Capítulo 13

La Australia «minera»

La importancia de Australia * Los suelos * El agua * Las distancias Historia antigua * Valores importados * Comercio e inmigración Degradación de la tierra * Otros problemas medioambientales * Señales de cambio y de esperanza

La industria propiamente extractiva —es decir, la de extracción de carbón, hierro, etcétera— es un pilar de la economía actual de Australia y su exportación aporta al país los beneficios económicos más importantes del comercio exterior. Sin embargo, en sentido metafórico la extracción representa también una de las claves de la historia medioambiental de Australia y de los apuros que en la actualidad atraviesa. Ello se debe a que la esencia de la minería consiste en explotar recursos que no se renuevan con el tiempo y, por tanto, en agotarlos. Dado que el oro del subsuelo no produce más oro y por tanto no es necesario respetar ningún ritmo de renovación del mismo, los mineros extraen oro de una veta con la mayor rapidez posible y económicamente viable hasta que la veta se agota. La extracción de minerales contrasta, por tanto, con la explotación de recursos renovables —los bosques, el pescado o la capa superficial del suelo— que sí se regeneran mediante reproducción biológica o formación de suelo. Los recursos renovables pueden explotarse de forma indefinida siempre que se extraigan a una tasa inferior a aquella con la que se regeneran. Cuando, por el contrario, los bosques, los caladeros o la capa superficial del suelo se explotan a un ritmo que exceda su tasa de renovación, también acabarán en última instancia por agotarse hasta quedar extintos, como el oro de una mina.

Australia ha estado y todavía está «extrayendo» sus recursos renovables como si se tratara de minerales. Es decir, se están explotando de forma excesiva a ritmos más rápidos que los de renovación, consecuencia de lo cual es que están disminuyendo. Al ritmo actual de explotación, los bosques y las pesquerías de Australia desaparecerán mucho antes que sus reservas de carbón y hierro, lo cual resulta irónico si tenemos en cuenta el hecho de que aquellos son renovables pero estos no.

Aunque en la actualidad hay muchos otros países además de Australia que están explotando sus recursos como si de minas se tratara, Australia representa por diversas razones una opción particularmente adecuada para que le dediquemos este último estudio de casos de sociedades del pasado y del presente. A diferencia de Ruanda, Haití, la República Dominicana y China, Australia es un país del Primer Mundo similar a los demás países en los que viven la mayoría de los probables lectores de este libro. De entre los países del Primer Mundo, su población y economía son de mucho menor envergadura y complejidad que las de Estados Unidos, Europa o Japón; de modo que es más fácil comprender la situación global de Australia que la de aquellos otros países. Desde el punto de vista ecológico, el medio ambiente australiano es excepcionalmente frágil: el más frágil de los países del Primer Mundo, a excepción quizá del de Islandia. Como consecuencia de ello, muchos problemas que podrían resultar catastróficos en otros países del Primer Mundo y que ya lo son en algunos del Tercer Mundo —como el abuso del pastoreo, la salinización, la erosión del suelo, la introducción de especies foráneas, la escasez de agua o las sequías producidas por el ser humano— en Australia han adquirido ya cotas de gravedad. Es decir, aunque Australia no presenta indicios de sufrir un colapso como el de Ruanda o Haití, sí que nos ofrece un anticipo de los problemas que aflorarán de hecho en todos los lugares del Primer Mundo si se mantienen las tendencias actuales. Sin embargo, las posibilidades que tiene Australia de resolver estos problemas ofrecen alguna esperanza y no resultan descorazonadoras. Además, Australia cuenta por otra parte con una población que ostenta niveles de vida y educativos muy elevados, así como unas instituciones políticas y económicas relativamente honestas para la media mundial. Así pues, los problemas medioambientales de Australia no pueden dejarse de lado porque sean producto de la mala gestión ecológica por parte de una población sin educación y en situación de pobreza desesperada o de un gobierno y unas empresas escandalosamente corruptas, como quizá tendríamos tendencia a pensar en el caso de algunos otros países a la hora de buscar una explicación a sus problemas medioambientales.

Otra virtud más de Australia como candidata a ser objeto de este capítulo es que ilustra a la perfección los cinco factores cuya interacción he sostenido a lo largo de este libro que son útiles para comprender los posibles declives ecológicos o el colapso de las sociedades. Los seres humanos han ocasionado un impacto masivo evidente en el entorno australiano. En la actualidad, el cambio climático está acentuando dichos impactos. Las relaciones amistosas de Australia con Gran Bretaña, que es su socio comercial y modelo de sociedad, han dado forma a las políticas medioambientales y demográficas australianas. Aunque la moderna Australia no ha sido invadida por enemigos exteriores —sí fue bombardeada, pero no invadida—, la percepción que tiene el país de cuáles son sus enemigos exteriores reales y potenciales también ha contribuido a dar forma a las políticas medioambientales y demográficas que ha llevado a cabo. El caso de Australia también atestigua la importancia que adquieren los valores culturales para comprender los impactos medioambientales, incluidos algunos valores importados que podrían considerarse inadecuados para el entorno australiano. Quizá en mayor medida que cualesquiera otros ciudadanos del Primer Mundo que conozca, los australianos están empezando a reflexionar de forma radical sobre la pregunta fundamental: ¿cuáles de los valores que constituyen nuestro núcleo tradicional de valores podemos conservar y cuáles, por el contrario, no nos resultan ya de utilidad en el mundo actual?

Una última razón para dedicar este capítulo a Australia es que se trata de un país que me encanta, en el que he vivido mucho tiempo y que puedo describir muy bien tanto porque tengo conocimiento directo del mismo como porque comprendo la situación en que se encuentra. Visité Australia por primera vez en 1964, cuando iba camino de Nueva Guinea. Desde entonces he vuelto docenas de veces, una de ellas para pasar un año sabático en la Universidad Nacional Australiana de la capital de Australia, Canberra. Durante aquel año sabático desarrollé un apego especial hacia ella, y sus hermosos bosques de eucaliptos me dejaron una huella imborrable. Todavía me maravillan y me inundan de una sensación de paz como solo consiguen hacerlo otros dos hábitats del mundo: el bosque de coniferas de Montana y el bosque tropical de Nueva Guinea. Australia y Gran Bretaña son los únicos países a los que en algún momento de mi vida he pensado seriamente en emigrar. Así pues, tras haber comenzado la serie de estudios de este libro con el entorno de Montana, al que aprendí a amar cuando era un adolescente, quería cerrar la serie con otro al que posteriormente en mí vida también he acabado por amar.

Hay tres rasgos del entorno australiano que resultan particularmente importantes para comprender mejor los impactos humanos actuales que sufre: los suelos, sobre todo en lo que respecta a sus niveles de nutrientes y de sal; la disponibilidad de agua dulce; y las distancias, tanto en el interior de Australia como entre Australia y sus socios comerciales y potenciales enemigos exteriores.

Cuando comenzamos a pensar en los problemas medioambientales de Australia lo primero que nos viene a la mente es la escasez de agua y los desiertos. Pero en realidad los suelos de Australia han desencadenado problemas aún mayores que la escasez de agua. Australia es el continente más improductivo del mundo: el único cuyos suelos ostentan los niveles medios de nutrientes más bajos, las tasas de crecimiento vegetal más lentas y la productividad también menor. Esto se debe a que los suelos australianos son en su mayoría tan antiguos que han filtrado sus nutrientes con la lluvia en el transcurso de miles de millones de años. Las rocas más antiguas de la corteza terrestre, de casi cuatro mil millones de años, se encuentran en la cordillera de Murchison, al oeste de Australia.

Los suelos que han perdido sus nutrientes renuevan sus niveles de los mismos mediante tres procesos fundamentales, todos los cuales han sido deficientes en Australia en comparación con otros continentes. En primer lugar, los nutrientes pueden renovarse mediante las erupciones volcánicas que arrojan sobre la superficie de la Tierra nuevos materiales procedentes del interior de esta. Aunque este ha sido un factor esencial en la creación de suelos fértiles en muchos países, como Java, Japón o Hawai, solo unas pocas y reducidas extensiones del este de Australia han experimentado actividad volcánica en los últimos cientos de millones de años. En segundo lugar, el avance y retroceso de los glaciares deshace, arranca, pulveriza y vuelve a depositar la corteza terrestre, y los suelos procedentes de esos nuevos depósitos producidos por los glaciares (o arrastrados por el viento desde los depósitos glaciares) suelen ser fértiles. Casi la mitad de la extensión de América del Norte, más de once millones de kilómetros cuadrados, se ha visto sometida a la acción de los glaciares en el último millón de años, cosa que solo ha ocurrido en el 1 por ciento de la masa terrestre australiana: solo unos 32 kilómetros cuadrados en el sudeste de los Alpes australianos y unos 1600 kilómetros cuadrados de la isla australiana de Tasmania. Por último, la lenta elevación de la corteza terrestre también hace emerger nuevos suelos y ha contribuido a aumentar la fertilidad de amplias zonas de América del Norte, la India y Europa. Sin embargo, una vez más, solo unas pocas zonas de Australia han sufrido elevaciones en el curso del último centenar de millones de años, sobre todo en la Gran Cordillera Divisoria, al sudeste de Australia, y en la zona sur de Australia, en torno a Adelaida.


La actual Australia

Como veremos, esas pequeñas parcelas de paisaje australiano que han renovado sus suelos gracias al efecto del vulcanismo, los glaciares o la elevación de terrenos constituyen excepciones a la que, por otra parte, es la pauta dominante de suelos improductivos en Australia, y en la actualidad contribuyen de forma desproporcionada a la productividad agrícola de la Australia moderna.

La baja productividad media de los suelos australianos ha obrado consecuencias económicas fundamentales para la agricultura, la silvicultura y las pesquerías australianas. Los nutrientes de los suelos roturables existentes en los comienzos de la agricultura europea se agotaron con rapidez. De hecho, los primeros agricultores de Australia extraían los nutrientes del suelo sin darse cuenta, como si de una explotación minera se tratara. Desde entonces, siempre ha habido que incorporar nutrientes de forma artificial mediante fertilizantes, con lo cual se han incrementado los costes de producción agrícola en comparación con los de los suelos más fértiles del exterior de Australia. La baja productividad del suelo se traduce en unas tasas muy bajas de crecimiento vegetal y rendimiento medio de los cultivos. De ahí que en Australia haya que cultivar una extensión de tierra mayor que en otros lugares para obtener de la cosecha un rendimiento equivalente, y que los costes de combustible para maquinaria agrícola como tractores, sembradoras o cosechadoras (aproximadamente proporcionales a la extensión de tierra que deben trabajar esas máquinas) también sean por regla general más elevados en términos relativos. Un caso extremo de suelos infértiles es el que se da en el sudoeste de Australia, en el denominado «cinturón de trigo de Australia», que constituye una de sus zonas agrícolas más valiosas. Allí el trigo se cultiva en suelos arenosos de los que han desaparecido los nutrientes y a los que es necesario añadírselos prácticamente todos de forma artificial mediante fertilizantes. En realidad, el cinturón de trigo australiano es una gigantesca maceta en la que, al igual que sucede en una maceta real, la arena no aporta nada más que el sustrato físico al que deben incorporarse todos los nutrientes.

