Capítulo 14

¿Por qué algunas sociedades toman decisiones catastróficas?

Mapa de carreteras hacia el éxito * Incapacidad para anticiparse * Incapacidad para prever * Conducta racional inadecuada * Valores desastrosos * Otras incapacidades irracionales * Soluciones infructuosas * Señales esperanzadoras

La educación es un proceso en el que intervienen dos tipos de participantes que supuestamente desempeñan papeles diferentes: los profesores, que imparten conocimiento a los alumnos, y los alumnos, que asimilan el conocimiento de los profesores. En realidad, como cualquier profesor sin prejuicios puede descubrir, la educación también conlleva que los alumnos impartan conocimiento a sus profesores interpelando las suposiciones de los profesores y planteando preguntas en las que los profesores no habían reparado con anterioridad. Hace poco volví a descubrirlo cuando impartí un curso de doctorado a estudiantes muy motivados de la institución en que trabajo, la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), acerca de cómo las sociedades abordaban los problemas ambientales. De hecho, el curso fue un ensayo práctico del material que compone este libro, en un momento en el que había esbozado algunos capítulos, estaba planificando otros y todavía podía realizar cambios importantes.

Mi primera conferencia tras la reunión de presentación del grupo versó sobre el ocaso de la sociedad de la isla de Pascua, objeto del capítulo 2 de este libro. En el debate que entablamos tras mi intervención, la cuestión en apariencia sencilla que más desconcertó a los alumnos era una cuya verdadera complejidad no había calado todavía en mí: ¿cómo demonios podía una sociedad tomar una decisión tan evidentemente desastrosa como la de talar todos los árboles de los que dependía? Uno de los alumnos me preguntó qué pensaba yo que decía el isleño que taló la última palmera mientras lo estaba haciendo. En el caso de todas las demás sociedades que abordé en las posteriores conferencias, mis alumnos plantearon en esencia la misma pregunta. También planteaban otra cuestión relacionada con ella: ¿con qué frecuencia las personas ocasionaban daños ecológicos de forma intencionada, o al menos siendo conscientes de las consecuencias más probables? Mis alumnos se preguntaban si las personas que vivieran en el siglo próximo —en caso de que todavía queden personas vivas dentro de cien años— se asombrarían también de nuestra actual ceguera, como nos asombra a nosotros la ceguera de los isleños de Pascua.

Esta pregunta sobre por qué las sociedades acaban destruyéndose a sí mismas al tomar decisiones catastróficas no solo asombra a mis alumnos de doctorado de UCLA, sino también a los historiadores y arqueólogos profesionales. Por ejemplo, el libro quizá más citado sobre la desaparición de sociedades sea The Collapse of Complex Societies, obra del arqueólogo Joseph Tainter. Al valorar las explicaciones alternativas sobre los colapsos de la Antigüedad, Tainter continuaba viendo con escepticismo incluso la posibilidad de que pudieran haberse debido al agotamiento de los recursos ambientales, ya que ese desenlace le parecía a priori muy improbable. He aquí su argumentación: “Uno de los supuestos de esta perspectiva debe ser que esas sociedades se tumbaron a descansar y a contemplar cómo se cernía sobre ellos la inestabilidad sin adoptar medidas correctoras. Este es un problema de primer orden. Las sociedades complejas se caracterizan por disponer de un elevado flujo de información para tomar decisiones de forma centralizada, así como una enorme coordinación entre sus diferentes sectores, canales de mando formales y una gran acumulación de recursos. Gran parte de esta estructura parece estar capacitada para contrarrestar las fluctuaciones y deficiencias de la productividad, si es que no era el fin para el que había sido concebida de forma expresa. Con su estructura administrativa y su gran capacidad para la asignación de trabajo y recursos, quizá una de las cosas que mejor hagan las sociedades complejas sea enfrentarse a condiciones ambientales adversas (véase, por ejemplo, Isbell (1978)). Resulta curioso que se vinieran abajo cuando se enfrentaban precisamente a las condiciones que estaban preparados para sortear… Tan pronto como los integrantes o los administradores de una sociedad compleja perciben que una fuente esencial de recursos se está deteriorando, parece de todo punto razonable suponer que se adoptarían medidas encaminadas a resolver la situación. La suposición alternativa —la de la despreocupación ante el desastre— exige grandes dosis de fe ante las que con toda razón podemos dudar.

Es decir, el razonamiento de Tainter le llevaba a concluir que no era probable que las sociedades complejas se permitieran a sí mismas venirse abajo como consecuencia de un error en la gestión de sus recursos ambientales. Y, sin embargo, en todos los casos expuestos en este libro queda claro precisamente que este tipo de error se ha producido de forma reiterada. ¿Cómo es posible que tantas sociedades cometieran errores tan garrafales?

Mis alumnos de doctorado de UCLA, y también Joseph Tainter, han detectado un fenómeno desconcertante: los errores que cometen sociedades enteras o parte de ellas a la hora de tomar decisiones colectivas. Este problema, por supuesto, guarda relación con el problema de los errores en la toma de decisiones individuales. Las personas también toman decisiones equivocadas: contraen matrimonios inadecuados, realizan malas inversiones y pésimas elecciones profesionales, sus negocios van a la quiebra, etcétera. Pero en los errores de la toma de decisiones colectiva intervienen algunos factores adicionales, como, por ejemplo, los conflictos de intereses entre los integrantes del grupo y la dinámica del mismo. Como es lógico, este es un asunto más complejo para el que no habría una única respuesta que encajara en todas las situaciones.

Lo que por el contrario voy a proponer es un mapa de carreteras de los factores que contribuyen a errar en la toma de decisiones colectivas. Clasificaré los factores en una secuencia de cuatro categorías establecidas sin una delimitación muy nítida entre sí. En primer lugar, un grupo puede no conseguir prever un problema antes de que se plantee. En segundo lugar, cuando el problema se manifiesta, el grupo puede no conseguir percibirlo. Después, una vez que lo han percibido, pueden no conseguir siquiera tratar de resolverlo. Por último, pueden tratar de resolverlo pero no conseguirlo. Aunque todo este análisis de las razones del fracaso y el colapso de las sociedades puede resultar descorazonador, la otra cara del mismo es un rasgo alentador: el éxito en la toma de decisiones. Quizá si comprendemos las razones por las que los grupos toman a menudo decisiones erróneas podamos utilizar ese conocimiento como una lista de control que sirva para orientar a los grupos a tomar decisiones acertadas.

La primera estación de mi mapa de carreteras indica que los grupos pueden hacer cosas desastrosas porque no consigan prever un problema antes de que se produzca. Ello puede deberse a varias razones. Una es que pueden no disponer de ninguna experiencia anterior con un problema semejante y, por tanto, no estar sensibilizados ante esa posibilidad.

Un ejemplo excelente de ello es el desbarajuste que los colonos británicos produjeron por iniciativa propia cuando en el siglo XIX introdujeron en Australia los zorros y los conejos procedentes de Gran Bretaña. Estos casos constituyen en la actualidad dos de los ejemplos más desastrosos del impacto de especies foráneas en un entorno del que no eran originarias (para más detalles, véase el capítulo 13). La introducción de estas especies resulta aún más dramática debido a que se llevó a cabo de forma intencionada y con mucho esfuerzo, en lugar de ser consecuencia de que, inadvertidamente, se hubieran entremezclado con el heno unas semillas diminutas, como en el caso de la propagación de muchas malas hierbas muy perjudiciales. Los zorros pasaron a comer y exterminar muchas especies de mamíferos autóctonos australianos que no tenían experiencia evolutiva de los zorros, mientras que los conejos empezaron a consumir gran parte del forraje destinado a las ovejas y las vacas, a rivalizar con los mamíferos herbívoros autóctonos y a debilitar el terreno con sus madrigueras.

