Capítulo 16

El mundo entendido como un pólder: ¿qué significa todo esto para nosotros?

Introducción * Los problemas más graves * Si no los resolvemos… La vida en Los Angeles * Los comentarios tajantes * El pasado y el presente * Razones para la esperanza

En los capítulos que componen este libro hemos analizado por qué las sociedades del pasado o del presente triunfaron o fracasaron en la resolución de sus respectivos problemas medioambientales. Ahora, en este último capítulo, reflexionaremos sobre la relevancia práctica del libro: ¿qué significa todo eso para nosotros en la actualidad?

Comenzaré exponiendo los principales conjuntos de problemas medioambientales a los que se enfrentan las sociedades actuales, así como la escala temporal a la que plantean sus amenazas. Para aportar un ejemplo concreto de cómo deben interpretarse estos problemas, examinaré la zona en la que he pasado la mayor parte de los 39 últimos años de mi vida, el sur de California. Después pasaré revista a las objeciones más frecuentes que se formulan para restar importancia a los problemas medioambientales actuales. Como la mitad de este libro ha estado dedicada a las sociedades del pasado por las lecciones que podrían ofrecer a las sociedades actuales, presto mayor atención a las diferencias entre aquellos mundos pretéritos y el mundo actual que podrían afectar a las lecciones que podemos extraer del pasado. Por último, para todo aquel que se pregunte «¿qué puedo hacer yo de forma individual?», ofrezco algunas sugerencias en la sección de lecturas complementarias.

En mi opinión, los problemas medioambientales más graves a los que se enfrentaron tanto las sociedades del pasado como las actuales se engloban en doce grupos. Ocho de ellos fueron ya importantes en el pasado, mientras que cuatro (los números 5, 7, 8 y 10: la energía, el techo fotosintético, los productos químicos tóxicos y los cambios atmosféricos) se han convertido en problemas graves en época reciente. Los cuatro primeros de esos doce grupos de problemas consisten en la destrucción o la pérdida de recursos naturales; los tres siguientes afectan a los límites de los propios recursos naturales; los tres posteriores se refieren a sustancias o cosas perjudiciales que producimos o trasladamos; y los dos últimos afectan a cuestiones demográficas. Comencemos por los recursos naturales que estamos destruyendo o perdiendo: los hábitats naturales, las fuentes de alimentación natural, la diversidad biológica y el suelo.

1. Estamos destruyendo a un ritmo cada vez más acelerado los hábitats naturales, o bien los estamos convirtiendo en hábitats artificiales, como las ciudades y pueblos, las tierras de cultivo, los pastos, las carreteras o los campos de golf. Los hábitats naturales cuyas pérdidas han suscitado mayores protestas son los bosques, los humedales, los arrecifes de coral y el lecho oceánico. Como señalé en el capítulo precedente, más de la mitad de la extensión de bosque original del mundo ya se ha alterado para destinarla a otros usos, y si se mantienen las tasas actuales de conversión, la cuarta parte de los bosques que quedan en la actualidad acabarán destinados también a otros usos en el próximo medio siglo. Estas pérdidas de bosque representan pérdidas para nosotros, los seres humanos. Sobre todo porque los bosques nos proporcionan madera y otras materias primas, pero también porque nos prestan lo que denominamos «servicios al ecosistema», como proteger las cuencas fluviales, proteger el suelo de la erosión o mantener etapas esenciales del ciclo del agua que da lugar a gran parte de la pluviosidad; además de, por supuesto, proporcionar un hábitat a la mayor parte de las especies animales y vegetales terrestres. La deforestación fue el principal factor, o uno de los principales, en la desaparición de las sociedades del pasado que se describen en este libro. Además, tal como señalé en el capítulo 1 en relación con Montana, las cuestiones que nos preocupan no son solo la destrucción de los bosques y la modificación de esos espacios para destinarlos a otros fines, sino también los cambios en la estructura de los hábitats boscosos que perviven. Entre otras cosas, la modificación de esa estructura se traduce en la modificación del régimen de los incendios, el cual expone ahora a los bosques, chaparrales y sabanas a un riesgo más grave de que los incendios sean infrecuentes pero catastróficos.

Además de los bosques, también se están destruyendo otros hábitats naturales muy valiosos. Un porcentaje de los humedales originales del mundo mayor aún que el de los bosques ya ha quedado destruido, deteriorado o transformado. Las consecuencias que esto tiene para nosotros se derivan de la importancia que tienen los humedales para mantener la calidad de nuestras fuentes de agua y la existencia de poblaciones piscícolas de agua dulce importantes desde el punto de vista comercial, aunque las pesquerías marinas también dependen de que los manglares proporcionen un hábitat a la etapa de juventud de muchas especies de peces. Alrededor de la tercera parte de los arrecifes de coral de todo el mundo —el equivalente oceánico de los bosques tropicales, ya que dan cobijo a una gran proporción de las especies del océano— ya ha sufrido un grave deterioro. Si se mantienen las tendencias actuales, en el año 2030 habrán desaparecido alrededor de la mitad de los arrecifes coralinos que quedan. Dicha degradación y destrucción se debe a la creciente utilización de la dinamita como método de pesca, a la superpoblación de algas en los arrecifes (las «malas hierbas marinas») como consecuencia de la desaparición de los grandes peces herbívoros que regularmente se alimentan de algas, a los efectos del arrastre de sedimentos y contaminantes procedentes de tierras adyacentes de las que ha desaparecido la vegetación o que han sido convertidas a usos agrícolas, y a la decoloración del coral producida por el aumento de las temperaturas del agua de los océanos. Hace poco se ha descubierto que la pesca de arrastre está destruyendo gran parte o la mayoría del lecho marino y acabando con las especies que dependen de él.

2. Las fuentes de alimento, sobre todo el pescado y en menor medida el marisco, aportan una gran parte de las proteínas que consumimos los seres humanos. De hecho, es una proteína que obtenemos de forma gratuita (sin tener en cuenta los costes de capturar y transportar el pescado) y que reduce nuestras necesidades de otras proteínas animales que tenemos que criar nosotros mismos en forma de ganado doméstico. Unos dos mil millones de personas, la mayor parte de ellas pobres, dependen de los océanos para obtener proteínas. Si las reservas de pescado se gestionaran de forma adecuada, podrían mantener sus niveles de población y extraerse durante toda la eternidad. Por desgracia, el problema conocido como «la tragedia de lo común» (véase el capítulo 14) ha anulado por regla general las tentativas de gestionar las pesquerías de forma sostenible, y la gran mayoría de las más valiosas ya se han colapsado o están en franco declive (véase el capítulo 15). Algunas sociedades del pasado que abusaron de la pesca son las de las islas de Pascua, Mangareva y Henderson.

Cada vez más, el pescado y las gambas se crían en piscifactorías, las cuales en principio cuentan con un futuro prometedor porque representan un modo más barato de producir proteínas animales. Con todo, tal como suele practicarse hoy día, la acuicultura está agravando en varios aspectos el problema del declive de las pesquerías marinas, en lugar de contribuir a mejorarlo. Los peces de piscifactoría se alimentan en su mayoría de pescado salvaje, y por tanto consumen por regla general más carne de pescado salvaje que la que nos proporcionan (hasta veinte veces más). Este pescado de piscifactoría contiene niveles más altos de toxinas que los peces que se capturan en el mar. Los peces de las piscifactorías suelen acabar escapándose, cruzándose con el pescado silvestre y deteriorando con ello el equipamiento genético de las reservas de peces salvajes, ya que las variedades de pescado de piscifactoría han sido seleccionadas porque crecen con mayor rapidez y tienen mayores dificultades para sobrevivir en libertad (el salmón de piscifactoría sobrevive cincuenta veces peor que el salmón natural). Los vertidos producidos por la acuicultura originan contaminación y eutrofización. El menor coste de la acuicultura en relación con la pesca, que abarata los precios del pescado, impulsó en un principio a los pescadores a explotar las reservas de pescado con mayor tesón con el fin de mantener constantes sus ingresos, ya que ahora obtienen menos dinero por kilo de pescado.

3. Una parte importante de las especies, poblaciones y diversidad genética de los animales salvajes ya ha desaparecido, y si se mantiene el ritmo actual, gran parte de los que quedan habrán desaparecido en el próximo medio siglo. Algunas especies, como los grandes animales comestibles, las plantas con frutos comestibles o los árboles con buena madera, tienen un evidente valor para nosotros. Entre las muchas sociedades del pasado que se perjudicaron a sí mismas exterminando este tipo de especies se encuentran las de los isleños de Pascua y Henderson, tal como hemos expuesto.

Pero las pérdidas de biodiversidad de pequeñas especies no comestibles a menudo provocan la réplica: «¿Qué importa? ¿Acaso le importan menos los seres humanos que una asquerosa variedad de perca (la perrina tanast) o una mala hierba como la Pedicularis furbishiae?». Esta respuesta pasa por alto la cuestión de que la totalidad del mundo natural está constituido por especies salvajes que nos prestan de forma gratuita servicios que nos puede resultar muy caro, y en muchas ocasiones imposible, realizar por nuestra cuenta. La desaparición de infinidad de pequeñas especies repugnantes origina por regla general consecuencias muy graves para los seres humanos, como también sucedería si elimináramos al azar muchos de los pequeños remaches que mantienen ensamblado un avión. Uno de los literalmente innumerables ejemplos es la función que desempeñan las lombrices de tierra en la regeneración del suelo y el mantenimiento de su textura (sin ir más lejos, una de las razones por las que los niveles de oxígeno descendieron en el interior del recinto de Biosfera 2 hasta alcanzar niveles nocivos para sus habitantes humanos y dejar paralítico a un colega mío, fue la ausencia de lombrices de tierra adecuadas, ya que eso contribuyó a alterar el intercambio de gases entre la atmósfera y el suelo); otro es que las bacterias del suelo retienen el nitrógeno de los nutrientes esencial para los cultivos, en los cuales, de lo contrario, habría que gastar dinero para aportarlos en forma de fertilizantes; otro más es el de las abejas y otros insectos polinizadores (que polinizan de forma gratuita nuestros cultivos, mientras que nos resultaría muy caro polinizar cada flor a mano); otro más, las aves y los mamíferos, que dispersan los frutos silvestres (los silvicultores todavía no han averiguado, por ejemplo, cómo cultivar a partir de semillas las especies de árboles comerciales más importantes de las islas Salomón, cuyas semillas dispersan de forma natural los murciélagos frugívoros, que los cazadores están empezando a perseguir); otro, la desaparición de las ballenas, los tiburones, los osos, los lobos y otros depre dadores de la cima de la cadena trófica en tierras y mares, lo cual altera la totalidad de la cadena trófica en los escalones que quedan por debajo de ellos; y, por último, los animales y plantas salvajes que descomponen los residuos y reciclan nutrientes, que en última instancia nos permiten disponer de agua y aire limpios.

4. La erosión provocada por el agua y el viento está arrastrando los suelos de las tierras de cultivo a un ritmo entre diez y cuarenta veces superior al de la formación del suelo, y entre quinientos y diez mil veces superior al de las superficies forestales. Como estas tasas de erosión del suelo son muy superiores a las de formación del mismo, ello se traduce en una pérdida neta de suelo. Por ejemplo, alrededor de la mitad de la capa superficial del suelo de Iowa, un estado con una de las cifras de productividad agrícola más altas de Estados Unidos, ha quedado erosionado en los últimos 150 años. La última vez que estuve en Iowa, mis anfitriones me mostraron un cementerio que proporcionaba un ejemplo espectacularmente visible de estas pérdidas de suelo. En el siglo XIX se construyó, en mitad de un terreno de cultivo, una iglesia que desde entonces ha continuado siéndolo, mientras que el terreno que la rodea se ha cultivado. Como el suelo ha sufrido la erosión de forma mucho más rápida en los campos de cultivo que en el terreno del camposanto adyacente a la iglesia, este parece ahora una pequeña isla que se eleva más de tres metros por encima de las tierras de cultivo circundantes.

Otros tipos de deterioro del suelo producidos por las prácticas agrícolas de los seres humanos son los siguientes: la salinización, tal como vimos en el caso de Montana, China y Australia en los capítulos 1, 12 y 13, respectivamente; las pérdidas de fertilidad del suelo, puesto que la agricultura elimina los nutrientes a un ritmo muy superior al que se restablecen mediante el desgaste del lecho de roca subyacente; y, en algunas zonas, la acidificación del suelo o, en otras, el proceso inverso, la alcalinización. Todos estos tipos de impacto perjudicial han desembocado en que un elevado porcentaje de tierras de cultivo de todo el mundo, estimado de forma muy desigual entre un 20 y un 80 por ciento, ha sufrido un deterioro grave durante un período en que el crecimiento de la población humana ha hecho que necesitemos más tierra de cultivo en lugar de menos. Al igual que la deforestación, los problemas del suelo contribuyeron al ocaso de todas las sociedades del pasado analizadas en este libro.

Los tres problemas siguientes tienen que ver con techos: los de la energía, el agua dulce y la capacidad fotosintética. En cada uno de los casos el techo no es rígido y fijo sino flexible: podemos obtener mayor cantidad de ese recurso necesario, pero con costes superiores.

5. Las principales fuentes de energía del mundo, sobre todo en las sociedades industriales, son los combustibles fósiles: el petróleo, el gas natural y el carbón. Aunque se ha discutido mucho acerca de cuántos grandes pozos petrolíferos y bolsas de gas quedan por descubrir, y aunque se cree que las reservas de carbón son abundantes, la opinión predominante es que las reservas conocidas y probables de petróleo y gas natural a las que se puede acceder con facilidad durarán unos cuantos decenios más. Esto no debería entenderse erróneamente como que todo el petróleo y el gas natural del interior de la Tierra se habrá agotado para entonces. Habrá otras reservas, pero se encontrarán a mayor profundidad, serán más sucias y cada vez más caras de extraer o procesar, y acarrearán mayores costes medioambientales. Por supuesto, los combustibles fósiles no son nuestra única fuente de energía, pero más abajo reflexionaré sobre los problemas que plantean las fuentes de energía alternativas.

6. La mayor parte del agua dulce de los ríos y lagos del mundo ya se está utilizando para regar, para usos domésticos e industriales y en los lugares que conforman pasos para el transporte de barcos, pesquerías o zonas de uso recreativo. Los ríos y lagos que no se utilizan están en su mayoría lejos de los centros de población importantes y los usuarios potenciales, como en el noroeste de Australia, en Siberia y en Islandia. A lo largo y ancho de todo el mundo, los acuíferos subterráneos de agua dulce se están agotando a un ritmo superior al que se reponen de forma natural, de manera que en última instancia se verán mermados. El agua dulce, claro está, puede obtenerse mediante la desalinización de agua marina, pero este proceso cuesta dinero y energía, igual que bombear hacia el interior el agua desalinizada obtenida para que se utilice allí. Así pues, aunque la desalinización resulta útil de forma localizada, es demasiado cara para resolver mediante ella la mayor parte de la escasez de agua del mundo. Las sociedades de los anasazi y los mayas fueron algunas de las sociedades del pasado que sufrieron daños irreparables por los problemas de agua, mientras que en la actualidad más de mil millones de personas no tienen acceso a un agua que ofrezca las suficientes garantías para poder beberla.