Una consecuencia de los costes adicionales de la agricultura australiana debidos a unos gastos en fertilizante y combustible desproporcionadamente altos es que los agricultores australianos que venden sus productos en el mercado interior australiano no pueden competir en ocasiones con los agricultores extranjeros, que envían en barco esos mismos cultivos a Australia a través del océano a pesar de los costes añadidos del transporte marítimo. Por ejemplo, con la actual globalización resulta más barato cultivar naranjas en Brasil y transportar el concentrado de zumo de naranja resultante casi 13 000 kilómetros en barco hasta Australia que comprar zumo de naranja elaborado a base de cítricos australianos. A la inversa, solo en algunos «nichos de mercado» especializados —por ejemplo, el de los productos agrícolas y ganaderos con un alto valor añadido que supera los costes de cultivo corrientes, como el vino— pueden los agricultores australianos competir con éxito en los mercados exteriores.

La segunda consecuencia económica de la baja productividad del suelo australiano afecta a la silvicultura de plantación, o cultivo de árboles, tal como expusimos en el capítulo 9 que la practica Japón. En los bosques australianos la mayor parte de los nutrientes se encuentran en realidad en los propios árboles, no en los suelos. Por tanto, una vez que desaparecieron los bosques autóctonos originales que talaron los primeros colonizadores europeos, cuando los modernos australianos volvieron a talar los bosques autóctonos regenerados o invirtieron en silvicultura de plantación creando plantaciones de árboles, las tasas de crecimiento de los mismos en Australia eran bajas en comparación con las de otros países productores de madera. Curiosamente, la principal madera autóctona de Australia (el eucalipto azul de Tasmania) se está cultivando en la actualidad en muchos otros países con costes muy inferiores a los de la propia Australia.

La tercera consecuencia me sorprendió y puede sorprender también a muchos lectores. No es fácil imaginar de forma inmediata que las pesquerías dependan de la productividad del suelo: al fin y al cabo, los peces viven en los ríos y en el océano, no en el suelo. Sin embargo, todos los nutrientes de los ríos, y al menos parte de los de los océanos próximos al litoral, proceden del drenaje de sedimentos que realizan los ríos y que después transportan hasta el océano. Por tanto, los ríos y las aguas litorales de Australia también son relativamente improductivos, con lo cual las pesquerías se han explotado de forma abusiva, del mismo modo que las tierras de cultivo y los bosques, extrayendo sus recursos como si se tratara de minerales. Una tras otra, las pesquerías marinas han sido sobreexplotadas, hasta el punto de que a menudo se han vuelto antieconómicas al cabo de solo unos años del hallazgo de la misma. En la actualidad, de los casi doscientos países del mundo, Australia es el tercero por la cantidad de zona marina de uso exclusivo que la rodea, pero solo ocupa el puesto 55 por el valor de sus caladeros marinos, al tiempo que el valor de sus poblaciones piscícolas fluviales es en la actualidad despreciable.

Un rasgo más de la baja productividad del suelo de Australia es que los primeros colonos europeos no pudieron percibir este problema. Por su parte, cuando encontraron espléndidos y vastos bosques en los que crecían los que eran quizá los árboles más altos del mundo actual (el eucalipto azul de Gippsland, en el estado de Victoria, de hasta 120 metros de altura), se dejaron llevar por las apariencias y pensaron que la tierra era enormemente productiva. Pero una vez que los leñadores eliminaron la primera remesa de árboles y después las ovejas pastaron en el manto de hierba existente, los colonos se sorprendieron al descubrir que los árboles y la hierba volvían a crecer a un ritmo muy lento, que la tierra era poco rentable desde el punto de vista agrícola y que en muchas zonas había que abandonarla después de que los pastores y los agricultores hubieran hecho grandes inversiones de capital para construir casas, levantar cercados y edificaciones e introducir otras mejoras agrícolas. Desde los primeros tiempos de la colonización hasta la actualidad, el aprovechamiento de la tierra australiana ha atravesado muchos de estos ciclos de eliminación de árboles, inversión de recursos, quiebra económica y abandono.

Todos estos problemas económicos de la agricultura, la silvicultura, las pesquerías y el desarrollo rural fallido australianos son consecuencia de la baja productividad de sus suelos. El otro gran problema de los suelos de Australia es que en muchas zonas no solo son bajos en nutrientes, sino que también albergan un alto contenido de sal como consecuencia de tres factores. Uno se da sobre todo en el cinturón de trigo del sudoeste de Australia, donde las brisas marinas del océano índico han transportado la sal al suelo en el curso de millones de años. Otro se produce en el sudeste de Australia, donde se encuentra el sistema fluvial más importante del país, el de los ríos Murray y Darling; esta zona, que rivaliza en productividad agraria con el cinturón de trigo, se encuentra a muy poca altitud y, en reiteradas ocasiones, ha quedado inundada por el mar y después desecada de nuevo, lo cual ha dejado allí mucha sal. El tercer factor se da en otra cuenca natural de poca altitud más hacia el interior de Australia, la cual se rellenó inicialmente con un lago de agua dulce que no desembocaba en el mar; el lago se volvió salado poco a poco por la evaporación (como el Gran Lago Salado de Utah o el Mar Muerto de Israel y Jordania) y acabó por secarse, dejando depósitos de sal que fueron transportados por el viento a otras zonas del este del país. Algunos suelos de Australia contienen casi cien kilos de sal por cada cien metros cuadrados de superficie. Más adelante analizaremos las consecuencias de toda esa sal del suelo: en pocas palabras, suponen el problema de que la sal aflora a la superficie con facilidad cuando se eliminan los árboles y se practica la agricultura de regadío, lo cual da lugar a que las capas superficiales del suelo absorban mucha sal y no se pueda cultivar nada en ellas. Del mismo modo que los primeros agricultores de Australia no podían saber nada de la pobreza de nutrientes de aquellos suelos, puesto que carecían de los modernos análisis de la química del suelo, tampoco podían saber que el suelo contenía toda esa sal. No pudieron prever el problema de la salinización mejor que el del agotamiento de nutrientes ocasionado por la propia agricultura.

Mientras que la infertilidad y la salinidad de los suelos de Australia eran imperceptibles para los primeros agricultores y en la actualidad no son muy conocidas fuera de Australia entre el público no especializado, los problemas de agua de Australia sí son obvios y familiares; hasta tal punto que lo primero que le viene a la imaginación a la mayor parte de la gente de fuera de Australia cuando se le pregunta por su entorno es el «desierto». Esa fama está justificada: una parte exageradamente grande de la extensión de Australia tiene una pluviosidad muy baja o constituye un desierto de condiciones extremas donde sería imposible practicar la agricultura sin regadío. Gran parte de la extensión de Australia continúa siendo inútil en la actualidad para toda forma de agricultura o pastoreo. En aquellas zonas en las que la producción de alimento es no obstante viable, la pauta habitual es que la pluviosidad sea más alta cerca de la costa que en el interior. Así, a medida que nos adentramos en el país encontramos, en primer lugar, tierras de cultivo y alrededor de la mitad del ganado vacuno de Australia, con unas tasas de acumulación elevadas; más hacia el interior, explotaciones de ganado ovino; aún más al interior, explotaciones de ganado vacuno (la otra mitad del ganado vacuno de Australia, con tasas de acumulación bajas), ya que en zonas de menor pluviosidad sigue siendo más rentable criar ganado vacuno que ganado ovino; y por último, aún más hacia el interior está el desierto, en el que no se produce ningún tipo de alimentos.

Un problema más sutil de la pluviosidad de Australia es que no pueden predecirse los bajos valores de la misma. En muchas zonas del mundo que admiten la práctica de la agricultura puede predecirse de un año para otro la estación en la que lloverá: por ejemplo, en el sur de California, donde vivo, se puede tener casi la certeza de que la lluvia que caiga se concentrará en el invierno, y que en verano lloverá poco o nada. En muchas de esas zonas agrícolas productivas fuera de Australia no solo el carácter estacional de las lluvias, sino también su incidencia, es relativamente fiable de un año para otro: las sequías importantes son poco frecuentes y un agricultor puede permitirse el esfuerzo y el gasto de arar y sembrar todos los años esperando que llueva lo suficiente para que su cosecha madure.

Sin embargo, en la mayor parte de Australia la lluvia depende de la denominada OMEN (Oscilación Meridional de El Niño), lo cual significa que la lluvia es impredecible de un año para otro. Los primeros agricultores y pastores europeos que se instalaron en Australia no tenían modo alguno de saber que el clima de Australia se ve afectado por la OMEN, ya que el fenómeno es difícil de detectar en Europa y los climatólogos profesionales solo han conseguido identificarlo hace pocas décadas. En muchas zonas de Australia los primeros agricultores y pastores tuvieron la desgracia de llegar durante un período de años húmedos. Por ello, erraron al valorar el clima australiano y comenzaron a cultivar y criar ovejas con la expectativa de que las condiciones favorables que veían constituían la norma. En realidad, en la mayoría de las explotaciones agrarias de Australia la pluviosidad solo es suficiente para hacer madurar los cultivos algunos años: en la mayor parte del país, no más de la mitad de todos los años; y en algunas zonas agrícolas, solo dos de cada diez años. Esto contribuye a encarecer la agricultura australiana y hacerla poco rentable: el agricultor corre con el gasto de arar y sembrar, y, después, la mitad o más de los años no obtiene cosecha alguna. Una lamentable consecuencia adicional es que, cuando el agricultor ara la tierra y levanta la cubierta de malas hierbas que haya crecido allí desde la última cosecha, queda al descubierto el suelo desnudo. Si los cultivos que el agricultor siembra no maduran, el suelo continúa desnudo, ni siquiera cubierto por las malas hierbas, y por tanto más expuesto a la erosión. Por consiguiente, a corto plazo, el carácter impredecible de las lluvias en Australia encarece aún más la agricultura, y a largo plazo incrementa la erosión.

La principal excepción a la impredecible pauta de lluvias de Australia derivada de la OMEN es el cinturón de trigo del sudoeste, donde (al menos hasta hace poco) llovía en invierno un año tras otro de forma fiable, y casi todos los años un agricultor podía confiar en obtener una cosecha de trigo. En las últimas décadas, esa garantía de lluvias se tradujo en que el trigo desplazó a la lana y a la carne del primer puesto de las exportaciones agrarias de Australia. Como ya hemos mencionado, ese cinturón de trigo también resulta encontrarse en la zona en que los problemas de baja fertilidad y alta salinidad del suelo son más acusados. Pero el cambio climático global de los últimos años ha venido socavando incluso esa ventaja comparativa de poder pronosticar lluvias en invierno: en el cinturón de trigo, la lluvia ha descendido de forma espectacular desde 1973, mientras que las cada vez más frecuentes tormentas veraniegas caen sobre la tierra desnuda ya cosechada e incrementan la salinización. Así pues, como ya señalé en el caso de Montana en el capítulo 1, el cambio climático global está produciendo tanto ganadores como perdedores, y Australia perderá aún más que Montana.

