Capítulo 4

Los antiguos: los anasazi y sus vecinos

Agricultores del desierto * Los anillos de los árboles * Estrategias agrícolas * Los problemas y los roedores del Chaco * Integración regional * Decadencia y fin del Chaco * El mensaje del Chaco

De todos los emplazamientos en los que han desaparecido las sociedades que se analizan en este libro, los más remotos son las islas de Pitcairn y Henderson, objeto del capítulo anterior. En el extremo opuesto, los más próximos al hogar de los estadounidenses, se encuentran los emplazamientos anasazi del Parque Histórico Nacional de la Cultura de El Chaco y el Parque Nacional de Mesa Verde, que se localizan en el sudoeste de Estados Unidos, en Nuevo México, respectivamente junto a la autopista 57 del estado y la autopista interestatal 666, a menos de mil kilómetros de mi hogar en Los Ángeles. Al igual que las ciudades mayas, que serán objeto del próximo capítulo, estas y otras ruinas de antiguos indígenas americanos constituyen atracciones turísticas populares que reciben anualmente la visita de miles de ciudadanos actuales del Primer Mundo. Una de esas antiguas culturas del sudoeste de Estados Unidos, la de los indios mimbres, es también la predilecta de los coleccionistas de arte debido a su hermosa cerámica decorada con motivos geométricos y figuras realistas: una tradición única desarrollada por una sociedad que apenas contaba con cuatro mil habitantes y que vivió su momento de esplendor únicamente durante unas pocas generaciones antes de desaparecer súbitamente.

Reconozco que las sociedades del sudoeste de Estados Unidos produjeron consecuencias a una escala mucho menor que las ciudades mayas, ya que sus poblaciones se contaban solo por miles de habitantes en lugar de por millones. Como consecuencia de esto, las ciudades mayas son mucho más grandes en extensión, albergan monumentos y arte más espléndidos, fueron el resultado de unas sociedades considerablemente más estratificadas comandadas por reyes y disponían de escritura. Pero los anasazi consiguieron construir las edificaciones de piedra más grandes y más altas de América del Norte antes de que en la década de 1880 surgieran los rascacielos de Chicago hechos a base de vigas de acero. Aun cuando los anasazi carecían de un sistema de escritura como el que nos permite datar las inscripciones mayas en un día exacto, veremos que muchas estructuras del sudoeste de Estados Unidos pueden no obstante datarse con una precisión de un año, lo cual permite que los arqueólogos expliquen la historia de esas sociedades con una resolución temporal mucho más detallada de lo que puede hacerse con las islas de Pascua, Pitcairn y Henderson.

En el sudoeste de Estados Unidos no nos enfrentamos a una única cultura y una única desaparición, sino a toda una serie de ellas (véase el mapa).

Emplazamientos Anasazi

Entre las culturas del sudoeste de Estados Unidos que sufrieron ocasos regionales, reorganizaciones drásticas o abandonos en diferentes ubicaciones y distintas épocas, se encuentran la de los mimbres en torno al año 1130, la del cañón del Chaco, la de los navajos del norte de Black Mesa y los anasazi Virgen a mediados o finales del siglo XII, la de los mesa verde y los anasazi Kayenta alrededor de 1300, la de los indios mogollón en torno a 1400 y, posiblemente, nada menos que en el siglo XV la de los hohokam, famosos por su elaborado sistema de agricultura de regadío. Aunque todas estas transiciones bruscas se produjeron antes de que en 1492 Colón desembarcara en el Nuevo Mundo, los anasazi no desaparecieron como pueblo; subsistieron hasta hoy integrándose en otras sociedades de indígenas del sudoeste de Estados Unidos que incorporaron a algunos de sus descendientes, como los pueblos hopi y zuñí. ¿Qué explica todos estos declives o cambios abruptos en tantas sociedades vecinas?

Las explicaciones que sienten predilección por un único factor invocan el deterioro medioambiental, la guerra o el canibalismo. En realidad, el terreno de la prehistoria del sudoeste de Estados Unidos constituye un cementerio para las explicaciones que recurren a un único factor. Intervinieron múltiples factores, pero todos remiten al problema esencial de que el sudoeste de Estados Unidos es un entorno frágil y poco rentable para la agricultura; como también lo es gran parte del mundo actual. Tiene una pluviosidad baja e impredecible, unos suelos que se agotan rápidamente y unas tasas de repoblación forestal muy bajas. Los problemas medioambientales, particularmente las sequías importantes y los episodios de erosión de los lechos de los ríos, tienden a repetirse a intervalos mucho más largos que los de una vida humana o el alcance de la memoria oral. Dadas estas graves dificultades, resulta admirable que los indígenas americanos del sudoeste de Estados Unidos desarrollaran como lo hicieron unas sociedades agrícolas tan complejas. El testimonio de su éxito reside en que hoy día la mayor parte de este territorio mantiene a una población mucho menor que en los tiempos de los anasazi y cultiva su propia comida. Mientras conducía a través de territorios desérticos salpicados con los restos de antiguas casas, presas y sistemas de regadío de los antiguos anasazi, hechos todos ellos de piedra, para mí fue una experiencia conmovedora e inolvidable ver cómo el paisaje estaba ahora prácticamente vacío y solo mostraba de vez en cuando alguna casa ocupada. El ocaso de los anasazi y de otras sociedades del sudoeste de Estados Unidos nos brinda no solo una historia apasionante sino también instructiva para los fines de este libro, e ilustra a la perfección cómo interaccionan el impacto ambiental humano y el cambio climático, cómo los problemas medioambientales y demográficos agudos desembocan en la guerra, cuáles son los riesgos que asumen las sociedades complejas no autosuficientes que dependen de las importaciones y exportaciones, y cómo las sociedades desaparecen súbitamente poco después de haber alcanzado su cumbre de poderío y de cifras de población.

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Sabemos mucho de la prehistoria del sudoeste de Estados Unidos gracias a que los arqueólogos gozan de dos grandes ventajas en esos territorios. Una es la técnica de análisis de las paleomadrigueras de una especie de ratón, la cual expondré más abajo y nos proporciona con una precisión de fechas ceñida a unas pocas décadas lo que sería una cápsula temporal que contiene información sobre las plantas que crecían a unos pocos kilómetros de estos estercoleros fósiles. Esa ventaja ha permitido que los paleobotánicos reconstruyan los cambios de la vegetación local. La otra gran ventaja permite que los arqueólogos daten las edificaciones de estos emplazamientos con una precisión de un año mediante los anillos de los árboles de las vigas de madera con la que se construyeron dichas edificaciones, en lugar de tener que basarse, como en otros lugares, en la técnica de datación mediante radiocarbono, que ofrece unos inevitables márgenes de error de entre cincuenta y cien años.

El método de los anillos de los árboles se basa en el hecho de que en el sudoeste de Estados Unidos la lluvia y las temperaturas varían de forma estacional, de manera que las tasas de crecimiento de los árboles también varían con las estaciones, como sucede igualmente en otros lugares de las zonas templadas. Por tanto, los árboles de las zonas templadas empiezan a formar nueva madera en anillos de crecimiento anual, a diferencia de los árboles de las zonas tropicales, cuyo crecimiento es más continuo. Pero el sudoeste de Estados Unidos se presta mejor que la mayor parte de los demás emplazamientos de las zonas templadas al estudio de los anillos de los árboles, ya que el clima seco se traduce en que las vigas de madera elaboradas con árboles cortados hace más de un millar de años se conservan en un estado excelente.