7. En un principio podría parecer que el suministro de luz solar es infinito, de forma que podríamos concluir que la capacidad de crecimiento de los cultivos y la vegetación silvestre de la Tierra es también infinita. En el transcurso de los últimos veinte años se ha descubierto que no es así, y no solo porque las plantas crezcan peor en las regiones árticas y desérticas del mundo a menos que nos tomemos la molestia de suministrarles calor o agua. Dicho en términos generales, la cantidad de energía solar que absorbe la fotosíntesis de las plantas por hectárea, y por tanto el crecimiento vegetal por hectárea, dependen de la temperatura y la pluviosidad. A una determinada temperatura y con una determinada pluviosidad, el crecimiento vegetal que puede alimentar la luz solar irradiada sobre una hectárea viene limitado por la geometría y la bioquímica de las plantas, aun cuando absorbieran la luz solar con tanta eficiencia que ni un solo fotón de la misma atravesara las plantas sin que fuera absorbido antes de llegar al suelo. Según el primer cálculo de este techo fotosintético, llevado a cabo en 1986, se estimó que ya entonces los seres humanos utilizaban (por ejemplo, para cultivos, plantaciones de árboles y campos de golf), desviaban o derrochaban (por ejemplo, en la luz irradiada sobre las carreteras y los edificios) alrededor de la mitad de la capacidad fotosintética de la Tierra. Dada la tasa de crecimiento de la población humana, y sobre todo del impacto de la población (véase, más adelante, el punto 12), en 1986 se preveía que a mediados de este siglo estaríamos aprovechando ya la mayor parte de la capacidad fotosintética terrestre. Es decir, la mayor parte de la energía irradiada por la luz solar se utilizará para fines humanos, y quedará muy poca para sustentar el crecimiento de las comunidades vegetales naturales como los bosques.

Los tres problemas siguientes tienen que ver con sustancias o elementos perjudiciales que producimos o trasladamos: productos químicos tóxicos, especies extrañas y gases atmosféricos.

8. La industria química y muchas otras industrias manufacturan o vierten en el aire, el suelo, los océanos, los lagos y los ríos muchos productos químicos tóxicos. Algunos de ellos son «antinaturales» (es decir, los sintetizan exclusivamente los seres humanos) y otros están presentes de forma natural en pequeñas concentraciones (como, por ejemplo, el mercurio) o los sintetizan también otros seres vivos, pero los seres humanos los sintetizan y vierten en cantidades muy superiores a las naturales (como, por ejemplo, las hormonas). Los primeros de estos productos químicos tóxicos de los que hubo noticia generalizada fueron los insecticidas, pesticidas y herbicidas, cuyos efectos sobre las aves, los peces y demás animales fueron dados a conocer en el libro de Rachel Carson Primavera silenciosa (1962). Desde entonces se ha detectado que son aún más importantes los efectos tóxicos que sufrimos los propios seres humanos en nuestro organismo. Entre los culpables se encuentran no solo los insecticidas, pesticidas y herbicidas, sino también el mercurio y otros metales, los productos químicos resistentes al fuego, los refrigerantes de los aparatos para enfriar, los detergentes y los componentes de los plásticos. Los ingerimos en la comida y en el agua, los respiramos en el aire y los absorbemos a través de la piel. En concentraciones muy bajas a menudo originan diversas formas de defectos congénitos, retraso mental y daños temporales o permanentes en nuestro sistema inmunitario y nuestro aparato reproductor. Algunos de estos compuestos actúan como inhibidores del sistema endocrino; es decir, interfieren en nuestro sistema reproductor imitando o bloqueando los efectos de nuestras propias hormonas sexuales. Quizá sean los principales responsables del acusado descenso del número de espermatozoides de muchas poblaciones humanas a lo largo de los últimos decenios, y de la en apariencia creciente frecuencia con que las parejas son incapaces de concebir, aun cuando se tenga en cuenta que en muchas sociedades la edad media para contraer matrimonio ha aumentado. Además, en Estados Unidos las muertes derivadas únicamente de la contaminación del aire (sin tener en cuenta la contaminación del suelo y el agua) se estiman, según las cifras más conservadoras, en más de 130 000 anuales.

Muchos de estos productos químicos tóxicos solo se descomponen en el aire a un ritmo muy lento (como, por ejemplo, el DDT y los PCB) o no se descomponen en absoluto (como el mercurio), y permanecen en el medio ambiente durante mucho tiempo antes de ser arrastrados por el agua. Así pues, los costes de limpieza de muchos lugares contaminados de Estados Unidos se cifran en miles de millones de dólares (por ejemplo, el Love Canal, el río Hudson, la bahía de Chesapeake, el vertido de petróleo del EXXon Valdez y las minas de cobre de Montana). Pero la contaminación de los peores lugares de Estados Unidos es moderada en comparación con los de la antigua Unión Soviética, China y muchas minas del Tercer Mundo, en cuyos costes de limpieza nadie se atreve siquiera a pensar.

9. El concepto «especies foráneas» se refiere a las especies que trasladamos de forma intencionada o inadvertida del lugar del que son nativas a otro lugar del que no lo son. La introducción de algunas especies en un determinado lugar reporta beneficios evidentes, como cultivos, animales domésticos o elementos paisajísticos. Pero en otros casos devastan las poblaciones de especies autóctonas con las que entran en contacto, ya sea porque las depredan, las parasitan, las infectan o compiten con ellas. Las especies extrañas originan estas graves consecuencias porque las especies autóctonas con las que entran en contacto no tienen ninguna experiencia evolutiva anterior de ellas y son incapaces de combatirlas (como las poblaciones de seres humanos expuestas recientemente a la viruela o al sida). Hasta la fecha, hay literalmente cientos de casos en que los daños ocasionados en un único momento o de forma recurrente todos los años por las especies foráneas se valoran en centenares o incluso miles de millones de dólares. Entre los ejemplos actuales se encuentran los conejos y los zorros de Australia, las malas hierbas de la agricultura como la centaurea maculosa y la lechetrezna escula (véase el capítulo 1), las plagas y agentes patógenos de los árboles, los cultivos y el ganado (como las pestes que exterminaron a los castaños americanos y devastaron a los olmos americanos), el jacinto de agua que obstruye las vías fluviales, los mejillones cebra que obstruyen las centrales eléctricas o las lampreas que devastaron a las antiguas pesquerías comerciales de los Grandes Lagos de Norteamérica (véanse las fotografías 30 y 31). Un ejemplo tomado de la Antigüedad es el de las ratas que contribuyeron a la extinción de la palmera de la isla de Pascua, ya que roían sus bayas y se comían los huevos y los polluelos de las aves que anidaban en las islas de Pascua, Henderson y otras del Pacífico que anteriormente no albergaban ratas.

10. La actividad humana produce gases que escapan a la atmósfera, donde, o bien deterioran la capa de ozono protectora (como anteriormente hacían los refrigerantes más habituales de los equipos para enfriar), o bien actuaban como gases de efecto invernadero que absorben la luz solar y, con ello, contribuyen al calentamiento global del planeta. Los gases que dan lugar al calentamiento global del planeta son el dióxido de carbono, resultante de la combustión y la respiración, y el metano, resultante de la fermentación que tiene lugar en los intestinos de los rumiantes. Siempre ha habido, como es lógico, incendios naturales y animales que con su respiración producían dióxido de carbono, así como también rumiantes salvajes que producían metano; pero la cantidad de leña y de combustibles fósiles que quemamos ha incrementado de forma espectacular el primero, y nuestras cabañas de ganado vacuno y ovino han aumentado enormemente el segundo.

Durante muchos años los científicos discutieron la realidad, las causas y el alcance del calentamiento global del planeta: ¿son realmente las temperaturas actuales del mundo las más altas de la historia? Y si es así, ¿cuánto? ¿Son además los seres humanos la causa principal de ese aumento? La mayor parte de los especialistas coinciden hoy día en que, a pesar de las alzas y bajas de unas temperaturas anuales que exigen complejos análisis para extraer la tendencia del calentamiento, no hay duda de que la atmósfera ha estado sufriendo un incremento inusualmente rápido de la temperatura en épocas recientes, y que la actividad humana es la principal o una de las principales causas de ello. El resto de las incertidumbres afectan en esencia a la magnitud que se espera que alcance este efecto en el futuro: por ejemplo, si a lo largo del próximo siglo la temperatura media global se incrementará «solo» 1,5 grados centígrados o 5 grados centígrados. Estas cifras pueden no parecer excesivas, hasta que descubrimos que las temperaturas medias globales en el período más álgido de la última glaciación fueron «solo» 5 grados centígrados más bajas.

Aunque en un principio podríamos pensar que deberíamos celebrar que el planeta se calentara de forma global sobre la base de que unas temperaturas más elevadas supondrán un crecimiento vegetal más rápido, resulta que ese calentamiento global del planeta producirá tanto ganadores como perdedores. El rendimiento de los cultivos en las zonas frías con temperaturas poco rentables para la agricultura puede ciertamente incrementarse, mientras que el de los cultivos de zonas ya cálidas o áridas disminuirá. En Montana, California y muchos otros lugares de clima árido, la desaparición de las cumbres nevadas de las montañas hará disminuir el agua disponible para usos domésticos y para el riego, lo cual limitará sin duda el rendimiento de los cultivos en esas zonas. Como consecuencia de la fusión de la nieve y los hielos, el aumento del nivel del mar a escala planetaria planteará riesgos de inundación y erosión de las costas en las llanuras del litoral con elevada densidad de población, así como en los deltas de los ríos, que ya se encuentran muy poco por encima del nivel del mar o incluso por debajo de él. Las zonas amenazadas por todo ello son gran parte de Holanda, Bangladesh, el litoral oriental de Estados Unidos, muchas islas del Pacífico de poca altitud, los deltas de los ríos Nilo y Mekong, o las ciudades costeras y ribereñas del Reino Unido (por ejemplo, Londres), la India, Japón y Filipinas. El calentamiento global del planeta también producirá efectos secundarios importantes que son difíciles de predecir de antemano con precisión y que quizá desencadenen problemas descomunales, como, por ejemplo, posteriores cambios climáticos derivados de la alteración de las corrientes oceánicas, ocasionada a su vez por la fusión del casquete polar ártico.

Los dos problemas restantes afectan al incremento de la población humana.

11. La población mundial está aumentando. Una cifra más alta de habitantes exige más alimento, espacio, agua, energía y otros recursos. Las tasas de crecimiento, e incluso el signo del cambio demográfico, varían mucho de una zona del mundo a otra, donde las tasas más altas de crecimiento demográfico (del 4 por ciento anual o superiores) se producen en algunos países del Tercer Mundo, las tasas bajas (del 1 por ciento anual o inferiores) en algunos países del Primer Mundo como Italia y Japón, y las tasas de crecimiento demográfico negativas (es decir, de disminución de la población) se dan en países que afrontan crisis importantes de salud pública, como Rusia y los países africanos afectados por el sida. Hay unanimidad respecto a que la población mundial está aumentando, y también respecto a que su tasa de incremento anual no es tan alta como lo era hace uno o dos decenios. Sin embargo, persiste el desacuerdo acerca de si la población mundial se estabilizará en alguna cifra superior a la actual (¿el doble de la población actual?) y, en caso de ser así, cuántos años tardará en alcanzar ese nivel (¿treinta años?, ¿cincuenta años?), o, si por el contrario, la población continuará aumentando.

El crecimiento demográfico lleva incorporado un fuerte impulso inherente debido a lo que se conoce como «aumento demográfico» o «momento de población»; es decir, la población actual cuenta con una cifra desproporcionada de niños y jóvenes en edad reproductiva como consecuencia de un reciente incremento de la población. Supongamos que todas las parejas del mundo deciden hoy limitarse a tener dos hijos, que es el número aproximado de hijos adecuado para mantener una cifra de población inalterada a largo plazo, de forma que los hijos reemplacen a sus padres cuando estos mueran (en realidad, la cifra es de 2,1 hijos si tenemos en cuenta a las parejas sin hijos y a los niños que no se casarán). En ese caso, la población mundial continuaría no obstante aumentando durante alrededor de setenta años, ya que hoy día hay más personas en edad reproductiva o a punto de entrar en ella que ancianos y personas que ya han dejado atrás su etapa reproductiva. El problema del crecimiento demográfico ha despertado mucha atención en las últimas décadas y ha dado lugar a movimientos como el de Crecimiento Cero de la Población, que pretende ralentizar o detener el incremento de la población mundial.

12. Lo que verdaderamente importa no es solo el número de personas, sino su impacto sobre el medio ambiente. Si la mayor parte de los seis mil millones de personas que en la actualidad viven en el mundo estuvieran criogenizadas, almacenadas y no comieran, respiraran ni metabolizaran nada, esa enorme población no produciría ningún problema medioambiental. Por el contrario, nuestro número plantea problemas en la medida en que consumimos recursos y generamos residuos. Ese impacto per cápita —los recursos consumidos y los residuos producidos por persona— varía mucho en todo el mundo, donde el más alto se da en el Primer Mundo y el más bajo, en el Tercer Mundo. En promedio, cada ciudadano de Estados Unidos, Europa occidental y Japón consume 32 veces más recursos (como, por ejemplo, combustibles fósiles) y produce 32 veces más residuos que los habitantes del Tercer Mundo.

Pero la población que produce bajo impacto está convirtiéndose en población de alto impacto por dos razones: el aumento de los niveles de vida en los países del Tercer Mundo, cuyos habitantes ven y codician la forma de vida del Primer Mundo; y la inmigración al Primer Mundo, tanto legal como ilegal, de habitantes del Tercer Mundo empujados por los problemas políticos, económicos y sociales de su país. La inmigración procedente de países con bajo impacto es hoy día el principal responsable del incremento de las poblaciones de Estados Unidos y Europa. De igual modo, el problema de población humana con diferencia más importante del mundo en su conjunto no es la elevada tasa de incremento de población de Kenia, Ruanda y algunos otros países pobres del Tercer Mundo (si bien plantea sin duda un problema en las propias Kenia y Ruanda y es el problema demográfico que más se discute en todo el mundo). Por el contrario, el mayor problema es el incremento del impacto humano global como consecuencia del aumento de los niveles de vida del Tercer Mundo y de que las personas del Tercer Mundo se desplazan hacia el Primer Mundo y adquieren el nivel de vida de allí.

Hay muchos «optimistas» que sostienen que el mundo podría mantener el doble de población humana y que piensan solo en el incremento del número de habitantes, y no en el incremento de la media de impacto per cápita. Pero no he conocido a nadie que sostenga seriamente que el mundo podría soportar un impacto doce veces superior al actual, aunque esa sería la envergadura del incremento resultante si los habitantes del Tercer Mundo adoptaran los niveles de vida del Primer Mundo. (Esta multiplicación por doce es inferior a la multiplicación por 32 que mencioné en uno de los párrafos precedentes, ya que ya hay habitantes del Primer Mundo con una forma de vida de alto impacto, si bien son muy inferiores en número a los habitantes del Tercer Mundo). Aun cuando fuera solo la población de China la que alcanzara un nivel de vida similar al del Primer Mundo y el nivel de vida de todos los demás habitantes permaneciera constante, el impacto humano en el mundo se duplicaría (véase el capítulo 12).

