Capítulo 3

El último pueblo vivo: las islas de Pitcairn y Henderson

Pitcairn antes del Bounty * Tres islas dispares * El comercio * El final de la película

Hace muchos siglos, unos inmigrantes llegaron a una tierra fértil aparentemente bendecida con recursos naturales inagotables. Aunque la tierra carecía de unas cuantas materias primas útiles para la industria, esos materiales podían obtenerse fácilmente mediante el comercio ultramarino con territorios más pobres que tenían grandes reservas de ellos. Durante algún tiempo todos los territorios prosperaron y sus poblaciones se multiplicaron.

Pero la población de ese territorio rico se multiplicó finalmente más allá de las cifras que incluso sus abundantes recursos podían soportar. Cuando sus bosques fueron talados y los suelos se erosionaron, la productividad agrícola ya no fue suficiente para producir excedentes para la exportación, para construir barcos ni para alimentar siquiera a su propia población. Con el declive del comercio aumentó la escasez de las materias primas importadas. La guerra civil se extendió a medida que las instituciones políticas establecidas eran derrocadas por una sucesión de líderes militares locales que mudaba de forma caleidoscópica. La población hambrienta del rico territorio sobrevivió volviéndose caníbal. Sus antiguos socios comerciales de ultramar encontraron un destino aún peor: privados de las importaciones de las que habían dependido, saquearon a su vez su propio medio ambiente hasta que no quedó nadie vivo.

¿Representa este lúgubre escenario el futuro de Estados Unidos y nuestros socios comerciales? Todavía no lo sabemos, pero este guión ya se ha representado en tres islas tropicales del Pacífico. Una de ellas, la isla de Pitcairn, es famosa por ser la isla «deshabitada» a la que en 1790 huyeron los amotinados del H.M.S. Bounty. Escogieron Pitcairn porque en aquella época ciertamente estaba deshabitada, era remota y, por tanto, ofrecía un escondite de la vengativa marina británica que los buscaba. Pero los amotinados sí encontraron plataformas de templos, petroglifos y utensilios de piedra que brindaban una muda evidencia de que anteriormente Pitcairn había sustentado una antigua población polinesia. Al este de Pitcairn, una isla aún más remota denominada Henderson sigue deshabitada hasta el día de hoy. Incluso ahora, Pitcairn y Henderson se encuentran entre las islas más inaccesibles del mundo, ya que no hay tráfico aéreo ni marítimo programado y solo recibe visitas de algún yate o crucero ocasionales. Sin embargo, también Henderson alberga abundantes señales de una antigua población polinesia. ¿Qué les sucedió a aquellos isleños de Pitcairn originales y a sus desaparecidos primos de Henderson?

La aventura y el misterio que rodean a los amotinados del H.M.S. Bounty en Pitcairn, revividos en muchos libros y películas, se corresponden con el misterioso final de estas dos poblaciones. La información fundamental de que disponemos sobre ellas ha aparecido por fin gracias a las recientes excavaciones de Marshall Weisler, un arqueólogo de la Universidad de Otago, en Nueva Zelanda, que pasó ocho meses en aquellos solitarios reductos. El destino de los primeros habitantes de las islas de Pitcairn y Henderson demuestra haber estado vinculado a una catástrofe medioambiental ocurrida a cientos de kilómetros, allende los mares, en una isla que era socia comercial de las dos y estaba más poblada que ambas, Mangareva, cuyos habitantes sobrevivieron a costa de reducir drásticamente sus niveles de vida. Por tanto, al igual que la isla de Pascua nos ofrecía el ejemplo más claro de un colapso debido al impacto medioambiental del ser humano con un mínimo de factores de otro tipo que lo complicaran, las islas de Pitcairn y Henderson nos proporcionan los ejemplos más claros de derrumbamiento desencadenado por la quiebra de un socio comercial deteriorado desde el punto de vista medioambiental: un anticipo de los riesgos que corremos hoy día en relación con la moderna globalización. El deterioro medioambiental de las propias islas de Pitcairn y Henderson también contribuyó a que se vinieran abajo, pero no hay ninguna evidencia de que el cambio climático o la presencia de enemigos intervinieran de ningún modo.


Archipiélago de Pitcairn

Mangareva, Pitcairn y Henderson son las únicas islas habitables de la zona conocida como Polinesia sudoriental, que, por otra parte, incluye solo unos pocos atolones de escasa altura que mantienen únicamente poblaciones temporales o en tránsito, pero no colonias permanentes. Estas tres islas habitables se ocuparon de hecho en algún momento alrededor del año 800, tras formar parte de la expansión polinesia hacia el este expuesta en el capítulo anterior. Incluso Mangareva, la isla más occidental de las tres y, por tanto, la más próxima a zonas de Polinesia colonizadas con anterioridad, se encuentra aproximadamente mil seiscientos kilómetros más allá de las islas grandes más cercanas, como las islas de la Sociedad (incluida Tahití) hacia el oeste y las Marquesas hacia el noroeste. A su vez, las islas de la Sociedad y las Marquesas, que son las más grandes y más pobladas de la Polinesia oriental, se encuentran situadas más de mil seiscientos kilómetros al este de las islas con mayor altura y más próximas a la Polinesia occidental, y pueden no haber sido colonizadas hasta quizá casi dos mil años después de la colonización de la Polinesia occidental. Por tanto, Mangareva y sus vecinas, localizadas en la mitad oriental más remota de Polinesia, estaban aisladas de por sí dentro de esa periferia. Probablemente fueron ocupadas desde las islas de la Sociedad o las Marquesas durante el mismo impulso colonizador que alcanzó a las aún más remotas islas de Hawai y Pascua, que acabó de completar la colonización de Polinesia (véanse los mapas de la p. 62).