Veamos cómo se realiza la datación mediante los anillos de los árboles, conocida entre los científicos como «dendrocronología» (de las raíces griegas dendron, «árbol», y cronos, «tiempo»). Si cortamos un árbol hoy, resulta sencillo contar los anillos del interior empezando por la corteza del árbol (que corresponde al anillo de crecimiento de este año) y afirmar con ello que el anillo número 177, contando desde el exterior hacia el centro, se empezó a formar en el año 2005 menos 177; es decir, en 1828. Pero no es tan sencillo adjudicar una fecha a un anillo determinado en una antigua viga de madera anasazi, puesto que no se sabe de antemano en qué año se cortó esa viga. Sin embargo, la anchura de los anillos de crecimiento varía en función de las condiciones de lluvia o sequía de cada año. Así pues, la secuencia de anillos en un corte transversal de un árbol es como un mensaje en el código Morse que anteriormente se utilizaba para enviar mensajes telegráficos; punto-punto-raya-punto-raya en el código Morse, ancho-ancho-estrecho-ancho-estrecho en una secuencia de anillos de árboles. En realidad, la secuencia de anillos constituye un diagnóstico mejor y más rico en información que el código Morse, ya que los árboles tienen anillos que presentan anchuras muy variables, en lugar de la única alternativa que ofrece el código Morse entre un punto o una raya.

Los especialistas en anillos de árboles (conocidos como «dendrocronólogos») trabajan anotando la secuencia de anillos más anchos y más estrechos de un árbol cortado en un año reciente concreto, y anotando también la secuencia de anchuras de los anillos que presentan las vigas procedentes de árboles cortados en diversos momentos desconocidos del pasado. Después, las hacen coincidir alineando las secuencias de anillos que presentan esas mismas pautas diagnósticas ancho-estrecho en diferentes vigas. Supongamos, por ejemplo, que a día de hoy, en el año 2005, cortamos un árbol que resulta tener cuatrocientos años (cuatrocientos anillos) y que contiene una secuencia particularmente distintiva compuesta por cinco anillos anchos, dos estrechos y seis anchos durante los trece años comprendidos entre 1643 y 1631. Si vemos que esa misma secuencia distintiva empieza en el séptimo anillo de una viga contando desde el anillo exterior de una vieja viga que tiene 332 anillos y procede de un árbol talado en una fecha desconocida, entonces podemos concluir que la vieja viga correspondía a un árbol cortado en 1650 (siete años después de 1643) y que el árbol empezó a crecer en el año 1318 (332 años antes de 1650). Entonces pasamos a alinear esa viga, procedente de un árbol que vivió entre 1318 y 1650, con vigas aún más antiguas, y de manera similar tratamos de hacer coincidir las pautas de los anillos de crecimiento hasta encontrar una viga cuya pauta muestre que procede de un árbol cortado después de 1318 pero que empezara a crecer antes de 1318. Con ello conseguimos que nuestro registro de anillos de árboles se incremente hasta llegar a remontarse muy atrás en el tiempo. Cada uno de estos registros es válido para una zona geográfica cuya extensión depende de las pautas climáticas locales, ya que el clima, y por tanto la pauta de crecimiento de los árboles, varía con la localización. Por ejemplo, la cronología básica de los anillos de árboles del sudoeste de Estados Unidos es válida (con ligeras variaciones) para el área comprendida entre el norte de México y Wyoming.

Un valor añadido de la dendrocronología es que la anchura y la estructura interna de cada anillo reflejan la cantidad de lluvia y la estación en la que cayó dicha lluvia durante ese año concreto. Así, los estudios de los anillos de los árboles nos permiten también reconstruir el clima del pasado: una serie de anillos anchos significa un período húmedo, y una serie de anillos estrechos significa una sequía. De ese modo los anillos de los árboles ofrecen a los arqueólogos que estudian el sudoeste de Estados Unidos una información medioambiental con una datación excepcionalmente precisa y extraordinariamente detallada año a año.

Los primeros seres humanos que llegaron a las Américas y que subsistieron como cazadores-recolectores lo hicieron al sudoeste de Estados Unidos hacia el año 11 000 a. C., pero posiblemente llegaron incluso antes acompañando a algunos pueblos de Asia que colonizaron el Nuevo Mundo para convertirse en los antepasados remotos de los modernos indígenas americanos. La agricultura no se desarrolló de forma autóctona en el sudoeste de Estados Unidos debido a la escasez de especies animales y vegetales silvestres domesticables. Por el contrario, llegó desde México, donde sí se domesticó el maíz, la calabaza, las judías y muchos otros cultivos; el maíz llegó hacia el año 2000 a. C., la calabaza en torno al año 800 a. C., las judías un poco después, y el algodón no llegó hasta el año 400 d. C. Aquella población también criaba pavos domésticos, acerca de los cuales hay cierto debate sobre si fueron domesticados por primera vez en México y se extendieron hacia el sudoeste de Estados Unidos o viceversa, o incluso si se domesticaron en ambas zonas de forma independiente. En un principio, los indígenas americanos del sudoeste de Estados Unidos solo incorporaron parcialmente la agricultura a su estilo de vida cazador-recolector, al igual que hicieron los apaches modernos en los siglos XVIII y XIX: los apaches se establecían para plantar y recoger cosechas durante la estación de crecimiento, y durante el resto del año eran cazadores-recolectores nómadas. Para el año 1 de nuestra era algunos indígenas americanos del sudoeste de Estados Unidos ya habían establecido su residencia en aldeas y habían pasado a depender esencialmente de la agricultura de regadío mediante acequias. A partir de entonces, sus poblaciones explosionaron en número y se extendieron por todo el paisaje, hasta que comenzaron a disminuir en torno al año 1117.

Surgieron al menos tres tipos de agricultura alternativos, todos los cuales representaban soluciones distintas al problema fundamental del sudoeste de Estados Unidos: cómo obtener agua suficiente para los cultivos en un entorno que en su mayor parte cuenta con una pluviosidad tan baja e impredecible que hoy día no se practica allí ninguna o poca agricultura. Una de las tres soluciones consistía en la denominada «agricultura de secano», que suponía depender de la lluvia en las alturas más elevadas, donde realmente caía lluvia suficiente para favorecer el crecimiento de los cultivos en los campos en los que de hecho llovía. Una segunda solución no dependía de la lluvia caída directamente en el campo, sino que se adoptó, por el contrario, en zonas donde la capa freática llegaba casi hasta la superficie y las raíces de las plantas podían hundirse bien en ella. Ese método se utilizó en los lechos de los cañones con corrientes de agua intermitentes o permanentes y un nivel de aguas subterráneas aluviales poco profundo, como en el cañón del Chaco. La tercera solución, puesta en práctica especialmente por los hohokam y también en el cañón del Chaco, consistía en recoger el agua que afluía a los ríos en acequias o canales para regar los campos.

Aunque los métodos utilizados en el sudoeste de Estados Unidos para obtener agua suficiente para cultivar eran variaciones de estos tres sistemas, en distintas localizaciones los pueblos experimentaron con diferentes estrategias de aplicación de estos métodos. Los experimentos duraron al menos casi mil años, y muchos de ellos tuvieron éxito durante siglos; pero, finalmente, todos excepto uno sucumbieron a los problemas medioambientales originados por el impacto humano o el cambio climático. Cada alternativa conllevaba diferentes riesgos.

Una estrategia consistía en vivir en alturas elevadas, donde las precipitaciones eran mayores, como hicieron los mogollón, los mesa verde y el pueblo de la primera etapa agrícola conocida como «etapa Pueblo I». Pero eso acarreaba el riesgo de que en las alturas más elevadas hace más frío que en las zonas más bajas, y un año especialmente frío podría resultar demasiado frío para que se pudiera cultivar nada en absoluto. En el extremo opuesto se encontraba cultivar en las zonas más bajas y más cálidas, pero allí la lluvia era insuficiente para la agricultura de secano. Los hohokam sortearon este problema construyendo el sistema de regadío más extenso de las Américas a excepción del de Perú, compuesto por cientos de kilómetros de canales secundarios ramificados a partir de un canal principal de casi veinte kilómetros de longitud, casi cinco metros de profundidad y veinticinco metros de anchura. Pero el regadío conllevaba el riesgo de que el acabado de las acequias y canales realizados por el hombre pudiera ocasionar que, cuando una tormenta vertiera grandes cantidades de agua súbitamente, la corriente excavara aún más las acequias y canales e hiciera después más profundos esos canales denominados «arroyos»[5]; el nivel de agua quedaría a partir de entonces por debajo del nivel del campo, impidiendo con ello que un pueblo que carecía de bombas pudiera regar. Además, el regadío plantea el peligro de que las lluvias o las corrientes especialmente fuertes pueden arrasar las presas y canales, como de hecho pudo haberles sucedido finalmente a los hohokam.