Gran parte de Australia está situada en zona templada, pero se encuentra a miles de kilómetros de distancia de otros países de zonas templadas que constituyen mercados para la exportación comercial de sus productos. De ahí que los historiadores australianos se refieran a la «tiranía de la distancia» como un factor relevante para el desarrollo de Australia. Esa expresión hace referencia a las largas travesías transoceánicas en barco, que elevaban los costes de transporte por kilo o unidad de las exportaciones australianas por encima de los de las exportaciones del Nuevo Mundo a Europa, de manera que solo los productos de pequeño volumen y gran valor podían exportarse de forma rentable desde Australia. Originalmente, las principales exportaciones de este tipo en el siglo XIX eran los minerales y la lana. Alrededor de 1900, cuando se volvió rentable refrigerar los cargamentos de los barcos, Australia también empezó a exportar carne, sobre todo a Inglaterra. (Recuerdo a un amigo australiano al que no le gustaban los ingleses y que trabajaba en una planta de procesamiento de carne; me decía que sus compañeros y él dejaban caer de vez en cuando una o dos vesículas biliares en las cajas de hígado congelado marcadas para exportar a Gran Bretaña; o que la fabrica en la que trabajaba calificaba como «cordero» a las ovejas de menos de seis meses si estaban destinadas al consumo interior, y a las de hasta dieciocho meses si estaban destinadas a la exportación a Gran Bretaña). En la actualidad, las principales exportaciones de Australia siguen siendo artículos de pequeño volumen o gran valor, como el acero, los minerales, la lana y el trigo; en las últimas décadas, cada vez con mayor frecuencia, el vino y las nueces de macadamia; y también algunos cultivos especializados que son voluminosos pero que tienen un gran valor debido a que Australia los produce de forma exclusiva para destinarlos a nichos de mercado muy concretos, como el trigo duro u otras variedades especiales de trigo y la ternera, que se cultivan o se crían sin pesticidas ni aditivos químicos y por los que los consumidores están dispuestos a pagar un recargo.

Pero dentro de la propia Australia opera una tiranía de la distancia suplementaria. Las zonas productivas o habitadas de Australia son pocas y están dispersas: el país cuenta con una población que representa solo una catorceava parte de la de Estados Unidos y está diseminada en una extensión igual a la de sus 48 estados continentales. Los elevados costes de transporte en el interior de Australia encarecen los costes de mantenimiento de una población del Primer Mundo. Por ejemplo, el gobierno australiano paga la conexión telefónica a la red telefónica nacional de cualquier hogar o empresa australianos en cualquier lugar del país, incluso en las zonas despobladas del interior situadas a cientos de kilómetros de la centralita más próxima. En la actualidad, Australia es el país más urbanizado del mundo, pues el 58 por ciento de su población se concentra únicamente en cinco grandes ciudades (Sidney, con 4 millones de habitantes; Melbourne, con 3,4 millones; Brisbane, con 1,6 millones; Perth, con 1,4 millones; y Adelaida, con 1,1 millones; todas ellas según datos de 1999). De esas cinco ciudades, Perth es la urbe más aislada del mundo, ya que es la que más lejos se encuentra de la gran ciudad más próxima (Adelaida, situada casi 2100 kilómetros al este). No por casualidad, dos de las empresas más grandes de Australia son las que se dedican a salvar estas distancias: la compañía aérea nacional australiana Qantas y la empresa de telecomunicaciones Telstra.

La tiranía de la distancia interior en Australia, unida a las sequías, es responsable también del hecho de que los bancos y otras empresas estén cerrando sus sucursales en las ciudades más aisladas del país, ya que dichas sucursales se han vuelto poco rentables. Los médicos están abandonando esas ciudades por la misma razón. Como consecuencia de ello, mientras que en Estados Unidos y Europa el tamaño de los asentamientos se distribuye de forma continua —grandes urbes, ciudades de tamaño medio y pueblos pequeños—, Australia carece cada vez más de ciudades medianas. Por su parte, la mayoría de los australianos viven hoy día, o bien en unas pocas grandes urbes que disponen de todos los servicios del Primer Mundo moderno, o bien en pequeños pueblos y asentamientos del interior que carecen de bancos, médicos y otros servicios. Los pueblos pequeños de Australia que cuentan con unos pocos cientos de habitantes pueden sobrevivir a una sequía de cinco años como las que se producen a menudo bajo el impredecible clima de Australia, ya que, en cualquier caso, el pueblo despliega muy poca actividad económica. Las grandes urbes también pueden sobrevivir a una sequía de cinco años, puesto que su economía está integrada en grandes cuencas de captación de aguas. Pero una sequía de cinco años suele acabar con las ciudades de tamaño medio, cuya existencia depende de su capacidad para abastecer a sucursales de empresas y servicios que sean competitivos con los de las ciudades más lejanas, pero no llegan a ser lo bastante grandes para abarcar una gran cuenca de captación. Cada vez en mayor medida, la mayoría de los australianos no dependen del campo ni viven de él, sino que, por el contrario, viven en esas cinco grandes urbes, que mantienen más vínculos con el mundo exterior que con el entorno australiano.

Europa conquistó la mayor parte de sus colonias en ultramar con la esperanza de obtener beneficios económicos o una supuesta ventaja estratégica. La ubicación de los asentamientos en cada una de las colonias a las que emigraron muchos europeos —es decir, excluyendo los enclaves comerciales en los que se establecieron relativamente pocos de ellos con el fin de comerciar con la población local— se escogió en función de la idoneidad que percibían en el territorio para fundar con éxito en él una sociedad económicamente próspera, o al menos autosuficiente. La única excepción fue Australia, cuyos inmigrantes llegaron durante muchas décadas no en busca de fortuna, sino porque se les obligaba a ir allí.

El principal motivo de Gran Bretaña para establecerse en Australia fue aliviar el acuciante problema del gran número de habitantes pobres encarcelados y prevenir así una rebelión que, de lo contrario, podría estallar si no conseguía deshacerse de ellos de algún modo. En el siglo XVIII la ley británica establecía la pena de muerte por robar cuarenta o más chelines, de modo que los jueces solían optar por declarar a los ladrones culpables de robar 39 chelines, ya que así evitaban imponerles la pena de muerte. Aquello se tradujo en que las prisiones y las bodegas de los barcos amarrados en puerto estaban llenas de gente condenada por pequeños delitos como el hurto y la morosidad. Hasta 1783, la presión sobre el espacio penitenciario disponible se aliviaba enviando a los convictos a hacer trabajos forzados como criados en América del Norte, que también estaba siendo colonizada por emigrantes voluntarios que buscaban mejor suerte económica o libertad religiosa.

Pero la Revolución americana cerró esta válvula de escape, lo cual obligó a Gran Bretaña a buscar algún otro sitio en el que deshacerse de sus condenados. En un principio, las dos principales localizaciones candidatas para ese puesto se encontraban, o bien en el África occidental, remontando 640 kilómetros el río Gambia, o bien en el desierto, en la desembocadura del río Orange, junto a la frontera entre las actuales Sudáfrica y Namibia. La escasa viabilidad de ambas propuestas, evidente tras una reflexión serena, fue lo que obligó a recurrir a la opción de la bahía de Botany en Australia, cerca del emplazamiento en que se encuentra la actual Sidney, conocida en aquella época solo desde la visita que hiciera el capitán Cook en 1770. Así fue como en 1788 la Primera Flota llevó a Australia a los primeros colonos, compuestos por convictos acompañados de los soldados para custodiarlos. Los envíos de convictos se prolongaron hasta 1868, y en la década de 1840 aquellos presos constituían la mayoría de los colonos europeos de Australia.

Con el paso del tiempo se seleccionaron otras cuatro localizaciones costeras australianas dispersas, además de Sidney, en las inmediaciones de lo que en la actualidad son Melbourne, Brisbane, Perth y Hobart, para utilizarlas como emplazamientos destinados a albergar a los convictos. Esos asentamientos se convirtieron en el núcleo de cinco colonias, gobernadas de forma independiente por Gran Bretaña, que más adelante acabarían conformando cinco de los seis estados de la actual Australia: Nueva Gales del Sur, Victoria, Queensland, Australia Occidental y Tasmania, respectivamente. Todos estos cinco asentamientos iniciales se encontraban en lugares escogidos por las ventajas que ofrecían sus puertos o su localización ribereña, antes que por cualquier otra ventaja agrícola. De hecho, todos revelaron ser malos emplazamientos para la agricultura e incapaces de llegar a ser autosuficientes por su producción de alimentos. Por el contrario, Gran Bretaña tenía que enviar ayuda alimentaria a las colonias con el fin de sustentar a los convictos, a sus guardianes y a los gobernadores. Esto no fue así, no obstante, para el territorio que circunda a Adelaida, que se convirtió en el núcleo del estado australiano moderno en que se transformó, Australia Meridional. Allí, un suelo de calidad, originado como consecuencia de levantamientos geológicos, y las bastante fiables lluvias invernales atrajeron a los agricultores alemanes como único grupo inicial de emigrantes no procedentes de Gran Bretaña. Melbourne también dispone de buenos suelos al oeste de la ciudad, que se convirtieron en el emplazamiento de un asentamiento agrícola exitoso en 1835, una vez que fracasó un centro de convictos fundado en 1803 en los suelos pobres del este de la ciudad.

La primera recompensa de la colonización británica de Australia provino de la caza de focas y ballenas. La siguiente provino de las ovejas, cuando en 1813 se descubrió por fin una ruta para atravesar los Montes Azules, situados unos cien kilómetros al sur de Sidney, lo cual permitió acceder a los pastizales productivos que quedaban al otro lado. Sin embargo, Australia no llegó a ser autosuficiente y la ayuda alimentaria de Gran Bretaña no cesó hasta la década de 1840, justo antes de que en 1851 la primera fiebre del oro de Australia proporcionara finalmente cierta prosperidad.

Cuando en 1788 se inició la colonización europea de Australia, aquellas tierras ya habían estado ocupadas durante cuarenta mil años por aborígenes, que habían pergeñado con éxito soluciones sostenibles para los descomunales problemas medioambientales del continente. En los asentamientos de los primeros colonos europeos (los centros de convictos) y en las zonas adecuadas para la agricultura que posteriormente ocuparon los blancos australianos, se utilizaba a los aborígenes incluso menos que los blancos americanos a los indios: los indios del este de Estados Unidos eran al menos agricultores y durante los primeros años abastecían a los colonos europeos, hasta que estos empezaron a cultivar sus propias cosechas. A partir de ese momento, los agricultores indios pasaron a representar únicamente una competencia para los agricultores norteamericanos, y se les mataba o expulsaba. Sin embargo, los aborígenes australianos no eran agricultores, y de ahí que no pudieran proporcionar alimentos a los asentamientos y se les matara o expulsara de las zonas colonizadas por los blancos. Esta fue la política australiana mientras los blancos se expandían hacia zonas adecuadas para la agricultura. Sin embargo, cuando los blancos llegaron a territorios demasiado áridos para practicar la agricultura pero adecuados para el pastoreo, descubrieron que se podía utilizar a los aborígenes como pastores para cuidar de las ovejas: a diferencia de Islandia y Nueva Zelanda, dos países dedicados a la cría de ovejas en los que no hay especies animales autóctonas depredadoras de ovejas, Australia alberga dingos que sí se alimentan de ovejas, de manera que los ganaderos de ovino australianos necesitaban pastores; así que emplearon a los aborígenes debido a la escasez de mano de obra blanca en Australia. Algunos aborígenes trabajaron también con balleneros, cazadores de focas, pescadores o comerciantes del litoral.