De aquellas tres islas habitables de la Polinesia sudoriental, la única capaz de mantener sobradamente a la población humana más numerosa, y la mejor dotada de recursos naturales importantes para los seres humanos, era Mangareva. Está compuesta por un gran lago de veinticuatro kilómetros de diámetro protegido por un arrecife exterior, y alberga dos docenas de islas volcánicas apagadas y unos cuantos arrecifes de coral con una extensión total de tierra de dieciséis kilómetros cuadrados. El lago, sus arrecifes y el océano exterior al mismo están repletos de pescado y marisco. Particularmente valiosa entre las especies de moluscos es la variedad de ostra Pinctada margaritifera, una ostra muy grande de la que el lago ofrecía a los colonos polinesios cantidades prácticamente inagotables, y que es la especie utilizada hoy día para criar las famosas perlas negras. Además de que la propia ostra es comestible, su dura concha, de hasta dieciséis centímetros de longitud, era una materia prima ideal que los polinesios tallaban hasta convertirla en anzuelos, utensilios para cortar y rayar vegetales o adornos.

Las islas más altas del lago de Mangareva recibían suficiente lluvia para tener manantiales y arroyos intermitentes, y originalmente estaban cubiertas de bosques. En la estrecha franja de planicie que rodea las costas fue donde los colonos polinesios construyeron sus asentamientos. En las laderas, tras las aldeas, tenían sus cultivos de batata y ñame; en las laderas en terraza y las llanuras situadas a menor altura que los manantiales se plantaba taro, que se regaba con el agua de aquellos; y en las alturas más elevadas se plantaban cultivos arborícolas como el árbol del pan y los plátanos. De este modo, cultivando, pescando y recogiendo marisco, Mangareva habría sido capaz de mantener una población humana de varios millares de habitantes, más de diez veces las posibles poblaciones juntas de Pitcairn y Henderson en los antiguos tiempos polinesios.

Desde la perspectiva polinesia, el inconveniente más relevante de Mangareva era su falta de piedra de calidad para fabricar azuelas y otros utensilios. (Es como si Estados Unidos dispusiera de todos los recursos naturales importantes excepto de yacimientos de hierro de calidad). Los atolones de coral del lago de Mangareva no tenían nada de piedra bruta en absoluto, e incluso las islas volcánicas contaban únicamente con basalto de grano relativamente grueso. Ese basalto era apropiado para construir casas y muros para los huertos, para ser utilizado como piedras de hornos y para fabricar anclas para las canoas, morteros y otros utensilios rudimentarios; pero el basalto de grano grueso solo proporcionaba azuelas de mala calidad.

Afortunadamente, esa deficiencia quedaba espectacularmente solventada en Pitcairn, la más abrupta y mucho menor isla volcánica inactiva (de cuatro kilómetros cuadrados) situada 480 kilómetros al sudeste de Mangareva. Imaginemos el entusiasmo que debió de experimentar el primer destacamento de habitantes de Mangareva cuando, tras varios días de travesía en mar abierto, descubrió Pitcairn, desembarcó en su única playa accesible, ascendió por las empinadas laderas y se encontró con la cantera de Down Rope, la única veta útil de vidrio volcánico del sudeste de Polinesia, cuyas astillas podían utilizarse como afilados utensilios para realizar labores de corte de precisión, el equivalente polinesio de las tijeras y los bisturís. Su alegría debió de convertirse en éxtasis cuando, poco más de un kilómetro más allá siguiendo la costa, descubrieron el filón de Tautama, de basalto de grano fino, que se convirtió en la cantera más grande del sudeste de Polinesia para abastecer de azuelas.

En otros aspectos, Pitcairn ofrecía oportunidades mucho más limitadas que Mangareva. Tenía arroyos intermitentes y sus bosques albergaban árboles lo suficientemente grandes como para poder convertirlos en cascos de canoa con balancín. Pero las acusadas pendientes de Pitcairn y lo reducido de su superficie total se traducían en que el área de planicie adecuada para la agricultura era muy pequeña. Un inconveniente igualmente grave es que la línea costera de Pitcairn carece de arrecifes y el lecho del mar circundante desciende bruscamente, como consecuencia de lo cual la pesca y la recolección de marisco son mucho menos abundantes que en Mangareva. En concreto, Pitcairn no cuenta con ningún vivero de aquellas Pinctada margaritifera tan valiosas para alimentarse y fabricar utensilios. Por tanto, la población total de Pitcairn en época polinesia probablemente no fue muy superior a la de un centenar de habitantes. Los descendientes de los amotinados del Bounty y sus congéneres polinesios que viven en Pitcairn hoy día ascienden solo a 52 habitantes. Cuando su número se incrementó desde los 27 colonos de 1790, que integraban el grupo originario, hasta los 194 descendientes del año 1856, esa población forzó en exceso el potencial agrícola de Pitcairn y gran parte de la población tuvo que ser evacuada por el gobierno británico a la lejana isla de Norfolk.

La isla habitable de Polinesia sudoriental que nos queda, Henderson, es la más grande (22 kilómetros cuadrados), pero también la más remota (160 kilómetros al nordeste de Pitcairn y unos 650 al este de Mangareva) y la menos rentable para la subsistencia humana. A diferencia de Mangareva o Pitcairn, la isla de Henderson no es de origen volcánico, sino que se trata en realidad de un arrecife de coral que los procesos geológicos elevaron unos cien metros sobre el nivel del mar. Por tanto, Henderson carece de basalto o de otras rocas apropiadas para fabricar utensilios. Esa es una limitación grave para una sociedad de fabricantes de utensilios de piedra. Otra grave limitación adicional para cualquier ser humano es que Henderson no cuenta con arroyos o fuentes de agua dulce permanentes, ya que el suelo de la isla es de piedra caliza porosa. En el mejor de los casos, durante los días posteriores a la impredecible llegada de la lluvia, gotea agua de los techos de las cuevas y se pueden encontrar charcos de agua en el suelo. También hay un manantial de agua dulce que borbotea en el océano, aproximadamente a unos seis metros de la costa. Durante los meses que Marshall Weisler pasó en Henderson le costó un trabajo ímprobo obtener agua potable incluso con las modernas lonas impermeabilizadas para recoger agua de lluvia, y tuvo que realizar la mayor parte de la comida y la totalidad de la limpieza e higiene personal con agua salada.