Gracias a las ventajas que nos brinda poder analizar esta cuestión de forma retrospectiva, en la actualidad nos parece absurdo e increíble que los colonos liberaran intencionadamente en Australia dos mamíferos extraños cuyas poblaciones han acarreado miles de millones de dólares en daños y en gastos para controlarlas. Gracias a muchos otros ejemplos de esta naturaleza, hoy día podemos reconocer que la introducción de especies a menudo resulta desastrosa de formas insospechadas. Esa es la razón por la que, cuando vamos de visita a Australia y Estados Unidos o regresamos desde allí a nuestro país, una de las primeras preguntas que nos hacen los funcionarios de inmigración es si llevamos algún tipo de planta, semilla o animal: para reducir el riesgo de que se escape y se establezca en el país. Gracias a otras muchas experiencias anteriores, ahora hemos aprendido (por regla general, pero no siempre) a prever al menos los riesgos potenciales que desencadena introducir en un lugar especies nuevas. Pero todavía es difícil incluso para los ecólogos profesionales predecir qué especies introducidas se establecerán en realidad, qué especies introducidas y establecidas con éxito resultarán desastrosas y por qué una misma especie introducida en varios lugares consigue establecerse en determinadas zonas y no en otras. De ahí que en realidad no debiera sorprendernos que los australianos del siglo XIX, sin las desastrosas experiencias de introducción de especies llevadas a cabo en el siglo XX, no consiguieran prever las consecuencias provocadas por los conejos y los zorros.

En este libro hemos visto otros ejemplos de sociedades que, como era de esperar, no consiguieron prever un problema sobre el que carecían de experiencia anterior. Cuando los noruegos de Groenlandia invertían tanto en la caza de morsas con el fin de exportar su marfil a Europa, difícilmente podían haber previsto que las cruzadas acabarían con el mercado de marfil de morsa al restablecerse el acceso al marfil de elefante asiático y africano, o que los hielos marinos interrumpirían la navegación hacia Europa. O también, dado que los mayas de Copán no eran científicos del suelo, no podían prever que la deforestación de las laderas de las colinas provocaría la erosión del suelo de las mismas y lo arrastraría al lecho de los valles.

Ni siquiera la experiencia anterior representa una garantía de que una sociedad vaya a prever un problema si dicha experiencia tuvo lugar hace tanto tiempo que se ha olvidado. Esto constituye un problema sobre todo para las sociedades que no disponen de escritura, las cuales tienen menos capacidad que las sociedades con escritura para conservar recuerdos detallados de acontecimientos sucedidos hace mucho tiempo, ya que la transmisión oral de la información impone muchas limitaciones en relación con la escritura. Por ejemplo, en el capítulo 4 se vio que la sociedad anasazi del cañón del Chaco sobrevivió a varios episodios de escasez de agua antes de sucumbir bajo una gran sequía en el siglo XII. Pero las sequías anteriores se habían producido mucho antes de que naciera cualquier anasazi afectado por esta última gran sequía, la cual, por tanto, habría tenido carácter de imprevista porque los anasazi carecían de escritura. De manera similar, los mayas clásicos de las tierras bajas sucumbieron a una sequía en el siglo IX a pesar de que su territorio se había visto afectado por sequías desde hacía siglos (véase el capítulo 5). Aunque en este caso los mayas sí disponían de escritura, solo recogían mediante ella hazañas de reyes y acontecimientos astronómicos en lugar de informes meteorológicos, de modo que la sequía del siglo m no contribuyó a que los mayas previeran la sequía del siglo IX.

En las sociedades actuales, que disponen de escritura y cuyos escritos se ocupan de otros temas además de los reyes y los planetas, esto no significa que recurramos a la experiencia anterior consignada en los escritos. Nosotros también tenemos tendencia a olvidar las cosas. Tras la escasez de combustible derivada de la crisis petrolífera de 1973, los estadounidenses rehuimos durante uno o dos años los coches que consumían mucha gasolina; pero después olvidamos esa experiencia y ahora aceptamos los coches deportivos, a pesar de los ríos de tinta vertidos tras los acontecimientos de 1973. Cuando la ciudad de Tucson, en Arizona, atravesó una grave sequía en la década de 1950, sus ciudadanos, alarmados, juraron que gestionarían mejor sus aguas; pero pronto volvieron a adoptar las despilfarradoras costumbres de construir campos de golf y regar los jardines.

Otra de las razones por las que una sociedad puede no conseguir prever un problema se debe al razonamiento mediante falsa analogía. Cuando nos encontramos ante una situación desconocida recurrimos a establecer analogías con otras situaciones conocidas. Este es un buen modo de proceder si la antigua y la nueva situación son verdaderamente análogas, pero puede resultar peligroso si son similares únicamente en apariencia. Por ejemplo, los vikingos que llegaron a Islandia a partir del año 870 aproximadamente procedían de Noruega y Gran Bretaña, que cuentan con firmes suelos arcillosos molidos por glaciares. Aun cuando se eliminara la vegetación que cubría aquellos suelos, estos seguían siendo demasiado pesados para que el viento los arrastrara. Cuando los colonos vikingos encontraron en Islandia muchas de las especies de árboles que ya les eran conocidas en Noruega y Gran Bretaña, les confundió la aparente similitud del paisaje (véase el capítulo 6). Por desgracia, los suelos de Islandia no emergieron como consecuencia de la erosión de los glaciares, sino porque los vientos transportaron cenizas muy ligeras originadas en erupciones volcánicas. Cuando los vikingos eliminaron los bosques de Islandia para crear pastos para el ganado, aquel suelo ligero quedó expuesto a que el viento lo arrastrara de nuevo, y gran parte de la capa superficial del suelo de Islandia desapareció con la erosión.

Un ejemplo famoso y trágico de razonamiento mediante falsa analogía es el de los preparativos militares franceses para la Segunda Guerra Mundial. Tras el terrible baño de sangre de la Primera Guerra Mundial, Francia reconoció que tenía una necesidad vital de protegerse frente a la posibilidad de una nueva invasión alemana. Por desgracia, los mandos del ejército francés supusieron que la siguiente guerra se libraría de forma similar a la Primera Guerra Mundial, en la que el frente occidental que separaba Francia de Alemania se había estancado en una guerra de trincheras estática durante cuatro años. Por regla general, las fuerzas defensivas de infantería a cargo de las intrincadas trincheras fortificadas habían conseguido repeler los ataques de la infantería enemiga, mientras que las fuerzas de ataque solo habían desplegado los recién inventados tanques de forma aislada y para apoyar el ataque de su infantería. Por lo tanto, Francia construyó un carísimo y más intrincado aún sistema de fortificaciones, la línea Magimot, para defender su frontera oriental ante Alemania. Pero los mandos del ejército alemán, que habían sido derrotados en la Primera Guerra Mundial, detectaron la necesidad de adoptar una estrategia diferente. En lugar de la infantería, utilizaron los tanques como punta de lanza de sus ataques: agruparon los tanques en divisiones acorazadas independientes, rodearon la línea Maginot atravesando terrenos forestales que hasta entonces se consideraban impracticables para los tanques y así derrotaron a Francia en solo seis semanas. Como razonaron mediante una falsa analogía con la Primera Guerra Mundial, los generales franceses cometieron un error de bulto: los mandos a menudo planifican una guerra como si fuera a ser parecida a la anterior, sobre todo si su bando salió victorioso en aquella guerra anterior.

La segunda estación que figura en mi mapa de carreteras, una vez que una sociedad ha previsto o no un problema antes de que se produzca, se refiere a la percepción o la imposibilidad de percibir un problema que ya se ha producido. Al menos hay cuatro razones para cometer este tipo de error, todas las cuales son habituales en el mundo empresarial y académico.

En primer lugar, los orígenes de algunos problemas son literalmente imperceptibles. Por ejemplo, los nutrientes responsables de la fertilidad del suelo son invisibles a simple vista, y solo en épocas recientes pudieron determinarse mediante análisis químicos. En Australia, Mangareva, algunas zonas del sudoeste de Estados Unidos y muchos otros lugares, la mayor parte de los nutrientes ya se habían filtrado a través del suelo con la lluvia antes de que fueran colonizados por seres humanos. Cuando llegó la población y empezó a cultivar, sus cosechas agotaron enseguida los nutrientes que quedaban, como consecuencia de lo cual la agricultura no prosperó. Sin embargo, este tipo de suelos pobres en nutrientes a menudo sustentan una vegetación de aspecto exuberante; se trata simplemente de que la mayor parte de los nutrientes del ecosistema se encuentran en la vegetación en lugar de en el suelo, y desaparecen cuando se arranca la vegetación. No había ningún modo de que los primeros colonos de Australia y Mangareva percibieran ese problema de agotamiento de los nutrientes del suelo; ni tampoco de que los agricultores de zonas con abundancia de sal en las profundidades del suelo (como el este de Montana, algunas zonas de Australia o Mesopotamia) percibieran la incipiente salinización; ni de que los mineros de los yacimientos de azufre detectaran el cobre y los ácidos tóxicos disueltos en los vertidos de agua de la mina.