Del mismo modo que los colonos noruegos de Islandia y Groenlandia llevaron consigo los valores culturales de su tierra natal noruega (véanse los capítulos 68), los colonos británicos de Australia llevaron también consigo los valores culturales británicos. Tal como sucedió en Islandia y Groenlandia, también en Australia algunos de esos valores culturales importados se revelaron inadecuados para el entorno australiano; y algunos de esos valores inadecuados continúan siendo en la actualidad parte de aquel legado. Cinco conjuntos de valores culturales resultaron particularmente relevantes: los relacionados con el ganado ovino, los conejos y los zorros, la vegetación autóctona australiana, los valores de la tierra y la identidad británica.

En el siglo XVIII Gran Bretaña producía poca lana, y la importaba de España y Sajonia. Esas fuentes de lana continentales quedaron interrumpidas durante las guerras napoleónicas, que fueron encarnizadas durante los primeros decenios de la colonización británica de Australia. El rey de Gran Bretaña, Jorge III, estaba muy preocupado por este problema, y con su apoyo los británicos consiguieron introducir de contrabando en Gran Bretaña ovejas merinas españolas y después enviar algunas de ellas a Australia para que se convirtieran en las fundadoras de la borra australiana. Australia pasó a convertirse en la principal fuente de lana para Gran Bretaña. O dicho al contrario: la lana fue la principal exportación de Australia desde alrededor de 1820 hasta 1950, puesto que su poco peso y su alto valor minimizaron el problema de la tiranía de la distancia, que impedía a otras potenciales exportaciones australianas más pesadas ser competitivas en los mercados exteriores.

En la actualidad, una parte significativa de toda la tierra destinada a la producción de alimentos en Australia se dedica todavía a las ovejas. La cría de ganado ovino está muy arraigada en la identidad cultural de Australia, y los votantes rurales, cuyo medio de vida depende de las ovejas, ejercen una influencia desproporcionada en la política australiana. Pero la idoneidad de la tierra australiana para las ovejas resulta engañosa: aunque en un principio disponía de una hierba exuberante o se podía desbrozar para que la albergara, la productividad del suelo era muy baja (ya lo hemos dicho), de modo que los ganaderos de ovino estaban explotando la fertilidad de la tierra como si fuera en realidad una mina. Muchas explotaciones ovinas hubieron de ser abandonadas enseguida; la industria derivada del ganado ovino de Australia es un sector que arroja pérdidas (que se analizarán más adelante); y su legado consiste en una ruinosa degradación de la tierra como consecuencia del pastoreo.

En los últimos años se ha sugerido que, en lugar de criar ovejas, Australia debería criar canguros, los cuales, a diferencia de las ovejas, son una especie autóctona australiana que está bien adaptada al clima y la vegetación australiana. Se dice que las garras almohadilladas de los canguros son menos dañinas para el suelo que las pezuñas duras de las ovejas. La carne de canguro es magra, saludable y, para mi gusto, absolutamente deliciosa. Además de su carne, los canguros proporcionan valiosas pieles. Todos estos aspectos se aducen como argumento para defender la sustitución del pastoreo de ovejas por la cría de canguros.

Sin embargo, esta propuesta se enfrenta a obstáculos reales, tanto biológicos como culturales. A diferencia de las ovejas, los canguros no son animales gregarios que obedezcan dócilmente a un pastor o a un perro, ni a los que se pueda rodear y conducir sumisos por las rampas de los camiones para llevarlos al matadero. Por el contrario, los potenciales ganaderos de canguros tienen que contratar a cazadores que persigan y disparen a los canguros uno a uno. Otro inconveniente de los canguros es su movilidad y su habilidad para saltar cercados: si uno invierte en fomentar la reproducción de una población de canguros en su propiedad, y si los canguros que uno tiene perciben algún tipo de aliciente para marcharse (como, por ejemplo, que esté lloviendo en algún otro lugar), la valiosa cabaña de canguros que uno tuviera podría acabar a cincuenta kilómetros, en la propiedad de alguna otra persona. La carne de canguro es bien recibida en Alemania, adonde se exporta, pero las ventas de carne de canguro chocan con barreras culturales en otros lugares. Los australianos piensan que los canguros son bichos poco atractivos para desplazar del plato de la cena a la carne de cordero y de ternera británicas de toda la vida. Muchos australianos que se oponen a la cría del canguro por motivos de defensa de los animales pasan por alto que las condiciones de vida y los métodos con que se sacrifica a las ovejas y las vacas domésticas son mucho más crueles que los empleados con los canguros salvajes. En Estados Unidos está prohibido de forma expresa importar carne de canguro porque para los norteamericanos esas bestias son bonitas y porque la esposa de un congresista oyó que los canguros estaban en peligro de extinción. Algunas especies de canguros están ciertamente amenazadas de extinción, pero, curiosamente, las especies que se crían para obtener carne son animales pestíferos muy abundantes en Australia. El gobierno australiano regula de forma estricta los sacrificios de canguros y establece una cuota anual.

Mientras que la introducción de las ovejas ha reportado a Australia indudables y pingües beneficios económicos (además de perjuicios), la introducción de los conejos y los zorros ha supuesto una catástrofe absoluta. A los colonos británicos, el entorno, la vegetación y los animales de Australia les resultaban ajenos y querían verse rodeados de animales y plantas europeos más familiares. De ahí que trataran de introducir muchas especies de aves europeas, de las cuales solo dos, el gorrión común y el estornino pinto, consiguieron extenderse por todo el país; mientras que otras (el mirlo, el zorzal común, el gorrión molinero, el jilguero europeo y el verderón común) llegaron a adaptarse solo en algunas zonas. La introducción de esas especies de aves al menos no ha causado muchos perjuicios, pero los conejos de Australia, cuyo número es propio de una plaga, producen unos daños económicos y una degradación de la tierra enormes, ya que consumen aproximadamente la mitad de la vegetación de pasto de la que, de otro modo, dispondrían las ovejas y el ganado vacuno. Junto con los cambios del hábitat producidos por el pastoreo de las ovejas y la quema de tierras por parte de los aborígenes, la introducción combinada de los conejos y los zorros ha constituido una causa fundamental de la extinción o las crisis de población de la mayor parte de las especies de pequeños mamíferos autóctonos australianos: los zorros se alimentan de ellos y los conejos compiten por la comida con los mamíferos herbívoras autóctonos.

Los conejos y zorros europeos se introdujeron en Australia de forma casi simultánea. No se sabe con certeza si se introdujo primero a los zorros para poder llevar a cabo la tradicional caza del zorro británica, y después a los conejos para proporcionar alimento adicional a los zorros, o si se introdujo primero a los conejos para cazar o dar a la campiña un aspecto más británico, y después a los zorros para controlar la población de conejos. En cualquier caso, ambos han supuesto desastres tan caros que ahora resulta increíble que se introdujeran por razones tan triviales Más increíbles aún resultan los esfuerzos que realizaron los australianos por introducir los conejos: las primeras cuatro tentativas fracasaron (porque los conejos que se soltaron eran conejos blancos domésticos que morían), y no se obtuvo éxito hasta que, en una quinta tentativa, se utilizó el conejo silvestre español.

Desde el momento en que los zorros y los conejos consiguieron adaptarse y los australianos se dieron cuenta de las consecuencias, estos siempre han tratado de eliminarlos o de reducir la población. La guerra contra los zorros incluye envenenarlos o cazarlos con trampas. Uno de los métodos de la guerra contra los conejos, como bien podrán recordar todos los no australianos que vieran la reciente película Generación robada, consiste en dividir el terreno con largas vallas y tratar de eliminarlos a uno de los lados de la misma. El agricultor Bill Mclntosh me explicó que en primer lugar traza un mapa de sus tierras para marcar la ubicación de todas y cada una del millar de madrigueras de conejo que alberga su terreno, las cuales a continuación va destruyendo una a una con una topadora. Después vuelve a la madriguera y, si aprecia algún indicio reciente de la actividad de los conejos, echa dinamita en su interior para matarlos y sella la madriguera. De este laborioso modo ha destruido tres mil madrigueras de conejo. Estas carísimas medidas llevaron a los australianos a depositar grandes esperanzas hace varias décadas en la introducción de una enfermedad de los conejos denominada mixomatosis, que en un principio redujo la población hasta en un 90 por ciento… hasta que los conejos se volvieron inmunes y su población repuntó. Los esfuerzos actuales por controlar los conejos se están sirviendo de otro microbio llamado calicivirus.

Del mismo modo que los colonos británicos preferían a los conejos y los mirlos, que tan familiares les resultaban, y se sentían incómodos entre los canguros y los filemones australianos, de aspecto tan extraño, también se sentían incómodos entre los eucaliptos y las acacias de Australia, tan diferentes por su aspecto, color y hojas de los bosques británicos. Los colonos limpiaron de vegetación la tierra en parte porque no les gustaba su aspecto, pero también para dedicarla a la agricultura. Hasta hace unos veinte años el gobierno australiano no solo subvencionaba el desbroce de tierras, sino que de hecho lo exigía a los arrendatarios. (Gran parte de la tierra de cultivo de Australia no es propiedad absoluta de los agricultores, como sucede en Estados Unidos, sino que es propiedad del gobierno, que la arrienda a los agricultores). A los arrendatarios se les aplicaban desgravaciones por la maquinaria agrícola y la mano de obra afectada por el desbroce de tierras, se les asignaban cuotas de tierra para desbrozar como condición para mantener su contrato de arrendamiento, y perdían el derecho de arriendo si no satisfacían estas cuotas. Los agricultores y los empresarios podían obtener beneficios simplemente comprando o arrendando terreno cubierto por vegetación autóctona e inadecuado para practicar la agricultura de forma continuada, eliminando esa vegetación, plantando una o dos cosechas de trigo que agotaban el suelo y, después, abandonando la propiedad. Hoy día, cuando se reconoce que las comunidades vegetales australianas son únicas y están en peligro de extinción, y cuando el desbroce de tierras se considera una de las dos causas principales de degradación del suelo por la salinización que causa, resulta triste recordar que hasta hace poco el gobierno pagaba a los agricultores y les exigía que eliminaran la vegetación autóctona. El economista y ecólogo Mike Young, cuyo trabajo para el gobierno australiano consiste ahora en averiguar cuánta tierra ha quedado sin valor por el desbroce de tierras, me contó los recuerdos que tenía de haber desbrozado con su padre la explotación familiar. Mike y su padre conducían cada uno un tractor, los cuales avanzaban en paralelo unidos por una cadena, de forma que al arrastrarla sobre el terreno arrancara la vegetación autóctona que se iba a sustituir por los cultivos; a cambio, su padre obtenía una importante rebaja de impuestos. Gran parte del terreno australiano nunca habría sido desbrozado de no haber sido por esa reducción fiscal que ofrecía el gobierno como incentivo.