La población del Tercer Mundo aspira a alcanzar los niveles de vida del Primer Mundo. Desarrollan esta aspiración viendo la televisión, contemplando anuncios de artículos de consumo del Primer Mundo que se venden en sus países y observando a los habitantes del Primer Mundo que van de visita a sus tierras. Incluso en las aldeas y campos de refugiados más remotos, las personas reciben hoy día noticias del mundo exterior. Naciones Unidas y las organizaciones y agencias de desarrollo del Primer Mundo fomentan esas aspiraciones en los ciudadanos del Tercer Mundo, ya que les presentan la perspectiva de que, para hacer realidad su sueño, basta con adoptar las políticas adecuadas. A los ciudadanos del Tercer Mundo les fomentan esa aspiración las organizaciones y agencias de desarrollo del Primer Mundo y de Naciones Unidas, que les presentan la perspectiva de que puedan hacer realidad su sueño simplemente adoptando las políticas adecuadas, como equilibrar sus presupuestos nacionales, invertir en educación e infraestructura, etcétera.

Pero nadie en Naciones Unidas ni en los gobiernos del Primer Mundo está dispuesto a reconocer la imposibilidad de ese sueño: la insostenibilidad de un mundo en el que la enorme población del Tercer Mundo tuviera que alcanzar y mantener los niveles de vida actuales del Primer Mundo. Es imposible que el Primer Mundo resuelva ese dilema obstaculizando los esfuerzos del Tercer Mundo por avanzar: Corea del Sur, Malasia, Singapur, Hong Kong, Taiwan e Isla Mauricio ya lo han conseguido o están a punto de conseguirlo; China y la India están progresando con rapidez y mucho tesón; y los quince países más ricos de Europa occidental que constituyen la Unión Europea acaban de ampliarla incorporando a diez países más pobres de Europa oriental, prometiendo con ello ayudar de forma efectiva a que aquellos diez países avancen. Aun cuando la población humana del Tercer Mundo no existiera, sería imposible que solo el Primer Mundo mantuviera su rumbo actual, ya que no se encuentra en situación estática, sino que está agotando tanto sus recursos como los que importa del Tercer Mundo. En la actualidad, es políticamente indefendible que los líderes del Primer Mundo propongan a sus ciudadanos reducir las tasas de consumo y de producción de residuos. ¿Qué sucederá cuando en última instancia toda esa población del Tercer Mundo caiga en la cuenta de que los actuales niveles del Primer Mundo son inalcanzables para ellos y que el Primer Mundo se niega a renunciar a los niveles de vida que ostenta? La vida está llena de decisiones atroces que dependen de que se pueda alcanzar un equilibrio; pero de todas ellas, esta es la decisión más atroz que tendremos que tomar: favorecer y ayudar a que todo el mundo alcance un nivel de vida más alto, sin socavar con ello dicho nivel de vida porque acentuemos la presión que ya sufren los recursos mundiales.

He descrito estos doce conjuntos de problemas como si no guardaran relación entre sí. En realidad, unos influyen en otros: un problema acentúa otro o dificulta su solución. Por ejemplo, el aumento de la población afecta a los otros once problemas: más población significa más deforestación, más productos químicos contaminantes, más demanda de pescado, etcétera. El problema de la energía está vinculado a otros problemas, puesto que la utilización de combustibles fósiles para obtener energía contribuye enormemente al aumento de gases de efecto invernadero; combatir las pérdidas de fertilidad del suelo utilizando fertilizantes sintéticos exige energía para fabricarlos; la escasez de combustibles fósiles incrementa nuestro interés por la energía nuclear, que plantea los problemas potencialmente más «tóxicos» de todos en caso de que se produzca un accidente; y la escasez de combustibles fósiles también encarece la resolución de los problemas de agua dulce utilizando energía para desalinizar el agua del océano. El agotamiento de las pesquerías y de otras fuentes de alimento animal incrementa la presión sobre el ganado, los cultivos y la acuicultura para que los sustituyan, lo cual conduce a que haya más pérdidas de suelo y más eutrofización derivada de la agricultura y la acuicultura. Los problemas de deforestación, escasez de agua y degradación del suelo en el Tercer Mundo fomentan las guerras en esos lugares y empujan a los inmigrantes ilegales y a quienes buscan asilo político a abandonar el Tercer Mundo en dirección al Primer Mundo.

La sociedad mundial en su conjunto discurre hoy día por una senda no sostenible, y cualquiera de los doce problemas de no sostenibilidad que acabo de resumir bastaría para limitar nuestra forma de vida en los próximos decenios. Son como bombas de relojería con mechas de menos de cincuenta años. Por ejemplo, la destrucción del bosque tropical más accesible y situado en tierras bajas y que no forma parte de parques nacionales ya es prácticamente total en la península de Malasia, al ritmo actual será total en menos de un decenio en las islas Salomón, Filipinas, Sumatra y la isla de Célebes, y será absoluta en todo el mundo salvo quizá algunas zonas de las cuencas de los ríos Amazonas y Congo dentro de veinticinco años. Si se mantienen las tasas actuales, dentro de unas cuantas décadas habremos agotado o destruido la mayor parte de las pesquerías marinas que quedan en todo el mundo, habremos agotado las reservas de petróleo y gas natural baratas, limpias y fácilmente accesibles, y nos habremos acercado al límite del techo fotosintético. Se prevé que dentro de medio siglo el calentamiento global del planeta habrá llegado a ser de 1 grado centígrado o más, y que una parte importante de las especies de animales salvajes y plantas silvestres del mundo se encuentren amenazadas de extinción o hayan llegado ya a un punto irreversible. A menudo la gente pregunta: «¿Cuál es el principal problema medioambiental y demográfico al que se enfrenta el mundo en la actualidad?». Una respuesta burlona podría ser: «¡El problema más importante es nuestro enfoque erróneo, que trata de identificar el problema más importante!». Esa respuesta burlona es correcta en lo esencial, ya que si no resolvemos cualquiera de la docena de problemas sufriremos graves perjuicios; y también porque todos ellos se influyen mutuamente. Si resolvemos once de los doce problemas, pero no ese decimosegundo problema, todavía nos veríamos en apuros, con independencia de cuál fuera el problema que quedara sin resolver. Tenemos que resolverlos todos.

Así pues, como estamos avanzando con rapidez a lo largo de esta senda no sostenible, los problemas medioambientales del mundo se resolverán, de un modo u otro, en el curso de la vida de los niños y jóvenes de hoy día. La única pregunta es si acabarán resolviéndose de una forma agradable y escogida por nosotros mismos o de formas desagradables que no hayan sido fruto de nuestra elección, como las guerras, el genocidio, las hambrunas, las enfermedades epidémicas o la desaparición de sociedades. Aunque todos estos fenómenos nefastos han sido endémicos para la humanidad a lo largo de toda nuestra historia, su frecuencia aumenta con la degradación ambiental, la presión demográfica y la consiguiente pobreza e inestabilidad política.

Tanto en el mundo moderno como en el mundo antiguo abundan los ejemplos de soluciones desagradables a problemas medioambientales y demográficos. Algunos de estos ejemplos desagradables son los siguientes: los recientes genocidios de Ruanda, Burundi y la antigua Yugoslavia; la guerra, la guerra civil o la guerra de guerrillas en Sudán, Filipinas y Nepal, así como en la antigua tierra de los mayas; el canibalismo en las prehistóricas islas de Pascua y Mangareva y entre los antiguos anasazi; el hambre en muchos países africanos actuales y en la prehistórica isla de Pascua; la epidemia actual de sida en África y en situación incipiente en muchos otros lugares; y el desmoronamiento del gobierno del estado en las actuales Somalia, islas Salomón y Haití, así como entre los antiguos mayas. Un desenlace menos drástico que un colapso mundial podría ser «simplemente» la propagación de las condiciones que se dan en Ruanda o Haití a muchos otros países en vías de desarrollo; mientras tanto, nosotros, los habitantes del Primer Mundo, conservaríamos muchos de los servicios de que gozamos afrontando un futuro en el que, no obstante, seremos infelices, sufriremos el embate crónico de más terrorismo, más guerras y más brotes epidémicos. Pero no está claro que el Primer Mundo pueda mantener su nivel de vida de forma aislada ante las oleadas de inmigrantes desesperados que, en unas cifras muy superiores a las del incontenible flujo actual, huirán de países del Tercer Mundo colapsados. Una vez más, me acuerdo de cómo imaginé el final de la granja de la catedral de Gardar y su espléndida cabaña de ganado en Groenlandia: arrollada por la llegada de noruegos venidos de granjas más pobres en las que todo el ganado había muerto o había sido consumido.

Pero antes de que nos permitamos dejar paso a este escenario teñido de pesimismo, analicemos un poco más los problemas a los que nos enfrentamos y sus complejidades. Ello nos situará, en mi opinión, en una posición de cauto optimismo.

Para que el análisis anterior resulte menos abstracto, ilustraré ahora cómo esta docena de problemas medioambientales afectan a la forma de vida de la parte del mundo con la que más familiarizado estoy: la ciudad de Los Angeles, en el sur de California, donde vivo. Tras haberme criado en la costa este de Estados Unidos y haber vivido varios años en Europa, visité por primera vez California en 1964. Me atrajo de forma inmediata, y me mudé aquí en 1966.

Así pues, he visto cómo ha cambiado el sur de California a lo largo de los últimos 39 años, en su mayoría de formas que lo vuelven menos atractivo. En relación con la media mundial, los problemas medioambientales del sur de California son relativamente moderados. Al contrario de lo que muestran los chistes que hacen los estadounidenses de la costa este, California no es un lugar cuya sociedad se encuentre en situación de riesgo inminente de sufrir un colapso. En relación con la media mundial, e incluso con la de Estados Unidos, su población humana es excepcionalmente rica y exhibe un alto grado de conciencia medioambiental. Los Angeles es famosa por algunos problemas, sobre todo la contaminación del aire; pero la mayor parte de los problemas medioambientales y demográficos que sufre son moderados o corrientes en comparación con los de otras grandes urbes del Primer Mundo. ¿Cómo afectan estos problemas a la vida de los habitantes de Los Angeles y la mía?

Las quejas que suelen oírse formular a casi la totalidad de los habitantes de Los Angeles son las que están directamente relacionadas con nuestra creciente y ya de por sí numerosa población: nuestros incurables atascos de tráfico; el elevadísimo precio de la vivienda debido a que millones de personas trabajan en unos pocos centros de trabajo y el espacio residencial es muy limitado cerca de dichos centros de trabajo; y, como consecuencia de esto último, las largas distancias, de hasta dos horas o casi cien kilómetros, que hay que recorrer a diario en coche entre el hogar y el lugar de trabajo. Los Angeles se convirtió en la ciudad estadounidense con el peor tráfico en 1987, y desde entonces ha permanecido en ese puesto todos los años. Todo el mundo reconoce que estos problemas se han agudizado en el curso del último decenio. Hoy día constituye el factor que de forma aislada más merma la capacidad de las empresas de Los Angeles para atraer y conservar a sus trabajadores, e influye en nuestra disposición para desplazarnos en coche para asistir a eventos o visitar a amigos. Salvar la distancia de casi veinte kilómetros que separa mi casa del aeropuerto o el centro de Los Angeles supone en la actualidad una hora y cuarto. Por término medio, el habitante de Los Angeles pasa 368 horas al año, que equivalen a quince días completos, desplazándose desde su casa al trabajo y desde su trabajo a casa, sin contar el tiempo que pasa en el coche para ir a otros lugares.

Ni siquiera se estudian en serio los remedios para estos problemas, que no van a hacer sino empeorar. La construcción de una autopista como la que en la actualidad está en fase de propuesta o ejecución aspira ya solo a aplacar la situación en algunos de los puntos más congestionados, y estará atestada de nuevo debido a que el número de automóviles no deja de aumentar. No hay ningún final a la vista respecto a cuánto peores pueden llegar a ser los problemas de congestión de tráfico de Los Angeles, ya que en otras ciudades hay millones de personas que soportan un tráfico aún peor. Mis amigos de Bangkok, la capital de Tailandia, llevan ahora, por ejemplo, un pequeño retrete químico en el coche porque los viajes pueden ser muy lentos y prolongarse mucho tiempo; una vez se prepararon para salir de la ciudad un fin de semana, pero abandonaron la idea y regresaron a casa al cabo de diecisiete horas en las que solo habían avanzado cinco kilómetros en un atasco. Aunque hay optimistas que explican de forma abstracta por qué será bueno que haya más población y cómo podrá el mundo albergarla, jamás he visto a ningún habitante de Los Ángeles (y a muy pocos en otros lugares del mundo) que personalmente manifiesten algún deseo de que aumente la población en el lugar en que viven.

La contribución del sur de California al actual aumento de la media mundial de impacto humano per cápita como consecuencia de los desplazamientos de personas desde el Tercer Mundo hacia el Primer Mundo ha sido durante años la cuestión más explosiva de la política californiana. El crecimiento demográfico de California está acelerándose debido casi por completo a la inmigración y al mayor tamaño medio de las familias de inmigrantes que han llegado. La frontera con México es larga y resulta imposible patrullarla de forma efectiva para impedir que entre la gente de América Central que pretende emigrar ilegalmente en busca de trabajo y seguridad personal. Todos los meses leemos en los periódicos noticias de inmigrantes que han muerto, han sido atracados o han recibido disparos en el desierto; pero nada de ello los disuade. Hay otros inmigrantes ilegales procedentes nada menos que de China y Asia Central que llegan en barcos que los descargan justamente frente a la costa. Los habitantes de California se debaten entre dos orientaciones para construir su opinión respecto a todos estos inmigrantes que tratan de llegar aquí para adoptar la forma de vida del Primer Mundo. Por una parte, la consideración de que nuestra economía depende abiertamente de que ellos ocupen puestos de trabajo en el servicio doméstico, el sector de la construcción y la agricultura. Por otra, las quejas de muchos habitantes de California porque los inmigrantes compiten por los puestos de trabajo con los residentes que no tienen empleo, reducen los salarios y agravan la carga que soportan los ya superpoblados hospitales y el sistema de educación pública. En las papeletas para votar en 1994 se incluyó una propuesta de medida (la Proposición 187) que fue aprobada por la abrumadora mayoría de los votantes, pero que después anularon los tribunales porque era inconstitucional: se trataba de privar a los inmigrantes ilegales de la mayor parte de los servicios financiados por el estado. Ningún habitante o cargo electo de California ha sugerido ninguna solución práctica a la prolongada contradicción existente, que recuerda a la actitud de los dominicanos hacia los haitianos entre necesitar inmigrantes como trabajadores y, por otra parte, molestarse por su presencia y porque tengan necesidades.

