación. Y, además, en el otoño sucedió un milagro: Suriyan apareció en mi puerta. Estaba más linda que nunca. Quisiera que probáramos otra vez. Por supuesto que dije que sí, y esa misma noche salí y le pegué un cuerno. ¡Dios mío! Hay bróders que no tropezarán con una chocha ni el día del Juicio Final; yo no podía evitarlas ni aunque quisiera.

Mi negligencia no hizo que Ó. dejara de visitarme de vez en cuando con un nuevo capítulo y una historia nueva sobre una muchacha que había visto en la guagua, en la calle o en una clase.

El mismo Óscar de siempre, dije.

Sí, dijo débilmente, el mismo de siempre.

Rutgers siempre había sido un lugar enloquecido, pero ese otoño parecía estar de remate. En octubre, un grupo de muchachas de primer año a las que conocía de Livingston fueron arrestadas por vender perico, cuatro de las gorditas más calladitas del lugar. Como dice el dicho: El que no corre, vuela. En Bush Street, los Lambdas tuvieron una pelea con los Alfas por alguna idiotez y durante varias semanas se hablaba de que habría una guerra negro-latina, pero nunca se dio; estaban todos demasiado ocupados con los bonches y rapando.

Ese invierno incluso logré sentarme en mi cuarto el tiempo suficiente para escribir un cuento que no estaba na mal, sobre la mujer que vivía en el patio detrás de mi casa en la RD, una mujer de la que todos decían que era una prostituta, pero que nos cuidaba a mí y a mi hermano mientras mi mamá y mi abuelo estaban en el trabajo. Mi profesor no lo podía creer. Me impresionaste. No hay un solo tiroteo o puñalada en todo el cuento. No es que sirviera pa ná. No gané ninguno de los premios de escritura creativa ese año. Había tenido algo de esperanza.

Y entonces llegaron los exámenes finales y, de toda la gente del mundo, ¿con quién me encontré? ¡Con Lola! Casi no la reconozco porque tenía el pelo larguísimo y llevaba puestos unos espejuelos cuadrados baratos, del tipo que usaban las Mariquitas alternativas. Llevaba tanta plata en las muñecas como para rescatar a la familia real y se le salía tanta pierna de la falda que era pura avaricia. En cuanto me vio, se bajó la falda, aunque esto no cambió mucho las cosas. Estábamos en la guagua E; yo regresaba de ver a una jevita de poca importancia y ella iba a la estúpida fiesta de despedida de uno de sus amigos. Me dejé caer a su lado y ella dijo: ¿Qué pasa?, con sus ojos tan increíblemente grandes y exentos de toda malicia. O de expectativa, si a eso vamos.

¿Cómo has estado?, pregunté.

Bien. ¿Y tú?

Preparándome para las vacaciones.

Feliz Navidad. Y entonces, como era de esperar de una de León, ¡volvió a la lectura de su libro!

Le eché una mirada al libro. Introducción al japonés. ¿Qué coñazo estás estudiando ahora? ¿No te han botado de aquí todavía?

Voy a enseñar inglés en Japón el año entrante, dijo en tono muy práctico. Va a ser increíble.

No es que lo esté pensando o que haya solicitado ir, sino que voy. ¿A Japón? Reí, con un poco de crueldad. ¿A qué coño va una dominicana a Japón?

Tienes razón, dijo, volviendo la página, irritada. ¿Para qué va a querer ir uno a ningún lado teniendo Nueva Jersey?

Dejamos el tema un segundo.

Me estás llevando un poco recio, le dije.

My apologies.

Como dije antes: era diciembre. Mi jevita india, Lily, me esperaba en College Avenue y también me esperaba Suriyan. Pero no pensaba en ninguna de las dos. Pensaba en la única vez que había visto a Lola ese año; estaba leyendo un libro de frente a la Capilla Henderson con una concentración tal que temí que se pudiera lastimar. Había sabido por Óscar que vivía en Edison con unas amigas, que trabajaba en una oficina u otra, y que estaba ahorrando dinero para su próxima gran aventura. El día que la vi, quise saludarla pero no tuve los cojones. Me imaginé que me iba a hacer el fo.