Otra razón habitual del fracaso a la hora de percibir un problema, una vez que ya se ha manifestado, es la lejanía de los responsables, lo cual es un problema potencial de cualquier sociedad o empresa grande. Por ejemplo, el propietario de los terrenos forestales y de la empresa maderera más grandes de Montana no se encuentra en la actualidad en el interior de ese estado, sino a 650 kilómetros de allí, en Seattle, Washington. Como no están en el escenario de los acontecimientos, los ejecutivos de la empresa pueden no darse cuenta de que tienen un grave problema de malas hierbas en sus propiedades forestales. Las empresas bien administradas evitan llevarse este tipo de sorpresas enviando periódicamente a algún especialista para que evalúe «sobre el terreno» lo que está pasando en realidad; con ese mismo espíritu un amigo mío muy alto que era rector de una universidad practicaba de vez en cuando en las pistas de baloncesto con los universitarios de su escuela con el fin de mantenerse al corriente de las opiniones de los alumnos. Lo contrario del fracaso debido a la lejanía de los directivos es el éxito debido a la presencia inmediata de los encargados. Parte de la razón por la que los habitantes de Tikopia en su diminuta isla y los de las tierras altas de Nueva Guinea en sus valles han gestionado con éxito sus recursos durante más de un millar de años es que todos los habitantes de la isla o del valle están familiarizados con la totalidad del territorio del que dependen sus sociedades.

Quizá la circunstancia más habitual bajo la cual las sociedades no consiguen percibir un problema se produce cuando este adopta la forma de una tendencia muy lenta oculta entre amplias fluctuaciones al alza y a la baja. Ahora sabemos que las temperaturas de todo el mundo han estado aumentando de forma muy paulatina en las últimas décadas, debido en gran parte a los cambios producidos por los seres humanos en la atmósfera. Sin embargo, no es que el clima haya sido todos los años exactamente 0,01 °C más cálido que el año anterior. Por el contrario, como todos sabemos, el clima oscila de forma errática de un año para otro: un verano es tres grados más cálido que el anterior, después el siguiente es dos grados más cálido, luego el siguiente la temperatura baja cuatro grados, después baja otro grado más, después sube cinco grados, etcétera. Dadas las amplias e impredecibles fluctuaciones del clima, se ha tardado mucho tiempo en discriminar la tendencia media ascendente de 0,01 °C anuales en medio de una señal con tanto ruido. Esa es la razón de que haga solo unos pocos años que se convencieran de ella los climatólogos más experimentados y hasta entonces escépticos de que el planeta se estuviera calentando realmente. En el momento en que escribo estas líneas, el presidente Bush de Estados Unidos todavía no está convencido de su realidad y cree que es necesario investigar más. Los groenlandeses de la Edad Media atravesaron dificultades similares para reconocer que el clima en el que vivían estaba volviéndose cada vez más frío, y los mayas y los anasazi tuvieron problemas para discernir que el suyo era cada vez más árido.

Los políticos emplean el concepto «normalidad progresiva» para referirse a este tipo de tendencias ocultas en unas fluctuaciones en las que abunda el ruido. Si la economía, la educación, la congestión del tráfico o cualquier otra cosa se deteriora de forma gradual, resulta difícil reconocer que cada año que transcurre es por término medio ligeramente peor que el anterior, de modo que el criterio de referencia para lo que constituye la «normalidad» varía paulatina e imperceptiblemente. Pueden ser necesarios varios decenios de una larga secuencia de variaciones anuales leves antes de que la gente se dé cuenta, sobresaltada, de que las condiciones eran mucho mejores varios decenios atrás y de que lo que se tenía por normal ha variado a la baja.

Otro concepto relacionado con la normalidad progresiva es el de «amnesia del paisaje»: olvidar el aspecto tan diferente que tenía el entorno circundante hace cincuenta años debido a que las transformaciones sufridas de un año para otro han sido muy graduales. Un ejemplo es el de la fusión de los glaciares y campos nevados de Montana producida por el calentamiento global del planeta (véase el capítulo 1). Desde que siendo un adolescente pasé los veranos de 1953 y 1956 en la cuenca Big Hole de Montana no había vuelto a regresar hasta 42 años después, en 1998, momento en que empecé a acudir todos los años. Uno de los recuerdos adolescentes más vividos que tenía de la cuenca Big Hole es que la nieve cubría las lejanas cimas de las montañas incluso a mediados del verano, así como la sensación de que había una franja blanca del cielo que rodeaba toda la cuenca y el recuerdo de una excursión durante un fin de semana en la que dos amigos y yo ascendimos hasta aquella mágica franja de nieve. Como no he atravesado por las oscilaciones y la paulatina disminución de la nieve veraniega a lo largo de los 42 años transcurridos, cuando regresé en 1998 a la cuenca me sorprendió y entristeció descubrir que esa franja había desaparecido casi en su totalidad, y en los años 2001 y 2003 se fundió toda. Cuando les pregunté por este cambio a mis amigos que vivían en Montana resultó que eran menos conscientes de él: de manera inconsciente comparaban la franja de cada año (o su ausencia) con la de los años inmediatamente anteriores. La normalidad progresiva o la amnesia del paisaje les dificultaba a ellos más que a mí recordar cómo eran las condiciones en la década de 1950. Este tipo de experiencias constituyen una razón importante para que las personas no consigan percibir un problema en curso hasta que es demasiado tarde.

Sospecho que la amnesia del paisaje constituía parte de la respuesta a la pregunta de mis alumnos de UCLA, aquella de «qué decía el último habitante de la isla de Pascua que taló la última palmera mientras lo estaba haciendo». Sin pensarlo con detenimiento, solemos imaginar que hubo un cambio repentino: como si un año la isla estuviera todavía cubierta por un bosque de altas palmeras que se utilizaban para producir vino, obtener fruta y extraer madera para transportar y erigir estatuas, y al año siguiente solo quedara un árbol que un isleño procedió a talar en un acto de una estupidez increíblemente autodestructiva. Es mucho más probable, no obstante, que los cambios de la cubierta forestal de un año a otro hubieran sido casi indetectables: sí, este año cortamos unos cuantos árboles allí, pero aquí, en este huerto abandonado, están empezando a rebrotar de nuevo los plantones. Solo los habitantes más ancianos de la isla, retrotrayéndose a su infancia varios decenios atrás, podrían haber percibido la diferencia. Sus hijos ya no podrían comprender los relatos de sus padres, en los que hablaban de un bosque muy alto, del mismo modo que mis hijos de diecisiete años no pueden entender hoy día las historias que contamos mí esposa y yo acerca del aspecto que tenía Los Angeles hace cuarenta años. De forma paulatina, los árboles de la isla de Pascua fueron disminuyendo en número, menguando y perdiendo importancia. Cuando se taló la última palmera adulta que daba fruto, hacía ya mucho tiempo que la especie había dejado de tener alguna relevancia económica. Ello originó que cada año quedaran por talar plantones de palmera cada vez más pequeños junto a otros arbustos y matojos. Cuando se taló el último plantón de la última palmera pequeña, lo más probable es que nadie reparara en ello. Para entonces, hacía ya varios siglos que el recuerdo de aquel valioso palmeral había sucumbido a la amnesia del paisaje. Y, a la inversa, la velocidad con la que se propagó la deforestación en los primeros momentos del Japón del período Tokugawa facilitó que los shogun detectaran las alteraciones del paisaje y reconocieran la necesidad de emprender una acción preventiva.

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La tercera parada que aparece en el mapa de carreteras del fracaso es la más habitual, la más sorprendente y la que exige un análisis más extenso, ya que adopta una variedad de formas muy amplia. Al contrario de lo que Joseph Tainter y casi cualquier otra persona hubiera imaginado, resulta que las sociedades pocas veces consiguen siquiera tratar de resolver un problema una vez que este se ha dejado sentir.