El sur de California contribuye de forma importante a la crisis energética. La antigua red de tranvías eléctricos de nuestra ciudad se vino abajo por las quiebras económicas de las décadas de 1920 y 1930, y los derechos de paso fueron adquiridos por los fabricantes de automóviles y fragmentados de tal forma que resultó imposible reconstruir esa red (que competía con los automóviles). La predilección que sienten los habitantes de Los Angeles por vivir en casas en lugar de en pisos de edificios altos, así como las largas distancias y diferentes rutas que deben recorrer los empleados que trabajan en un determinado distrito, han impedido diseñar sistemas de transporte público que satisfagan las necesidades de la mayor parte de los residentes. Por consiguiente, los habitantes de Los Angeles dependen de las motos.

Nuestro elevado consumo de gasolina, las montañas que rodean gran parte de la depresión en que se encuentra Los Angeles y las direcciones predominantes del viento producen el problema de la contaminación, que constituye el inconveniente más notable de nuestra ciudad. A pesar de los progresos realizados en los últimos decenios para combatir la contaminación, y a pesar también de las variaciones estacionales y locales de la misma (la contaminación es peor a finales del verano y principios del otoño, y se acentúa a medida que uno se adentra en tierra), Los Ángeles continúa estando en promedio más cerca de los últimos puestos en la lista de ciudades estadounidenses por la calidad de su aire. Tras varios años en que la situación mejoró, la calidad de nuestro aire se ha vuelto a deteriorar en los años recientes. Otro problema tóxico que afecta a la forma de vida y a la salud es la propagación en los ríos y lagos de California del organismo patógeno giardia intestinalis a lo largo de las últimas décadas. La primera vez que me mudé aquí en la década de 1960 y fui a caminar por las montañas se podía beber agua de los arroyos; hoy día, está garantizado que el resultado será una infección por giardia.

El problema de gestión del entorno del cual somos más conscientes es el riesgo de incendios en los dos hábitats predominantes en el sur de California: el chaparral (un bosque de arbustos parecidos a la maquia del Mediterráneo) y el robledal. En condiciones naturales ambos hábitats experimentaban incendios ocasionales producidos por rayos, como sucedía en los bosques de Montana de los que hablé en el capítulo 1. Ahora que la población vive en entornos altamente inflamables o muy cerca de ellos, los habitantes de Los Ángeles exigen que se acabe con los incendios de inmediato. Todos los años, el final del verano y el principio del otoño, que en el sur de California es la época del año más calurosa, más seca y con más viento, constituyen la temporada de incendios, de los que serán pasto centenares de hogares en uno u otro lugar. El cañón en el que vivo no ha sufrido un incendio descontrolado desde 1961, cuando se desató uno muy grande en el que ardieron seiscientas casas. Una solución teórica a este problema, al igual que al de los bosques de Montana, podría ser la de desencadenar de vez en cuando pequeños incendios controlados para aligerar la masa combustible; pero estos incendios serían absurdamente peligrosos en una zona urbana con elevada densidad de población, y el público no sería partidario de ello.

La introducción de especies extrañas constituye una gran amenaza y representa una enorme carga económica para la agricultura californiana. De estas especies foráneas, la principal es la mosca de la fruta mediterránea. Las amenazas no agrícolas son las de los agentes patógenos introducidos que acaban con nuestros robles y pinos. Como uno de mis dos hijos se interesó cuando era niño por los anfibios (las ranas y las salamandras), me enteré de que la mayor parte de las especies de anfibios autóctonos han sido exterminados en dos terceras partes de los arroyos del condado de Los Angeles como consecuencia de la difusión de tres predadores de anfibios no autóctonos (el cangrejo de río, la rana toro y la gambusia), contra los que los anfibios del sur de California están indefensos porque nunca evolucionaron para evitar estas amenazas.

El principal problema del suelo que afecta a la agricultura de California es la salinización como consecuencia de la agricultura de regadío, que arruina amplias extensiones de terrenos agrícolas en el valle central de California, las tierras de cultivo más ricas de Estados Unidos.

Como la pluviosidad es baja en el sur de California, para obtener agua Los Ángeles depende de largos acueductos, que se extienden en su mayoría desde la cordillera montañosa de Sierra Nevada y los valles adyacentes del norte de California, y desde el río Colorado en la frontera oriental de nuestro estado. La competencia entre los agricultores y las ciudades por estos abastecimientos de agua ha aumentado con el crecimiento demográfico de California. Con el calentamiento global del planeta, la nieve de las cimas de las montañas de la sierra que nos abastecen de la mayor parte del agua disminuirá exactamente igual que en Montana, con lo cual aumentará la probabilidad de que en Los Ángeles haya escasez de agua.

En lo que se refiere al agotamiento de las pesquerías, la población de sardinas del norte de California se agotó a principios del siglo XX, la industria del abulón en el sur de California se colapso hace unos cuantos decenios, poco después de que yo llegara, y la pesquería de la gallineta del sur de California está agotándose ahora y ha sido objeto de rigurosas restricciones o de clausuras temporales durante el último año. El precio del pescado en los supermercados de Los Ángeles se ha multiplicado por cuatro desde la época en que me mudé a vivir allí.

Por último, las pérdidas de biodiversidad han afectado a la mayor parte de las especies más características del sur de California. El símbolo del estado de California y de mi universidad (la Universidad de California) es el oso pardo de California, pero ya se ha extinguido. (¡Qué espantosa señal para un estado y una universidad!). La población de nutrias marinas del sur de California fue exterminada el siglo pasado, y el desenlace de algunas tentativas recientes de reintroducirla es incierto. Durante el tiempo que llevo viviendo en Los Ángeles, han entrado en crisis las poblaciones de nuestras dos especies de aves más características: el correcaminos y la codorniz de California. Los anfibios del sur de California cuyas cifras de población se desplomaron son el tritón de California y la rana arborícola de California.

Así pues, los problemas medioambientales y demográficos han estado socavando la economía y la calidad de vida del sur de California. Ellos son en gran medida los responsables últimos de nuestra escasez de agua y energía, de la acumulación de residuos, la masificación escolar, la escasez de vivienda y el aumento de los precios de la misma y la congestión de tráfico. A excepción de que los atascos y la calidad del aire son especialmente malos, en la mayor parte de estos aspectos no estamos mucho peor que muchas otras zonas de Estados Unidos.

La mayoría de los problemas medioambientales suscitan dudas concretas que son objeto legítimo de debate. No obstante, a menudo se esgrimen además muchas razones para restar importancia a los problemas medioambientales, las cuales, en mi opinión, son fruto de la desinformación. Estas objeciones se plantean con frecuencia bajo la forma simplista de «comentarios tajantes». Veamos una docena de los más habituales.

«Es necesario sopesar las cuestiones ambientales en función de la economía». Este comentario da a entender que las preocupaciones medioambientales son un artículo de lujo, considera que las medidas para resolver los problemas medioambientales acarrean costes netos y entiende que dejar sin resolver los problemas medioambientales es un recurso con el que se ahorra dinero. Esta afirmación coloca la verdadera realidad justamente en un segundo plano. Los desastres medioambientales nos cuestan ingentes sumas de dinero tanto a corto como a largo plazo; solucionar o impedir esos desastres nos ahorra dinero a largo plazo, y a menudo también a corto plazo. Si nos preocupamos de la salud de nuestro entorno exactamente igual que de la de nuestro cuerpo, es más barato y preferible evitar enfermar que tratar de curar la enfermedad una vez que ya se ha declarado. Basta pensar en los daños que originan las plagas y malas hierbas de la agricultura, las plagas que no tienen repercusiones para los cultivos (como las de los jacintos de agua y los mejillones cebra), los costes anuales recurrentes de combatir estas plagas, el valor del tiempo que perdemos cuando estamos atrapados en un atasco, los costes económicos derivados de las enfermedades o la muerte de personas producidas por toxinas presentes en el medio ambiente, los costes de la limpieza de productos químicos contaminantes, el acentuado incremento de los precios del pescado debido al agotamiento de las reservas de peces o el valor de las tierras de cultivo deterioradas o echadas a perder por la erosión y la salinización. Esto asciende a unos cuantos cientos de millones de dólares aquí, mil millones de dólares allá, y así sucesivamente para cientos de problemas distintos. Por ejemplo, el «valor estadístico de una vida» en Estados Unidos —es decir, el coste que tiene para la economía estadounidense la muerte de un estadounidense medio a quien la sociedad se ha molestado en criar y formar, pero que muere antes de pasar su vida contribuyendo a la economía nacional— se estima habitualmente en unos cinco millones de dólares. Aun cuando se adopte el cálculo más conservador según el cual en Estados Unidos se producen 130 000 muertes como consecuencia de la contaminación del aire, esas muertes nos están costando ya alrededor de 650 000 millones de dólares anuales. Esto ilustra por qué aun cuando las medidas de limpieza que establece la Ley de Aire Limpio de Estados Unidos de 1970 cuestan dinero, han supuesto un ahorro sanitario neto (beneficios que superan a los costes) estimado en aproximadamente un billón de dólares anuales, gracias a las vidas que se han salvado y a la reducción de los costes sanitarios.

«La tecnología resolverá nuestros problemas». Esta es una expresión de fe en el futuro, y se basa por tanto en unos supuestos antecedentes de que la tecnología ha resuelto más problemas que los que ha creado en el pasado reciente. En esta expresión de fe subyace la suposición implícita de que, a partir de mañana, la tecnología se dedicará sobre todo a resolver los problemas existentes y dejará de crear otros nuevos. Quienes hacen gala de esta fe también presuponen que las nuevas tecnologías que ahora están en discusión tendrán éxito, y que lo tendrán con tanta rapidez que marcarán pronto una diferencia. En conversaciones prolongadas que mantuve con dos de los más famosos y exitosos empresarios y economistas, ambos me describieron con elocuencia que las tecnologías emergentes y los nuevos instrumentos financieros presentan diferencias sustanciales con aquellos otros del pasado y que, según auguraban confiados, resolverían nuestros problemas medioambientales.

Pero la experiencia real se revela contraria a estos supuestos antecedentes. Algunas de las tecnologías con las que se soñó tuvieron éxito, mientras que otras no. Aquellas que tienen éxito suelen exigir unos cuantos decenios de desarrollo antes de que puedan implantarse de forma paulatina y generalizada: pensemos en la calefacción de gas, la luz eléctrica, los automóviles y los aviones, la televisión, los ordenadores, etcétera. Las nuevas tecnologías, tanto si consiguen resolver los problemas que estaban destinadas a solucionar como si fracasan en el intento, dan lugar por regla general a nuevos problemas imprevistos. Las soluciones tecnológicas a los problemas medioambientales son por regla general mucho más caros que las medidas preventivas para evitar producir el problema en primera instancia: por ejemplo, los miles de millones de dólares de daños y costes de limpieza asociados a los principales vertidos de petróleo, en comparación con el modesto coste de unas medidas de seguridad eficaces que minimicen los riesgos de que se produzca un vertido de petróleo importante.

Pero, sobre todo, los avances de la tecnología aumentan únicamente nuestra capacidad de hacer cosas, ya sean para bien o para mal. Todos nuestros problemas actuales son consecuencias negativas y no deseadas de la tecnología de que disponemos. Los rápidos avances de la tecnología a lo largo del siglo XX han originado nuevos y arduos problemas a un ritmo mucho mayor que aquel al que han solucionado los viejos: esa es la razón por la que estamos en la situación en la que nos encontramos. ¿Qué puede hacernos pensar que, a partir del 1 de enero de 2006, por vez primera en la historia de la humanidad la tecnología dejará, como por un milagro, de producir nuevos problemas imprevistos y resolverá los que anteriormente originó?

Bastarán dos ejemplos de los miles que hay de efectos colaterales nocivos e imprevistos de las nuevas tecnologías: los CFC (clorofluorocarbonos) y los vehículos de motor. Los gases refrigerantes utilizados en un principio en los frigoríficos y aparatos de aire acondicionado eran gases tóxicos (como el amoníaco) que podían resultar mortales si se producía una fuga en los aparatos mientras el propietario de la casa estaba durmiendo por la noche. Por tanto, el desarrollo de los CFC (conocidos también como «freones») como gases refrigerantes sintéticos se acogió como un gran avance. Son inodoros, no tóxicos y muy estables en las condiciones normales de la superficie terrestre, de modo que inicialmente no se observó ni se esperaba que tuvieran ningún efecto colateral nocivo. Al cabo de poco tiempo llegaron a considerarse sustancias milagrosas y fueron adoptadas en todo el mundo como refrigerantes de frigoríficos y aparatos de aire acondicionado, propulsores de espumas, disolventes y propelentes de los aerosoles. Pero en 1974 se descubrió que en la estratosfera, y debido a las intensas radiaciones ultravioletas, se descomponen en átomos de cloro muy reactivos que destruyen una parte importante de la capa de ozono, que nos protege a nosotros y a otros seres vivos de los efectos letales de los rayos ultravioleta. A este descubrimiento reaccionaron con una negativa enérgica algunos intereses corporativos, alimentados no solo por el hecho de que el sector industrial basado en los CFC factura 200 000 millones de dólares, sino también por las dudas genuinas que despertaban las complejidades científicas que entrañaba. Por tanto, ha costado mucho tiempo retirar los CFC: hasta 1988 la empresa DuPont (el productor más importante de CFC) no decidió dejar de fabricarlos; en 1992 los países industrializados acordaron interrumpir la producción de CFC antes de 1995; y China y algunos otros países en vías de desarrollo todavía los fabrican. Por desgracia, la cantidad de CFC que ya hay en la atmósfera es lo bastante grande, y su descomposición lo bastante lenta, como para que continúen estando presentes durante muchos decenios tras el fin definitivo de la producción de todo tipo de CFC.

El otro ejemplo tiene que ver con la introducción del vehículo de motor. Cuando en la década de 1940 yo era un niño, algunos de mis profesores eran lo bastante mayores que yo para recordar las primeras décadas del siglo XX, cuando los vehículos de motor iniciaron el proceso de reemplazar a los carruajes y tranvías tirados por caballos en las calles de las ciudades de Estados Unidos. Las dos consecuencias inmediatas más importantes que experimentaron los estadounidenses de zonas urbanas, según recordaban mis profesores, fueron que las ciudades estadounidenses se volvieron extraordinariamente limpias y silenciosas. Las calles dejaron de estar contaminadas de forma constante por el estiércol y la orina de los caballos, y se dejó de oír el estruendo continuo de sus pezuñas golpeando sobre el pavimento. Hoy día, tras un siglo de experiencia de coches y autobuses, nos sorprende lo absurdo e inconcebible de que alguien pudiera elogiarlos porque no contaminaban y eran silenciosos. Aunque nadie defiende que regresemos al caballo para solucionar los problemas de humo procedente de las emisiones de los motores, el ejemplo sirve para ilustrar los efectos colaterales negativos imprevistos incluso de las tecnologías que, a diferencia de los CFC, optamos por mantener.