Cuando los colonos llegaron a Australia y empezaron a comprar o arrendar tierras al gobierno o entre sí, los precios de la misma venían determinados por el valor imperante de esta en su país de origen, Gran Bretaña, donde estaba justificado por los ingresos que podían obtenerse de los productivos suelos de Inglaterra. En Australia, aquello significaba que la tierra estaba «sobrecapitalizada»: es decir, se vendía o arrendaba por más de lo que podría justificarse según los ingresos económicos obtenidos mediante la explotación agrícola de la misma. Cuando un agricultor compraba o arrendaba tierra suscribiendo una hipoteca, la necesidad de pagar los intereses de una hipoteca muy gravosa como consecuencia de que la tierra estaba sobrecapitalizada, presionaba al agricultor para que tratara de extraer del terreno más beneficios que los que podría proporcionar de forma sostenible. Esa práctica, denominada «azotar la tierra», ha supuesto poblarla con demasiadas ovejas por hectárea o plantar en ella una cantidad excesiva de trigo. La sobrecapitalización de la tierra derivada de los valores culturales británicos (valores monetarios y sistemas de creencias) ha contribuido de forma fundamental a la práctica australiana de la explotación abusiva, que se ha traducido en un pastoreo excesivo, erosión del suelo, quiebra económica y abandono final por parte de los agricultores.

Con carácter más general, el alto valor atribuido a la tierra ha dado lugar a que los australianos adopten los valores de la agricultura rural amparados en sus antecedentes británicos, pero en modo alguno justificados por la productividad agrícola de Australia. Esos valores rurales continúan interponiendo un obstáculo para resolver uno de los problemas políticos intrínsecos de la Australia moderna: la constitución australiana concede unos porcentajes de voto desproporcionados a las zonas rurales. La mística australiana atribuye a los habitantes de las zonas rurales la condición de honestidad y a los de las ciudades la de la deshonestidad en mayor medida que las místicas europea y estadounidense. Si un granjero va a la quiebra, se presupone que es una persona virtuosa que ha sido víctima de la mala suerte y ha sido vencida por fuerzas que escapan a su control (como una sequía), mientras que si un habitante de la ciudad va a la quiebra se supone que se la ha buscado él mismo con alguna conducta fraudulenta. Esta hagiografía, junto con el excesivo peso del voto rural, ignoran la ya mencionada realidad de que Australia es el país con mayor proporción de población urbana. Ambos factores han contribuido, con el prolongado y perverso apoyo del gobierno, a reforzar medidas que minaban el entorno en lugar de preservarlo, como el desbroce de tierras o las ayudas indirectas a zonas rurales poco rentables.

Hasta hace cincuenta años, la emigración a Australia procedía en su abrumadora mayoría de Gran Bretaña e Irlanda. Muchos australianos sienten hoy día lazos muy estrechos con su legado británico, y rechazarían indignados cualquier insinuación de que su aprecio por ella es desmesurado. Sin embargo, ese legado ha llevado a los australianos a hacer cosas que ellos consideran admirables, pero que sorprenderían a cualquier forastero desapasionado por inapropiadas y por no ser inherentes a los intereses fundamentales de Australia. Tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial, Australia declaró la guerra a Alemania en cuanto esta y Gran Bretaña se declararon la guerra mutuamente, aunque los intereses de la propia Australia nunca se vieron afectados por la Primera Guerra Mundial (excepto para proporcionar a los australianos una excusa para conquistar la colonia de Alemania en Nueva Guinea) y no se vieron afectados en la Segunda Guerra Mundial hasta la entrada en el conflicto de Japón, más de dos años después del estallido de las hostilidades entre Gran Bretaña y Alemania. La fiesta nacional más importante de Australia (y también de Nueva Zelanda) es el día Anzac, el 25 de abril, que conmemora una fatídica matanza de tropas australianas y neozelandesas en la remota península turca de Gallípoli ese mismo día del año 1915, y que fue consecuencia de la incompetencia de los mandos británicos de aquellas tropas, las cuales se unieron a las fuerzas británicas en una tentativa fallida de atacar Turquía. El baño de sangre de Gallípoli se convirtió para los australianos en un símbolo de que su país había alcanzado la «mayoría de edad» al apoyar a su madre patria británica y pasar a ocupar un lugar entre las naciones bajo una federación unificada, en lugar de como media docena de colonias con gobernadores militares independientes. Para los estadounidenses de mi generación, lo que más se parece al significado de Gallípoli para los australianos es lo que significó el desastroso ataque japonés del 7 de diciembre de 1941 sobre la base de Pearl Harbor, que de la noche a la mañana unió a los estadounidenses y los apartó de una política exterior basada en el aislamiento. Sin embargo, las personas que no sean australianas no pueden sustraerse a la ironía de que la fiesta nacional de Australia esté asociada con la península de Gallípoli, situada a una tercera parte de la longitud total del perímetro terrestre y al otro lado de la línea del ecuador: ninguna otra localización geográfica podría ser más irrelevante para los intereses de Australia.

Esos lazos emocionales con Gran Bretaña perviven hoy día. Cuando visité Australia por primera vez en 1964, tras haber vivido anteriormente en Gran Bretaña durante cuatro años, aquel país me resultó más británico que la propia Gran Bretaña moderna en lo que se refería a la arquitectura y las actitudes. Hasta 1973 el gobierno australiano todavía remitía anualmente a Gran Bretaña una relación de australianos a los que conceder el título de sir, y se consideraba que semejantes honores eran los más altos posibles para un australiano. Gran Bretaña todavía designa a un gobernador general de Australia que tiene potestad para destituir al primer ministro australiano, cosa que hizo de hecho en 1975. Hasta principios de la década de 1970 Australia mantuvo una política de una «Australia blanca» y prácticamente prohibió la inmigración de sus vecinos asiáticos, medida que, como es lógico, enojó a estos. Solo durante los últimos veinticinco años se ha comprometido tardíamente Australia con sus vecinos asiáticos, ha acabado por reconocer que su lugar se encuentra en Asia y ha aceptado a inmigrantes y cultivado socios comerciales asiáticos. Ahora Gran Bretaña ha caído hasta el octavo lugar en la lista de los mercados de exportación de Australia, por detrás de Japón, China, Corea, Singapur y Taiwan.

Esta discusión acerca de la imagen de país británico o asiático que Australia tiene de sí misma plantea una cuestión recurrente a lo largo de este libro: la importancia de los amigos y los enemigos para mantener la estabilidad de una sociedad. ¿Qué países ha percibido Australia como amigos, socios comerciales y enemigos, y cuál ha sido la importancia de esas percepciones? Empecemos por el comercio y pasemos después a la inmigración.

Durante más de un siglo, y hasta 1950, los productos agrícolas, sobre todo la lana, fueron las principales exportaciones de Australia, seguidas por los minerales. Hoy día Australia sigue siendo el mayor productor mundial de lana, pero la producción australiana y la demanda exterior están ambas disminuyendo debido a la creciente competencia que establecen las fibras sintéticas para los usos que anteriormente se daban a la lana. El número de cabezas de ganado ovino de Australia alcanzó su cifra más alta en 1970 con 180 millones (lo cual suponía una media de catorce ovejas por cada australiano de aquel entonces), y desde entonces ha venido disminuyendo de forma ininterrumpida. Casi toda la producción de lana de Australia se exporta, sobre todo, a China y Hong Kong. Otras exportaciones agrícolas importantes son las de trigo (que se vende en su mayoría a Rusia, China y la India), trigo duro, vino y ternera sin aditivos químicos. En la actualidad, Australia produce más alimentos que los que consume y es un exportador neto de alimentos, pero el consumo interior de Australia está creciendo, a medida que aumenta su población. Si se mantiene esta tendencia, Australia podría convertirse en un importador neto de alimentos, en lugar de ser exportador neto.

La lana y los demás productos agrícolas ocupan hoy día solo el tercer lugar en lo que se refiere a la cantidad de personal empleado en el comercio exterior, por detrás del turismo (segundo puesto) y los minerales (primer puesto). Los minerales más importantes por su valor de exportación son el carbón, el oro, el hierro y el aluminio, por ese orden. Australia es el principal exportador mundial de carbón. Dispone de las reservas de uranio, plomo, plata, cinc, titanio y tantalio más grandes del mundo, y se encuentra entre los seis primeros países por sus reservas de carbón, hierro, aluminio, cobre, níquel y diamantes. Concretamente, sus reservas de carbón y hierro son inmensas y no se prevé que se agoten en un futuro inmediato. Aunque los clientes más importantes de las exportaciones minerales de Australia solían ser Gran Bretaña y otros países europeos, los países asiáticos importan en la actualidad casi cinco veces más minerales australianos que los países europeos. Hoy día, sus tres clientes principales son Japón, Corea del Sur y Taiwan, por ese orden; Japón, sin ir más lejos, compra casi la mitad del carbón, el hierro y el aluminio que exporta Australia.

En síntesis, durante el último medio siglo las exportaciones de Australia han dejado de basarse en los productos agrícolas para hacerlo en los minerales, mientras que sus socios comerciales han dejado de estar en Europa para pasar a estarlo en Asia. Estados Unidos queda como el principal origen de las importaciones de Australia y (después de Japón) su segundo mejor cliente de exportaciones.

Esta modificación de las pautas comerciales ha venido acompañada de modificaciones en la inmigración. A pesar de que la extensión de Australia es similar a la de Estados Unidos, su población, no obstante, es mucho menor (en la actualidad, de unos veinte millones de habitantes), por la evidente razón de que el entorno australiano es mucho menos productivo y puede mantener a muchas menos personas. Sin embargo, en la década de 1950 muchos australianos, incluidos sus dirigentes, miraban con temor a los mucho más poblados países asiáticos vecinos de Australia, sobre todo a Indonesia, con sus doscientos millones de habilites. Los australianos también estaban tremendamente influidos por la experiencia vivida en la Segunda Guerra Mundial, cuando fueron amenazados y bombardeados por la populosa aunque mucho más distante Japón. Muchos australianos concluían que su país corría el peligroso riesgo de estar demasiado despoblado en comparación con sus vecinos asiáticos, y que podría convertirse en un blanco tentador para la expansión indonesia a menos que habitaran de inmediato todo aquel espacio vacío. Así pues, en las décadas de 1950 y 1960 los poderes públicos desarrollaron un programa de choque para atraer inmigrantes.

Aquel programa suponía abandonar la anterior política del país de una «Australia blanca», según la cual (tal como rezaba una de las primeras leyes de la Commonwealth australiana constituida en 1901) no solo se restringía prácticamente la inmigración a las personas de origen europeo, sino incluso de forma dominante a la población británica e irlandesa. Según se decía en el anuario oficial del gobierno, existía cierta preocupación por el riesgo de que «las personas que carecen de antepasados angloceltas no consigan encajar». La sentida escasez de población llevó al gobierno en primer lugar a aceptar, y después a captar de forma activa, a inmigrantes procedentes de otros países europeos, sobre todo de Italia, Grecia y Alemania, y después de Holanda y la antigua Yugoslavia. Hasta la década de 1970 ese deseo de atraer a más inmigrantes que los que podían recibirse de Europa, unido al creciente reconocimiento de la identidad de Australia como país del océano Pacífico en vez de exclusivamente británico, no indujo al gobierno a eliminar las barreras legales para la inmigración asiática. Si bien Gran Bretaña, Irlanda y Nueva Zelanda continúan siendo los principales países de origen de los inmigrantes de Australia, la cuarta parte del total de inmigrantes procede ahora de países asiáticos, entre los que en los últimos años predominan los de Vietnam, Filipinas, Hong Kong y, actualmente, China. La inmigración alcanzó su cota más alta de todos los tiempos a finales de la década de 1980, cuyas consecuencias son que casi la cuarta parte del total de la población actual de Australia ha nacido en el extranjero, en comparación con únicamente el 12 por ciento de la población de Estados Unidos y el 3 por ciento de la de Holanda.