Muchas de las razones de este fracaso se engloban bajo el epígrafe: lo que los economistas y otros científicos sociales denominan «conducta racional», surgida de los choques de intereses entre personas. Es decir, algunas personas pueden concluir acertadamente que sus propios intereses pueden verse favorecidos comportándose de forma perjudicial para los demás. Los científicos califican este comportamiento de «racional» precisamente porque se sirve de un razonamiento correcto, aun cuando pueda ser moralmente reprensible. Quienes lo llevan a cabo saben que, por regla general, su mala conducta quedará impune, sobre todo si no existe ninguna ley que la prohíba o si dicha ley no se hace cumplir con eficacia. Los supuestos infractores se sienten seguros porque están muy limitados (son pocos en número) y muy motivados ante la perspectiva de cosechar beneficios importantes, seguros e inmediatos, mientras que las pérdidas quedan difuminadas entre gran cantidad de individuos. Esto proporciona a los perdedores una motivación escasa para complicarse con el embrollo que supone defenderse, ya que cada perdedor pierde solo un poco y únicamente obtendría beneficios reducidos, inciertos y tardíos, aun cuando consiguiera enmendar el robo perpetrado por una minoría. Entre los ejemplos de este tipo se encuentran las denominadas «ayudas perversas»: las grandes sumas de dinero que los gobiernos desembolsan para apoyar sectores productivos que no serían rentables sin esas ayudas, como, por ejemplo, muchas pesquerías, el cultivo de azúcar en Estados Unidos y el cultivo del algodón en Australia (subvencionado de forma indirecta por el gobierno mediante el pago de los costes de agua para regadío). Los relativamente pocos pescadores y agricultores presionan con tenacidad para obtener unas ayudas que representan gran parte de sus ingresos, mientras que los perdedores (todos los contribuyentes) no se hacen oír tanto, porque estas ayudas se financian solo con una pequeña cantidad de dinero disimulada en la nómina de impuestos de cada uno de los ciudadanos. Es particularmente probable que las medidas que benefician a una pequeña minoría a expensas de una gran mayoría surjan en determinados tipos de democracia que otorgan «capacidad de influencia» a algunos grupos reducidos: por ejemplo, los senadores procedentes de estados pequeños en el Senado de Estados Unidos, o las pequeñas facciones religiosas que a menudo mantienen el equilibrio de poderes en Israel hasta un punto difícilmente practicable bajo el sistema parlamentario holandés.

Un tipo frecuente de conducta racional inadecuada es el que denota la siguiente frase: «Es bueno para mí, y malo para ti y para todos los demás»; digámoslo sin rodeos, el «egoísmo». Baste como ejemplo que la mayor parte de los pescadores de Montana van a pescar truchas, pero hay unos pocos pescadores que prefieren pescar lucios, un pez comestible de mayor tamaño que no es originario del oeste de Montana. Esos pocos pescadores introdujeron subrepticia e ilegalmente lucios en algunos ríos y lagos del oeste de Montana, en los que estos animales acabaron con la pesca de truchas porque se las comían. Aquello benefició a los pocos pescadores de lucios y perjudicó al muy superior número de pescadores de truchas.

Hay otro ejemplo que ocasiona muchos perdedores y pérdidas en dólares muy superiores; antes de 1971, cuando las compañías mineras de Montana cerraban una mina, la abandonaban sin más con sus filtraciones de cobre, arsénico y ácido vertiendo en los ríos, ya que en el estado de Montana no había ninguna ley que les exigiera efectuar una limpieza después de cerrar la mina. En 1971, el estado de Montana aprobó finalmente una ley de este tipo, pero las empresas descubrieron que podían extraer las menas valiosas y después sencillamente declararse en bancarrota antes de tener que correr con los gastos de limpieza. El resultado ha sido que los ciudadanos de Montana han tenido que soportar unos gastos de limpieza de unos quinientos millones de dólares, y que los directivos de las empresas mineras estadounidenses habían detectado correctamente que la ley les permitía ahorrar dinero de sus empresas y favorecer sus intereses particulares mediante primas y salarios elevados, contaminando y trasladando esa carga a la sociedad. Podrían citarse innumerables ejemplos más de este tipo de conducta en el mundo empresarial, pero no es tan universal como algunos cínicos sospechan. En el capítulo siguiente analizaremos cómo ese espectro de resultados proviene del imperativo que tienen las empresas de ganar dinero hasta donde se lo permiten las regulaciones del gobierno, la ley y las actitudes de la opinión pública.

Una forma muy particular de choque de intereses ha llegado a ser bien conocida bajo el nombre de «la tragedia de lo común», que a su vez está estrechamente relacionada con los conflictos conocidos bajo las expresiones «el dilema del prisionero» o «la lógica de la acción colectiva». Imaginemos una situación en la que muchos consumidores estén explotando un recurso que sea propiedad comunitaria, como los pescadores que realizan capturas en una zona del océano o los pastores que llevan a pacer sus ovejas a un prado comunal. Si todo el mundo explota el recurso de forma abusiva, se acabará agotando como consecuencia del exceso de capturas o de pastoreo y, por tanto, disminuirá, o incluso desaparecerá, y todos los consumidores sufrirán las consecuencias. Por consiguiente, el interés común de todos los consumidores recomendaría ejercer restricciones y no sobreexplotarlo. Pero mientras no haya una regulación efectiva de la cantidad de ese recurso que puede explotar cada consumidor, todos los consumidores podrían concluir correctamente: «Si yo no atrapo ese pez o no dejo que mis ovejas coman esa hierba, algún otro pescador o pastor lo hará de todos modos; de manera que no tiene ningún sentido que me abstenga de abusar de la pesca o el pastoreo». La conducta racional correcta consiste entonces en explotar el recurso antes de que pueda hacerlo el siguiente consumidor, aun cuando el resultado final pueda ser la destrucción de lo común y, por tanto, el perjuicio de todos los consumidores.

En realidad, aunque esta lógica ha desembocado en que muchos recursos comunitarios han acabado explotándose en exceso hasta quedar eliminados, otros han perdurado tras haber sido explotados durante cientos o incluso miles de años. Entre los desenlaces desgraciados se encuentran la sobreexplotación y colapso de la mayor parte de las pesquerías marinas importantes y el exterminio de gran parte de la megafauna (grandes mamíferos, aves y reptiles) de todas las islas del océano o de los continentes colonizados por los seres humanos por vez primera en los últimos cincuenta mil años. Entre los desenlaces felices se encuentra la conservación de muchas pesquerías, bosques y recursos hídricos locales, como la población de truchas de Montana o los sistemas de regadío que describí en el capítulo 1. Los responsables de estos desenlaces felices son tres tipos de acuerdos diferentes que han ido evolucionando con el objetivo de preservar un recurso comunitario al tiempo que permitían desarrollar una explotación sostenible.

Una solución obvia es que el gobierno o alguna otra fuerza exterior intervenga, a petición o no de los consumidores, e imponga unas cuotas, como hicieron en el caso de la tala el shogun y los daimyo del Japón de la era Tokugawa, los emperadores incas de los Andes y los príncipes y terratenientes adinerados de la Alemania del siglo XVI. Una segunda solución consiste en privatizar el recurso; es decir, dividirlo en pequeñas extensiones individuales que cada propietario o propietaria se sentirá motivado a gestionar de forma prudente por su propio interés. Esa práctica fue llevada a cabo en los bosques comunales de algunas aldeas del Japón de la era Tokugawa. Con todo, una vez más, algunos recursos (como los animales y peces migratorios) no se pueden dividir, y para los propietarios particulares puede resultar aún más difícil que un guardacostas o un policía del gobierno impida la entrada a los intrusos.

La solución que nos queda por describir de las destinadas a evitar la tragedia de lo común consiste en que los consumidores reconozcan el interés que comparten y diseñen, obedezcan y garanticen ellos mismos unas cuotas de explotación prudentes. Esto es más probable que suceda si se da todo un conjunto de condiciones: que los consumidores conformen un grupo homogéneo; que hayan aprendido a desarrollar una confianza mutua y se comuniquen entre sí; que esperen compartir un futuro común y legar ese recurso a sus herederos; que tengan capacidad y autoridad para organizar ellos mismos una policía; y que las fronteras de ese recurso y los límites de su parque de consumidores estén bien definidos. Un buen ejemplo de ello es el caso analizado en el capítulo 1 sobre los derechos de agua de regadío. Aunque la asignación de estas licencias ha quedado refrendada por una ley, en la actualidad los rancheros obedecen mayoritariamente al comisionado del agua que ellos mismos eligen, y ya no recurren a los tribunales para resolver sus disputas. Otros ejemplos parecidos de grupos homogéneos que gestionan con prudencia los recursos de que disponen y que esperan legárselos a sus hijos son el de los isleños de Tikopia, los habitantes de las tierras altas de Nueva Guinea, los miembros de las castas hindúes o algunos otros de los grupos analizados en el capítulo 9. Esos pequeños grupos, junto con los islandeses (véase el capítulo 6) y los japoneses del período Tokugawa, que representan grupos más amplios, se vieron aún más motivados para alcanzar estos acuerdos debido a su aislamiento efectivo: era obvio para el grupo en su totalidad que en un futuro previsible tenían que sobrevivir únicamente con sus propios recursos. Estos grupos sabían que no podían recurrir a la excusa que con tanta frecuencia oímos y que constituye una receta para la mala administración: «No es problema mío, es problema de otro».