Otra estrategia, más conservadora, consistía en plantar cultivos solo en zonas con arroyos y aguas subterráneas fiables. Esa fue la solución adoptada inicialmente por los indios mimbres y por pueblos de la etapa agrícola conocida como «etapa Pueblo II» del cañón del Chaco. Sin embargo, a partir de ese momento, en las décadas húmedas con condiciones de crecimiento favorables empezó a resultar peligrosamente tentador extender la agricultura a zonas poco rentables con corrientes de aguas superficiales o subterráneas menos fiables, ya que cuando el impredecible clima volviera de nuevo a ser seco la población que se multiplicara en aquellas zonas marginales podría verse incapaz de cultivar y morir de hambre. Ese fue el destino que sufrieron realmente los indios mimbres, que empezaron cultivando con garantías las tierras inundadas durante una crecida y luego empezaron a cultivar tierras adyacentes por encima de la zona de inundación a medida que su población fue saturando la capacidad de sustentación de las tierras más bajas. Con su apuesta se salvaron durante un período de clima húmedo, en el que consiguieron satisfacer la mitad de sus necesidades alimentarias con lo obtenido en tierras ajenas a la zona inundada. Sin embargo, cuando volvieron las condiciones de sequía, esa apuesta los dejó con el doble de población de lo que la zona inundada podía mantener y la cultura de los indios mimbres se vino abajo súbitamente bajo esa presión.

Otra solución consistía en ocupar un territorio durante solo unas pocas décadas, hasta que el suelo y la caza de la zona se agotaran, para después mudarse a otro territorio. Este método servía cuando los pueblos tenían baja densidad de población, de forma que quedaran parcelas de tierra desocupadas a las que mudarse, y que cada territorio ocupado pudiera mantenerse desocupado de nuevo durante el suficiente tiempo tras la ocupación para que los nutrientes del suelo y su vegetación tuvieran tiempo de recuperarse. La mayor parte de los yacimientos arqueológicos del sudoeste de Estados Unidos estuvieron efectivamente habitados durante solo unas pocas décadas, aun cuando nuestra atención se desplace hoy día hacia unos pocos grandes yacimientos que estuvieron habitados de forma continua durante varios siglos, como Pueblo Bonito, en el cañón del Chaco. Sin embargo, el método de cambiar de asentamiento tras una breve ocupación se volvía impracticable con densidades de población altas, cuando las personas ocupaban por completo la totalidad del paisaje y no quedaba ningún lugar vacío al que mudarse.

Una estrategia más consistía en plantar cultivos en muchos lugares aun cuando la lluvia fuera localmente impredecible, para después recoger la cosecha en aquellos lugares que, por haber recibido lluvia suficiente, proporcionaban una buena cosecha, una parte de la cual se redistribuía entre los habitantes de las zonas que habían recibido insuficiente lluvia ese año. Esa fue una de las soluciones adoptadas finalmente en el cañón del Chaco. Pero llevaba consigo el riesgo de que la distribución exigía un sistema político y social complejo que integrara las actividades de diferentes asentamientos, y que muchas personas acabaran muriéndose de hambre si ese complejo sistema se venía abajo.

La estrategia que nos queda por referir consistía en plantar los cultivos y vivir cerca de fuentes de agua permanentes o fiables, pero en nichos paisajísticos que quedaban por encima de dichas corrientes, para evitar así el riesgo de que una inundación arrasara los campos y las aldeas; y, además, practicar una economía diversificada explotando zonas ecológicamente diversas, de forma que cada asentamiento fuera autosuficiente. Esa solución, adoptada por pueblos cuyos descendientes viven en la actualidad en los pueblos hopi y zuñí del sudoeste de Estados Unidos, ha tenido éxito durante más de mil años. Cuando contemplan las extravagancias de la sociedad estadounidense que les rodea, algunos hopi y zuñí modernos sacuden la cabeza y dicen: «Nosotros estábamos aquí mucho antes de que ustedes llegaran, y esperamos seguir estando aquí mucho tiempo después de que hayan desaparecido».

Todas estas soluciones alternativas se enfrentan a un riesgo similar que los engloba a todos: que una serie de años buenos, en los que las lluvias son adecuadas o el nivel de las aguas freáticas se mantiene a poca profundidad, puede traducirse en un aumento de la población, que a su vez desemboca en que la sociedad se vuelve cada vez más compleja e interdependiente y deja de ser localmente autosuficiente. Una sociedad así no puede enfrentarse a una serie de años malos y recuperarse de ellos después, mientras que una sociedad menos poblada, menos interdependiente y más autosuficiente sí habría conseguido hacerles frente. Como veremos, ese dilema fue precisamente el que acabó con el asentamiento anasazi de Long House Valley, así como quizá también con los de otras zonas.

El abandono de tierras que se ha estudiado con mayor profundidad fue el del conjunto de emplazamientos más espectaculares y más grandes: los asentamientos anasazi del cañón del Chaco, en el noroeste de Nuevo México. La sociedad anasazi del Chaco surgió aproximadamente a partir del año 600 y se mantuvo floreciente durante más de cinco siglos, hasta que desapareció en algún momento entre los años 1150 y 1200.

Era una sociedad con una estructura muy compleja, geográficamente muy extendida y regionalmente integrada que erigió las edificaciones más grandes de la Norteamérica precolombina. Hoy día los paisajes estériles y desprovistos de árboles del cañón del Chaco nos asombran aún más que los paisajes estériles y desprovistos de árboles de la isla de Pascua; los profundos arroyos y la escasa vegetación baja de arbustos resistentes a la sal son lo único que hay en un cañón que en la actualidad está completamente deshabitado, a excepción de las viviendas de unos cuantos guardas del Servicio de Parques Nacionales. ¿Por qué iban a construir algunas gentes una ciudad avanzada en esa tierra baldía y por qué, habiéndose tomado todo ese trabajo para construirla, iban después a abandonarla?

Cuando los agricultores indígenas americanos se mudaron a la zona del cañón del Chaco en torno al año 600, vivieron inicialmente en casas excavadas bajo tierra, como hacían otros indígenas americanos del sudoeste de Estados Unidos. Alrededor del año 700 los anasazi del Chaco, sin tener ningún contacto con las sociedades indígenas americanas que mil seiscientos kilómetros más al sur, en México, construían grandes estructuras de piedra, inventaron de forma independiente técnicas de construcción en piedra y adoptaron finalmente la albañilería con recubrimiento de adobe. En un principio esas estructuras solo tenían un piso; pero en el año 920 aproximadamente, el que acabaría convirtiéndose en el asentamiento más grande del Chaco, Pueblo Bonito, llegó a construir edificaciones de dos niveles y más tarde, durante los dos siglos siguientes, de hasta cinco o seis niveles con un total de seiscientas estancias, cuyo tejado se sustentaba con troncos de hasta cinco metros de longitud que pesaban hasta trescientos kilos.