Hasta el suelo fértil de Henderson se reduce a unas pequeñas bolsas de tierra intercaladas entre la caliza. Los árboles más altos de la isla tienen solo unos quince metros de altura y no son suficientemente grandes para convertirlos en cascos de canoa. El raquítico bosque y su correspondiente monte bajo son tan densos que es necesario un machete para penetrar en ellos. Las playas de Henderson son estrechas y están confinadas en el extremo norte; su costa sur está formada por acantilados verticales en los que es imposible desembarcar con un bote; y el extremo sur de la isla es un paisaje de makatea encerrado en filas alternas de crestas y fisuras de piedra caliza muy afiladas. Al extremo sur solo han llegado grupos de europeos en tres ocasiones, entre ellas la del grupo de Weisler. Equipado con sus botas de montañismo, Weisler tardó cinco horas en recorrer los ocho kilómetros que separan la costa norte de Henderson de la costa sur, donde inmediatamente descubrió un refugio de piedra ocupado anteriormente por polinesios descalzos.

Pero Henderson cuenta con algunos atractivos con los que compensar estas tremendas desventajas. En el arrecife y en las aguas próximas poco profundas viven langostas, cangrejos, pulpos y una limitada variedad de peces y mariscos de concha… entre los cuales por desgracia no se incluye la Pinctada margaritifera. En Henderson se encuentra la única playa de desove de tortugas conocida en la Polinesia sudoriental, hasta la cual se aproximan las tortugas verdes para depositar huevos entre los meses de enero y marzo de cada año. En Henderson anidaban antiguamente al menos diecisiete especies de aves marinas, incluyendo colonias de petreles integradas nada menos que por varios millones de individuos, cuyos ejemplares adultos y pichones habrían sido fáciles de atrapar en el nido: suficiente para que una población de un centenar de personas comiera cada uno un pájaro todos los días del año sin poner en peligro la supervivencia de la colonia. La isla también albergaba nueve especies de aves terrestres permanentes, cinco de las cuales no eran voladoras o eran malas voladoras y resultaban por tanto fáciles de atrapar. Entre ellas se encontraban tres especies de grandes palomas que debían de ser particularmente deliciosas.

Todos estos rasgos habrían hecho de Henderson un fantástico lugar para pasar una tarde de excursión en sus orillas, o unas vacaciones cortas para hartarse de marisco, aves y tortugas; pero también un lugar arriesgado y poco rentable en el que tratar de subsistir de forma permanente. Las excavaciones de Weisler mostraron no obstante, para sorpresa de cualquiera que haya visto u oído hablar de Henderson, que la isla albergó según parece una pequeña población permanente, que posiblemente estaba compuesta por unas pocas docenas de habitantes que hicieron un esfuerzo supremo para sobrevivir. La prueba de su anterior presencia nos la ofrecen 98 huesos y dientes humanos que corresponden al menos a diez personas adultas (hombres y mujeres, algunos de ellos de más de cuarenta años), seis chicos y chicas adolescentes y cuatro niños de unas edades comprendidas entre los cinco y los diez años. Concretamente son los huesos de los niños los que hacen pensar que la población era estable: por regla general los actuales isleños de Pitcairn no llevan consigo a niños pequeños cuando van a Henderson a recoger madera o marisco.

Otra prueba de la presencia humana es un inmenso cúmulo de basura enterrado, uno de los más grandes que conocemos en la Polinesia sudoriental, que tiene casi trescientos metros de longitud y casi treinta de anchura y se extiende a lo largo de la playa de la costa septentrional, frente al único paso a través del arrecife que circunda Henderson. Entre la basura del vertedero dejada atrás durante generaciones de personas que se dieron el banquete, e identificados en pequeñas fosas de control excavadas por Weisler y sus colegas, hay enormes cantidades de huesos de pescado (¡14 751 huesos de peces en solo dos tercios del casi un metro cúbico de arena analizado!), más 42 213 huesos de aves entre los que había decenas de miles de huesos de aves marinas (especialmente de petreles, charranes y faetones) y miles de huesos de aves terrestres (sobre todo de palomas no voladoras, calamones y lavanderas). Cuando se hace una extrapolación a partir del número de huesos de la pequeña fosa de control de Weisler para averiguar la cifra probable del vertedero entero, se calcula que a lo largo de los siglos los isleños de Henderson debieron de haber dispuesto de los restos de decenas de millones de peces y aves. La datación mediante radiocarbono más antigua asociada a seres humanos en Henderson procede de ese vertedero, y la siguiente más antigua procede de la playa de la costa nordeste en la que anidan las tortugas, lo cual supone que la gente se instaló primero en esas zonas, donde podían darse el festín con la captura de alimentos silvestres.

¿Dónde podría vivir la gente en una isla que no es nada más que un arrecife de coral elevado con árboles bajos? De entre las islas habitadas o antiguamente habitadas por polinesios, Henderson es única por su ausencia casi total de edificaciones, como los altares o las viviendas habituales. Solo hay tres señales de algún tipo de construcción: en la zona del vertedero, una vereda empedrada y unos agujeros para postes, los cuales hacen pensar en los cimientos de una casa o un refugio; un pequeño y bajo muro de protección contra el viento; y unas cuantas losas de roca de playa para una cámara mortuoria. Por el contrario, en las zonas más próximas a la costa, literalmente todas las cuevas y oquedades que tienen el suelo llano y una abertura practicable —incluso las cavidades más pequeñas, de solo tres metros de anchura y dos metros de profundidad, apenas suficientemente grandes para que se resguardaran del sol unas pocas personas— contenían restos que atestiguaban la antigua ocupación humana. Weisler encontró dieciocho de estos refugios, de los cuales quince estaban en las muy explotadas costas norte, nordeste y noroeste próximas a las únicas playas, y los otros tres (todos ellos muy estrechos) se localizaban en los acantilados más orientales y sudorientales. Como la isla de Henderson es lo suficientemente pequeña para que Weisler pudiera inspeccionar casi toda la costa, esas dieciocho cuevas y refugios, más un refugio de la playa norte, constituyen probablemente todas las «viviendas» de la población de Henderson.