También es frecuente que se produzcan choques de intereses en los que interviene la conducta racional cuando el principal consumidor no tiene ningún interés a largo plazo en la conservación de ese recurso pero sí la sociedad en su conjunto. Por ejemplo, gran parte de la explotación comercial de los bosques tropicales la llevan a cabo en la actualidad empresas madereras multinacionales, que tienen por costumbre asumir concesiones a corto plazo sobre territorios de un país, talar el bosque tropical de toda la concesión adquirida y, después, marcharse a otro país. Las empresas madereras perciben acertadamente que, una vez que han pagado por la concesión, velan mejor por sus propios intereses talando el bosque con toda la rapidez que puedan, y entonces reniegan de las cláusulas de replantación y se marchan. Así fue como las empresas madereras destruyeron en primer lugar la mayor parte de los bosques de las tierras bajas de la península malaya, después de Borneo, luego de las islas Salomón y Sumatra, ahora de Filipinas y próximamente de Nueva Guinea, la Amazonia y la cuenca del río Congo. Así, lo que es bueno para las empresas madereras es malo para la población local, que pierde sus fuentes de productos forestales y sufre las consecuencias de la erosión del suelo y la sedimentación de las corrientes. También es malo para el país anfitrión en su conjunto, que pierde parte de su diversidad y de sus cimientos para una silvicultura sostenible. El resultado de este choque de intereses a corto plazo derivado del arrendamiento de tierras, contrasta con el resultado que suele obtenerse cuando la empresa maderera es la propietaria de la tierra, prevé explotarla reiteradamente en el futuro y le interesa adoptar una perspectiva a largo plazo (igual que al país y a la población del mismo). Los campesinos chinos de la década de 1920 percibían un contraste similar cuando comparaban los inconvenientes de ser explotados por dos tipos de señores de la guerra distintos. Era duro ser explotado por un «bandido sedentario»; es decir, por un señor de la guerra arraigado en un territorio que al menos dejaba a los campesinos recursos suficientes que le permitieran llevar a cabo más saqueos en años posteriores. Pero era aún peor ser explotado por un «bandido errante», un señor de la guerra que, al igual que una empresa maderera con una concesión de corta duración no dejaría nada a los campesinos de una región y simplemente se mudaría para saquear a los campesinos de otra.

Otro conflicto de intereses en el que se ve implicada la conducta racional surge cuando los intereses de la élite que detenta el poder y toma las decisiones chocan con los intereses del resto de la sociedad. Cuando la élite puede aislarse de las consecuencias de sus actos, es más probable que haga cosas que beneficien a sus miembros con independencia de si esos actos perjudican a todos los demás. Este tipo de conflictos, personificados de forma flagrante por el dictador Trujillo en la República Dominicana y por la élite gobernante de Haití, están volviéndose cada vez más frecuentes en los Estados Unidos de nuestros días, donde los ricos suelen vivir en complejos residenciales vallados y beber agua embotellada. Por ejemplo, los directivos de Enron calcularon correctamente que podían obtener enormes sumas de dinero para sí mismos saqueando los fondos de la compañía y perjudicando con ello a todos los accionistas, y que probablemente quedarían indemnes tras la jugada.

A lo largo de la historia conocida, la acción o inacción de los monarcas, jefes y políticos absortos en sí mismos ha sido una causa habitual de los colapsos de las sociedades; algunos ejemplos de este tipo que hemos analizado en este libro son los reyes mayas, los jefes de los noruegos de Groenlandia y los políticos ruandeses de la actualidad. Barbara Tuchman dedicó su libro The March of Folly a abordar ejemplos históricos famosos de decisiones catastróficas, las cuales abarcaban desde la decisión de los troyanos de introducir el Caballo de Troya entre las murallas de su ciudad o la provocación de los papas del Renacimiento de la sucesión protestante, hasta la decisión alemana de emprender una guerra submarina sin restricciones durante la Primera Guerra Mundial (con lo cual desencadenaron la declaración de guerra por parte de Estados Unidos) o el ataque de Japón a Pearl Harbor, que provocó igualmente la declaración de guerra por parte de Estados Unidos en 1941. Como señala Tuchman de forma sucinta: «La fuerza dominante de entre todas las que afectan a la locura política es el anhelo de poder, al que Tácito calificó como “la más flagrante de todas las pasiones”». Como consecuencia del anhelo de poder, los jefes de la isla de Pascua y los reyes mayas actuaron de tal forma que aceleraron la deforestación en lugar de impedirla: su prestigio dependía de que fueran capaces de erigir estatuas y monumentos mayores que los de sus rivales. Fueron presa de una espiral de competitividad, hasta el punto de que cualquier jefe o rey que hubiera erigido estatuas o monumentos más pequeños para preservar los bosques habría sido objeto de burla y habría perdido el cargo. Este es el problema habitual de las competiciones por el prestigio: que se valoran en el marco de un plazo de tiempo breve.

A la inversa, en aquellas sociedades en las que la élite no puede aislarse de las consecuencias de sus actos es mucho menos probable fracasar en la tentativa de tratar siquiera de resolver problemas ya percibidos debido a los conflictos de intereses entre la élite y las masas. En el último capítulo veremos que el alto grado de conciencia medioambiental de los holandeses (incluidos sus políticos) nace del hecho de que gran parte de la población —tanto los políticos como las masas— vive en una tierra que se encuentra por debajo del nivel del mar, donde solo los diques les separan de ahogarse, de modo que si los políticos realizaran una planificación territorial absurda correrían el riesgo de sufrirla personalmente. De manera similar, los grandes hombres de las tierras altas de Nueva Guinea viven en el mismo tipo de cabañas que todos los demás, buscan leña y madera para construir en los mismos lugares que todos los demás y, por ello, estaban muy motivados para resolver la necesidad de que la silvicultura de su sociedad fuera sostenible (véase el capítulo 9).

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Todos los ejemplos de las páginas precedentes ilustran algunas situaciones en las que una sociedad no consigue siquiera tratar de resolver problemas ya percibidos debido a que la existencia del problema favorece a algunas personas. A diferencia de lo que sucede con esa denominada «conducta racional», hay otros fracasos en la tentativa de resolver problemas percibidos en los que interviene lo que los científicos sociales consideran «conducta irracional»: es decir, un comportamiento que es perjudicial para todo el mundo. Este tipo de conducta irracional se produce a menudo cuando cada uno de nosotros está aquejado de un conflicto de valores: podemos ignorar una mala situación si está desencadenada por algún valor del que estamos profundamente convencidos y al que nos aferremos con fuerza. «Persistencia en el error», «estupidez», «negativa a hacer inferencias a partir de los indicios negativos» y «parálisis mental o estancamiento» son algunas de las expresiones que Barbara Tuchman aplica a este rasgo humano habitual. Los psicólogos utilizan el concepto «efecto de costes irrecuperables» para referirse a un rasgo similar: cuando somos reacios a abandonar una política (o a vender unas acciones) en las que ya hemos invertido más de la cuenta.

Los valores religiosos suelen ser convicciones especialmente profundas y, por tanto, origen frecuente de una conducta desastrosa. Por ejemplo, gran parte de la deforestación de la isla de Pascua era fruto de una motivación religiosa: obtener troncos para transportar y erigir las gigantescas estatuas de piedra que se veneraban. En aquella misma época, pero a casi quince mil kilómetros de distancia y en el hemisferio opuesto, los noruegos de Groenlandia perseguían sus propios valores religiosos como cristianos. Aquellos valores, su identidad europea, su forma de vida conservadora en un entorno severo en el que la mayor parte de las innovaciones fracasarían de hecho, y su sociedad basada en el mutuo apoyo con un estrecho sentido comunitario, les permitieron sobrevivir durante siglos. Pero esos rasgos admirables (y, durante mucho tiempo, triunfantes) también les impidieron realizar cambios drásticos en su forma de vida y adoptar de modo selectivo tecnología inuit que les podría haber ayudado a sobrevivir más tiempo.