¿Por qué, de todos los emplazamientos anasazi, fue en el del cañón del Chaco donde alcanzaron su apogeo las técnicas de construcción y la complejidad política y social? Las razones más probables son las ventajas medioambientales que ofrecía el cañón del Chaco, las cuales inicialmente lo hacían parecer un oasis medioambiental muy propicio en el seno del noroeste de Nuevo México. El estrecho cañón recogía filtraciones de aguas de lluvia de muchos canales laterales y de una gran extensión de tierras más altas, lo cual se traducía en altos niveles de aguas subterráneas aluviales que permitían que en algunas zonas la agricultura fuera independiente de las precipitaciones locales, así como también en altas tasas de renovación del suelo gracias a dichas filtraciones. En la gran extensión habitable del cañón y a lo largo de unos ochenta kilómetros del mismo podía mantenerse una población relativamente numerosa para un entorno tan árido. La región del Chaco alberga una alta diversidad de especies animales y vegetales silvestres valiosas, y se encuentra a una cota de altura relativamente baja que se traduce en una larga estación de crecimiento de cultivos. Al principio, los bosques de pinos y enebros cercanos suministraron troncos para la construcción y leña para el fuego. Las primeras vigas de los tejados identificadas por sus anillos, y que todavía se conservan bien en el clima seco del sudoeste de Estados Unidos, son de una variedad local de pinos piñoneros, y los restos de hogueras de las primeras chimeneas son de pinos y enebros de la zona. La dieta anasazi dependía mucho del maíz cultivado y un poco de la calabaza y las judías, pero los estratos arqueológicos anteriores indican también un consumo muy alto de plantas silvestres como el piñón (que contiene un 75 por ciento de proteínas) y de mucha carne de venado. Todas esas ventajas naturales del cañón del Chaco se veían ensombrecidas por dos inconvenientes principales derivados de la fragilidad medioambiental del sudoeste de Estados Unidos. Uno tenía que ver con los problemas de gestión del agua. En un principio las aguas de lluvia habrían sido como una inmensa hoja de periódico extendida sobre el lecho llano del cañón, la cual propiciaría una agricultura de inundación abastecida tanto por las aguas de lluvia como por el nivel alto de las aguas subterráneas. Cuando los anasazi empezaron a desviar agua de riego hacia los canales, las corrientes de agua de los mismos y la eliminación de la vegetación restante en los campos de cultivo, unidas ambas a los procesos naturales, tuvieron como consecuencia en torno al año 900 la erosión de los arroyos. Entonces en esos arroyos el nivel del agua era más bajo que el nivel de los campos y hacía imposible la agricultura de regadío, tanto con aguas del canal como con aguas subterráneas, hasta que los arroyos se rellenaran de nuevo. La excavación de los arroyos por la erosión puede producirse de un modo asombrosamente rápido y repentino. Por ejemplo, a finales de la década de 1880, en la ciudad de Tucson, en Arizona, los colonos estadounidenses excavaron lo que se denominó un «canal de interceptación» para captar las aguas subterráneas poco profundas y desviar su corriente hacia la llanura. Por desgracia, las inundaciones producidas por lluvias torrenciales en el verano de 1890 erosionaron la cabecera de ese canal, lo cual formó un arroyo que al cabo de solo tres días se extendió hasta una distancia de diez kilómetros y erosionó toda una llanura de inundación próxima a Tucson, que quedó inútil para la agricultura. Seguramente las primeras sociedades indígenas del sudoeste de Estados Unidos realizaron también canales de interceptación similares con resultados semejantes. Los anasazi del Chaco se enfrentaron a ese problema de los arroyos del cañón de diversas formas: construyendo presas en el interior de los cañones laterales a una cota superior a la del cañón principal para almacenar agua de lluvia; diseñando sistemas de parcelas que pudieran regarse con esa agua de lluvia; almacenando el agua de lluvia caída en la cima de los acantilados que constituyen el muro norte del cañón principal entre cada par de cañones laterales; y construyendo una presa de piedra en el cañón principal.

El otro problema medioambiental importante, además de la gestión del agua, tenía que ver con la deforestación, tal como revela el método de análisis de los estercoleros fósiles de los roedores del género Neotoma. Para aquellos que (como yo hasta hace pocos años) no hayan visto nunca este tipo de roedores, que no sepan qué son sus depósitos cristalizados y que quizá no puedan imaginar su relevancia para la prehistoria anasazi, propongo un rápido curso intensivo sobre los análisis de depósitos cristalizados. En 1849, los hambrientos buscadores de oro que atravesaban el desierto de Nevada repararon en que sobre un precipicio había unas bolas relucientes de una sustancia parecida al caramelo. Chuparon o ingirieron esas bolas y descubrieron que tenían un sabor dulce, pero que después les producían náuseas. Finalmente se descubrió que las bolas eran acumulaciones endurecidas de residuos que habían amalgamado pequeños roedores del género Neotoma (conocidos en inglés vulgarmente como packrats), los cuales vivían en unas madrigueras hechas con palillos, fragmentos de plantas y heces de mamífero recogidas en los alrededores, más restos de comida, huesos desechados y sus propias heces. Como estos roedores no están educados para el aseo, orinan en sus madrigueras y el azúcar y otras sustancias de su orina cristalizan a medida que esta se seca, hasta aglutinar el depósito de desechos dándole una consistencia como de ladrillo. En realidad, los hambrientos buscadores de oro estaban comiendo orina seca de roedor rociada con las heces y otros desperdicios del animal.

Naturalmente, para ahorrar trabajo y minimizar los riesgos de ser atrapados por un depredador mientras están al descubierto, los roedores reúnen vegetación en unos pocos cientos de metros en torno a la madriguera. Al cabo de unos cuantos decenios la progenie de estos roedores abandona el estercolero fósil y se muda para construir una nueva madriguera, al tiempo que la orina cristalizada impide que el material del antiguo estercolero se descomponga. Identificando los restos de docenas de especies de plantas recubiertas de orina en uno de estos depósitos, los paleobotánicos pueden reconstruir una instantánea de la vegetación que crecía cerca del estercolero en la época en que las ratas lo acumularon, mientras que los zoólogos pueden determinar la fauna existente a partir de los restos de insectos y vertebrados. Verdaderamente, el estercolero fósil de un roedor del género Neotoma es el sueño de un paleontólogo: una cápsula que conserva una muestra de la vegetación local reunida en un radio de unos centenares de metros del lugar en que se encuentra, en un período de unos pocos decenios y en una fecha que se puede determinar mediante la datación por radiocarbono del depósito fósil.

En 1975, al paleoecólogo Julio Betancourt se le ocurrió visitar el cañón del Chaco mientras conducía en dirección a Nuevo México en viaje de turismo. Al contemplar el paisaje sin árboles que rodea a Pueblo Bonito se dijo: «Este lugar parece una estepa mongola desangelada; ¿de dónde sacaba esta gente la madera y la leña?». Los arqueólogos que estudian las ruinas se habían estado formulando esa misma pregunta. Tres años después, en un momento de inspiración, cuando un amigo le preguntó por las razones absolutamente absurdas para escribir una propuesta de beca para estudiar las paleomadrigueras, Julio recordó su primera impresión sobre Pueblo Bonito. Llamó por teléfono al experto en depósitos fósiles de estos roedores Tom van Devender, y este le confirmó que ya había recogido unos cuantos de estos depósitos en el camping del Servicio de Parques Nacionales, cerca de Pueblo Bonito. Casi todos ellos habían demostrado contener agujas de pinos piñoneros, que hoy día no crecen en ningún lugar en varios kilómetros a la redonda, pero que, sin embargo, habían surtido de vigas para tejados durante las primeras etapas de construcción de Pueblo Bonito, así como abastecido de gran parte del carbón vegetal hallado en chimeneas y vertederos de basura. Julio y Tom se dieron cuenta de que aquellos debían de ser antiguos depósitos de residuos de roedor procedentes de una época en que los pinos sí crecían cerca, pero no tenían ni idea de su antigüedad: pensaron que quizá solo más o menos un siglo. Por tanto, remitieron muestras de esos depósitos fósiles para que se dataran mediante radiocarbono. Cuando recibieron las fechas del laboratorio de radiocarbono, Julio y Tom quedaron asombrados al descubrir que muchos de aquellos depósitos fósiles de roedor tenían más de mil años de antigüedad.