Vi Commercial Avenue pasar y, en la distancia, las luces de la Ruta 18. Ese sería uno de esos momentos que siempre me recordarían a Rutgers. Las muchachas que estaban delante de nosotros se reían nerviosamente de algún tipo. Ella tenía las manos sobre las páginas, las uñas color arándano. Mis manos parecían enormes cangrejos. Si no tenía cuidado, en un par de meses estaría de nuevo en London Terrace y ella estaría en Tokio o Kyoto o donde coño fuera. De todas las muchachas con que había estado en Rutgers, de todas las muchachas con que había estado, Lola era la que nunca había logrado entender. Entonces, ¿por qué sentía que era la que mejor me conocía a mí? Pensé en Suriyan y en que nunca me volvería a hablar. Pensé en mis propios miedos a ser bueno de verdad, porque Lola no era Suriyan; con ella tendría que ser alguien que ni siquiera había intentado ser. Nos acercábamos a College. Ultima oportunidad, así que hice como Óscar y dije: Ven a cenar conmigo, Lola. Prometo que no trataré de quitarte los pantis.

Sí, claro, dijo, casi arrancando la página al pasarla.

Cubrí su mano con la mía y ella me echó una desgarradora mirada de frustración, como si ya estuviera cayendo en el hueco negro conmigo y, aunque le costara la vida, no entendiera por qué.

Está bien, le dije.

No, no está nada fokin bien. Eres demasiado bajito. Pero en ningún momento quitó la mano.

Fuimos a su apartamento en Handy Street y antes de que pudiera hacérselo, lo detuvo todo: me sacó del toto por las orejas. ¿Por qué es esta la cara que no puedo olvidar, incluso ahora, después de todos estos años? Cansada por el trabajo, hinchada por falta de sueño, esa mezcla loca de ferocidad y vulnerabilidad que era y siempre será Lola.

Me miró hasta que no pude soportar más y entonces me dijo: No me mientas, Yunior.

No lo haré, le prometí.

No se rían. Mis intenciones eran puras.

No hay mucho más que contar. Salvo esto:

Esa primavera me volví a mudar con él. Lo había estado pensando todo el invierno. Incluso en el último minuto por poco decido no hacerlo. Lo estuve esperando en la puerta del cuarto en Demarest, y a pesar de que había estado allí toda la mañana, estuve a punto de salir corriendo en el último minuto, pero en eso oí sus voces en la escalera, subiendo las cosas.

No sé quién se sorprendió más, si Óscar, Lola, o yo.

En la versión de Óscar, levanté la mano y dije: Mellon. Le tomó un segundo reconocer la palabra.

Mellon, dijo finalmente.

El otoño después de la Caída fue oscuro (lo leí en su diario): oscuro. Seguía pensando en hacerlo, pero tenía miedo. De su hermana sobre todo, pero también de sí mismo. De la posibilidad de un milagro, de un verano invencible. Leyendo y escribiendo y mirando la TV con su mamá. Si intentas cualquier estupidez, su mamá le juró, no te dejaré tranquilo en lo que me queda de vida. Es mejor que me creas.

La creo, señora, informó haber dicho. La creo.

Durante aquellos meses no pudo dormir, y así es como terminó sacando el carro de su mamá a dar vueltas a medianoche. Cada vez que salía de la casa pensaba que sería la última. Iba a todas partes. Se perdió en Camden. Encontró el barrio donde me crié. Atravesó New Brunswick en el momento en que los clubes cerraban, mirando a todo el mundo, mientras el estómago lo mataba. Llegó incluso hasta Wildwood. Buscó la cafetería donde había salvado a Lola, pero había cerrado y no se había abierto nada en su lugar. Una noche recogió a una muchacha que pedía que la llevaran. Una muchacha inmensamente embarazada. Apenas hablaba inglés. Era una guatemalteca indocumentada de mejillas hundidas. Necesitaba ir a Perth Amboy y Óscar, nuestro héroe, le dijo: No te preocupes. Te llevo.

Que Dios te bendiga, dijo ella. Pero parecía lista para saltar por la ventanilla de ser necesario.

Le dio su número de teléfono, por si las moscas, pero ella nunca llamó. No le sorprendió.

Algunas noches manejó tanto tiempo y tan lejos que llegó a quedarse dormido al timón. Un segundo estaba pensando en sus personajes y el siguiente iba a la deriva, una toxicidad embriagante, a punto de caer rendido, cuando de repente sonaba una última alarma.

Lola.

Nada más excitante (escribió) que salvarse a uno mismo con el simple acto de despertar.