El mundo moderno nos brinda abundantes ejemplos seculares de valores admirables a los que nos aferramos bajo unas condiciones en las que dichos valores ya no tienen sentido. Los australianos llevaron consigo desde Gran Bretaña la tradición de criar ovejas para obtener lana, los nobles valores agrícolas y cierta identificación con la tierra madre; con ello lograron la proeza de erigir una democracia digna del Primer Mundo muy lejos de cualquier otra (a excepción de Nueva Zelanda), pero en la actualidad están empezando a apreciar que esos valores también presentan inconvenientes. En épocas recientes, una de las razones de que los habitantes de Montana fueran tan reacios a resolver los problemas originados por sus actividades mineras, madereras y ganaderas era que esos tres sectores industriales constituían pilares tradicionales de la economía de Montana y estaban estrechamente ligados al espíritu pionero y a la identidad de dicho estado. De manera similar, el compromiso pionero de Montana con la libertad individual y la autosuficiencia los ha vuelto reacios a aceptar su nueva necesidad de planificación administrativa y de acotar los derechos individuales. La determinación de la China comunista de no repetir los errores del capitalismo los llevó a ridiculizar las preocupaciones medioambientales porque consideraban que eran únicamente un error capitalista más, y con ello cargaron a China con enormes problemas medioambientales. El ideal de los ruandeses de tener familias muy numerosas era apropiado en la época tradicional, en la que había una mortalidad infantil muy alta, pero en la actualidad ha desembocado en una explosión demográfica catastrófica. En mi opinión, en gran parte de la rígida oposición actual que hay en el Primer Mundo a las preocupaciones medioambientales intervienen valores que se adoptaron en una etapa anterior de la vida y nunca volvieron a cuestionarse: «Los gobernantes y los responsables políticos mantienen intactas las ideas con las que empezaron», por citar una vez más a Barbara Tuchman.

Resulta dificilísimo solucionar el dilema sobre si se debe abandonar parte del núcleo fundamental de valores que uno defiende cuando dichos valores parecen estar volviéndose incompatibles con la supervivencia. ¿En qué momento nosotros, como individuos, preferimos morir antes que transigir y vivir? Millones de personas de épocas recientes se han enfrentado al dilema de si, para salvar la vida, estarían dispuestos a traicionar a amigos o parientes, ofrecer su aquiescencia a una vil dictadura, vivir prácticamente como esclavos o huir de su país. Hay ocasiones en que las naciones y las sociedades tienen que tomar de forma colectiva decisiones similares.

En todo este tipo de decisiones intervienen las apuestas, puesto que a menudo no hay certeza de que aferrarse a un núcleo de valores resultará fatal o (a la inversa) de que abandonarlos garantizará la supervivencia. Al tratar de continuar siendo ganaderos cristianos, los noruegos de Groenlandia daban a entender en realidad que estaban dispuestos a morir como ganaderos cristianos antes que a vivir como inuit; perdieron la apuesta. Entre los cinco pequeños países de Europa del Este que se enfrentaron al aplastante poderío de los ejércitos rusos, los estonios, los letones y los lituanos cedieron su independencia en 1939 sin combatir, los finlandeses lucharon en 1939-1940 y preservaron la suya, y los húngaros lucharon en 1956 y la perdieron. ¿Quién de nosotros debe decir qué país fue más sabio? ¿Quién podría haber predicho de antemano que solo los finlandeses ganarían su apuesta?

Quizá la clave del éxito o el fracaso como sociedad resida en saber qué núcleo de valores debe conservarse y cuáles hay que desechar y sustituir por otros nuevos cuando la situación cambia. En los últimos setenta años, los países más poderosos del mundo han abandonado valores apreciados durante mucho tiempo que anteriormente ocupaban un lugar central en la imagen nacional que proyectaban y han preservado otros. Gran Bretaña y Francia renunciaron al papel que desempeñaron durante siglos, según el cual eran potencias mundiales que actuaban de forma independiente; Japón abandonó su tradición militar y sus fuerzas armadas; y Rusia abandonó su prolongado experimento con el comunismo. Estados Unidos se ha apartado de forma sustancial (pero en modo alguno puede decirse que por completo) de sus antiguos valores de discriminación racial legalizada, homofobia legalizada, atribución de un papel subordinado a las mujeres y represión sexual. Australia está reconsiderando en la actualidad su condición de sociedad agraria rural con identidad británica. Quizá las sociedades y personas que triunfan sean aquellas que tienen la valentía de tomar estas decisiones tan difíciles y la suerte de ganar la apuesta. Hoy día, los problemas medioambientales que analizaremos en el último capítulo plantean dilemas similares al mundo en su conjunto.

Estos son algunos ejemplos de cómo la conducta irracional asociada a los conflictos de valores consigue o no impedir que una sociedad trate de resolver los problemas que percibe. Otros motivos irracionales habituales para no conseguir abordar siquiera los problemas son el hecho de que a la opinión pública pueda no gustarle quien perciba y se queje en primera instancia de un problema, como el Partido Verde de Tasmania, que fue el primero en protestar por la introducción de los zorros en Tasmania. A veces, la opinión pública hace caso omiso de las advertencias porque otras advertencias anteriores resultaron ser falsas alarmas, tal como ilustra la fábula de Esopo sobre el destino final del pastorcillo que gritaba reiteradamente: «¡Que viene el lobo!», y cuyos gritos de auxilio fueron ignorados cuando el lobo apareció realmente. La opinión pública puede eludir su responsabilidad recurriendo a la excusa del «¡no es problema mío!».

Los fracasos en parte irracionales en la tentativa de tratar siquiera de resolver los problemas que se perciben se derivan a menudo de choques entre motivos a corto y largo plazo en el seno de un mismo individuo. Los campesinos ruandeses y haitianos, y otros miles de millones de habitantes del mundo actual, son sumamente pobres y solo piensan en conseguir comida para el día siguiente. Los pescadores pobres de los arrecifes tropicales utilizan dinamita y cianuro para matar peces coralinos (y de paso para acabar también con los arrecifes) con el fin de alimentar a sus hijos ese día, pese a ser plenamente conscientes de que con ello están destruyendo su medio de vida futuro. Los gobiernos también tienen por costumbre actuar adoptando un enfoque a corto plazo: se sienten abrumados por los desastres inminentes y únicamente prestan atención a los problemas que están a punto de estallar. Sin ir más lejos, un amigo mío estrechamente vinculado a la actual administración federal de Washington D. C. me dijo que cuando fue a la capital por primera vez, tras las elecciones del año 2000, constató que los nuevos líderes del gobierno adoptaban lo que él denominó un «enfoque a noventa días»: hablaban solo de los problemas que podían desencadenar potencialmente una catástrofe en los noventa días siguientes. Los economistas tratan de justificar de forma racional este tipo de enfoques irracionales sobre los beneficios a corto plazo mediante las «pérdidas» de futuros beneficios. Es decir, sostienen que puede ser más rentable explotar un recurso hoy que dejarlo intacto para explotarlo mañana, sobre la base de que los beneficios de la explotación de hoy podrían invertirse, y que el interés acumulado por esa inversión entre el día de hoy y un momento indeterminado de explotación en el futuro tendería a hacer más valiosa la cosecha de hoy que la del futuro. En ese caso, las consecuencias negativas se trasladan a la siguiente generación, pero esa generación no puede votar ni quejarse hoy.

Otras posibles razones de la negativa irracional a tratar de resolver un problema ya percibido tienen un carácter más especulativo. Una es un fenómeno bien estudiado que se produce en la toma de decisiones inmediatas, la denominada «psicología de la multitud». Los individuos que forman parte de un gran grupo o multitud coherente, sobre todo si el grupo está excitado y sometido a presión emocional, pueden verse arrollados a la hora de refrendar la decisión del grupo, aun cuando esos mismos individuos pudieran haber rechazado la decisión si se les hubiera permitido reflexionar en solitario cuando les viniera en gana. Como escribió el dramaturgo alemán Schiller: «Cualquier persona tomada como individuo es razonablemente sensata y moderada; si forma parte de una multitud, se convierte de inmediato en un bruto». Algunos ejemplos históricos de cómo opera la psicología de la multitud son el entusiasmo de la Europa de finales de la Edad Media por las cruzadas, el creciente abuso de la inversión en caprichosos tulipanes en Holanda, que alcanzó su punto culminante entre 1634 y 1636 (la «fiebre de los tulipanes»), los periódicos estallidos de caza de brujas, como los juicios de las brujas de Salem en 1692, o la incitación de masas arrebatadas por parte de los hábiles propagandistas nazis de la década de 1930.