«Si agotamos un recurso, siempre podremos explotar algún otro recurso que satisfaga la misma necesidad». Los optimistas que realizan este tipo de afirmaciones ignoran las dificultades inesperadas y los prolongados tiempos de transición que por regla general lleva esto consigo. Por ejemplo, un sector en el que un cambio de esta naturaleza, basado en nuevas tecnologías todavía no perfeccionadas, se ha calificado reiteradamente de prometedor para resolver problemas medioambientales importantes es el de la automoción. La actual esperanza en los grandes avances tecnológicos está depositada en los coches de hidrógeno y de celdas de combustible, que desde el punto de vista tecnológico se encuentran en su más tierna infancia tal como se aplican al transporte motorizado. Así pues, no hay ningún antecedente que justifique la fe en que los coches de hidrógeno solucionarán el problema de los combustibles fósiles. Sin embargo, sí hay una larga serie de antecedentes de nuevas tecnologías del automóvil que se han propuesto y se han promocionado como grandes avances, como los motores rotatorios y, más recientemente, los coches eléctricos, que desencadenaron grandes debates e incluso ventas de prototipos, para poco después caer en declive o desaparecer debido a problemas imprevistos.

Igualmente instructivo resulta el reciente desarrollo de la industria automovilística en lo que se refiere a coches híbridos de gran eficiencia energética a base de gas y electricidad, los cuales han estado gozando de ventas cada vez mayores. Sin embargo, sería injusto que un creyente en el cambio de un recurso energético a otro mencionara los coches híbridos sin mencionar también que, al mismo tiempo, la industria automovilística está desarrollando los vehículos deportivos, que han superado por un gran margen las ventas de los coches híbridos y han hecho algo más que contrarrestar esos ahorros de combustible. El resultado neto de estos dos avances tecnológicos ha sido que el consumo de combustible y la producción de gases de escape por parte de nuestra flota nacional de automóvles ha estado aumentando en lugar de disminuir. Nadie ha descubierto un método que garantice que la tecnología solo reporte cada vez más efectos y productos respetuosos con el medio ambiente (como, por ejemplo, los coches híbridos), sin producir también efectos y productos no respetuosos con el medio ambiente (como, por ejemplo, los coches deportivos).

Otro ejemplo de fe en el cambio y la sustitución de un recurso por otro es la esperanza de que las fuentes de energía renovables, como las energías eólica y solar, pueden resolver la crisis energética. Estas tecnologías sin duda existen; muchos californianos utilizan hoy día la energía solar para calentar sus piscinas, y en Dinamarca ya hay aerogeneradores suficientes para cubrir alrededor de la sexta parte de las necesidades energéticas del país. Sin embargo, el viento y la energía solar ofrecen posibilidades de aplicación limitadas, puesto que solo se pueden aprovechar en lugares con garantías de viento o luz solar. Además, la historia reciente de la tecnología muestra que los plazos de conversión para adoptar transformaciones importantes de esta naturaleza —por ejemplo, pasar de las velas a las lámparas de aceite, de estas a las lámparas de gas, y de estas últimas a las bombillas eléctricas para iluminar; o de la madera al carbón y de este al petróleo para obtener energía— exige varios decenios, ya que hay que transformar muchas instituciones y tecnologías secundarias asociadas al anterior recurso. Ciertamente, es probable que las fuentes de energía diferentes de los combustibles fósiles tengan cada vez mayor peso en nuestro transporte motorizado y producción de energía, pero se trata de una perspectiva a largo plazo. Antes de que lleguen a generalizarse esas nuevas tecnologías tendremos que haber resuelto, además, nuestros problemas energéticos y de combustible para los próximos decenios. También con demasiada frecuencia la atención que dedican los políticos o la industria a la promesa de los coches de hidrógeno y la energía eólica para un futuro lejano distrae la atención de todas las evidentes medidas necesarias de inmediato para que se conduzca menos y para que los coches que ya existen disminuyan el consumo de combustible, así como para que las centrales de energía reduzcan su consumo de combustibles fósiles.

«En realidad no hay un problema de alimentación a escala mundial; ya hay suficiente comida. Lo único que hace falta es resolver el problema del transporte para distribuir toda esa comida en los lugares en que es necesaria». (Eso mismo podría decirse para la energía). O también: «El problema de la alimentación en el mundo ya lo está resolviendo la Revolución verde con sus nuevas variedades de arroz y otros cultivos de alto rendimiento, o se resolverá mediante los cultivos transgénicos». Este argumento apunta dos cosas: que los ciudadanos del Primer Mundo gozan en promedio de un mayor consumo de alimentos per cápita que los ciudadanos del Tercer Mundo; y que algunos países del Primer Mundo, como Estados Unidos, producen o pueden producir más alimento de lo que sus ciudadanos consumen. Si pudiera igualarse en todo el mundo el consumo de alimentos, o si los excedentes del Primer Mundo pudieran exportarse al Tercer Mundo, ¿aliviaría eso el hambre allí?

El error evidente de la primera mitad de este razonamiento es que los ciudadanos del Primer Mundo no muestran ningún interés por comer menos con el fin de que los ciudadanos del Tercer Mundo puedan comer más. El error de la segunda mitad del razonamiento es que, aunque ocasionalmente los países del Primer Mundo están dispuestos a exportar comida para aliviar el hambre producida por alguna crisis en determinados países del Tercer Mundo (como una sequía o una guerra), los ciudadanos del Primer Mundo no han mostrado ningún interés por pagar de forma ordinaria (a través de los dólares de sus impuestos con los que se financia la ayuda internacional y las ayudas a los agricultores) los gastos de alimentar a miles de millones de ciudadanos del Tercer Mundo de forma permanente. Si eso sucediera sin poner en marcha programas efectivos de planificación familiar en el exterior, a los que hoy por hoy se opone por una cuestión de principios el gobierno de Estados Unidos, el resultado sería sencillamente la trampa maltusiana; es decir, un aumento de población proporcional al incremento de comida disponible. El aumento de población y la trampa maltusiana también contribuyen a explicar por qué el hambre es todavía algo generalizado en el mundo después de decenios de esperanza y de dinero invertido en la Revolución verde y en las variedades de cultivos de alto rendimiento. Todas estas consideraciones significan que es asimismo improbable que las variedades de alimentos transgénicos por sí solas resuelvan los problemas de alimentación en el mundo (¿mientras la población mundial se mantenga supuestamente estable?). Además, en la actualidad la práctica totalidad de la producción de cultivos transgénicos es solo de cuatro semillas (soja, maíz, canola y algodón) de las que no se alimentan directamente los seres humanos, sino que se utiliza como forraje para los animales, para extraer aceite o elaborar tejidos, y que se cultiva en seis países o regiones de clima templado. Las razones de ello son la fuerte resistencia de los consumidores a comer alimentos transgénicos y el hecho cruel de que las empresas que producen semillas transgénicas pueden ganar dinero vendiendo sus productos a agricultores ricos de países en su mayoría de clima templado, pero no vendiéndolo a agricultores pobres de países tropicales en vías de desarrollo. De ahí que las empresas no tengan ningún interés en invertir con fuerza para desarrollar mandioca, mijo o sorgo transgénicos para los agricultores del Tercer Mundo.

«Si tenemos en cuenta los indicadores de sentido común, como la esperanza de vida, la salud y la riqueza de los seres humanos (dicho en términos de los economistas, el producto interior bruto o PIB per cápita), las condiciones realmente no han hecho más que mejorar durante muchos decenios». O bien: «Mire a su alrededor: la hierba todavía es verde, hay mucha comida en los supermercados, todavía corre agua limpia de los grifos y no hay ningún indicio en absoluto de colapso inminente». Para los ciudadanos del Primer Mundo, las condiciones ciertamente han ido mejorando, y las medidas de salud pública han alargado la media de esperanza de vida también de los habitantes del Tercer Mundo. Pero la esperanza de vida por sí sola no basta como indicador: miles de millones de ciudadanos del Tercer Mundo, que representan alrededor del 80 por ciento de la población mundial, viven todavía en la pobreza, muy próximos a ella o por debajo de los niveles de hambre. Incluso en Estados Unidos, cada vez hay más población que vive en el umbral de la pobreza y carece de asistencia médica asequible, y todas las propuestas de modificar esta situación (por ejemplo, «proporcionar a todo el mundo sin excepción un seguro médico pagado por el gobierno») han resultado inaceptables desde el punto de vista político.

Además, todos nosotros sabemos que, como individuos, no valoramos nuestro bienestar económico únicamente por el tamaño actual de nuestras cuentas corrientes: también nos fijamos en el signo del flujo de caja. Cuando miramos el extracto de la cuenta y vemos un saldo positivo de cinco mil dólares no sonreímos si a continuación descubrimos que hemos estado sufriendo una pérdida de liquidez neta de doscientos dólares al mes durante los últimos años y que, a ese ritmo, solo quedarán dos años y un mes antes de declararnos en bancarrota. Este mismo principio rige para nuestra economía nacional y para las tendencias medioambientales y demográficas. La prosperidad de que goza el Primer Mundo en la actualidad se basa en la merma del capital medioambiental que tiene en el banco (su capital de fuentes de energía no renovable, de reservas de pescado, de capa superficial de suelo, de bosques, etcétera). Gastar capital no debería tergiversarse en ganar dinero. No tiene sentido sentirse satisfecho por nuestra actual comodidad cuando está claro que hoy por hoy transitamos por una senda no sostenible.

En realidad, una de las principales lecciones que debemos aprender de los colapsos de los mayas, los anasazi, los habitantes de la isla de Pascua y las demás sociedades del pasado (así como del reciente colapso de la Unión Soviética) es que la caída en picado de una sociedad puede iniciarse solo uno o dos decenios después de que la población alcance sus cifras más altas y las mayores cotas de riqueza y consumo de energía. En ese sentido, las trayectorias de las sociedades que hemos venido analizando no se parecen a la trayectoria habitual de la vida humana individual, que va decayendo en una senectud prolongada. La razón es sencilla: máxima población, riqueza, consumo de recursos y producción de residuos significa máximo impacto medioambiental y aproximación al límite en el que el impacto sobrepasa los recursos. Si lo pensamos bien, no debe sorprendernos que la decadencia de las sociedades tienda a producirse inmediatamente después de haber alcanzado sus cifras más altas. «Fíjese cuántas veces anteriormente las predicciones pesimistas de ecologistas que se dedican a sembrar el terror han demostrado ser erróneas. ¿Por qué deberíamos creerlos en esta ocasión?». Sí, algunas predicciones formuladas por ecologistas han demostrado ser incorrectas, de las cuales los ejemplos predilectos de este tipo de críticos son una predicción realizada en 1980 por Paul Ehrlich, John Harte y John Holdren sobre el auge de los precios de cinco metales, y las predicciones realizadas por el Club de Roma en 1972. Pero induce a error fijarse de forma selectiva en las predicciones de los ecologistas que demostraron ser erróneas y no fijarse también en las predicciones ecologistas que demostraron ser acertadas, o en las predicciones no ecologistas que demostraron ser erróneas. Los errores de este último tipo abundan: por ejemplo, las predicciones en exceso halagüeñas de que la Revolución verde ya habría resuelto el problema del hambre en el mundo; o la predicción del economista Julián Simón de que podríamos alimentar la población mundial aun cuando esta continuara creciendo durante los próximos siete mil años; o la predicción del mismo Simón de que «se puede obtener cobre a partir de otros elementos» y, por tanto, no hay riesgo de que haya escasez de cobre. Por lo que respecta a la primera de las dos predicciones de Simón, mantener la tasa de crecimiento demográfico actual supondría que dentro de 774 años habría diez personas por metro cuadrado de terreno, dentro de algo menos de dos mil años una masa de población igual a la masa de la Tierra, y dentro de seis mil años una masa de población igual a la masa del universo… todo ello mucho antes de que finalizara el plazo del pronóstico de Simón, que establece que en siete mil millones de años no habría ningún tipo de problema. Por lo que respecta a la segunda predicción, en el primer curso de química se aprende que el cobre es un elemento, lo cual significa por definición que no se puede obtener a partir de otros elementos. Mi impresión es que las predicciones pesimistas que han demostrado ser incorrectas, como la de Ehrlich, Harte y Holdren, acerca del precio de los metales, o la del Club de Roma, acerca de futuros suministros de alimento, fueron por término medio, en el momento en que fueron formuladas, posibilidades mucho más realistas que las dos predicciones de Simón.

Básicamente, la afirmación de que algunas predicciones sobre el medio ambiente demuestran ser erróneas se limita a ser una queja por las falsas alarmas. En otras esferas de nuestra vida, como en el caso de los incendios, adoptamos una actitud de sentido común con respecto a las falsas alarmas. Las administraciones locales o regionales mantienen unos cuerpos de bomberos muy costosos, aun cuando en algunas pequeñas ciudades raramente se les llame para apagar algún incendio. Muchas de las alarmas comunicadas por teléfono a los servicios de bomberos resultan ser falsas, y muchas otras se refieren a pequeños incendios que el propietario consigue sofocar poco antes de que lleguen los bomberos. No tenemos ningún problema en aceptar que, con determinada frecuencia, existan este tipo de falsas alarmas y de incendios sofocados, ya que comprendemos que los riesgos de incendio son inciertos y difíciles de valorar cuando el fuego se acaba de declarar, y que un incendio que sí queda fuera de control puede acarrear elevados costes en bienes y vidas humanas. A ninguna persona sensata se le ocurriría suprimir el servicio municipal de bomberos, ya esté dotado con profesionales a tiempo completo o con voluntarios, solo porque han pasado unos cuantos años sin que haya habido un gran incendio. Tampoco nadie culparía al propietario de una casa por llamar a los bomberos al detectar un pequeño incendio para después conseguir sofocarlo antes de que lleguen las autobombas. Solo nos parece que algo va mal cuando las falsas alarmas llegan a alcanzar una proporción desmesurada en relación con todas las alarmas de incendios. En realidad, la proporción de falsas alarmas que toleramos se basa en una comparación que realizamos de forma inconsciente entre, por una parte, la frecuencia y los costes destructivos ocasionados por grandes incendios y, por otra, la frecuencia y los costes del derroche de servicios producidos por las falsas alarmas. Una frecuencia muy baja de falsas alarmas demuestra también que hay demasiados propietarios que son muy prudentes, esperan demasiado para llamar a los bomberos y, por consiguiente, pierden sus hogares.

Según ese razonamiento, debemos esperar que algunas advertencias sobre el medio ambiente resulten ser falsas alarmas, o de lo contrario descubriríamos que nuestro sistema de alarma medioambiental es demasiado conservador. Los miles de millones de dólares que cuestan muchos problemas medioambientales justifican una frecuencia moderada de falsas alarmas. Además, la razón por la que muchas alarmas se revelaron falsas es a menudo que nos convencieron de que adoptáramos contramedidas que tuvieron éxito. Por ejemplo, es verdad que la calidad del aire aquí, en Los Angeles, no es hoy día tan mala como algunas predicciones pesimistas aventuraban hace cincuenta años. Sin embargo, ello se debe enteramente a que Los Angeles y el estado de California recibieron con ello un estímulo para adoptar muchas contramedidas (como las normas de emisión de gases de los vehículos, los certificados de humo y la gasolina sin plomo), y no porque las predicciones iniciales sobre el problema fueran exageradas.