El carbón vegetal, las pilas de piedras y los depósitos de restos de cultivos mostraban que la zona nordeste de la isla había sido laboriosamente quemada y parcelada en huertos, donde se podían plantar cultivos en bolsas naturales de suelo que se prolongaban en montículos apilando piedras en la superficie. Entre los cultivos polinesios y las plantas útiles que fueron introducidas intencionadamente por los colonizadores, y que han sido identificados en los emplazamientos arqueológicos de Henderson o que aún crecen silvestres allí en la actualidad, se encuentran los cocos, los plátanos, el taro de pantano, posiblemente el propio taro común, varias especies de árboles leñosos, aleuritas de cuyos frutos secos se queman las cáscaras para alumbrar, el hibisco que proporciona fibra para hacer sogas y el arbusto de drago. Las raíces azucaradas de esta última se emplean normalmente como suministro alimenticio de emergencia en otros lugares de Polinesia, pero en Henderson constituían evidentemente un producto alimenticio vegetal de primer orden. Las hojas del arbusto de drago podían utilizarse para elaborar vestidos, empajados para casas y envoltorios de alimentos. Todos esos cultivos ricos en azúcar y almidón se sumaban a una dieta ya de por sí alta en carbohidratos, lo cual puede explicar por qué los dientes y las mandíbulas de los isleños de Henderson que encontró Weisler presentan tantas señales de haber padecido enfermedades periodontales, desgaste y pérdida de piezas dentales que producirían pesadillas a un dentista. La mayor parte de las proteínas de los isleños debían de proceder de las aves salvajes y el marisco, pero el hallazgo de un par de huesos de cerdo indica que criaron o llevaron cerdos al menos de vez en cuando.

Por consiguiente, la Polinesia sudoriental ofrecía a los colonizadores solo unas pocas islas potencialmente habitables. Mangareva, la que era capaz de soportar la mayor población, era en gran medida autosuficiente para las necesidades vitales polinesias, a excepción de la falta de piedra de calidad. De las otras dos islas, Pitcairn era tan pequeña y Henderson, tan ecológicamente poco rentable, que cada una de ellas podía mantener únicamente a una pequeña población incapaz de convertirse en una sociedad humana viable a largo plazo. Ambas eran también deficitarias en recursos importantes; Henderson hasta tal punto que en la actualidad a nosotros, a quienes no se nos ocurriría ir allí ni siquiera para pasar un fin de semana sin un arcón de herramientas completo, agua potable y algún otro alimento distinto del marisco, nos parece inconcebible que los polinesios consiguieran sobrevivir allí de forma estable. Pero tanto Pitcairn como Henderson ofrecían atractivos que compensaban a los polinesios: en el primer caso la piedra de alta calidad, y en el segundo la abundancia de marisco y aves.

Las excavaciones arqueológicas de Weisler revelaron evidencias de consideración sobre el comercio entre las tres islas, mediante el cual se suplían las deficiencias de cada isla con los excedentes de las otras dos. Los artículos de comercio, incluso aquellos que carecían de carbono orgánico apropiado para poder datarlos mediante radiocarbono (como los utensilios de piedra), pueden fecharse no obstante mediante mediciones de radiocarbono del carbón vegetal extraído de las mismas capas arqueológicas en que se encontraron. De ese modo, Weisler determinó que el comercio comenzó al menos antes del año 1000, probablemente de forma simultánea a la primera colonización por seres humanos, y que se prolongó durante muchos siglos. Numerosos objetos extraídos en las excavaciones de Weisler en Henderson podrían identificarse inmediatamente como importaciones, ya que estaban fabricados con materiales ajenos a Henderson: anzuelos y utensilios de corte hechos con conchas de ostra, herramientas cortantes de vidrio volcánico y azuelas y piedras de horno de basalto.

¿De dónde procedían esas importaciones? Una suposición razonable es que las conchas de ostra para los anzuelos procedieran de Mangareva, puesto que las ostras abundan allí pero no se dan en Pitcairn ni en Henderson, y también porque las otras islas con viveros de ostras están mucho más distantes que Mangareva. También se han encontrado unos pocos artefactos de concha de ostra en Pitcairn, y de igual modo se supone que proceden de Mangareva. Pero representa un problema mucho más difícil identificar el origen de los artefactos de roca volcánica encontrados en Henderson, ya que tanto Mangareva como Pitcairn, además de muchas otras islas polinesias más lejanas, son de origen volcánico.

De modo que Weisler desarrolló o adaptó técnicas para discriminar las piedras volcánicas de distintos orígenes. Los volcanes arrojan al exterior muchos tipos distintos de lava, de las cuales el basalto (el tipo de roca volcánica que se da en Mangareva y Pitcairn) se caracteriza por su composición química y su coloración. Sin embargo, los basaltos de otras islas, y a menudo incluso de las distintas canteras de una misma isla, difieren entre sí en detalles más sutiles de su composición química, como el contenido relativo de elementos principales (como el silicio o el aluminio) o de elementos secundarios (como el niobio y el zirconio). Un detalle aún más sutil que los diferencia es que el plomo se presenta de forma natural bajo la forma de varios isótopos (es decir, formas diferentes que varían ligeramente en peso atómico), cuyas proporciones también difieren de una fuente de basalto a otra. Para un geólogo, todos estos detalles en cuanto a la composición constituyen una huella dactilar que puede permitirle identificar que un utensilio de piedra procede de una determinada isla o cantera.