Un efecto más pausado y de menor escala, pero análogo al de la psicología de la multitud y que puede aflorar en grupos que tienen que tomar decisiones, ha sido el que Irving Janis ha denominado «pensamiento colectivo». Cuando un grupo, sobre todo si es pequeño y está cohesionado (como el de los asesores del presidente Kennedy durante la crisis de la bahía de Cochinos o el de los asesores del presidente Johnson durante la escalada de la guerra de Vietnam), está tratando de tomar una decisión bajo presión, esa misma presión y la necesidad de brindarse apoyo y aprobación mutuas pueden desembocar en que desaparezcan las dudas y el pensamiento crítico, dejen de compartirse simples impresiones, se alcance un consenso prematuro y, en última instancia, se tome una decisión catastrófica. Tanto la psicología de la multitud como el pensamiento colectivo pueden operar durante períodos no solo de unas pocas horas, sino de hasta unos cuantos años: lo que no está claro es su contribución a las decisiones catastróficas sobre problemas medioambientales que han estado desarrollándose en el transcurso de decenios o siglos.

La última razón especulativa que mencionaré en relación con el fracaso irracional a la hora de tratar siquiera de resolver un problema percibido es la negativa psicológica. Este es un concepto técnico con un significado preciso en la psicología individual y que ha sido trasladado a la cultura popular. Si algo que percibimos provoca en nosotros una emoción dolorosa, podemos inconscientemente eliminar o negar esa percepción con el fin de evitar un dolor insoportable, aun cuando las consecuencias prácticas de ignorar la percepción puedan resultar en última instancia desastrosas. Las emociones que con mayor frecuencia son responsables de ello son el terror, la ansiedad y el dolor. Entre los ejemplos más habituales se encuentra el olvido de una experiencia aterradora o la negativa de alguien a pensar en la posibilidad de que su marido, su mujer, su hijo o su mejor amigo se esté muriendo, ya que la sola idea le resulta tremendamente dolorosa.

Pensemos, por ejemplo, en un valle angosto de un río situado a continuación de una presa, de tal forma que si la presa reventara la consiguiente inundación acabaría ahogando a las personas que se encontraran incluso a una distancia considerable corriente abajo. Cuando los encuestadores les pregunten a las personas de esa zona cuál es el grado de inquietud que sienten por el hecho de que la presa pueda reventar, no sería extraño que el miedo a que reviente fuera menor en las zonas más alejadas corriente abajo y aumentara entre los habitantes a medida que nos acercáramos cada vez más a la presa. Sin embargo, sorprendentemente, una vez que se supera una zona situada a pocos kilómetros de la presa en la que el miedo a que esta se rompa resulta ser el más alto, la preocupación desciende hasta cero a medida que nos vamos aproximando más a la presa. Es decir, la gente que vive inmediatamente bajo la presa, aquellos que con mayor certeza se ahogarían si la presa reventara, manifiestan despreocupación. Esto se debe a la negación psicológica: el único modo de preservar la salud mental cuando se contempla la presa a diario es negar la posibilidad de que pueda reventar. Aunque la negación psicológica es un fenómeno bien estudiado en la psicología individual, puede aplicarse también a la psicología colectiva.

Por último, aun cuando una sociedad haya previsto, percibido o conseguido tratar de resolver un problema, puede no obstante fracasar por varias razones obvias: el problema puede exceder su capacidad para resolverlo, puede tener solución pero alcanzar un precio prohibitivo, o sus esfuerzos pueden resultar demasiado débiles y llegar con retraso. Algunas soluciones puestas en marcha fracasan y empeoran aún más el problema, como la introducción del sapo marino en Australia para controlar la plaga de insectos, o la eliminación de incendios forestales en el oeste de Estados Unidos. Muchas sociedades del pasado (como la de la Islandia medieval) carecían del conocimiento ecológico preciso que en la actualidad nos permite abordar mejor los problemas que ellas afrontaron. Hoy día hay otros problemas que continúan resistiéndose a la solución.

Regresemos, por ejemplo, al capítulo 8 para reflexionar sobre el fracaso final de los noruegos de Groenlandia para conseguir sobrevivir después de cuatro siglos. La triste realidad es que, durante los últimos cinco mil años, el frío clima de Groenlandia y sus limitados e imprevisiblemente variables recursos han planteado un reto de dificultad insuperable para las tentativas humanas de establecer una economía sostenible duradera. Cuatro oleadas sucesivas de indígenas americanos cazadores-recolectores lo intentaron y, en última instancia, fracasaron antes de que fracasaran los noruegos. Los inuit fueron quienes más se acercaron al éxito al mantener una forma de vida autosuficiente en Groenlandia durante setecientos años, pero era una vida muy dura con frecuentes muertes por hambre. Los actuales inuit ya no están dispuestos a subsistir al modo tradicional con utensilios de piedra, trineos tirados por perros y arpones de mano para cazar ballenas desde canoas de piel y sin tecnología ni alimentos importados. El actual gobierno de Groenlandia todavía no ha conseguido desarrollar una economía autosuficiente que no dependa de la ayuda exterior. El gobierno ha vuelto a experimentar de nuevo con el ganado como ya hicieran los noruegos, abandonó finalmente el ganado vacuno y todavía subvenciona a los agricultores de ovino que no pueden obtener beneficios por sí solos. Toda esa historia hace que el fracaso final de los noruegos de Groenlandia no constituya una sorpresa. De manera similar, debemos considerar el «fracaso» final de los anasazi en el sudoeste de Estados Unidos bajo la perspectiva de que hubo muchas otras tentativas «fracasadas» de establecer sociedades agrícolas duraderas en ese entorno tan hostil para la agricultura.

Entre los problemas actuales más recalcitrantes se encuentran aquellos que plantean las especies pestíferas, que a menudo se revelan imposibles de erradicar o controlar una vez que se han establecido. Por ejemplo, el estado de Montana continúa gastando más de cien millones de dólares al año para combatir la lechetrezna escula y otras especies de malas hierbas introducidas. No es que los habitantes de Montana no intenten erradicarla, sino, simplemente, que las malas hierbas son imposibles de erradicar en la actualidad. La lechetrezna escula cuenta con unas raíces que profundizan en el suelo más de seis metros, de modo que son demasiado largas para arrancarlas a mano, y el precio de los productos químicos selectivos es nada menos que de doscientos dólares por litro. Australia ha probado con los cercados, los zorros, la caza, las topadoras, el virus de la mixomatosis y el calicivirus en sus tentativas en curso para controlar los conejos, los cuales hasta el momento han sobrevivido a todos estos esfuerzos.

El problema de los catastróficos incendios forestales en los territorios áridos de las zonas situadas entre montañas en el oeste de Estados Unidos quizá podría controlarse mediante técnicas de gestión para reducir la masa combustible de los bosques, como, por ejemplo, aliviando de forma mecánica el crecimiento de nuevos árboles en la capa más baja del bosque o eliminando la madera muerta y caída. Por desgracia, llevar a cabo a gran escala esa medida tiene un coste prohibitivo. El destino sufrido por el gorrión costero de Florida ilustra de forma análoga el fracaso a causa del coste, así como de las consecuencias de la falta de determinación («demasiado poco, demasiado tarde»). Cuando el hábitat del gorrión se fue reduciendo, las medidas se pospusieron porque hubo controversia acerca de si su hábitat estaba menguando realmente hasta adquirir un tamaño crítico. Para cuando el Servicio de Pesca y Vida Salvaje de Estados Unidos aceptó a finales de la década de 1980 comprar el hábitat que quedaba al elevado precio de cinco millones de dólares, ese entorno había quedado tan degradado que los gorriones perecieron. Entonces estalló una polémica sobre si se debía cruzar a los últimos gorriones que había en cautividad con la muy similar especie del sabanero marino y después volver a introducir gorriones costeros más puros volviendo a cruzar los híbridos resultantes. Cuando en última instancia se concedió ese permiso, los gorriones costeros cautivos ya eran estériles debido a su avanzada edad. Tanto los esfuerzos de conservación del hábitat como los de la cría en cautividad habrían sido más baratos y habrían tenido más probabilidades de éxito si se hubieran iniciado antes.