Ese descubrimiento casual desencadenó una explosión de estudios de paleomadrigueras. En la actualidad sabemos que los depósitos de estiércol de roedor se descomponen a un ritmo extremadamente lento en el clima seco del sudoeste de Estados Unidos. Si se encuentran protegidos de los elementos bajo un saliente o una cueva pueden mantenerse durante cuarenta mil años, lo cual es mucho más de lo que cualquiera se habría atrevido a aventurar. Cuando Julio me mostró el primer depósito de restos de roedor cerca del emplazamiento anasazi de Kin Kletso, en el Chaco, quedé sobrecogido ante la idea de que una madriguera con un aspecto aparentemente reciente pudiera haber sido construida en una época en que los mamuts, los gigantescos perezosos de tierra, los leones americanos y otros mamíferos extintos de la Edad del Hielo todavía estaban viviendo en el territorio de los actuales Estados Unidos.

Julio procedió a recoger y datar mediante radiocarbono en la zona del cañón del Chaco cincuenta depósitos de residuos cuyas fechas resultaron abarcar el período completo del auge y declive de la civilización anasazi, desde el año 600 hasta 1200. De este modo Julio consiguió reconstruir los cambios de vegetación en el cañón del Chaco a lo largo de la historia de la ocupación anasazi. Los análisis de esos estercoleros fósiles arrojaron como resultado que la deforestación fue otro de los dos grandes problemas medioambientales (además de la gestión del agua) originados por la creciente población que se había desarrollado en el cañón del Chaco hasta aproximadamente el año 1000. Los depósitos de residuos anteriores a esa fecha todavía contenían agujas de pinos piñoneros y de enebros, como el primero de los que Julio había analizado y también el que me mostró. De ahí que los asentamientos anasazi del Chaco fueran construidos inicialmente en un bosque de pinos y enebros con un paisaje muy distinto del actual, desprovisto de árboles pero adecuado para obtener en sus inmediaciones leña y madera para la construcción. Sin embargo, los depósitos de residuos que datan de una fecha posterior al año 1000 carecían de restos de pinos y enebros, lo cual demuestra que para aquel entonces el bosque había quedado completamente destruido y el lugar había adquirido su actual aspecto desarbolado. La razón por la que el cañón del Chaco se deforestó tan rápidamente es la misma expuesta en el capítulo 2 para explicar por qué era más probable que la isla de Pascua y otras islas áridas del Pacífico colonizadas por poblaciones humanas acabaran deforestándose antes que las islas más húmedas: en un clima seco, la tasa de repoblación forestal en una tierra talada puede ser demasiado lenta para seguir el ritmo de la tala.

La desaparición de extensiones de bosque no solo suprimió los piñones de la oferta de alimento local, sino que también obligó a los habitantes del Chaco a buscar un recurso maderero diferente para sus necesidades de construcción, tal como muestra la completa desaparición de vigas de pino de la arquitectura del Chaco. Los habitantes del Chaco lo resolvieron recurriendo a bosques mucho más lejanos de pino ponderosa, abeto y falso abeto, que crecían en montañas que se encontraban hasta a ochenta kilómetros de distancia, en elevaciones varios centenares de metros más altas que el cañón del Chaco. Sin animales de tiro, se transportaron montañas abajo unos doscientos mil troncos que pesaban cada uno hasta trescientos kilos; y se salvó esa enorme distancia hasta el cañón del Chaco únicamente mediante la fuerza muscular humana.

Un estudio reciente realizado por Nathan English, un discípulo de Julio, en colaboración con el propio Julio, Jeff Dean y Jay Quade, determinó con mayor precisión de dónde procedían los grandes troncos de abeto y falso abeto. En cotas altas de la zona del Chaco hay tres fuentes potenciales de ellos, sobre tres cadenas montañosas prácticamente equidistantes desde el cañón: las montañas de Chuska, las de San Mateo y las de San Pedro. ¿De cuáles de estas montañas obtuvieron realmente los anasazi del Chaco sus coníferas? Los árboles de las tres cadenas montañosas pertenecen a la misma especie y parecen idénticos entre sí. Nathan utilizó como marca diagnóstica los isótopos de estroncio, un elemento químicamente muy similar al calcio y, por tanto, incorporado junto con el calcio en las plantas y los animales. El estroncio se da en formas alternativas (isótopos) que difieren ligeramente en peso atómico, de las cuales el estroncio 87 y el estroncio 86 son las más comunes en la naturaleza. Pero la proporción de estroncio 87 y 86 varía con la antigüedad de las rocas y con el contenido en rubidio de las mismas, ya que el estroncio se produce mediante descomposición radiactiva de un isótopo de rubidio. Se demostró que las coníferas que vivían en las tres cadenas montañosas se diferenciaban claramente por sus proporciones de estroncio 87 y 86 sin que hubiera ningún tipo de solapamiento. De las seis ruinas del Chaco, Nathan tomó muestras de 52 troncos de coníferas seleccionados en función de que, según indicaran sus anillos, hubieran sido talados en fechas comprendidas entre el año 974 y el año 1104. El resultado obtenido fue que, a juzgar por sus proporciones de estroncio, podía atribuirse la procedencia de dos tercios de los troncos a las montañas de Chuska, del tercio restante a las de San Mateo, y ninguno en absoluto a las de San Pedro. En algunos casos, una determinada edificación del Chaco incorporaba troncos procedentes de ambas cadenas montañosas en un mismo año, o contenía troncos de una montaña un año y de la otra en otro, y también una misma montaña podía abastecer de troncos a varias edificaciones diferentes de un mismo año. Por tanto, aquí encontramos pruebas inequívocas de una red de abastecimiento de larga distancia y bien organizada para la capital anasazi del cañón del Chaco.

A pesar de la evolución de estos dos problemas medioambientales, que redujeron la producción agrícola y eliminaron prácticamente los abastecimientos de madera dentro del propio cañón del Chaco, o debido quizá a las propias soluciones que los anasazi hallaron a estos problemas, la población del cañón continuó incrementándose, en particular durante una gran oleada de edificación que comenzó en el año 1029. Estas oleadas se producían sobre todo durante las décadas húmedas, cuando una mayor cantidad de lluvia suponía más alimento, más población y una necesidad creciente de edificaciones. La existencia de una población densa queda atestiguada no solo por las famosas «Grandes Casas» (como Pueblo Bonito), distantes entre sí aproximadamente un kilómetro y medio, en la cara norte del cañón del Chaco, sino también por los agujeros practicados en el terreno comprendido entre las Grandes Casas en la cara septentrional del acantilado, así como por los restos de centenares de pequeños asentamientos situados en la cara sur del cañón. Desconocemos la cifra de población total del cañón, y este es un tema muy discutido. Muchos arqueólogos piensan que era de menos de cinco mil habitantes, y que esas edificaciones enormes tenían pocos ocupantes permanentes, salvo unos pocos sacerdotes, y que solo de forma estacional las visitaban los campesinos en la época de los rituales. Otros arqueólogos señalan que Pueblo Bonito, que representa solo una de las grandes edificaciones del cañón del Chaco, contaba por sí solo con seiscientas estancias, y que todos esos agujeros para postes en gran parte de la longitud del cañón corresponden a viviendas, lo cual sería señal de una población muy superior a cinco mil habitantes. Estas discrepancias sobre el tamaño estimado de una población se producen con frecuencia en arqueología, como bien puede apreciarse en los capítulos de este libro dedicados a la isla de Pascua o a los mayas.

Cualquiera que fuera su número, esta densa población no pudo seguir manteniéndose por sí sola, sino que recibió apoyo de otros asentamientos satélite distantes construidos con similar estilo arquitectónico y unidos al cañón del Chaco por una red radial regional de cientos de kilómetros de caminos que todavía hoy pueden verse. Esos habitantes de la periferia disponían de presas para recoger agua de lluvia, la cual caía impredeciblemente y de forma muy desigual: una tormenta eléctrica podía producir lluvia abundante en una vertiente del desierto y nada de lluvia en otra que estuviera a solo un kilómetro y medio de allí. Las presas permitían que cuando una determinada vertiente tuviera la fortuna de recibir una tormenta, gran parte del agua de lluvia quedara almacenada en ella, y la gente que vivía cerca de esa vertiente podía plantar rápidamente, regar y recoger ese año un inmenso excedente de alimentos. El excedente podía entonces alimentar a personas que vivían en todas las demás zonas periféricas que no hubieran recibido lluvias en ese momento.