«La crisis demográfica se está resolviendo por sí sola, ya que la tasa de incremento de la población mundial está disminuyendo; de modo que esa población mundial se estabilizará en una cifra inferior al doble de su nivel actual». Aunque habrá que ver si la predicción de que la población mundial se equilibrará en una cifra inferior al doble de su nivel actual acaba siendo cierta o no, en este momento constituye una posibilidad realista. Sin embargo, esta posibilidad no puede tranquilizarnos en modo alguno por dos razones: desde muchos puntos de vista, incluso la población mundial actual está viviendo de forma no sostenible; y, como expuse anteriormente en este mismo capítulo, el mayor riesgo al que nos enfrentamos no es solo que la población se duplique, sino que se produzca un impacto humano muy superior si la población del Tercer Mundo consigue alcanzar el nivel de vida del Primer Mundo. Resulta sorprendente oír a algunos ciudadanos del Primer Mundo mencionar con total despreocupación que el mundo podría sumar «solo» 2500 millones de habitantes más (la estimación más baja que cualquiera pronosticaría) como si se tratara de una cifra aceptable, cuando el mundo ya alberga a muchas personas que están mal alimentadas y viven con menos de tres dólares diarios.

«El mundo puede asumir un crecimiento de población indefinido. Cuanta más población mejor, ya que más personas significa más inventos y, en última instancia, más riqueza». Estas dos ideas están vinculadas sobre todo a Julián Simón, pero han sido defendidas por muchos otros, sobre todo por economistas. No podemos tomarnos en seno la afirmación sobre nuestra capacidad de absorber de forma indefinida las actuales tasas de crecimiento demográfico, ya que, como hemos visto, esto se traduciría en que en el año 2779 habría diez habitantes por metro cuadrado. Los datos sobre la riqueza nacional manifiestan que la afirmación de que un aumento de población significa más riqueza es lo contrario de la realidad. Los diez países con mayor población (más de cien millones de habitantes cada uno) son, por orden decreciente, China, la India, Estados Unidos, Indonesia, Brasil, Pakistán, Rusia, Japón, Bangladesh y Nigeria. Los diez países con mayor prosperidad (PIB real per cápita) son, en orden decreciente, Luxemburgo, Noruega, Estados Unidos, Suiza, Dinamarca, Islandia, Austria, Canadá, Irlanda y Holanda. El único país que figura en ambas listas es Estados Unidos.

En realidad, los países con poblaciones numerosas son desproporcionadamente pobres: ocho de los diez tienen un PIB per cápita inferior a 8000 dólares, y cinco de ellos, inferior a 3000 dólares. Los países prósperos tienen una población desproporcionadamente baja: siete de los diez albergan poblaciones inferiores a los 9 millones de habitantes, y dos de ellos, inferiores a 500 000 habitantes. Por el contrario, lo que diferencia a las dos listas de países son las tasas de crecimiento demográfico: los diez países prósperos cuentan con unas tasas de crecimiento demográfico relativamente bajas (del 1 por ciento anual o inferior), mientras que ocho de los diez países más poblados tienen tasas de crecimiento demográfico relativamente más altas que cualquiera de los países más prósperos, a excepción de dos grandes países que redujeron su crecimiento demográfico de formas desagradables: China, por decreto del gobierno y mediante el aborto obligatorio, y Rusia, cuya población está disminuyendo en realidad a causa de unos problemas de salud catastróficos. Así pues, como dato empírico, más población y mayor tasa de crecimiento demográfico significan más pobreza, no más riqueza.

«Las preocupaciones medioambientales son un lujo accesible solo para los yuppies ricos del Primer Mundo, a quienes no les corresponde decir a los ciudadanos del Tercer Mundo qué deben hacer». Este punto de vista se lo he oído sobre todo a yuppies ricos del Primer Mundo que no tienen experiencia del Tercer Mundo. En mi experiencia en Indonesia, Papua Nueva Guinea, África oriental, Perú y otros países del Tercer Mundo con problemas medioambientales y poblaciones cada vez mayores, siempre me ha sorprendido lo bien que sabe su población cómo les perjudica el crecimiento demográfico, la deforestación, la pesca abusiva y otros problemas. Lo saben porque pagan las consecuencias al instante dejando de disponer de madera gratuita para sus casas, sufriendo erosión masiva del suelo y (la trágica queja que oigo sin parar) no pudiendo permitirse pagar la ropa, los libros o las matrículas escolares de sus hijos. La razón por la que, a pesar de todo, se está talando el bosque adyacente a su aldea suele ser, o bien que un gobierno corrupto ha ordenado talarlo al margen de las protestas a menudo violentas que debe afrontar, o bien porque ellos mismos se vieron obligados con muchas reticencias a autorizar una concesión de tala porque no veían otra forma de conseguir el dinero que necesitaban al año siguiente para sus hijos. Mis mejores amigos del Tercer Mundo, que tienen familias de entre cuatro y ocho hijos, se quejan de que se han enterado de que en el Primer Mundo existen métodos saludables y generalizados de contracepción y necesitan desesperadamente poder utilizarlos ellos mismos, pero no pueden permitírselos o conseguirlos debido en parte a la negativa del gobierno de Estados Unidos a financiar la planificación familiar en sus programas de ayuda internacional.

Otro punto de vista muy difundido entre la población rica del Primer Mundo, si bien en raras ocasiones la manifiestan abiertamente, es que está a gusto con su forma de vida a pesar de todos esos problemas medioambientales, los cuales en realidad no le importan (aunque no es políticamente correcto pronunciarse de un modo tan categórico) porque recaen principalmente sobre los habitantes del Tercer Mundo. En realidad, los ricos no son inmunes a los problemas medioambientales. Los directivos de las grandes empresas del Primer Mundo ingieren comida, beben agua, respiran aire y tienen (o tratan de concebir) hijos exactamente igual que el resto de nosotros. Aunque por regla general pueden evitar los problemas de la calidad del agua bebiendo agua embotellada, les resulta mucho más difícil evitar exponerse a los mismos problemas de calidad del aire y de los alimentos que el resto de nosotros. Como viven a una altura exageradamente elevada de la cadena alimenticia, en los niveles en que más se concentran las sustancias tóxicas, en lugar de correr menos riesgo corren un riesgo mayor de sufrir trastornos reproductivos debido a la ingestión de productos tóxicos o a la contaminación debida a ellos, lo cual probablemente contribuye a que las tasas con que sufren problemas de esterilidad sean superiores y a que la frecuencia con que requieren asistencia médica para concebir hijos sea mayor. Además, una de las conclusiones que vemos aflorar de nuestro análisis de los reyes mayas, los jefes de los noruegos de Groenlandia y los jefes de la isla de Pascua es que, a largo plazo, la gente rica no tiene garantizados sus intereses ni los de sus hijos cuando gobiernan una sociedad que está desmoronándose, sino que simplemente compran el privilegio de ser los últimos en pasar hambre o morir. Al igual que sucede en la sociedad del Primer Mundo en su conjunto, el consumo de recursos de este segmento de la población representa la mayor parte del consumo mundial total que ha desencadenado los impactos descritos al principio de este capítulo. Nuestro consumo, de todo punto insostenible, supone que el Primer Mundo no podrá continuar manteniendo su tendencia actual durante mucho tiempo, aun cuando no existiera el Tercer Mundo o no estuviera tratando de igualar nuestro nivel de vida.

«Si esos problemas medioambientales se vuelven apremiantes, será en algún futuro muy lejano, después de que yo haya muerto, y no puedo tomármelos en serio». En realidad, si se mantienen las tasas actuales, la mayoría o la totalidad de la docena de conjuntos de problemas medioambientales principales expuestos al comienzo de este capítulo serán agudos antes de que mueran los adultos jóvenes que viven hoy día. Para la mayor parte de quienes tenemos hijos, la principal prioridad a la que dedicamos nuestro tiempo y nuestro dinero es asegurarles el futuro. Pagamos su educación, su alimentación y su ropa, redactamos testamentos para ellos y contratamos seguros de vida por ellos, todo con el objetivo de ayudarles a que disfruten de una vida buena en los cincuenta próximos años. No tiene sentido que hagamos estas cosas por nuestros hijos si al mismo tiempo hacemos cosas que degradan el mundo en el que vivirán dentro de cincuenta años.

De esta paradójica conducta fui también personalmente culpable, ya que nací en el año 1937, y, por tanto, antes de que nacieran mis hijos yo tampoco podía tomarme en serio ningún acontecimiento que estuviera previsto para el año 2037 (como el calentamiento global del planeta o la desaparición de los bosques tropicales). Sin duda yo habré muerto antes de ese año, e incluso la fecha de 2037 me resulta un tanto irreal. Sin embargo, cuando en 1987 nacieron mis hijos gemelos y mi esposa y yo empezamos a sufrir las habituales obsesiones que sufren los padres y las madres por la educación, los seguros de vida y los testamentos, reparé en ello sobresaltado: ¡2037 es el año en que mis hijos cumplirán los cincuenta años (que yo tenía entonces)! ¡No es una fecha imaginaria! ¿Qué sentido tiene legar nuestros bienes a nuestros hijos si el mundo será en cualquier caso un desbarajuste?

Tras haber vivido cinco años en Europa poco después de la Segunda Guerra Mundial, y después de haberme casado con una mujer de origen polaco con una rama familiar japonesa, he podido contemplar de primera mano qué puede suceder cuando los padres se preocupan mucho de sus hijos pero no del futuro mundo de dichos hijos. Los padres de mis amigos polacos, alemanes, japoneses, rusos, británicos y yugoslavos también contrataron seguros de vida, redactaron testamentos y se obsesionaron por la escolarización de sus hijos, al igual que mi esposa y yo hemos hecho en época más reciente. Algunos de ellos eran ricos y habrían disfrutado de valiosas propiedades que legar a sus hijos. Pero no se preocuparon por el mundo de sus vástagos y se embarcaron en el desastre de la Segunda Guerra Mundial. Como consecuencia de ello, la mayor parte de mis amigos europeos y japoneses nacidos el mismo año que yo vieron cómo sus vidas se malograban en diversos aspectos, como, por ejemplo, quedando huérfanos, separándose de su padre, su madre o ambos durante la infancia, con el bombardeo de sus casas, privados de oportunidades escolares, privados de las propiedades de sus familias o educados por padres asolados por los recuerdos de la guerra y los campos de concentración. Si nosotros también nos equivocamos con su futuro, puede que los peores escenarios posibles para los niños de hoy día sean diferentes, pero serán igualmente desagradables.

Esto nos deja otros dos comentarios tajantes habituales sobre los que no hemos reflexionado: «Hay muchas diferencias entre las sociedades actuales y las antiguas sociedades desaparecidas de la isla de Pascua, los mayas y los anasazi, de modo que no podemos aplicar directamente las lecciones del pasado». Y el otro: «¿Qué puedo hacer yo a título individual cuando el mundo viene determinado por los imparables dictados de los gigantes que son los gobiernos y las grandes empresas?». A diferencia de las anteriores afirmaciones, que pueden rebatirse con rapidez al analizarlas, estas dos preocupaciones son legítimas y no pueden refutarse. Dedicaré el resto de este capítulo a la primera pregunta y una parte de la sección de lecturas complementarias a la última.

¿Son los paralelismos entre el pasado y el presente lo bastante estrechos para que el colapso que sufrieron los habitantes de las islas de Pascua y de Henderson, los anasazi, los mayas y los noruegos de Groenlandia pueda ofrecernos alguna lección para el mundo actual? En un principio, al percibir las diferencias evidentes, un crítico podría verse tentado a objetar: «Es ridículo suponer que los colapsos de todos aquellos antiguos pueblos pudieran tener alguna relevancia general hoy día, sobre todo para los actuales estadounidenses. Aquellos pueblos no gozaban de las maravillas de la tecnología moderna, que nos beneficia y nos permite resolver problemas inventando nuevas tecnologías respetuosas con el medio ambiente. Aquellos antiguos pueblos tuvieron la desgracia de sufrir los efectos del cambio climático. Se comportaron de forma absurda y arruinaron su propio entorno cometiendo estupideces evidentes como eliminar sus bosques, abusar de las fuentes de proteínas que hallaban en los animales salvajes de que disponían, quedarse mirando cómo desaparecía con la erosión la capa superficial del suelo o construir ciudades en zonas áridas propensas a sufrir escasez de agua. Tuvieron unos líderes irresponsables que no disponían de libros, no pudieron aprender de la historia, los involucraron en guerras caras y desestabilizadoras y a quienes solo les importaba mantenerse en el poder y no prestaban atención a los problemas internos. Fueron arrollados por inmigrantes desesperados que estaban a punto de morir de hambre a medida que, una tras otra, sus respectivas sociedades de origen se venían abajo y enviaban riadas de refugiados económicos que mermaban los recursos de las sociedades que no se estaban desmoronando. En todos esos aspectos, nosotros, los humanos actuales, somos esencialmente diferentes de aquellos antiguos pueblos primitivos, y no hay nada que podamos aprender de ellos. Sobre todo en Estados Unidos, el país más rico y poderoso del mundo actual, que goza del entorno más productivo, los líderes más preparados, los fieles aliados más fuertes y solo tiene algunos enemigos débiles e insignificantes; ninguno de estos desastres puede sucedemos en modo alguno a nosotros».

Sí, es cierto que hay grandes diferencias entre la situación a la que se enfrentaron aquellas sociedades del pasado y nuestra situación actual. La diferencia más obvia es que hoy día viven muchas más personas que acumulan una tecnología mucho más potente e impacta en el medio ambiente mucho más que en el pasado. Hoy día somos más de seis mil millones de seres humanos equipados con maquinaria pesada, como excavadoras, y dotados de energía nuclear, mientras que los habitantes de la isla de Pascua eran como máximo unas pocas decenas de miles de personas con cinceles de piedra y que solo contaban con su fuerza muscular. Sin embargo, los habitantes de la isla de Pascua consiguieron devastar su entorno y poner su sociedad al borde del colapso. Esa diferencia incrementa enormemente los riesgos que corremos hoy día en lugar de minimizarlos.

Una segunda gran diferencia se deriva de la globalización. Dejemos al margen de esta discusión, por el momento, la cuestión de los problemas medioambientales en el interior del propio Primer Mundo, y preguntémonos únicamente si las lecciones derivadas de los colapsos del pasado podrían aplicarse hoy día a algún lugar del Tercer Mundo. Pidamos primero a algún ecólogo que viva encerrado en una torre de marfil y sepa mucho sobre el medio ambiente, pero nunca haya leído un periódico ni tenga ningún interés por la política, que nos diga los países del mundo que afrontan los peores problemas de presión medioambiental, superpoblación o ambas cosas. El ecólogo respondería: «No hace falta pensar mucho, es evidente. En la lista de países que sufren presión medioambiental o superpoblación deberían estar sin duda Afganistán, Bangladesh, Burundi, Filipinas, Haití, Indonesia, Irak, Madagascar, Mongolia, Nepal, Pakistán, Ruanda, las islas Salomón y Somalia, además de algún otro».