La falacia que esconde esta política de «rellenar» Australia es que existen poderosas razones medioambientales por las que, incluso después de más de dos siglos de colonización europea, Australia no se ha «rellenado» hasta alcanzar la densidad de población de Estados Unidos. Dados sus limitados suministros de agua y el reducido potencial de producción alimentaria, Australia carece de la capacidad de mantener a una población significativamente mayor. Un incremento de población también diluiría sus beneficios per cápita de las exportaciones mineras. En época reciente Australia ha estado recibiendo inmigrantes a una tasa neta de unos cien mil al año, lo cual arroja un incremento anual de la población mediante la inmigración de solo un 0,5 por ciento.

Sin embargo, muchos australianos influyentes, entre ellos el reciente primer ministro Malcom Fraser, los líderes de los dos principales partidos políticos y la Cámara de Empresarios Australiana, sostienen todavía que Australia debería tratar de incrementar su población hasta los cincuenta millones de habitantes. El razonamiento recurre a una mezcla de temor constante al «peligro amarillo» de los países asiáticos superpoblados, a la aspiración de Australia a convertirse en una potencia mundial de primer orden y a la creencia de que ese objetivo no podría alcanzarse si Australia tiene solo veinte millones de habitantes. Pero esas aspiraciones de hace unas pocas décadas han ido desvaneciéndose, hasta el punto de que hoy día los australianos ya no esperan convertirse en una potencia mundial de primer orden. Aun cuando mantuvieran esa expectativa, Israel, Suecia, Dinamarca, Finlandia y Singapur ofrecen ejemplos de que con una población muy inferior a la de Australia (de solo unos pocos millones cada uno) se puede ser no obstante una potencia económica de primer orden y realizar contribuciones importantes a la cultura y la innovación tecnológica mundiales. Contrariamente a lo que piensan sus líderes políticos y empresariales, el 70 por ciento de los australianos manifiestan que desean que la inmigración disminuya en lugar de aumentar. A largo plazo, ni siquiera está claro que Australia pueda mantener a su actual población: la estimación más favorable de la población que puede albergar con los actuales niveles de vida es de ocho millones de habitantes, menos de la mitad que la cifra actual.

Adelaida es la capital del estado de Australia Meridional, el único estado australiano que ha dado lugar a una colonia autosuficiente debido a la aceptable productividad de sus suelos (alta para lo que suele ser habitual en Australia, pero modesta para la media del exterior del país). Mientras conducía desde allí hacia el interior, en estas tierras australianas de primera calidad se veían infinidad de granjas abandonadas. Pude visitar una de estas ruinas que se conserva como atracción turística: Kanyaka, una gran mansión que en la década de 1850 la nobleza inglesa convirtió en una explotación de ganado ovino con un gasto considerable para, a continuación, venirse abajo en 1869, quedar abandonada y no volver a ser ocupada jamás. Gran parte de esa extensión del interior de Australia Meridional se transformó en explotaciones ovinas durante los años húmedos de la década de 1850 y principios de la de 1860, cuando la tierra estaba cubierta de hierba y ofrecía un aspecto lozano. Cuando en 1864 comenzaron las sequías, el paisaje, en el que se había pastoreado en exceso, quedó atestado de cuerpos de ovejas muertas y aquellas granjas fueron abandonadas. Aquella catástrofe espoleó al gobierno para enviar al general agrimensor G. W. Goyder con el fin de que determinara hasta dónde, hacia el interior, se extendía el territorio en el que la pluviosidad era lo bastante fiable para justificar la extensión de las labores agrarias. Estableció una línea que acabaría por conocerse como la «línea Goyder», al norte de la cual la probabilidad de sequías convertía en imprudente cualquier tentativa de establecer una explotación agraria. Por desgracia, una serie de años húmedos en la década de 1870 animaron al gobierno a volver a vender a un precio alto las explotaciones de ganado ovino, abandonadas en la década de 1860, en calidad de pequeñas granjas de trigo sobrecapitalizadas. Durante unos pocos años de pluviosidad anormalmente alta, al otro lado de la línea Goyder florecieron las ciudades, se expandió el ferrocarril y prosperaron también los trigales, hasta que se vinieron abajo otra vez y acabaron por concentrarse en vastas explotaciones agrícolas que, a finales de la década de 1870, se convirtieron de nuevo en grandes explotaciones de ganado ovino. Cuando volvió la sequía, muchas de esas explotaciones ganaderas volvieron a quebrar, y las que todavía perviven hoy día no pueden mantenerse únicamente con las ovejas: sus granjeros o propietarios necesitan un segundo empleo, el turismo o la inversión exterior para ganarse la vida.

En la mayoría de las demás zonas de producción alimentaria de Australia ha habido historias más o menos parecidas. ¿Qué es lo que volvía menos rentables a tantas explotaciones, en un principio provechosas, de producción de alimentos? La razón reside en el problema medioambiental número uno de Australia, la degradación de la tierra, que se debe a un conjunto de nueve tipos de impactos medioambientales perjudiciales: la eliminación de la vegetación autóctona, el excesivo pastoreo de las ovejas, los conejos, el agotamiento de los nutrientes del suelo, la erosión del suelo, las sequías producidas por el hombre, las malas hierbas, las políticas gubernamentales erróneas y la salinización. Todos estos fenómenos nocivos actúan en otros lugares del mundo, en algunos de los cuales su impacto individual es aún mayor que en Australia. Someramente, estos impactos son los siguientes:

Ya he mencionado que el gobierno australiano solía exigir a quienes arrendaban tierras del gobierno que eliminaran la vegetación autóctona. Aunque ese requisito ya ha sido suprimido, Australia elimina todavía cada año más vegetación autóctona que cualquier otro país del Primer Mundo, y sus tasas de desbroce solo se ven superadas en el mundo por las de Brasil, Indonesia, el Congo y Bolivia. La mayor parte del desbroce de tierras que se lleva a cabo en Australia actualmente se realiza en el estado de Queensland con el fin de crear pastizales para el ganado vacuno. El gobierno de Queensland ha anunciado que acabara con el desbroce a gran escala… pero que no lo hará hasta 2006. Los males que ocasiona esto a Australia consisten en la degradación de la tierra, producida por la salinización de tierras áridas y por la erosión del suelo, el deterioro de la calidad del agua por los residuos de sedimentos salinos, la disminución de la productividad agrícola y del valor de la tierra, y el deterioro de la Gran Barrera de Arrecifes (véase más adelante). La quema y la pudrición de vegetación asolada contribuye a incrementar las emisiones anuales de gases de efecto invernadero de Australia en una cantidad de gas aproximadamente igual a la del total de las emisiones de los vehículos de motor del país.

Una segunda causa importante de degradación de la tierra es la acumulación excesiva de ovejas, que arrancan la vegetación a un ritmo más rápido de lo que crece. En algunas zonas, como determinados lugares del distrito de Murchison, en Australia Occidental, el abuso del pastoreo ha resultado catastrófico e irreversible debido a que originó pérdidas de suelo irreparables. En la actualidad, cuando ya se conocen las consecuencias del abuso del pastoreo, el gobierno australiano impone unas tasas máximas de acumulación de ovejas: por ejemplo, se prohíbe que los ganaderos acumulen más de un determinado número de ovejas por hectárea de tierra arrendada. Anteriormente, sin embargo, el gobierno imponía unas tasas de acumulación mínimas: los ganaderos estaban obligados a criar un determinado número mínimo de ovejas por hectárea si querían mantener la concesión. A finales del siglo XIX, cuando empezaron a documentarse las tasas de acumulación de ovejas, eran tres veces superiores a las que en la actualidad se consideran sostenibles; pero en la década de 1890, antes de que este extremo empezara a documentarse, las tasas de acumulación eran según parece hasta diez veces superiores a las sostenibles. Es decir, los primeros colonos explotaron como una mina la cosecha de hierba existente, en lugar de tratarla como un recurso potencialmente renovable. Al igual que sucedió con el desbroce de tierras, el gobierno exigía entonces a los agricultores que deterioraran la tierra y rescindía las concesiones de los agricultores que no lo hacían.

Las tres causas siguientes de degradación de la tierra ya han sido tratadas más arriba. Los conejos acaban con la vegetación igual que lo hacen las ovejas, gravan a los agricultores porque reducen los pastos disponibles para las ovejas y las reses, y también pueden ocasionar a los agricultores el gasto de las topadoras, la dinamita, los cercados y las medidas de propagación de enfermedades que adoptan las granjas para controlar las poblaciones de conejos. El agotamiento de los nutrientes del suelo a menudo se produce en el curso de los primeros años de labor agrícola debido al bajo contenido inicial de nutrientes de los suelos australianos. La erosión de la capa superficial del suelo por el agua y el viento se incrementa una vez que su cubierta vegetal se ha vuelto más fina o ha quedado eliminada. Las consiguientes pérdidas de suelo arrastrado por los ríos hacia el mar, que enturbian las aguas litorales, están ahora deteriorando y acabando con la Gran Barrera de Arrecifes, una de las principales atracciones turísticas de Australia (por no hablar de su valor biológico por sí misma y como vivero de pescado).

La expresión «sequía producida por el hombre» se refiere a una forma de degradación de la tierra derivada del desbroce de tierras, el abuso del pastoreo y los conejos. Cuando por cualquiera de estos medios desaparece la cubierta vegetal, el terreno al que anteriormente había dado sombra la vegetación queda expuesto ahora directamente al sol, con lo cual el suelo se vuelve más caliente y más seco. Es decir, los efectos secundarios que originan las condiciones de temperatura y aridez del suelo impiden el crecimiento vegetal de un modo muy parecido a cómo lo hace una sequía natural.

Las malas hierbas, a las que nos hemos referido en el capítulo 1 para el caso de Montana, se definen como plantas de poco valor para los agricultores, ya sea porque resultan menos agradables (o desagradables por completo) para las ovejas y el ganado vacuno que las plantas de pasto predilectas, o porque compiten con cultivos útiles. Algunas malas hierbas son especies de plantas introducidas inadvertidamente desde el exterior; alrededor del 15 por ciento fue introducido deliberada pero equivocadamente para su uso agrícola; un tercio escapó al campo abierto desde los huertos en los que habían sido introducidas de forma deliberada como plantas ornamentales; y otras especies de malas hierbas son plantas autóctonas australianas. Como los herbívoros prefieren comer unas determinadas plantas, la propia acción de pastar tiende a incrementar la abundancia de malas hierbas y a convertir la cubierta de pastos en especies de plantas menos útiles o inútiles (en algunos casos, venenosas para los animales). Las malas hierbas difieren entre sí por la facilidad con que pueden combatirse: algunas especies de malas hierbas son fáciles de arrancar y sustituir con cultivos o especies de plantas agradables para los animales, pero eliminar otras especies de malas hierbas resulta muy caro o tiene un precio prohibitivo una vez que se han establecido.