El cañón del Chaco se convirtió en un agujero negro desde el que se importaban bienes pero del que no se exportaba nada tangible. Al cañón del Chaco llegaba lo siguiente: las decenas de miles de grandes árboles, para la construcción; cerámica (toda la cerámica de la última época del cañón del Chaco era importada, probablemente porque el agotamiento del abastecimiento de leña impedía cocer vasijas en el propio cañón); piedra de buena calidad para fabricar utensilios; turquesa procedente de otras zonas de Nuevo México para hacer adornos; y guacamayos, joyería de conchas y campanas de cobre de los hohokam y de México como artículos de lujo. Hasta la comida tenía que ser importada, como muestra un estudio reciente que, sirviéndose del mismo método de isótopo de estroncio utilizado por Nathan English para determinar los orígenes de las vigas de madera de Pueblo Bonito, rastrea los orígenes de las mazorcas de maíz halladas en las excavaciones de Pueblo Bonito. Resulta que ya en el siglo IX se estaba importando maíz de las montañas de Chuska, situadas ochenta kilómetros más al este (también una de las dos fuentes de vigas para los techos), mientras que una mazorca de maíz de los últimos años de Pueblo Bonito en el siglo XII procedía de la zona del río San Juan, unos cien kilómetros al norte.

La sociedad del Chaco se convirtió en un mini-imperio dividido en una elite bien alimentada que vivía en el lujo y un campesinado no tan bien alimentado que hacía el trabajo y obtenía la comida. El sistema de carreteras y el ámbito regional de aquella arquitectura unificada atestiguan la enorme extensión de territorio que integraba la economía y la cultura del Chaco con sus habitantes de la periferia. Los estilos de las edificaciones indican una jerarquía en tres escalones: las edificaciones más grandes, denominadas Grandes Casas, situadas en el propio cañón del Chaco (¿residencia de los jefes que gobernaban?); las Grandes Casas de la periferia exterior al cañón (¿«capitales de provincia» de jefes jóvenes?); y las pequeñas granjas de solo unas pocas habitaciones (¿casas de aldeanos?). Comparadas con las edificaciones más pequeñas, las Grandes Casas se distinguían por estar construidas de forma más cuidadosa, con revestimientos de mampostería, por disponer de grandes estancias, denominadas kivas o «cámaras», que se utilizaban para celebrar rituales religiosos (similares a los que todavía celebran hoy día los actuales indios pueblo), y por albergar una mayor proporción de espacio de almacenamiento en relación con el espacio total disponible. Las Grandes Casas superaban con mucho a las viviendas normales en cantidad de artículos de lujo importados, como la turquesa, los guacamayos, las alhajas hechas con conchas y las campanas de cobre mencionadas más arriba, además de la cerámica importada de los indios mimbres y los hohokam. Hasta la fecha, la concentración más elevada de artículos de lujo procede de la sala número 33 de Pueblo Bonito, que albergaba enterramientos de catorce individuos acompañados por 56 000 piezas de turquesa y miles de ornamentos de concha, entre los que se encontraba un collar de dos mil cuentas de turquesa y una cesta recubierta con un mosaico de turquesa y, a su vez, rellena de turquesa y cuentas de concha. En cuanto a las evidencias de que los jefes comían mejor que los aldeanos, los depósitos de basura excavados cerca de las Grandes Casas contenían una proporción mayor de huesos de venado y de antílope que la de las granjas, consecuencia de lo cual es que los enterramientos humanos de las Grandes Casas hacen pensar en gente más alta, mejor alimentada, menos anémica y con una tasa menor de mortalidad infantil.

¿Por qué los asentamientos de la periferia habrían consentido mantener al centro del Chaco enviando diligentemente madera, cerámica, piedra, turquesa y alimentos sin recibir nada material a cambio? La respuesta probablemente es la misma que la razón por la que las zonas periféricas de Italia y Gran Bretaña mantienen en la actualidad a ciudades de nuestros días como Roma y Londres, que tampoco producen madera ni aumentos sino que ejercen de centros políticos y religiosos. Al igual que los actuales italianos y británicos, los habitantes del Chaco estaban comprometidos de modo irreversible con la vida de una sociedad compleja e interdependiente. Ya no podían regresar a su condición original de pequeños grupos nómadas y autosuficientes porque los árboles del cañón habían desaparecido, el lecho de los arroyos se había erosionado hasta quedar por debajo de las cotas de los campos y la creciente población había abarrotado la región y no había dejado desocupadas zonas idóneas a las que mudarse. Cuando los pinos piñoneros y los enebros fueron talados, los nutrientes del lecho de tierra que había bajo ellos fueron arrastrados. Hoy día, más de ochocientos años después, no hay ningún bosque de pino piñonero ni de enebro que crezca en ningún lugar próximo a las paleomadrigueras de roedores que contienen ramitas de los bosques que habían crecido allí hasta el año 1000. Los restos de desperdicios de los yacimientos arqueológicos atestiguan los crecientes problemas de los habitantes del cañón para alimentarse: los venados se redujeron en su dieta hasta quedar reemplazados por la caza menor, sobre todo conejos y ratones. La aparición de restos de ratones enteros sin cabeza en los coprolitos humanos (heces secas conservadas) indican que las personas atrapaban ratones en el campo, les quitaban la cabeza y se los comían enteros.

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La última edificación identificada en Pueblo Bonito, que data de la década posterior a 1110, fue la de un muro de estancias que cerraba la cara sur de la plaza, la cual anteriormente había permanecido abierta al exterior. Esto hace pensar en disturbios: al parecer, entonces la gente visitaba Pueblo Bonito no solo para participar en sus ceremonias religiosas y recibir pedidos, sino también para crear problemas. La última fecha que arroja la datación realizada mediante el método de los anillos de una viga de un tejado de Pueblo Bonito y de otra en la cercana Gran Casa de Chetro Ketl indica que la cortaron en el año 1117, y la última viga de cualquier otro lugar del cañón del Chaco fue cortada en el año 1170. Otros emplazamientos anasazi ofrecen pruebas más abundantes de conflictos. Algunas de esas evidencias son indicios de canibalismo, un mayor número de asentamientos anasazi Kayenta en las cimas de acantilados abruptos, alejados de los campos de cultivo y el agua, que solo pueden entenderse como localizaciones fáciles de defender. En esos emplazamientos del sudoeste, que perduraron más que Chaco y sobrevivieron hasta después del año 1250, la guerra fue aparentemente intensa, como se refleja en la proliferación de muros defensivos, fosos y torres, en la concentración de pequeñas aldeas dispersas, en la existencia de fortalezas más grandes en lo alto de una colina, en los restos de aldeas aparentemente quemadas de forma intencionada que albergan cuerpos desenterrados, en los cráneos con marcas de corte originados al arrancar el cuero cabelludo y en los esqueletos con puntas de flecha en el interior de su cavidad torácica. Esa explosión de problemas medioambientales y de población bajo la forma de disturbios civiles y guerra es un tema frecuente de este libro, tanto en las sociedades del pasado (los isleños de Pascua, los habitantes de Mangareva, los mayas y los habitantes de Tikopia) como en las modernas (Ruanda, Haití y otras).