Weisler analizó la composición química y, junto con un colega, las proporciones de isótopos de plomo de docenas de utensilios y fragmentos de piedra (desprendidos posiblemente mientras se elaboraban o reparaban utensilios de piedra) que había extraído de capas ya datadas de yacimientos arqueológicos de Henderson. Los comparó y analizó las rocas volcánicas de canteras y las afloraciones de roca de Mangareva y Pitcairn, orígenes más probables de la roca importada a Henderson. Solo para asegurarse, analizó también la roca volcánica de islas polinesias que estaban mucho más alejadas y que, por tanto, era menos probable que hubieran servido de fuente para las importaciones de Henderson, entre las que se encontraban Hawai, Pascua, las islas Marquesas, las islas de la Sociedad y Samoa.

Las conclusiones obtenidas mediante estos análisis eran inequívocas. Todas las piezas de vidrio volcánico analizadas que se habían hallado en la isla de Henderson procedían de la cantera Down Rope de Pitcairn. La inspección visual de los fragmentos ya sugería esa conclusión antes incluso de realizar ningún análisis químico, ya que el vidrio volcánico de Pitcairn está teñido de un modo característico con fragmentos negros y grises. La mayor parte de las azuelas de basalto de Henderson, y las astillas de basalto que seguramente son de restos de fabricación de azuelas, procedían también de la isla de Pitcairn, pero algunas otras procedían de Mangareva. Aunque en Mangareva se ha llevado a cabo una búsqueda de artefactos de piedra mucho menos intensiva que en Henderson, algunas azuelas también estaban hechas a todas luces de basalto de Pitcairn, importado presumiblemente por su superior calidad respecto al basalto de la propia Mangareva. Inversamente, de las piedras de basalto vesicular extraídas en Henderson, la mayoría procedían de Mangareva, pero una minoría procedían de Pitcairn. Este tipo de piedra se utilizaba de forma habitual en toda Polinesia como piedras de horno, para calentarlas en el fuego para cocinar al modo en que hoy se utilizan en las barbacoas modernas pedazos de carbón vegetal. Muchas de esas supuestas piedras de horno se encontraron en fosos de cocina de Henderson y mostraban señales de haber sido calentadas, lo cual confirma la función que se les atribuye.

En pocas palabras: en la actualidad los estudios arqueológicos han documentado un antiguo florecimiento del comercio de materias primas y posiblemente también de utensilios acabados: de conchas de ostra, de Mangareva a Pitcairn y Henderson; de vidrio volcánico, de Pitcairn a Henderson; y de basalto, de Pitcairn a Mangareva y Henderson y de Mangareva a Henderson. Además, los cerdos de Polinesia y sus plátanos, taro y demás cultivos importantes son especies que no se daban en las islas polinesias antes de que llegaran los seres humanos. Si Mangareva fue colonizada antes que Pitcairn y Henderson, cosa probable puesto que Mangareva es la más cercana de las tres a otras islas polinesias, entonces es probable también que el comercio desde Mangareva suministrara los cultivos y cerdos indispensables para Pitcairn y Henderson. Especialmente en la época en que se estaban fundando las colonias de Mangareva en Pitcairn y Henderson, las canoas que llevaban a esas islas artículos procedentes de Mangareva representaban un cordón umbilical esencial para poblar y aprovisionar las nuevas colonias, además de ejercer la posterior función de constituir una tabla de salvación permanente.

En lo que se refiere a los productos que a cambio exportaba Henderson a Pitcairn y Mangareva, solo podemos hacer suposiciones. Deben de haber sido elementos perecederos con pocas probabilidades de perdurar en los yacimientos arqueológicos de Pitcairn y Mangareva, puesto que Henderson carece de piedras o conchas que valga la pena exportar. Un posible candidato son las tortugas marinas vivas, que de toda la Polinesia sudoriental se reproducen hoy día únicamente en Henderson y eran muy apreciadas en toda Polinesia como alimento de lujo y prestigio, consumido principalmente por los jefes; al igual que las trufas y el caviar en la actualidad. Un segundo candidato son las plumas rojas de loro, de paloma bronceada y de faetón de cola roja de la isla de Henderson, ya que las plumas rojas eran otro prestigioso artículo de lujo que se utilizaba como adorno y en los mantos de pluma de Polinesia, análogo al oro y a la piel de marta en la actualidad.