En Australia hay unas tres mil especies de plantas que están consideradas malas hierbas y producen unas pérdidas económicas de unos dos mil millones de dólares anuales. Una de las peores es la mimosa, que amenaza una zona particularmente valiosa: el Parque Nacional Kakadu, declarado Patrimonio de la Humanidad. Es espinosa, alcanza hasta los seis metros de altura y produce tanta semilla que puede duplicar la extensión de terreno que ocupa al cabo de un año. Aún peor es el ruibarbo, que fue introducido en la década de 1870 como arbusto ornamental procedente de Madagascar para embellecer las ciudades mineras de Queensland. Se propagó hasta convertirse en un monstruo vegetal de los que nos presenta la ciencia ficción: además de ser venenoso para el ganado, asfixiar al resto de la vegetación y crecer hasta conformar matojos impenetrables, desprende vainas que se dispersan hasta muy lejos flotando sobre los ríos y que, finalmente, revientan para liberar trescientas semillas que el viento puede transportar aún más lejos. Las semillas de una vaina bastan para cubrir con nuevos ruibarbos una hectárea de terreno.

A las políticas gubernamentales erróneas, anteriormente mencionadas, de desbroce de tierras y abuso del pastoreo pueden añadirse las políticas del Consejo Nacional del Trigo. Este organismo ha hecho gala de cierta tendencia a formular predicciones halagüeñas sobre el incremento del precio mundial del trigo, con lo cual ha fomentado que los agricultores contraigan deudas para realizar inversiones de capital en maquinaria con el fin de sembrar trigo en tierras poco rentables para el cultivo de este cereal. Muchos agricultores descubrieron entonces, para su desgracia tras haber invertido mucho dinero, que la tierra solo podía soportar el trigo unos pocos años y que los precios del trigo caían.

La última causa de degradación del suelo de Australia, la salinización, es la más compleja y exige la explicación más extensa. Señalé anteriormente que grandes extensiones de Australia contienen mucha sal en el suelo, herencia de las brisas marinas saladas, de antiguas cuencas oceánicas o de lagos desecados. Aunque algunas plantas pueden tolerar suelos salinos, la mayoría de ellas, incluido todo lo que cultivamos, no pueden hacerlo. Si la sal que se encuentra bajo la capa de raíces se quedara donde está, no supondría ningún problema. Pero hay dos procesos que pueden llevarla a la superficie y hacer que empiecen a causar problemas: la salinización de regadío y la salinización de secano.

La salinización de regadío puede producirse potencialmente en zonas áridas en las que la pluviosidad es demasiado baja o poco fiable para la agricultura, donde, por el contrario, es necesario el regadío, como sucede en algunas zonas del sudeste de Australia. Si un agricultor «riega por goteo», es decir, instala una pequeña boquilla en la base de cada frutal o hilera de cultivo y permite que solo gotee el agua suficiente para que las raíces del árbol o los cultivos puedan absorberlas, entonces se pierde poca agua y no supone ningún problema. Pero si, por el contrario, el agricultor sigue la práctica habitual de «riego por difusión», es decir, inunda la tierra o utiliza un aspersor para distribuir el agua sobre una extensión amplia, entonces el suelo se satura porque recibe más agua que la que pueden absorber las raíces. El exceso de agua no absorbido se filtra entonces a las capas más profundas de suelo salado, con lo cual se crea una columna de suelo húmedo ininterrumpido a través de la cual la sal de las capas inferiores puede, o bien ascender a la zona de raíces y la superficie, donde frenará o impedirá el crecimiento de las especies vegetales que no sean resistentes a la sal, o bien descender hasta alcanzar el nivel de las aguas subterráneas y de ahí ir a parar a un río. En ese sentido, los problemas de agua de Australia, a la que consideramos un continente árido (y realmente lo es), no son problemas derivados de que haya muy poca agua sino demasiada: el agua es todavía lo suficientemente barata y accesible para permitir que en algunas zonas se utilice para regar por difusión. Más concretamente, hay zonas de Australia que disponen del agua suficiente para permitir el riego por difusión, pero no del agua suficiente para eliminar toda la sal movilizada resultante. En principio, los problemas de la salinización de regadío pueden mitigarse de forma parcial asumiendo el gasto de instalar riego por goteo en lugar de sistemas de riego por difusión.

El otro proceso responsable de la salinización, además de la salinización de regadío, es la salinización de secano, cuyos territorios de acción potencial son las zonas donde hay suficiente pluviosidad para practicar la agricultura. Esto sucede sobre todo en algunas áreas de Australia Occidental y en algunos lugares de Australia Meridional con lluvias invernales fiables (o anteriormente fiables). Mientras el suelo de estas zonas está todavía cubierto por vegetación autóctona, que está presente todo el año, las raíces de las plantas absorben la mayor parte del agua de lluvia caída y queda poca agua que pueda filtrarse a través del suelo y tomar contacto con las capas de sal más profundas. Pero supongamos que un agricultor elimina la vegetación autóctona y la sustituye por cultivos que se plantan de forma estacional, y después recoge la cosecha y deja el suelo desnudo durante una parte del año. Cuando la lluvia empapa el suelo desnudo, se filtra hasta alcanzar la sal de las zonas más profundas, permitiendo que esta se difunda hacia la superficie. A diferencia de la salinización de regadío, la salinización de secano es difícil, cara o esencialmente imposible de revertir una vez que se ha eliminado la vegetación autóctona.

Podríamos decir que la sal movilizada en el agua del suelo, ya sea mediante la salinización de regadío o la de secano, es como un río salado subterráneo cuya concentración de sal en algunas zonas de Australia llega incluso a triplicar la del océano. Ese río subterráneo fluye ladera abajo igual que lo hace un río de superficie normal, pero de forma mucho más lenta. Por último, puede aflorar en una depresión de una zona más baja y dar lugar a los estanques hipersalinos que vi en Australia Meridional. Si un agricultor de lo alto de un terreno adopta malas prácticas de gestión de la tierra que den lugar a que la tierra se salinice, la sal puede fluir con lentitud a través del suelo hasta alcanzar las tierras de agricultores de zonas más bajas, aun cuando estas explotaciones estén bien gestionadas. En Australia no existe ningún mecanismo mediante el cual el propietario de una explotación agraria de una zona baja que haya quedado arruinado pueda recibir algún tipo de compensación del propietario de una explotación de zonas altas que haya sido responsable de su ruina. Parte del río subterráneo no emerge en depresiones de zonas bajas, sino que fluye por el interior hasta desembocar en corrientes de agua superficial, entre las que también se incluye el sistema fluvial más grande de Australia, el que conforman los ríos Murray y Darling.

La salinización inflige graves pérdidas económicas a la economía australiana de tres formas. En primer lugar, está volviendo muchas tierras de cultivo menos productivas o inútiles para la agricultura y la cría de ganado, incluidos algunos de los terrenos más provechosos de Australia. En segundo lugar, parte de la sal es transportada a depósitos de agua potable de las ciudades. Por ejemplo, los ríos Murray y Darling abastecen de entre el 40 y el 90 por ciento del agua potable de Adelaida, la capital de Australia Meridional, pero el incremento de los niveles de sal en esos ríos podría en última instancia tomar esa agua inadecuada para el consumo humano o el riego de cultivos sin el gasto añadido de la desalinización. Más caros incluso que cualesquiera de estos dos problemas resultan los daños derivados de la corrosión de infraestructuras como consecuencia de la sal, que afectan a carreteras, vías férreas, aeródromos, puentes, edificios, canalizaciones de agua, sistemas de calefacción, redes de captación de aguas de lluvia, alcantarillado, electrodomésticos para el hogar e industriales, líneas eléctricas y de telecomunicaciones y plantas de tratamiento de aguas. A escala global, se estima que solo los costes directos que la salinización produce sobre la agricultura australiana representan aproximadamente la tercera parte de las pérdidas económicas de Australia debidas a la salinización; las pérdidas sufridas «al otro lado de la valla de las tierras de cultivo» y corriente abajo, en los abastecimientos e infraestructuras de aguas de Australia, suponen un coste dos veces superior.

En lo que se refiere a la salinización, esta ya afecta aproximadamente al 9 por ciento de todas las tierras desbrozadas de Australia, y se calcula que, de mantenerse la tendencia actual, ese porcentaje aumentaría hasta alrededor del 25 por ciento. La salinización es en la actualidad muy grave en los estados de Australia Occidental y Australia Meridional; se considera que el cinturón de trigo del primero de estos dos estados es uno de los peores ejemplos del mundo de salinización de secano. En la actualidad, ha desaparecido el 90 por ciento de la vegetación autóctona original, la mayoría entre 1920 y 1980, la cual culminó en la década de 1960 con el programa «Medio millón de hectáreas al año», impulsado por el gobierno del estado de Australia Occidental. En el mundo no ha habido ninguna otra extensión de tierra similar que haya sido desprovista de su vegetación autóctona de un modo tan acelerado. Se calcula que la proporción del cinturón de trigo esterilizado por la salinización ascenderá a un tercio en el curso de los dos próximos decenios.

La superficie total de Australia a la que podría extenderse potencialmente la salinización es más de seis veces la superficie que la sufre en la actualidad, y supone multiplicarla por cuatro en Australia Occidental, por siete en Queensland, por diez en Victoria y por sesenta en Nueva Gales del Sur. Además del cinturón de trigo, otra zona problemática importante es el sistema fluvial de los ríos Murray y Darling, que reporta casi la mitad de la producción agrícola de Australia, pero que en la actualidad está volviéndose cada vez más salada corriente abajo, hacia Adelaida, debido a que está entrando en ella más agua subterránea salada y a que los seres humanos están extrayendo más agua para el regadío a lo largo de su curso. (Dentro de algunos años se extraerá tanta agua que no quedará en el río agua que desemboque en el océano). Esos aportes de sal a los ríos Murray y Darling se originan no solo por las prácticas de regadío a lo largo de los tramos del curso bajo del mismo, sino también por el impacto del cultivo intensivo de algodón a escala industrial a lo largo de su curso alto, en Queensland y Nueva Gales del Sur. Las actividades algodoneras representan el mayor dilema de gestión combinada de aguas y tierras de Australia, ya que, por una parte, el algodón es por sí solo el cultivo más valioso de Australia después del trigo, pero, por otra, la sal movilizada y los pesticidas que se emplean para cultivarlo perjudican otros tipos de agricultura corriente abajo en el sistema fluvial de los ríos Murray y Darling.

Una vez que se ha iniciado el proceso de, por regla general, o bien es difícilmente reversible (sobre todo en el caso de la salinización de secano), o bien resolverla tiene un coste prohibitivo, o bien las soluciones tardan en surtir efecto un tiempo prohibitivo. Los ríos subterráneos fluyen con mucha lentitud, de manera que, una vez que la sal se ha movilizado por una mala gestión de la tierra, se pueden tardar quinientos años en purgar el suelo de esa sal movilizada, aun cuando se cambie de inmediato al riego por goteo y se deje de movilizar más sal.

Aunque la degradación de la tierra producida por todas las causas mencionadas constituye el problema medioambiental más caro de Australia, hay otros cinco conjuntos de problemas graves que merecen una mención más breve: son los que afectan a la silvicultura, a las pesquerías marinas, a las poblaciones piscícolas de agua dulce, a la propia agua dulce: y a las especies foráneas.

Sin contar la Antártida, Australia es el continente que cuenta con una proporción menor de superficie boscosa: solo alrededor del 20 por ciento de la superficie total del continente. Quizá albergó los árboles más altos del mundo, los ya talados eucaliptos de Victoria, que rivalizaban o superaban en altura a la secuoya de California. De los bosques existentes en Australia en la época de la colonización europea en 1788, el 40 por ciento ha sido ya eliminado, el 35 por ciento ha sido parcialmente talado y solo el 25 por ciento continúa intacto. Sin embargo, esa pequeña superficie de bosques longevos supervivientes continúa talándose y representa, además, otro caso de explotación minera del paisaje australiano.