Después vayamos a pedirle a un político del Primer Mundo que no sepa nada de problemas medioambientales y demográficos, y a quien le importen aún menos, que nos diga los lugares donde se desarrollan los peores conflictos del mundo: los países en los que el gobierno ya ha sido derrocado y se ha venido abajo o está en peligro actualmente de venirse abajo; o los que han sido sacudidos por guerras civiles recientes; y, además, los países que, como consecuencia de esos problemas internos, también nos están causando problemas a los países ricos del Primer Mundo, los cuales pueden acabar teniendo que ofrecer ayuda internacional, o pueden recibir inmigrantes ilegales que procedan de ellos, o pueden decidir prestarles apoyo militar para afrontar rebeliones y enfrentarse a terroristas, o pueden incluso tener que enviar allí sus propias tropas. El político respondería: «No hace falta pensar mucho, es evidente. En la lista de lugares en los que se desarrollan los peores problemas políticos deberían estar sin duda Afganistán, Bangladesh, Burundi, Filipinas, Haití, Indonesia, Irak, Madagascar, Mongolia, Nepal, Pakistán, Ruanda, las islas Salomón y Somalia, además de algún otro».

¡Sorpresa!: las dos listas se parecen mucho. La relación entre las dos es evidente: se trata de los problemas que sufrieron los antiguos mayas, los anasazi y los habitantes de la isla de Pascua, pero desarrollándose en el mundo actual. Hoy día, exactamente igual que en el pasado, los países que sufren presión medioambiental, están superpoblados o ambas cosas corren el riesgo de ver acentuadas sus crisis políticas y de que sus gobiernos se vengan abajo. Cuando la población está desesperada, mal alimentada y carece de esperanza, culpa a sus gobernantes, a quienes considera responsables o incapaces de solucionar los problemas. En esos casos la población trata de emigrar a cualquier precio, se enfrenta por la tierra, se mata entre sí, desencadena guerras civiles o, puesto que calculan que no tienen nada que perder, se vuelven terroristas o apoyan o toleran el terrorismo.

Las consecuencias de estas claras vinculaciones son los genocidios como los que ya se desencadenaron en Bangladesh, Burundi, Indonesia y Ruanda; o las guerras civiles y revoluciones como las que han tenido lugar en los países de ambas listas; las apelaciones a que se envíen tropas del Primer Mundo, como ha sucedido en el caso de Afganistán, Filipinas, Haití, Indonesia, Irak, Ruanda, las islas Salomón y Somalia; el colapso de los gobiernos centrales, como ya ha sucedido en Somalia y en las islas Salomón; y la devastadora pobreza, que es ostensible en todos los países de ambas listas. De ahí que los que mejor auguran en la actualidad el «fracaso de los estados» —es decir, las revoluciones, los cambios violentos de régimen, el desmoronamiento de la autoridad y los genocidios— son los indicadores de presión medioambiental y demográfica, como la elevada mortalidad infantil, el rápido crecimiento demográfico, el alto porcentaje de población adolescente o con poco más de veinte años y las hordas de jóvenes desempleados sin perspectivas laborales y susceptibles de ser reclutados por milicias. Este tipo de presiones origina conflictos por la escasez de tierras (como en Ruanda), agua, bosques, pescado, petróleo y minerales. No solo producen conflictos internos crónicos, sino también migraciones de refugiados políticos y económicos y estallido de guerras entre países cuando los regímenes autoritarios atacan a países vecinos con el fin de desviar la atención popular de las tensiones internas.

En resumen, que los colapsos de las sociedades del pasado tienen equivalentes actuales y pueden brindarnos alguna lección no es algo que esté sujeto a debate. Esa cuestión está clara, ya que algunos colapsos de esta naturaleza se han producido en épocas recientes y otros parecen ser inminentes. Por el contrario, la verdadera pregunta es cuántos países más los sufrirán.

Por lo que respecta a los terroristas, se podría objetar que muchos de los asesinos políticos, terroristas suicidas y terroristas del 11-S tenían formación y dinero, en lugar de carecer de formación y vivir en la miseria. Es cierto, pero aun así dependían de que una sociedad que vivía en la miseria los apoyara y tolerara. Toda sociedad cuenta con sus propios asesinos fanáticos; Estados Unidos produjo a Timothy McVeigh y a Theodore Kaczinski, este último formado en Harvard. Pero las sociedades bien alimentadas que ofrecen buenas perspectivas laborales, como las de Estados Unidos, Finlandia y Corea del Sur, no ofrecen amplio apoyo a sus fanáticos.

Los problemas de todos estos remotos países, devastados desde el punto de vista medioambiental y superpoblados, se convierten en nuestros propios problemas debido a la globalización. Estamos acostumbrados a pensar en la globalización en términos de que nosotros, los habitantes ricos y avanzados del Primer Mundo, enviamos nuestras mejores cosas, como Internet y la Coca-Cola, a esos pobres habitantes atrasados del Tercer Mundo. Pero la globalización no significa nada más que comunicaciones avanzadas entre todos los lugares del mundo, las cuales pueden llevar muchas cosas en todas direcciones; la globalización no se limita a llevar solo cosas buenas desde el Primer Mundo al Tercer Mundo.

Entre las cosas nocivas que el Primer Mundo envía a los países en vías de desarrollo ya hemos mencionado los millones de toneladas de basura electrónica que deliberadamente se transportan todos los años desde los países industrializados hasta China. Para entender la escala mundial a la que se produce el transporte no intencionado de residuos, pensemos en la basura que se recogió en las playas de los diminutos atolones de Oeno y Ducie, en el sudeste del océano Pacífico (véase el mapa del Archipiélago de Pitcairn): unos atolones que están deshabitados, carecen de agua dulce, reciben raramente la visita de yates siquiera y constituyen algunos de los pedazos de tierra más remotos del mundo, cada uno de los cuales se encuentra a más de 160 kilómetros incluso de la deshabitada y remota isla de Henderson. Los estudios realizados allí detectaron que por término medio había un resto de basura por cada metro lineal de playa; basura que debe de haber sido arrastrada por el mar procedente de barcos, o incluso desde países asiáticos o americanos de la costa del Pacífico, situada a miles de kilómetros de distancia. Los objetos más habituales resultaron ser bolsas de plástico, boyas, cristales y botellas de plástico (sobre todo botellas de whisky Suntory, procedentes de Japón), sogas, zapatos y bombillas, junto con otras singularidades como balones de fútbol, soldados y aviones de juguete, pedales de bicicleta y destornilladores.

Un ejemplo más siniestro de elementos nocivos transportados desde el Primer Mundo hasta los países en vías de desarrollo es el de los productos tóxicos: los niveles de productos químicos tóxicos y pesticidas en la sangre más elevados que se conocen se dan entre la población de los inuit de Groenlandia y Siberia (los esquimales), que son también quienes a mayor distancia se encuentran de los lugares donde se fabrican o más se utilizan los productos químicos. Sus niveles de mercurio en la sangre se encuentran, no obstante, en el margen que asociamos con la intoxicación aguda por mercurio, mientras que los niveles de PCB tóxicos (bifenilos policlorados) presentes en la leche materna de las mujeres inuit se dan en unos márgenes lo bastante elevados como para calificar la leche materna de «residuo peligroso». Algunas de las consecuencias que sufren los bebés de estas mujeres son la pérdida de audición, los trastornos en el desarrollo del cerebro y la desaparición de la función inmunitaria, y por tanto se traducen en elevadas tasas de infecciones en las vías respiratorias y auditivas.

¿Por qué los niveles de estos productos químicos venenosos procedentes de remotos países industriales de América y Europa habrían de ser superiores entre los inuit que incluso entre los americanos y europeos que viven en las ciudades? Se debe a que los ingredientes básicos de la dieta de los inuit son las ballenas, las focas y las aves marinas que se alimentan de pescado, moluscos y gambas, y a que los productos químicos van incrementando su concentración a medida que avanzan un paso en esta cadena alimenticia. Todos aquellos de nosotros, habitantes del Primer Mundo, que consumimos pescado de vez en cuando también estamos ingiriendo estos productos químicos, si bien en cantidades inferiores. (Sin embargo, eso no quiere decir que sea más seguro dejar de comer pescado, ya que ahora no se puede evitar ingerir este tipo de productos químicos en cualquier cosa que comamos).

Otros impactos negativos del Primer Mundo sobre el Tercer Mundo son la deforestación, de la cual el principal causante en las zonas tropicales del Tercer Mundo son en la actualidad las importaciones de productos forestales por parte de Japón, y la pesca abusiva, debida a las batidas que hacen en los océanos de todo el mundo las flotas pesqueras de Japón, Corea y Taiwan y las flotas pesqueras muy subvencionadas de la Unión Europea. A la inversa, la población del Tercer Mundo puede ahora, intencionada o inadvertidamente, enviarnos sus propias cosas negativas: sus enfermedades, como el sida, el SARS, el cólera y la fiebre occidental del Nilo, transmitida inadvertidamente por los pasajeros de los vuelos transcontinentales; las imparables cantidades de inmigrantes legales e ilegales que llegan en barco, camión, tren, avión o a pie; los terroristas; y otras consecuencias derivadas de los problemas propios del Tercer Mundo. Nosotros, en Estados Unidos, ya no nos encontramos en el fortín de América al que algunos de nosotros aspirábamos ser en la década de 1930; por el contrario, estamos estrecha e irreversiblemente vinculados con los países del exterior. Estados Unidos es el líder mundial de las importaciones: importamos muchos productos de primera necesidad (sobre todo petróleo y algunos metales raros) y muchos artículos de consumo (coches y electrónica de consumo), además de ser el principal importador mundial de capital de inversión. También somos el principal exportador mundial, sobre todo de alimentos y de productos manufacturados. Hace mucho tiempo que nuestra sociedad decidió entrelazarse con el resto del mundo.

Esa es la razón por la que ahora la inestabilidad política en cualquier lugar del mundo nos afecta a nosotros, a nuestras rutas comerciales y a nuestros mercados y proveedores internacionales. Dependemos tanto del resto del mundo que si hace treinta años le hubiéramos preguntado a algún político el nombre de los países más irrelevantes desde el punto de vista geopolitico para nuestros intereses debido a su lejanía, pobreza o debilidad, la lista comenzaría sin duda con Afganistán y Somalia, a pesar de que posteriormente se acabó por reconocer que eran lo bastante importantes como para justificar el envío de tropas estadounidenses a esos lugares. Hoy día el mundo ya no afronta solo el riesgo bien delimitado de que una sociedad como la de la isla de Pascua o la tierra de los mayas se desmorone de forma aislada sin afectar al resto del mundo. Por el contrario, las sociedades están en la actualidad tan interrelacionadas que el riesgo que afrontamos es el de un declive mundial. Esta conclusión le resultará familiar a cualquier inversor en mercados bursátiles: la inestabilidad del mercado de valores estadounidense o el bajón económico posterior al 11-S en Estados Unidos afecta también a los mercados de valores y a las economías de otros países, y viceversa. Nosotros, en Estados Unidos (ni las personas ricas de Estados Unidos), ya no podemos salvarnos con solo impulsar nuestros propios intereses a expensas de los intereses de los demás. Un buen ejemplo de una sociedad que minimiza este tipo de conflictos de intereses es el de Holanda, cuyos ciudadanos quizá exhiban el máximo nivel mundial de conciencia medioambiental y de participación en organizaciones ecologistas. Nunca entendí por qué, hasta que hace poco, en un viaje a Holanda, les planteé esta pregunta a tres amigos míos holandeses mientras recorríamos en coche la campiña. Jamás olvidaré su respuesta:

«Simplemente mira a tu alrededor. Todas estas tierras de cultivo que ves están por debajo del nivel del mar. La quinta parte de la extensión total de Holanda se encuentra bajo el nivel del mar, hasta siete metros bajo el nivel del mar, porque antes eran bahías poco profundas y se las arrebatamos al mar rodeándolas de diques y después bombeando poco a poco el agua fuera de ellas. Aquí tenemos un dicho: “Dios creó la Tierra, pero después los holandeses creamos Holanda”. Estas tierras arrebatadas al mar se llaman “pólders”. Empezamos a drenar el agua de ellas hace casi mil años. Hoy día todavía tenemos que seguir bombeando el agua que paulatinamente se filtra. Para eso es para lo que solíamos utilizar los molinos, para hacer funcionar bombas con las que expulsar el agua fuera de los pólders. Ahora, por el contrario, utilizamos bombas de vapor, Diesel y eléctricas. En cada pólder hay hileras de bombas que, empezando por las más alejadas del mar, bombean el agua en secuencia hasta que la última lo bombea finalmente toda hacia un río o el propio mar. En Holanda tenemos otro dicho: “Tienes que ser capaz de llevarte bien con tu enemigo, ya que puede ser el encargado de la bomba de tu pólder”. Y estamos todos aquí abajo, en los pólders, juntos. No se da el caso de que la gente rica viva de forma segura en lo alto de los diques mientras los pobres viven abajo en el lecho de los pólders, bajo el nivel del mar. Si los diques revientan y las bombas no funcionan, nos ahogamos todos juntos. Con motivo de una fuerte tormenta, las mareas altas se adentraron en tierra en la provincia de Zelanda el 1 de febrero de 1953 y se ahogaron casi dos mil holandeses, tanto ricos como pobres. Juramos que nunca permitiríamos que volviera a suceder, y el país entero sufragó un conjunto de barreras contra la marea extremadamente caro. Si el calentamiento global del planeta funde los hielos polares y el nivel del mar asciende a escala mundial, las consecuencias serán más graves para los holandeses que para cualquier otro país del mundo. Esa es la razón por la que tenemos tanto cuidado del medio ambiente. A lo largo de nuestra historia hemos aprendido que todos vivimos en el mismo pólder y que nuestra supervivencia depende de la supervivencia de los demás».

Esta reconocida interdependencia entre todos los segmentos de la sociedad holandesa contrasta con las actuales tendencias en Estados Unidos, donde la gente acaudalada busca cada vez más aislarse del resto de la sociedad, aspira a crear sus propios pólders virtuales e independientes y vota en contra de que los impuestos amplíen las garantías de los servicios públicos a todos los demás. Algunas de esas garantías privadas son vivir en comunidades valladas y con acceso restringido, confiar en guardas de seguridad privados en lugar de en la policía, enviar a sus hijos a escuelas privadas bien dotadas de recursos y con clases reducidas en lugar de a las infradotadas y masificadas escuelas públicas, contratar seguros sanitarios o asistencia médica privada, beber agua embotellada en lugar de agua corriente y (en el sur de California) pagar para conducir por las autopistas, que compiten con las autovías gratuitas atascadas de tráfico. En este tipo de privatización subyace la creencia errónea de que la élite puede mantenerse inalcanzada por los problemas de la sociedad que la rodea: la actitud de aquellos jefes noruegos de Groenlandia que acabaron por descubrir que solo habían comprado el privilegio de ser los últimos en morir de hambre.