De todos modos, tanto entonces como ahora los intercambios de materias primas y artículos manufacturados y de lujo no habrían sido la única razón del comercio y los viajes transoceánicos. Incluso después de que las poblaciones de Pitcairn y Henderson hubieran aumentado hasta alcanzar su máximo tamaño posible, sus cifras —aproximadamente un centenar y unas pocas docenas de individuos respectivamente— eran tan bajas que las personas en edad casadera habrían encontrado pocas parejas potenciales en la isla, y la mayoría de estas posibles parejas habrían sido parientes próximos sometidos al tabú del incesto. Por tanto, los intercambios de parejas casaderas habrían sido una función importante del comercio con Mangareva. También habría servido para llevar artesanos especializados en determinadas destrezas técnicas desde la gran población de Mangareva hasta Pitcairn y Henderson, y para importar a cambio cultivos que por casualidad hubieran desaparecido de las pequeñas zonas cultivables de Pitcairn y Henderson. Del mismo modo, más recientemente los vuelos de abastecimiento desde Europa se revelaron esenciales no solo para poblar y aprovisionar, sino también para mantener, las colonias europeas de ultramar en América y Australia, que necesitaron mucho tiempo para desarrollar siquiera los rudimentos de la autosuficiencia. Desde la perspectiva de los habitantes de las islas de Mangareva y Pitcairn, todavía quedaría otra función verosímil del comercio con Henderson. Para las canoas polinesias el viaje desde Mangareva a Henderson supondría cuatro o cinco días de navegación; y desde Pitcairn hasta Henderson, aproximadamente un día. Mi experiencia sobre las travesías marítimas en canoa de nativos del Pacífico se basa en viajes mucho más cortos, en los cuales nunca logro superar el terror ante la posibilidad de que una canoa vuelque o se rompa, cosa que ya en una ocasión me costó casi la vida. Eso hace que la sola idea de realizar un viaje de varios días en canoa a través del océano abierto me resulte insoportable, algo que solo una desesperada necesidad de salvar la vida podría inducirme a emprender. Pero para los actuales pueblos marineros del Pacífico, que se hacen a la mar en sus canoas para emprender travesías de cinco días solo para comprar cigarrillos, los viajes forman parte de la vida normal. Para los antiguos habitantes polinesios de Mangareva o Pitcairn, una visita a Henderson para pasar una semana habría significado una excursión maravillosa, una oportunidad de darse el festín con las tortugas y sus huevos y con los millones de aves marinas que anidaban en Henderson. Para los isleños de Pitcairn concretamente, que vivían en una isla sin arrecifes, ni aguas poco profundas y tranquilas, ni viveros ricos en marisco, Henderson habría resultado atractiva también por el pescado, el marisco y, simplemente, por la oportunidad de deambular por la playa. Por esa misma razón, hoy día los descendientes de los amotinados del Bounty, aburridos en su diminuta prisión insular, saltan de alegría ante la perspectiva de unas «vacaciones» en la playa de un atolón de coral a unos pocos cientos de kilómetros de distancia. Mangareva, además, era el eje geográfico de una red comercial mucho más amplia, cuyo destino más próximo era la travesía oceánica hasta Pitcairn y Henderson a unos pocos cientos de kilómetros hacia el sudeste. Los destinos más lejanos, de aproximadamente mil seiscientos kilómetros cada uno, conectaban Mangareva con las islas Marquesas en dirección norte noroeste, con las islas de la Sociedad en dirección oeste noroeste, y posiblemente con las islas Australes justamente hacia el oeste. Las docenas de pequeños atolones de coral del archipiélago de Tuamotú proporcionaban pequeños peldaños intermedios para fragmentar esas travesías. Exactamente igual que la población de varios miles de personas de Mangareva hacía parecer pequeña la de Pitcairn y Henderson, las poblaciones de las islas de la Sociedad y las Marquesas (de aproximadamente cien mil personas cada una) dejaban pequeña a la de Mangareva.

En el curso de los estudios que realizó Weisler sobre la composición química del basalto aparecieron rotundas evidencias de la existencia de esta red comercial más amplia cuando tuvo la buena fortuna de identificar, entre las diecinueve azuelas recogidas en Mangareva, dos azuelas de basalto procedentes de una cantera de las islas Marquesas y otra de una cantera de las islas de la Sociedad. Otras evidencias proceden de utensilios cuyo estilo difería de una isla a otra, como las azuelas, las hachas, los anzuelos, los cebos para pulpos, los arpones y las limas. Las semejanzas de estilo en el diseño de utensilios entre diferentes islas, y también la aparición en una isla de muestras de un tipo de herramienta de otra isla, atestiguan el comercio sobre todo entre las islas Marquesas y Mangareva, con una particular acumulación de utensilios del estilo de las Marquesas en Mangareva en torno a los años 1100 a 1300, lo cual indica que aquella época fue un período cumbre en los viajes entre esas islas. Aún hay otras evidencias adicionales procedentes de los estudios del lingüista Steven Fischer, que concluye que la lengua de Mangareva, tal como la conocemos en la época reciente, deriva de la lengua llevada originalmente a Mangareva por sus primeros colonizadores y después enormemente modificada por los subsiguientes contactos con la lengua de las islas Marquesas sudorientales (la parte del archipiélago de las Marquesas más cercana a Mangareva).

En lo que se refiere a las funciones de todo aquel comercio y contacto entre esa red más amplia, debemos decir que una era sin duda económica, exactamente igual que en la red de menor rango formada por Mangareva, Pitcairn y Henderson, puesto que los recursos de cada grupo de islas de la red eran complementarios. Las Marquesas eran la «madre patria», que disponía de una enorme extensión de tierras, albergaba una población humana numerosa y contaba con una buena cantera de basalto, pero cuyos recursos marinos eran escasos porque no había lagunas ni hileras de arrecifes. Mangareva, una «segunda madre patria», presumía de un inmenso y prolífico lago, que quedaba ensombrecido porque solo contaba con una pequeña extensión de tierras, poca población y una piedra de calidad inferior. Las colonias de Pitcairn y Henderson, hijas de Mangareva, tenían el inconveniente de contar con una extensión de tierras y una población minúsculas pero con una piedra magnífica (Pitcairn) y con fantásticos artículos de lujo (Henderson). Por último, el archipiélago de Tuamotú solo ofrecía una pequeña extensión de tierra y nada de piedra, pero buen marisco y una ubicación intermedia adecuada para servir de peldaño en las travesías más largas.

A juzgar por los artefactos encontrados en las capas arqueológicas de la isla de Henderson datadas mediante radiocarbono, el comercio interior en la Polinesia sudoriental se prolongó desde aproximadamente el año 1000 hasta 1450. Pero antes del año 1500 se había interrumpido tanto el comercio en la Polinesia sudoriental como con los otros destinos que irradiaban desde el eje de Mangareva. Las capas arqueológicas posteriores de Henderson ya no contienen más conchas de ostra importadas de Mangareva, ni vidrio volcánico de Pitcairn, ni basalto de grano fino de Pitcairn para utensilios cortantes, ni piedras de horno de basalto de Mangareva ni Pitcairn. Aparentemente las canoas dejaron de llegar tanto desde Mangareva como desde Pitcairn. Como los árboles existentes en la propia isla de Henderson son demasiado pequeños para construir canoas con ellos, la población de Henderson, de unas pocas docenas de habitantes, estaba ahora atrapada en una de las islas más remotas y desalentadoras del mundo. Los isleños de Henderson se enfrentaron a un problema que a nosotros nos parece irresoluble: cómo sobrevivir en un arrecife calizo elevado sin ningún metal, sin otras rocas que no sean calizas y sin ningún tipo de importaciones.