Las señales de canibalismo vinculado a la guerra entre los anasazi constituyen una historia curiosa por sí misma. Aunque todo el mundo reconoce que las personas desesperadas pueden practicar canibalismo en situaciones de emergencia, como en el caso de la expedición Donner atrapada en la nieve en el puerto de Donner camino de California en el invierno de 1846-1847, o por los rusos cuando morían de hambre durante el sitio de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial, la existencia de canibalismo en situaciones de no emergencia resulta controvertida. De hecho, en cientos de sociedades no europeas se informa de él en los momentos en que entraron en contacto con los europeos en siglos recientes. La práctica adoptaba dos modalidades: o bien comerse los cuerpos de los enemigos muertos en la guerra o bien, además, comerse a los propios parientes que habían muerto por causas naturales. Los habitantes de Nueva Guinea, con quienes he trabajado durante los últimos cuarenta años, han descrito con toda naturalidad sus prácticas caníbales, han manifestado disgusto por nuestra tradición occidental de enterramiento, según la cual sepultamos a nuestros parientes sin hacerles el honor de comérnoslos, y uno de mis mejores colaboradores de Nueva Guinea abandonó su trabajo conmigo en 1965 para tomar parte en el consumo de su futuro hijo político, recientemente fallecido. También ha habido muchos hallazgos arqueológicos de huesos humanos antiguos en contextos que hacen pensar en canibalismo.

Sin embargo, muchos o la mayoría de los antropólogos europeos y norteamericanos, que han aprendido en sus sociedades de origen a contemplar el canibalismo con horror, también quedan aterrados ante la idea de que lo practiquen pueblos a los que admiran y estudian; por tanto, niegan su existencia y consideran que las afirmaciones sobre el mismo constituyen calumnias racistas. Rechazan todas las descripciones de canibalismo realizadas por pueblos no europeos o por los primeros exploradores europeos, ya que las consideran habladurías poco fiables; al parecer solo se convencerían de la evidencia con una cinta de vídeo grabada por un funcionario oficial o, lo que resultaría aún más convincente, por un antropólogo. Sin embargo, no existe ninguna cinta así, por la tazón obvia de que los primeros europeos que encontraron a gente de la que se decía que era caníbal manifestaron rutinariamente su disgusto ante esa práctica y amenazaron a sus practicantes con detenerlos.

Este tipo de objeciones ha suscitado mucha controversia en torno a los numerosos hallazgos de restos humanos con evidencias compatibles con el canibalismo hallados en los emplazamientos anasazi. La evidencia más poderosa procede de un emplazamiento anasazi en el que una casa y todo lo que contenía había sido destrozado, y en cuyo interior quedaron los huesos dispersos de siete personas. Esto es compatible con el hecho de que hubieran muerto en un ataque violento, ya que en caso contrario habrían sido enterrados como es debido. Algunos de los huesos aparecieron rotos del mismo modo que se rompían los huesos de los animales que se consumían con el fin de extraer la médula para comerla. Otros huesos tenían los extremos redondeados, una marca distintiva que en los huesos de animales indica que han sido cocidos en pucheros, ya que no aparece en los que no se han cocido. En el interior de los propios pucheros rotos de ese emplazamiento anasazi había residuos de la proteína del músculo humano mioglobina; un dato compatible con el hecho de que la carne humana hubiera sido cocinada en los pucheros. Pero los escépticos todavía podrían objetar que cocer carne humana en pucheros y romper los huesos humanos no demuestra que otros seres humanos hayan consumido realmente la carne de los antiguos propietarios de esos huesos (aunque, ¿por qué otra razón se iban a tomar la molestia de cocer y romper huesos para dejarlos tirados por el suelo?). La señal más clara de canibalismo en ese emplazamiento es que las heces humanas secas encontradas en la chimenea de la casa, y todavía bien conservadas en ese clima seco tras casi mil años, demostraron contener proteínas de músculo humano, las cuales están ausentes en las heces humanas normales, incluso en las de personas que tienen úlceras intestinales sangrantes. Esto hace probable que quienquiera que atacara el emplazamiento, matara a sus habitantes, rompiera sus huesos, cociera su carne en pucheros, esparciera los huesos y se aliviara el vientre depositando heces en aquella chimenea había consumido efectivamente la carne de sus víctimas.

El golpe de gracia para los habitantes del Chaco fue una sequía que, según muestran los anillos de los árboles, comenzó alrededor del año 1130. Anteriormente ya había habido sequías similares en torno a los años 1090 y 1040, pero en esta ocasión la diferencia residía en que el cañón del Chaco albergaba ahora más gente, era más dependiente de los asentamientos periféricos y no disponía de tierras desocupadas. Una sequía habría sido la causante de que el nivel de las aguas subterráneas cayera por debajo del nivel del cual las raíces de las plantas pudieran aprovecharla y mantener la agricultura; una sequía también haría imposible la agricultura de secano y la de regadío. Una sequía que durara más de tres años habría sido fatal, ya que los actuales indios pueblo pueden almacenar maíz solo durante dos o tres años, tras los cuales está demasiado podrido o infestado para comerlo. Probablemente los asentamientos de la periferia que con anterioridad habían abastecido de alimentos a los centros políticos y religiosos del Chaco perdieron la fe en sus sacerdotes, cuyas oraciones para pedir lluvia no recibían respuesta, y se negaron a realizar más entregas de alimentos. Un ejemplo de cómo pudo ser el fin del asentamiento anasazi en el cañón del Chaco, cuyo ocaso no presenciaron los europeos, es lo que sucedió en la revuelta de los indios pueblo contra los españoles en 1680, revuelta que los europeos sí contemplaron. Al igual que en los centros anasazi del Chaco, los españoles habían estado obteniendo alimentos de los agricultores locales mediante los impuestos, y esos impuestos en especie se toleraron hasta que una sequía dejó a los propios agricultores en la escasez, lo cual provocó que se rebelaran.

En algún momento comprendido entre los años 1150 y 1200, el cañón del Chaco quedó prácticamente abandonado y en gran medida vacío, hasta que los pastores navajo volvieron a ocuparlo seiscientos años más tarde. Como los navajo no sabían quién había construido las magníficas ruinas que encontraron allí, se referían a esos antiguos habitantes desaparecidos como los «anasazi», que significa «los antiguos». ¿Qué les sucedió realmente a los miles de habitantes del Chaco? Por analogía con los abandonos de otros pueblos durante una sequía en la década de 1670, de los que sí hemos sido testigos, seguramente muchas personas murieron de hambre, otras se mataron entre sí y los supervivientes huyeron a otras zonas colonizadas en el sudoeste de Estados Unidos. Debió de ser una evacuación planificada, puesto que la mayor parte de las estancias de los emplazamientos anasazi carecen de cerámica y de otros objetos útiles que es de prever que las personas se lleven consigo en una evacuación planificada. A diferencia de ello, todavía puede verse cerámica en las estancias del emplazamiento mencionado más arriba, cuyos desafortunados ocupantes fueron muertos e ingeridos. Entre los asentamientos a los que los supervivientes del Chaco consiguieron huir se encuentran algunos pueblos de la zona de los actuales pueblos zuñí, donde se han encontrado estancias construidas de un modo similar a las viviendas del cañón del Chaco, las cuales contienen cerámica de un estilo similar a la del Chaco en las fechas próximas a la que fue abandonado.

Jeff Dean y sus colegas Rob Axtell, Josh Epstein, George Gumerman, Steve McCarroll, Miles Parker y Alan Swedlund han llevado a cabo una reconstrucción particularmente detallada de lo que le sucedió a un grupo de aproximadamente un millar de anasazi Kayenta en el Long House Valley, al nordeste de Arizona. Basándose en el número de viviendas que contenían cerámica cuyo estilo variaba con el tiempo, la cual les permitía datar las propias viviendas, realizaron estimaciones de la población real del valle en diversos momentos del período comprendido entre el año 800 y 1350. A partir de los anillos anuales de los árboles, que proporcionan información sobre la cantidad de lluvia, y de los estudios del suelo, que ofrecen información sobre los aumentos y descensos de los niveles de aguas subterráneas, estimaron también las cosechas anuales de maíz recogido en el valle a lo largo del tiempo. Resultó que los incrementos y decrementos de la población real a partir del año 800 reflejaban fielmente los incrementos y decrementos de las estimaciones de las cosechas anuales de maíz, con la salvedad de que en el año 1300 los anasazi abandonaron completamente el valle, en una época en la que se podrían haber obtenido cosechas de maíz un tanto reducidas, pero suficientes no obstante para mantener a un tercio de la población máxima que llegó a albergar (es decir, unos cuatrocientos habitantes de los 1070 que llegó a alcanzar en el momento culminante).