A lo largo de la historia de la humanidad, la mayor parte de los pueblos han permanecido vinculados a otros pueblos viviendo en pequeños pólders virtuales. Los habitantes de la isla de Pascua conformaban una docena de clanes que dividían el pólder de la isla en una docena de territorios y estaban aislados de todas las demás islas; pero todos los clanes compartían la cantera de Rano Raraku para hacer estatuas, la cantera de Puna Pau para hacer pukao y unas cuantas canteras de las que extraer obsidiana. Cuando la sociedad de la isla de Pascua se fue desintegrando, se desintegraron juntos todos los clanes, pero nadie en el mundo se enteró ni hubo nadie más que se viera afectado por ello. El pólder de Polinesia sudoriental constaba de tres islas interdependientes, de tal forma que el declive de la sociedad de Mangareva resultó desastroso también para los habitantes de las islas de Pitcairn y Henderson, pero para nadie más. Para los antiguos mayas, su pólder estaba formado por la mayor parte de la península de Yucatán y los territorios aledaños. Cuando en el sur de Yucatán las ciudades mayas de la época clásica sufrieron el colapso, quizá algunos refugiados pudieron llegar al norte de la península, pero sin duda no a Florida. A diferencia de todo ello, hoy día la totalidad de nuestro mundo se ha convertido en un pólder, de tal forma que los acontecimientos que se produzcan en cualquier lugar afectan a los estadounidenses. Cuando la remota Somalia se colapso, allí fueron tropas estadounidenses; cuando las antiguas Yugoslavia y Unión Soviética se colapsaron, de allí salieron riadas de refugiados en dirección a toda Europa y el resto del mundo; y cuando la modificación de las condiciones de vida de la sociedad, los asentamientos y la propia forma de vida propagaron nuevas enfermedades en África y Asia, esas enfermedades se extendieron por todo el planeta. Hoy día la totalidad del mundo es una unidad independiente y aislada, como antes lo eran la isla de Tikopia y el Japón de la dinastía Tokugawa. Tenemos que darnos cuenta, como hicieron los habitantes de Tikopia y los japoneses, de que no hay ninguna otra isla/planeta a la que podamos dirigirnos en busca de ayuda o a la que podamos exportar nuestros problemas. Al contrario; tenemos que aprender, como hicieron ellos, a vivir por nuestros medios.

He empezado el capítulo reconociendo que existen importantes diferencias entre el mundo antiguo y el mundo moderno. Las diferencias que he mencionado —la mayor población y más potente tecnología de hoy día, y la interrelación que en la actualidad plantea el riesgo de que un colapso sea global en lugar de local— parecen evocar un panorama pesimista. Si los habitantes de la isla de Pascua no consiguieron resolver en el pasado aquellos problemas suyos más leves, ¿cómo espera resolver el mundo moderno sus grandes problemas globales?

La gente que se deprime cuando piensa en estas cosas a menudo me pregunta: «Jared, ¿eres optimista o pesimista respecto al futuro del mundo?». Yo les respondo: «Soy un optimista cauteloso». Con ello quiero decir que, por una parte, reconozco la gravedad de los problemas a los que nos enfrentamos. Si no hacemos un esfuerzo decidido por resolverlos, y si no tenemos éxito en el empeño, en los próximos decenios el mundo en su conjunto tendrá que afrontar una disminución cada vez mayor de su nivel de vida; o acaso suceda algo peor. Esa es la razón por la que decidí dedicar la mayor parte de los esfuerzos de mi carrera en esta etapa de mi vida a convencer a las personas de que tenemos que tomarnos muy en serio nuestros problemas, ya que de lo contrario no desaparecerán. Por otra parte, conseguiremos resolver nuestros problemas… si decidimos hacerlo. Esta es la razón por la que mi esposa y yo decidimos tener hijos hace diecisiete años: porque sí veíamos motivos para la esperanza.

Un motivo para la esperanza es que, desde un punto de vista realista, no vivimos acuciados por problemas irresolubles. Aunque se nos presentan riesgos importantes, los más serios no escapan a nuestro control, como lo sería una posible colisión con un asteroide de gran envergadura que chocara con la Tierra cada cien millones de años o algo similar.

Como nosotros mismos somos la causa de nuestros problemas medioambientales, somos los únicos que estamos al mando de ellos, y podemos escoger o no dejar de producirlos y empezar a resolverlos. Tenemos el futuro a nuestra disposición, descansando sobre nuestras manos. No necesitamos nuevas tecnologías para resolver estos problemas; aunque las nuevas tecnologías pueden colaborar un poco en ello, en esencia necesitamos «solo» la voluntad política de implantar soluciones que ya existen. Eso, claro está, es un gran «solo». Pero muchas sociedades del pasado encontraron la voluntad política necesaria. Nuestras sociedades modernas ya han encontrado la voluntad de resolver algunos de nuestros problemas y de encontrar soluciones parciales a otros.

Otro motivo para la esperanza es la creciente difusión del pensamiento ecológico entre la opinión pública de todo el mundo. Aunque este tipo de pensamiento nos ha acompañado durante mucho tiempo, su difusión se ha acelerado sobre todo desde que en 1962 se publicara la versión original en inglés del libro Primavera silenciosa. El movimiento ecologista ha estado ganando adeptos a un ritmo creciente, y actúan a través de una gran variedad de organizaciones cada vez más eficaces, no solo en Estados Unidos y Europa, sino también en la República Dominicana y otros países en vías de desarrollo. Al mismo tiempo que el movimiento ecologista está ganando fuerza a un ritmo cada vez mayor, así también lo hacen las amenazas a nuestro entorno. Esa es la razón por la que en otro punto de este libro me he referido a nuestra situación como si se tratara de una carrera de caballos exponencialmente acelerada y de desenlace incierto. No es imposible ni está garantizado que gane la carrera nuestro caballo favorito.

¿Cuáles son las decisiones que debemos tomar si queremos tener éxito y no fracasar? Hay muchas decisiones concretas que cualquiera de nosotros puede tomar de forma individual, de las cuales expongo algunas en la sección de lecturas complementarias. Las sociedades del pasado que he analizado en este libro le ofrecen a nuestra sociedad en su conjunto soluciones más generales. En mi opinión, hay dos tipos de decisiones que han resultado cruciales para inclinar esos desenlaces hacia el éxito o el fracaso: la planificación a largo plazo y la voluntad de revisar valores fundamentales. Pensándolo bien, también podemos reconocer que estas mismas dos decisiones desempeñaron un papel esencial para el desenlace de nuestras vidas.

Una de esas elecciones se ha basado en la valentía de reflexionar a largo plazo y de tomar decisiones atrevidas, valientes y previsoras en el momento en que los problemas se han vuelto perceptibles, pero antes de que hayan alcanzado las proporciones de una crisis. Este tipo de toma de decisiones se encuentra en el extremo opuesto de tomar decisiones por reacción y a corto plazo, que tan a menudo caracterizan a nuestros cargos políticos electos. Esa actitud a corto plazo viene representada por el pensamiento que mi amigo bien relacionado políticamente menospreciaba calificándolo de «pensamiento a noventa días vista»; es decir, centrarse solo en cuestiones que tienen probabilidad de estallar en forma de crisis en el plazo de los próximos noventa días. En contraposición a los muchos y deprimentes malos ejemplos derivados de tomar las decisiones a corto plazo se encuentran los edificantes ejemplos del pasado de pensamiento valiente a largo plazo, y en algunas ONG, empresas y gobiernos del mundo contemporáneo. Entre las sociedades del pasado que se enfrentaron a la perspectiva de sufrir una deforestación ruinosa, los jefes de la isla de Pascua y de Mangareva sucumbieron a sus preocupaciones inmediatas, pero los shogun del período Tokugawa, los emperadores incas, los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea y los terratenientes alemanes del siglo XVI adoptaron una perspectiva a largo plazo y repoblaron los bosques. Los líderes de China promovieron la repoblación forestal de forma similar en las décadas recientes, y en 1998 prohibieron talar los bosques autóctonos. En la actualidad, hay muchas ONG dedicadas específicamente a la finalidad de promover políticas medioambientales sensatas a largo plazo. En el entorno empresarial de Estados Unidos, las grandes corporaciones que gozan de éxito desde hace mucho tiempo (por ejemplo, Procter & Gamble) son las que no esperan a que una crisis las obligue a revisar sus políticas, sino que, por el contrario, buscan los problemas en el horizonte y actúan antes de que se produzca una crisis. Ya he mencionado que la Royal Dutch Shell Oil Company cuenta con una oficina dedicada en exclusiva a imaginar escenarios posibles con decenios de antelación.

La planificación valiente, acertada y a largo plazo también caracteriza a algunos gobiernos y a algunos líderes políticos, algunos de ellos de nuestra época. A lo largo de los últimos treinta años, un esfuerzo sostenido del gobierno de Estados Unidos ha reducido los niveles de seis agentes contaminantes del aire en un 25 por ciento a escala nacional, aun cuando en el transcurso de esos mismos decenios nuestro consumo de energía y nuestra población se ha incrementado en un 40 por ciento y los kilómetros recorridos por nuestros vehículos se han incrementado en un 150 por ciento. Los gobiernos de Malasia, Singapur, Taiwan e Isla Mauricio reconocieron todos ellos que su bienestar económico a largo plazo exigía grandes inversiones en salud pública para impedir que las enfermedades tropicales debilitaran sus economías; esas inversiones demostraron ser la clave del espectacular crecimiento económico reciente de estos países. De las anteriormente dos mitades del superpoblado país de Pakistán, la mitad oriental (independiente desde 1971 bajo el nombre de Bangladesh) adoptó medidas efectivas de planificación familiar para reducir su tasa de crecimiento demográfico, mientras que la mitad occidental (todavía conocida como Pakistán) no lo hizo, y en la actualidad es el sexto país más poblado del mundo. El antiguo ministro de Medio Ambiente de Indonesia, Emil Salim, y el antiguo presidente de la República Dominicana, Joaquín Balaguer, constituyen ejemplos de líderes políticos cuya preocupación por los riesgos medioambientales crónicos causó un enorme impacto sobre sus países. Todos estos ejemplos de pensamiento valiente a largo plazo tanto en el sector público como en el privado contribuyen a alimentar mi esperanza. La otra decisión fundamental sobre la que el pasado nos ilumina afecta al valor para tomar decisiones dolorosas en relación con los valores. ¿Qué valores de los que anteriormente cumplieron su función en una sociedad pueden continuar manteniéndose bajo unas circunstancias nuevas y diferentes? ¿Cuáles de esos preciados valores deben, por el contrario, ser arrojados por la borda y reemplazados por enfoques distintos? Los noruegos de Groenlandia se negaron a arrojar por la borda parte de su identidad como sociedad europea, cristiana y ganadera, fruto de lo cual murieron. A diferencia de ellos, los habitantes de la isla de Tikopia tuvieron el valor de eliminar los cerdos que tenían, y que tan destructivos resultaban desde el punto de vista ecológico, aun cuando en las sociedades melanesias es el único animal doméstico grande y un símbolo de prestigio de primer orden. Australia se encuentra en estos momentos en proceso de reconsiderar su identidad de sociedad agrícola británica. En el pasado, los islandeses y muchas sociedades tradicionales de castas de la India, así como en épocas recientes los rancheros de Montana que dependen del regadío, llegaron a un acuerdo para subordinar sus derechos individuales a los intereses colectivos. Con ello consiguieron gestionar recursos compartidos y evitaron la tragedia de lo común que han sufrido tantos otros grupos. El gobierno de China restringió la tradicional libertad de elección reproductiva antes que permitir que los problemas demográficos iniciaran una espiral descontrolada. La población de Finlandia, enfrentada en 1939 a un ultimátum lanzado por su inmensamente más poderoso vecino ruso, optó por valorar su libertad por encima de sus vidas, combatió con una valentía que asombró al mundo y ganó su apuesta, aun cuando perdiera la guerra. Cuando viví en Gran Bretaña, entre 1958 y 1962, el pueblo británico estaba reconociendo que sus apreciados valores tradicionales, basados en el antiguo papel de Gran Bretaña como potencia política, económica y naval dominante en el mundo, estaban quedando trasnochados. Los franceses, los alemanes y otros países europeos han avanzado aún más subordinando a la Unión Europea sus soberanías nacionales, por las que solían combatir tan de corazón.

Todas estas reconsideraciones de valores del pasado y el presente que acabo de mencionar se llevaron a cabo a pesar de ser terriblemente difíciles. De ahí que también contribuyan a alimentar mi esperanza. Pueden servir de ejemplo a los actuales ciudadanos del Primer Mundo que tengan el valor de llevar a cabo la reconsideración más fundamental que ahora afrontamos: ¿cuántos de nuestros valores tradicionales de consumidores con el nivel de vida del Primer Mundo podemos permitirnos conservar? Ya he mencionado la aparente imposibilidad política de inducir a los ciudadanos del Primer Mundo a que reduzcan su impacto sobre el planeta. Pero la alternativa, la de seguir manteniendo nuestro impacto actual, es más impracticable aún. Este dilema me recuerda la réplica que dio Winston Churchill a las críticas contra la democracia: «Se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno a excepción de todas aquellas otras formas de gobierno que se han puesto en práctica de vez en cuando». Inspirada en esa misma afirmación, una sociedad con menor impacto es el escenario más imposible de nuestro futuro… a excepción de todos los demás escenarios imaginables.

En realidad, aunque no será tarea fácil reducir nuestro impacto, tampoco será imposible. Recordemos que el impacto es el producto de dos factores: la cifra de población multiplicada por el impacto por persona. En lo que se refiere al primero de estos dos factores, el crecimiento demográfico ha descendido de manera drástica en todos los países del Primer Mundo y en muchos países del Tercer Mundo, incluidos China, Indonesia y Bangladesh, que albergan respectivamente a la primera, la cuarta y la novena poblaciones más numerosas del mundo. El crecimiento intrínseco de la población en Japón e Italia es ya inferior al de la tasa de reemplazo, de tal modo que sus poblaciones actuales (es decir, sin contar a los inmigrantes) empezarán pronto a menguar. En lo que se refiere al impacto por persona, el mundo ni siquiera tendría que disminuir sus actuales tasas de consumo de productos forestales o de pescado: esas mismas tasas podrían mantenerse o incluso incrementarse si los bosques y las pesquerías del mundo se gestionaran de forma adecuada.

En definitiva, mis esperanzas radican en otra consecuencia de la interrelación del mundo globalizado moderno. Las sociedades del pasado carecían de arqueólogos y no disponían de televisión. Mientras los habitantes de la isla de Pascua estaban muy ocupados deforestando las tierras altas de su superpoblada isla para establecer plantaciones agrícolas en el siglo XV, no tenían ningún modo de saber que al mismo tiempo, a miles de kilómetros hacia el este y el oeste, la sociedad noruega de Groenlandia y el Imperio jemer sufrían simultáneamente una decadencia terminal, mientras que los anasazi habían desaparecido unos cuantos siglos antes, la sociedad clásica maya, unos pocos siglos más atrás y la Grecia micénica, dos mil años antes. Hoy día, no obstante, encendemos la televisión o la radio o abrimos el periódico y vemos, oímos o leemos acerca de lo que sucedió en Somalia o Afganistán hace unas pocas horas. Nuestros libros y documentales de televisión nos muestran con gran detalle gráfico por qué los habitantes de la isla de Pascua, los mayas clásicos y otras sociedades del pasado desaparecieron. Así pues, tenemos la oportunidad de aprender de los errores de pueblos remotos y de pueblos del pasado. Esta es una oportunidad de la que no gozaron las sociedades del pasado. Mi esperanza al escribir este libro es que haya suficiente gente que decida aprovechar esa oportunidad para marcar una diferencia.