Sobrevivieron de formas que sorprenden por su mezcla de ingenio, desesperación y patetismo. Para sustituir la piedra como materia prima de las azuelas recurrieron a las conchas de almejas gigantes. Para los punzones para perforar agujeros recurrieron a los huesos de aves. Para las piedras de horno, se dirigieron hacia la caliza, el coral o las conchas de almejas gigantes, todo lo cual era de calidad inferior que el basalto porque retiene el calor durante menos tiempo, tiende a romperse tras calentarse y no se puede reutilizar tan a menudo. Ahora hacían sus anzuelos con concha de una variedad de moluscos bivalvos del género isognomon, que es mucho más pequeña que la de la Pinctada margaritifera, hasta el punto de que solamente se puede obtener un anzuelo por concha (en lugar de una docena de anzuelos por cada concha de ostra) y condiciona el tipo de anzuelo que se puede fabricar.

La datación mediante radiocarbono hace pensar que, realizando grandes esfuerzos en esa dirección, la población de Henderson, originalmente compuesta por unas cuantas docenas de personas, sobrevivió durante varias generaciones, posiblemente un siglo o más, después de que desapareciera todo contacto con Mangareva y Pitcairn. Pero para el año 1606, el año del «descubrimiento» de Henderson por los europeos, cuando una barca de un navío español que iba de paso desembarcó en la isla y no vio a nadie, la población de Henderson ya había dejado de existir. La población de Pitcairn había desaparecido al menos hacia 1790 (el año en que los amotinados del Bounty llegaron y encontraron la isla deshabitada), pero probablemente desapareció mucho antes.

¿Por qué se interrumpió el contacto de Henderson con el mundo exterior? Seguramente ello era producto de cambios medioambientales desastrosos en Mangareva y Pitcairn. En toda Polinesia, la colonización humana de unas islas que habían evolucionado durante millones de años en ausencia de seres humanos desembocó en el deterioro del hábitat y la extinción masiva de plantas y animales. Mangareva era especialmente susceptible a la deforestación por la mayoría de los motivos que señalé en el capítulo anterior para la isla de Pascua: latitud alta, baja precipitación de cenizas y polvo, etcétera. El deterioro del hábitat fue extremo en el accidentado interior de Mangareva, la mayor parte del cual los isleños pasaron a deforestar con el fin de desbrozar terrenos para crear huertos. Como consecuencia de ello, la lluvia arrastró ladera abajo la capa superior del suelo y el bosque fue reemplazado por un manto de helechos, que era una de las pocas plantas que podían crecer en un suelo ahora desnudado. Esa erosión del suelo de las colinas eliminó gran parte de la extensión anteriormente disponible en Mangareva para cultivar hortalizas y árboles. La deforestación también redujo indirectamente los rendimientos de la pesca, puesto que no quedaban árboles suficientemente grandes para construir canoas. En 1797, cuando los europeos «descubrieron» Mangareva, los isleños no tenían canoas, sino simplemente balsas.

Con demasiadas personas y escasa comida, la sociedad de Mangareva fue deslizándose hacia una pesadilla de guerra civil y hambre crónicas cuyas consecuencias recuerdan con detalle los actuales isleños. Para las proteínas, la población recurrió al canibalismo, no solo en la modalidad de comer personas recién muertas, sino también de desenterrar y comer cadáveres ya sepultados. A lo largo y ancho de toda la valiosa tierra de cultivo restante estallaron luchas permanentes; el bando ganador redistribuía las tierras de los perdedores. Allí donde antes imperaba un sistema político jerárquico basado en jefes hereditarios, asumieron el poder guerreros no hereditarios. La idea de que unas dictaduras militares liliputienses en el este y el oeste de Mangareva lucharan por el control de una isla de solo ocho kilómetros de longitud podría parecer graciosa si no resultara tan trágica. Todo ese caos político en condiciones de aislamiento habría hecho difícil reunir la fuerza de trabajo y las provisiones necesarias para emprender viajes en canoa a través del océano, o marcharse durante un mes y dejar indefenso el huerto propio, aun cuando hubieran estado disponibles los mismísimos árboles con los que construir canoas. Con el hundimiento de Mangareva como eje, el conjunto de la red comercial de la Polinesia oriental que había unido Mangareva con las islas de la Sociedad, las Marquesas, Tuamotú, Pitcairn y Henderson se desintegró, tal como lo avalaban los estudios de Weisler sobre la procedencia de las azuelas de basalto.

Aunque sabemos mucho menos acerca de los cambios medioambientales de Pitcairn, las más limitadas excavaciones arqueológicas realizadas allí por Weisler indican deforestación y erosión masivas también en esa isla. La propia Henderson sufrió igualmente un deterioro medioambiental que redujo su capacidad de acogida de seres humanos. Cinco de sus nueve especies de aves terrestres (incluidas las tres grandes palomas) y las colonias de aproximadamente seis de las especies de aves marinas que anidaban allí fueron exterminadas. Estas extinciones probablemente fueron consecuencia de una combinación de caza para obtener comida, destrucción del hábitat debido a la quema de zonas de la isla para crear huertos y depredación por parte de las ratas que llegaron como polizones en las canoas polinesias. Hoy día, esas ratas continúan alimentándose de polluelos y ejemplares adultos de las especies de aves marinas supervivientes, que son incapaces de defenderse porque evolucionaron en ausencia de ratas. En Henderson las evidencias arqueológicas de los huertos datan de una fecha posterior a la desaparición de esas aves, lo cual hace pensar que la población se vio obligada a depender de los huertos por la merma de sus fuentes de alimentos originales. En los yacimientos arqueológicos de la costa nordeste de Henderson, la desaparición de conchas de gasterópodos comestibles del género cerithium y el declive de otros caparazones de moluscos gasterópodos de la subclase de los prosobranquios en los años posteriores sugieren también la posibilidad de sobreexplotación de los moluscos.