¿Por qué no se quedaron esos últimos cuatrocientos anasazi Kayenta de Long House Valley cuando la mayoría de sus parientes estaban marchándose? Quizá en el año 1300 el valle se había deteriorado demasiado para poder mantener a seres humanos; es decir, quizá se había deteriorado en otros aspectos además de en el de haber reducido el potencial agrícola que los autores estimaban en el estudio que realizaron. Por ejemplo, quizá la fertilidad del suelo se había agotado, o quizá los antiguos bosques habían sido talados y no quedaba cerca ninguna madera útil para la construcción ni para leña, como sabemos que sucedió en el caso del cañón del Chaco. Por otra parte, quizá la explicación residía en que las sociedades humanas complejas exigen un determinado número de población mínima para mantener instituciones que sus ciudadanos consideran que son esenciales. ¿Cuántos habitantes de Nueva York decidirían quedarse en la ciudad si dos tercios de sus familiares y amigos acabaran de morir de hambre allí o hubieran huido, si el metro y los taxis ya no funcionaran y si las oficinas y las tiendas hubieran cerrado?

Junto con los anasazi del cañón del Chaco y los de Long House Valley cuyos destinos hemos seguido, mencioné al principio de este capítulo que otras sociedades del sudoeste de Estados Unidos —los indios mimbres, los mesa verde, los hohokam, los mogollón y otros— también sufrieron colapsos, reorganizaciones o abandonaron sus tierras en diferentes momentos del período comprendido entre los años 1100 y 1500. Resulta que unos cuantos problemas medioambientales y algunas respuestas culturales diferentes contribuyeron a estos derrumbamientos y transiciones, y que en distintas zonas intervinieron factores diferentes. Por ejemplo, la deforestación fue un problema para los anasazi, que necesitaban árboles para abastecerse de vigas con las que construir los techos de sus viviendas, pero no supuso ningún problema grave para los hohokam, que construían sus viviendas sin vigas. La salinización producida por la agricultura de regadío perjudicó a los hohokam, que tenían que regar sus campos, pero no a los mesa verde, que no tenían que regar. El frío afectó a los mogollón y a los mesa verde, que vivían en cotas altas y a temperaturas un tanto desfavorables para la agricultura. Otros pueblos del sudoeste de Estados Unidos quedaron arruinados por la disminución de los niveles de agua (por ejemplo, los anasazi) o por el agotamiento de los nutrientes del suelo (posiblemente los mogollón). La erosión del lecho de los arroyos fue un problema para los anasazi del Chaco, pero no para los mesa verde.

A pesar de estas diferentes causas conexas del abandono de tierras, todos esos éxodos se debieron en última instancia al mismo desafío esencial: la población vivía en entornos frágiles y difíciles, y adoptó soluciones que tuvieron un éxito brillante y comprensible «a corto plazo», pero que fracasaron o produjeron problemas adicionales de fatales consecuencias a largo plazo. A largo plazo la población tuvo que hacer frente a cambios medioambientales, tanto producidos por los propios seres humanos como ajenos a su influencia, que, al no disponer de registros escritos de su historia ni de arqueólogos, no pudieron prever. Escribo «a corto plazo» entre comillas porque los anasazi sobrevivieron en el cañón del Chaco durante aproximadamente seiscientos años, un tiempo considerablemente mayor que la duración de la ocupación europea en cualquier lugar del Nuevo Mundo desde la llegada de Colón en 1492. Durante su existencia, esos diversos indígenas americanos del sudoeste de Estados Unidos experimentaron con media docena de tipos de economía alternativos. Se tardó muchos siglos en descubrir que, entre esas economías, solo la de los indios pueblo era sostenible «a largo plazo», es decir, durante al menos mil años. Ello debería hacernos dudar un poco a nosotros, los actuales estadounidenses, cuando confiamos demasiado en la sostenibilidad de nuestra economía de país del Primer Mundo, sobre todo si pensamos en la rapidez con la que la sociedad del Chaco se vino abajo tras haber alcanzado su punto culminante en la década de 1110-1120 y en lo inverosímil que el riesgo de sufrir un colapso les habría parecido a los habitantes del Chaco de aquella década.

En nuestro marco de cinco elementos para comprender el desmoronamiento de sociedades, cuatro de estos factores intervinieron en el ocaso de los anasazi. Hubo ciertamente varios tipos de impactos medioambientales producidos por seres humanos, en especial la deforestación y la erosión de los arroyos. También hubo un cambio climático que afectó a la pluviosidad y las temperaturas, y sus efectos interactuaron con las consecuencias de los impactos medioambientales humanos. El comercio interno con socios comerciales amistosos desempeñó un papel crucial en su desaparición: diferentes grupos de anasazi se abastecían entre sí de comida, madera, cerámica, piedra y artículos de lujo para sustentarse mutuamente en una sociedad compleja e interdependiente. Pero esa dependencia hacía correr el riesgo de colapso global al conjunto de la sociedad. Aparentemente, los factores religiosos y políticos desempeñaron un papel esencial en la pervivencia de esa sociedad compleja, por cuanto amparaban los intercambios de materiales y estimulaban a las personas de las zonas periféricas a que abastecieran de comida, madera y cerámica a los centros políticos y religiosos. El único factor de nuestra lista de cinco elementos de cuya intervención no hay evidencias convincentes en el caso de la desaparición de los anasazi es el de los enemigos externos. Aunque los anasazi se atacaron mutuamente a medida que la población fue en aumento y el clima se fue deteriorando, las civilizaciones del sudoeste de Estados Unidos distaban demasiado de otras sociedades populosas como para haberse visto seriamente amenazadas por cualquier enemigo externo.

Desde esa perspectiva, podemos proponer una respuesta sencilla a un dilema que se discute desde hace mucho tiempo: ¿fue abandonado el cañón del Chaco debido al impacto humano sobre el medio ambiente o debido a la sequía? La respuesta es que fue abandonado por ambas razones. En el transcurso de seis siglos la población humana del cañón del Chaco aumentó, sus exigencias sobre el medio ambiente se incrementaron, sus recursos medioambientales disminuyeron y las personas acabaron viviendo cada vez más cerca de los límites de lo que el entorno podía soportar. Esa fue la raíz del abandono. La causa inmediata, la proverbial última gota que colma el vaso, fue la sequía que finalmente llevó al límite a los habitantes del Chaco; una sequía a la que una sociedad con menor densidad de población podría haber sobrevivido. Cuando la sociedad del Chaco se vino abajo, sus habitantes ya no pudieron reconstruirla del modo en que los primeros agricultores de la zona del Chaco la habían erigido en una época anterior. La razón es que las condiciones iniciales de abundancia de árboles cercanos, niveles de aguas subterráneas altos y suaves llanuras de inundación sin lechos de arroyos erosionados habían desaparecido.

Se puede aplicar una conclusión de este tipo a muchos otros colapsos de sociedades del pasado (incluida la maya, a la que dedicaremos el próximo capítulo) y a los destinos actuales de nuestra propia sociedad. Todos nosotros hoy día —ya seamos propietarios de casas, inversores, políticos, gestores universitarios o cualesquiera otras cosas— podemos permitirnos muchos gastos cuando la economía va bien. Olvidamos que las condiciones varían y que podemos no ser capaces de prever cuándo cambiarán. Para ese momento quizá nos hayamos aferrado ya a un estilo de vida muy caro que signifique que las únicas salidas viables sean, o bien llevar un estilo de vida más modesto, o bien declararnos en quiebra.