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Así pues, tanto las sociedades como los grupos humanos más pequeños pueden tomar decisiones catastróficas por toda una serie secuenciada de razones: la imposibilidad de prever un problema, la imposibilidad de percibirlo una vez que se ha producido, la incapacidad para disponerse a resolverlo una vez que se ha percibido y el fracaso en las tentativas de resolverlo. Este capítulo se inició relatando la incredulidad de mis alumnos y de Joseph Tainter acerca de que las sociedades pudieran llegar a permitir que los problemas les sobrepasaran. Ahora, al final del capítulo, parece que nos hubiéramos desplazado hacia el extremo opuesto: hemos detectado un buen número de razones por las que las sociedades podrían fracasar. Sobre cada una de esas razones, todos podemos recurrir a experiencias de nuestra vida y pensar en grupos que conocemos y fracasaron en una determinada empresa por alguna de esas razones concretas.

También es evidente que por regla general las sociedades no fracasan en la resolución de sus problemas. Si fuera así, todos nosotros estaríamos muertos o viviendo todavía bajo las condiciones de la Edad de Piedra de hace trece mil años. Muy al contrario, los casos de fracaso son bastante notables para justificar la elaboración de este libro; una obra de una extensión limitada y dedicada únicamente a determinadas sociedades, y no una enciclopedia acerca de todas las sociedades de la historia. En el capítulo 9 analizamos concretamente algunos ejemplos selectos de entre la gran mayoría de sociedades que triunfaron.

¿Por qué, entonces, algunas sociedades triunfan y otras fracasan de los diversos modos que hemos expuesto en este capítulo? Parte de la razón, por supuesto, tiene que ver con las diferencias entre entornos más que entre las propias sociedades: algunos entornos plantean problemas mucho más arduos que otros. Por ejemplo, la fría y aislada Groenlandia constituía un reto mayor que el sur de Noruega, de donde procedían muchos colonos de Groenlandia. De manera similar, la isla de Pascua árida, aislada, a una latitud muy alta y con muy poca altitud, representaba un reto mayor que la húmeda, menos aislada, ecuatorial y elevada Tahití, donde los antepasados de los isleños de Pascua pudieron haber vivido durante una etapa. Pero esto es solo la mitad de la explicación Si afirmara que este tipo de diferencias ambientales constituían la única razón responsable de los dispares desenlaces de éxito o fracaso de las sociedades podría acusárseme con toda justicia de «determinismo medioambiental», un punto de vista impopular entre los científicos sociales. En realidad, si bien las condiciones medioambientales dificultaron sin duda en unos entornos más que en otros la subsistencia de sociedades humanas, esto nos deja todavía un amplio espectro de posibilidades de que una sociedad se salve o se condene a través de sus propias acciones.

Determinar por qué algunos grupos (o líderes individuales), y otros no, siguieron uno de los senderos hacia el fracaso analizados en este capítulo es una cuestión compleja. Por ejemplo: ¿por qué el Imperio inca consiguió repoblar de árboles su entorno frío y árido mientras que los isleños de Pascua y los noruegos de Groenlandia no lo consiguieron? La respuesta depende en parte de la idiosincrasia de los individuos concretos y desafiaría toda tentativa de predicción. Pero todavía confío en que una mejor comprensión de las potenciales causas del fracaso analizadas en este capítulo puede contribuir a que los gestores y planificadores sean más conscientes de las mismas y consigan evitarlas.

Un ejemplo llamativo de la adecuada aplicación de este tipo de comprensión viene dado por el contraste entre las deliberaciones llevadas a cabo por parte del presidente Kennedy y sus asesores durante dos crisis consecutivas que afectaron a Cuba y Estados Unidos. A principios de 1961 se dejaron llevar por unas pésimas prácticas de toma de decisiones colectivas que desembocaron en la resolución de llevar a cabo la invasión de la bahía de Cochinos, la cual fracasó ignominiosamente y desembocó en la mucho más peligrosa crisis cubana de los misiles. Como señalaba Irving Janis en su libro Groupthink («Pensamiento colectivo»), las deliberaciones acerca de la bahía de Cochinos exhibían numerosos rasgos que la inclinaban a desembocar en una toma de decisiones inadecuada, como la sensación prematura de unanimidad ostensible, la imposibilidad de manifestar dudas personales y opiniones contrarias a la dominante o el hecho de que el líder del grupo (Kennedy) dirigiera la discusión minimizando los desacuerdos. Las deliberaciones de la posterior crisis de los misiles, en las que participaron nuevamente Kennedy y muchos de aquellos mismos asesores, evitaron adoptar estos rasgos y, por el contrario, se desarrollaron en torno a orientaciones vinculadas a una toma de decisiones productiva. Algunas de esas nuevas orientaciones consistieron en que Kennedy instó a los participantes a que pensaran con escepticismo, que permitieran que las discusiones fueran desordenadas, que hubiera subgrupos que pudieran reunirse por separado y que él mismo pudiera abandonar la sala ocasionalmente para evitar influir demasiado en la deliberación.

¿Por qué la toma de decisiones en estas dos crisis cubanas se desarrolló de un modo tan distinto? Gran parte de la razón reside en que el propio Kennedy reflexionó con detenimiento tras el fiasco de Bahía Cochinos de 1961 y encargó a sus asesores que también lo hicieran: ¿qué había funcionado mal en aquella toma de decisiones? Basándose en esa reflexión modificó deliberadamente la forma de dirigir las consultas en 1962.

Ya que nos hemos detenido en los jefes de la isla de Pascua, los reyes mayas, los políticos ruandeses modernos y otros líderes demasiado ensimismados en su propia búsqueda de poder para poder atender los problemas subyacentes de sus sociedades, vale la pena que tratemos de mantener el equilibrio recordando a otros líderes que también han tenido éxito además de Kennedy. Resolver una crisis explosiva con tanta valentía como hizo Kennedy despierta nuestra admiración. Sin embargo, los líderes deben exhibir también otro tipo de valentía capaz de anticiparse a un problema incipiente, o simplemente a uno potencial, y de adoptar medidas atrevidas para resolverlo antes de que se convierta en una crisis explosiva. Este tipo de líderes se exponen a ser objeto de las críticas o el ridículo por actuar antes de que la necesidad de emprender alguna acción resulte evidente para todo el mundo. Pero ya ha habido muchos de estos líderes valientes, perspicaces y fuertes que merecen nuestra admiración. Entre ellos se encuentran los primeros shogun de la dinastía Tokugawa, que frenaron la deforestación en Japón mucho antes de que alcanzara el grado que alcanzó en la isla de Pascua; Joaquín Balaguer, que (cualesquiera que fueran los motivos) respaldó con firmeza las garantías de conservación del medio ambiente en la vertiente oriental dominicana de La Española mientras sus homólogos haitianos de la vertiente occidental no lo hacían; los jefes de Tikopia, que fueron responsables de la decisión de exterminar en su isla a los devastadores cerdos, a pesar del elevado prestigio que estos animales conferían a sus dueños en Melanesia; y los líderes de China, que decretaron la planificación familiar mucho antes de que la superpoblación del país alcanzara los niveles de Ruanda. Algunos otros líderes admirables son también el canciller alemán Konrad Adenauer y otros líderes de Europa occidental que decidieron, tras la Segunda Guerra Mundial, sacrificar los intereses nacionales y poner en marcha la integración de Europa en la Comunidad Económica Europea, una de cuyas principales razones de ser era minimizar el riesgo de que se produjera otra guerra en el continente. Deberíamos admirar no solo a aquellos líderes valientes, sino también a aquellos pueblos valientes —los finlandeses, los húngaros, los británicos, los franceses, los japoneses, los rusos, los estadounidenses, los australianos y muchos otros— que decidieron cuáles eran los valores que conformaban el núcleo esencial de creencias por las que valía la pena luchar y cuáles habían dejado de tener sentido.

Estos ejemplos de líderes y pueblos valientes aportan alguna esperanza. Me hacen pensar que este libro sobre un tema en apariencia pesimista es en realidad un libro optimista. Si también nosotros reflexionamos en profundidad sobre las causas de los fracasos del pasado, como hizo el presidente Kennedy en 1961 y 1962, quizá seamos capaces de enmendar nuestra forma de actuar e incrementar las oportunidades de alcanzar nuevos éxitos en el futuro.