Por tanto, el deterioro medioambiental, que desembocó en el caos social y político y en la desaparición de la madera para las canoas, acabó con el comercio entre las islas de la Polinesia sudoriental. Ese final del comercio habría agudizado los problemas de los habitantes de Mangareva, aislados ahora de las fuentes de piedra de calidad procedentes de Pitcairn, las islas Marquesas y las islas de la Sociedad para fabricar utensilios. Para los habitantes de Pitcairn y Henderson, las consecuencias fueron aún peores: en última instancia, no quedó nadie vivo en esas islas.

En cierto modo, la desaparición de las poblaciones de las islas de Pitcairn y Henderson debió de ser consecuencia de la ruptura del cordón umbilical que las unía a Mangareva. La vida en Henderson, siempre difícil, se habría vuelto más difícil aún con la pérdida de toda la piedra volcánica que se importaba. ¿Murió todo el mundo a la vez en una catástrofe masiva o fueron mermando las poblaciones poco a poco hasta que quedara un único superviviente, que continuó viviendo solo con sus recuerdos durante muchos años? Eso le sucedió realmente a la población indígena de la isla de San Nicolás, próxima a Los Ángeles, que quedó reducida finalmente a una mujer que sobrevivió completamente aislada durante dieciocho años. ¿Pasaron mucho tiempo en las playas los últimos isleños de Henderson, generación tras generación, oteando el mar con la esperanza de atisbar las canoas que habían dejado de llegar, incluso hasta que el recuerdo del aspecto que tenía una canoa fuera desvaneciéndose?

Aunque los detalles de cómo fue apagándose la vida humana en las islas de Pitcairn y Henderson aún se desconocen, no puedo apartarme de ese misterioso drama. Mentalmente ensayo finales alternativos de la película orientando mis especulaciones mediante lo que sé que realmente les ocurrió a algunas otras sociedades aisladas. Cuando un grupo de personas se ve atrapado en un lugar del que no tiene posibilidad de emigrar, los enemigos ya no pueden resolver las tensiones simplemente distanciándose. Esas tensiones pueden haber estallado en asesinatos masivos, como los que posteriormente casi destruyeron la propia colonia de los amotinados del Bounty en Pitcairn. El asesinato también podría haberse visto impulsado por la escasez de comida y el canibalismo, como les sucedió a los habitantes de Mangareva, de la isla de Pascua y —más cerca de casa para los estadounidenses— de la expedición Donner a California. Quizá la gente que se desesperaba optaba por el suicidio colectivo, que recientemente fue la opción escogida cerca de San Diego, en California, por 39 miembros de la secta Heaven's Gate («La puerta del cielo»). La desesperación podría haber desembocado, por el contrario, en la locura, que fue el destino que sufrieron algunos miembros de la expedición belga al Antártico cuyo barco quedó atrapado en el hielo durante más de un año en 1898-1899. Otro final catastrófico adicional podría haber sido la muerte por inanición, que fue la suerte corrida por la guarnición japonesa abandonada a su suerte en la isla Wake durante la Segunda Guerra Mundial, y que quizá se pudo ver acentuada por una sequía, un tifón, un tsunami o algún otro desastre medioambiental.

Luego mi mente deriva hacia posibles finales de la película más amables. Después de unas cuantas generaciones de aislamiento en Pitcairn o Henderson, todos los habitantes de esa microsociedad compuesta por un centenar o unas pocas docenas de habitantes habrían sido primos de algún otro, y se habría vuelto imposible contraer matrimonio sin violar el tabú del incesto. Por tanto, la gente puede simplemente haber envejecido junta y haber dejado de tener hijos, como les sucedió a los últimos supervivientes de los indios yahi de California, el conocido como Ishi y sus tres compañeras. Si la pequeña población ignoraba el tabú del incesto, la endogamia resultante pudo originar la proliferación de anomalías físicas congénitas, tal como se ejemplifica con la sordera de la isla de Martha's Vineyard, frente al estado de Massachusetts, o de la remota isla atlántica de Tristan da Cunha.

Posiblemente no lleguemos a saber nunca de qué modo acabaron realmente las películas de Pitcairn y Henderson. No obstante, al margen de los detalles últimos, el esbozo principal de la historia sí está claro. Las poblaciones de Mangareva, Pitcairn y Henderson infligieron todas ellas importantes daños en sus entornos y destruyeron muchos de los recursos necesarios para vivir. Los isleños de Mangareva eran suficientemente numerosos para sobrevivir, si bien bajo condiciones crónicas espantosas y con una reducción drástica de su nivel de vida. Pero desde el principio, incluso antes de la acumulación de deterioro ambiental, los habitantes de Pitcairn y Henderson habían sido dependientes de las importaciones de productos agrícolas, tecnología, piedra, concha de ostras y personas de su población madre en Mangareva. Con la decadencia de Mangareva y su incapacidad para mantener las exportaciones, ni siquiera los esfuerzos más heroicos para adaptarse pudieron salvar a las últimas personas vivas de Pitcairn y Henderson. En caso de que esas islas nos parezcan todavía demasiado remotas en el tiempo y el espacio como para ser relevantes para nuestras sociedades modernas, pensemos simplemente en los riesgos (así como en los beneficios) de nuestras crecientes globalización e interdependencia económica mundial. Muchos territorios ecológicamente frágiles pero económicamente importantes (pensemos en el petróleo) ya nos afectan al resto de nosotros, exactamente igual que Mangareva afectó a Pitcairn y Henderson.