El uso como exportación (además de para consumo interior) que se está dando a la madera talada de los bosques que quedan en Australia es asombroso. De todas las exportaciones de productos forestales, la mitad no son en forma de troncos o productos acabados, sino que se convierten en astillas y se envían en su mayoría a Japón, donde se utilizan para fabricar papel y productos derivados, y constituyen la cuarta parte del material de papel japonés. Aunque el precio que paga Japón a Australia por esas astillas ha caído hasta los siete dólares por tonelada, el papel obtenido se vende en Japón a mil dólares la tonelada; de manera que casi todo el valor añadido a la madera tras la tala se acumula en Japón en lugar de en Australia. Al mismo tiempo que exporta astillas, Australia importa un número de productos forestales casi tres veces mayor que los que exporta, de los cuales más de la mitad son en forma de papel y artículos de cartón.

Así pues, el comercio de productos forestales australianos lleva implícito una doble ironía. Por una parte, Australia, uno de los países del Primer Mundo con menos bosques, todavía está talando esos menguantes bosques para exportar sus productos a Japón, el país del Primer Mundo con el porcentaje más alto de superficie boscosa (el 74 por ciento), la cual continúa aumentando. En segundo lugar, los productos forestales de Australia consisten en realidad en exportar materia prima a bajo precio que después queda convertida en otro país en material manufacturado con un precio elevado y gran valor añadido, para finalmente importar los materiales acabados. Uno no esperaría encontrar ese peculiar tipo de asimetría en las relaciones comerciales entre dos países del Primer Mundo, sino más bien cuando una colonia del Tercer Mundo, económicamente retrasada, no industrializada y no entrenada en la negociación, trata con un país del Primer Mundo especializado en explotar a países del Tercer Mundo, comprar baratas sus materias primas, añadir valor a esos materiales en su país y exportar a la colonia bienes manufacturados muy caros. (Las principales exportaciones de Japón a Australia son los coches, el equipamiento para telecomunicaciones y el equipamiento informático, mientras que el carbón y los minerales son las otras exportaciones principales de Australia a Japón). Es decir, parecería que Australia está dilapidando un recurso valioso y recibiendo poco dinero por él.

La tala continuada de bosques longevos está dando pie a uno de los debates medioambientales más apasionados de Australia en la actualidad. La mayor parte de la tala y el debate más feroz se están produciendo en el estado de Tasmania, donde los eucaliptos de Tasmania, de hasta noventa metros de altura, están talándose ahora a un ritmo mayor que nunca. Los principales partidos políticos de Australia, tanto a nivel estatal como federal, están a favor de la tala continuada de bosques tasmanios longevos. Una posible razón viene señalada por el hecho de que, según se supo después de que el Partido Nacional anunciara en 1995 su firme apoyo a la tala en Tasmania, los tres principales contribuyentes económicos del partido eran empresas madereras.

Además de explotar sus bosques de larga duración como si fueran una mina, Australia también ha creado extensiones de silvicultura de plantación tanto de especies autóctonas como oriundas. Por todas las razones que acabamos de mencionar —los bajos niveles de nutrientes del suelo, la baja e impredecible pluviosidad y la consiguiente baja tasa de crecimiento de los árboles—, la silvicultura de plantación es mucho menos rentable y debe afrontar costes más altos en Australia que en doce de los trece países que son sus principales competidores. Incluso la especie de árbol maderero más valiosa para la construcción de las que sobrevive comercialmente en Australia, ese eucalipto de Tasmania, crece más rápida y provechosamente en las plantaciones de los otros países en los que se ha sembrado (Brasil, Chile, Portugal, Sudáfrica, España y Vietnam) que en la propia Tasmania.

Las extracciones realizadas en los caladeros de Australia se asemejan a las practicadas en sus bosques. Básicamente, los árboles altos y la exuberante hierba de Australia engañó a los primeros colonos europeos al hacerles sobrevalorar el potencial de aquellas tierras para la producción alimentaria: según los términos técnicos que emplean los ecologistas, la tierra soportaba grandes biomasas de cultivo, pero con muy baja productividad. Eso mismo puede decirse de los océanos de Australia, cuya productividad es baja por dos razones: porque depende del filtrado de nutrientes procedentes de esa misma tierra improductiva, y porque las aguas litorales australianas carecen de corrientes comparables a la corriente de Humboldt de la costa de América del Sur que hagan ascender nutrientes procedentes de aguas más profundas. Las poblaciones marinas de Australia suelen tener tasas de crecimiento bajas, de modo que es fácil abusar de las capturas. Por ejemplo, en el curso de los dos últimos decenios ha habido un gran auge del consumo en todo el mundo de un pez denominado «pez reloj», que se captura en aguas australianas y neozelandesas y representa la base de una pesquería que ha resultado beneficiosa a corto plazo. Por desgracia, estudios detallados mostraron que el pez reloj crece muy despacio, que no empieza a reproducirse hasta que tiene alrededor de cuarenta años y que las capturas que se consumen tienen a menudo cien años. Por tanto, las poblaciones de pez reloj no tienen posibilidad de reproducirse lo bastante rápido para sustituir a los ejemplares adultos que extraen los pescadores, y esa pesquería está actualmente en declive.

Australia tiene una larga historia de abusos de capturas marinas: en primer lugar, explotando las reservas pesqueras como si se tratara de minas, hasta que las ha reducido a niveles antieconómicos; y después descubriendo una nueva pesquería y trasladándose a ella hasta que también se colapsaba al cabo de poco tiempo, como si de una fiebre del oro se tratara. Cuando se abre una nueva pesquería los biólogos marinos suelen iniciar un estudio científico para determinar las tasas de capturas máximas sostenibles, pero la pesquería corre el riesgo de entrar en crisis antes de que se hayan alcanzado las conclusiones del estudio. Además del pez reloj, la nómina de víctimas australianas de este tipo de capturas abusivas incluye a la trucha coral, la especie Rexea solandri, el langostino tigre marrón del golfo de Exmouth, el cazón, el atún rojo del sur y la platija tigre. La única pesquería australiana sobre la que hay afirmaciones bien fundadas de capturas sostenibles es la de la población de langosta de roca australiana, que en la actualidad constituye la exportación de marisco más valiosa de Australia y cuya saludable situación ha sido certificada de forma independiente por el Consejo de Administración Marino (del que nos ocuparemos en el capítulo 15).

Al igual que sucede con sus pesquerías marinas, las poblaciones piscícolas de agua dulce de Australia también se ven afectadas por una baja productividad debido a la escasa filtración de nutrientes de una tierra improductiva. Como también sucede con las pesquerías marinas, las pesquerías de agua dulce cuentan con unas elevadas cifras de población que resultan engañosas, pero con una muy baja productividad. Por ejemplo, la especie de agua dulce más grande de Australia es el bacalao de Murray, que puede alcanzar hasta un metro de largo y habita únicamente en el sistema fluvial de los ríos Murray y Darling. Es muy sabroso y muy apreciado, y anteriormente era tan abundante que solía capturarse y enviarse al mercado en camiones enteros. En la actualidad, la pesquería de bacalao de Murray ha quedado clausurada debido al declive y el colapso de las capturas. Entre las causas de ese colapso se encuentran la captura abusiva de especies de peces de crecimiento lento, como sucedía en el caso del pez reloj; los efectos de la introducción de carpas, que incrementan la turbiedad del agua; y diversos efectos producidos por las presas construidas en el río Murray en la década de 1930, que impidieron los desplazamientos de los peces para desovar, disminuyeron la temperatura del agua del río (porque los encargados de la presa liberaban agua del fondo, que estaba demasiado fría para que los peces pudieran reproducirse, en lugar de agua más cálida de la superficie) y convirtieron un río que anteriormente recibía ingresos periódicos de nutrientes procedentes de las inundaciones en masas de agua permanentes con poca renovación de nutrientes.

En la actualidad, el rendimiento económico de las pesquerías de agua dulce de Australia es insignificante. Por ejemplo, todas las pesquerías de agua dulce del estado de Australia Meridional generan únicamente 450 000 dólares anuales, que se reparten entre las treinta personas que se dedican a ella y para quienes la pesca constituye una ocupación a tiempo parcial. Una pesquería sostenible y adecuadamente gestionada de bacalao de Murray y perca dorada, la otra especie de pescado económicamente valioso del sistema fluvial de los ríos Murray y Darling, reportaría sin duda mucho más dinero, pero se teme que el deterioro de esas poblaciones piscícolas de los ríos Murray y Darling sea ya irreversible.

Por lo que respecta a la propia agua dulce, Australia es el continente con la menor cantidad de ella. La mayor parte de esa poca agua dulce, fácilmente accesible en las zonas pobladas, se utiliza ya para beber o labores agrícolas. Incluso en el caso del sistema fluvial más grande el país, el que conforman los ríos Murray y Darling, un año normal se secan dos terceras partes de su caudal total, y algunos años prácticamente toda el agua. Las fuentes de agua dulce de Australia que quedan utilizar están compuestas sobre todo por ríos de remotas zonas septentrionales, muy distantes de los asentamientos humanos o de las tierras agrícolas en las que se podrían aprovechar. Si la población de Australia continúa creciendo y el suministro de agua dulce disponible sigue menguando, algunas zonas habitadas pueden verse obligadas a recurrir a la cara desalinización para obtener agua dulce. Ya hay una planta desalinizadora en la isla de Kangaroo, y pronto puede hacer falta otra en la península de Eyre.

Algunos proyectos importantes del pasado cuyo fin era dar nuevos usos al caudal de algunos ríos australianos han revelado ser carísimos fracasos. Por ejemplo, en la década de 1930 se propuso construir varias docenas de presas a lo largo del río Murray con el fin de adaptarlo al tráfico de mercancías por barco, y el Cuerpo de Ingenieros del ejército de Estados Unidos construyó aproximadamente la mitad de esas presas antes de que se abandonara el plan de manera definitiva. En la actualidad no hay ningún tipo de tráfico de mercancías comercial en el río Murray, pero las presas sí contribuyeron al ya mencionado colapso de la pesquería del bacalao de Murray. Uno de los fracasos más caros fue el del Plan del Río Ord, que suponía represar un río en una zona remota escasamente poblada del noroeste de Australia con el fin de regarla para poder cultivar cebada, maíz, algodón, cártamo, soja y trigo. De todas las cosechas previstas, solo se cultivó en última instancia el algodón, a pequeña escala, y fracasó al cabo de diez años. Allí se producen ahora azúcar y melones, pero el valor de la producción no se aproxima siquiera al equivalente del enorme gasto del proyecto.

Además de esos problemas de cantidad, accesibilidad y uso del agua, también hay problemas de calidad. Las aguas fluviales que se utilizan contienen toxinas, pesticidas o sales procedentes del curso alto de los ríos que alcanzan zonas de agua potable urbana y de regadío agrícola situadas en el curso bajo. Los ejemplos que ya mencioné son la sal y los productos químicos agrícolas del río Murray, que contaminan gran parte del agua potable de Adelaida, y los pesticidas de los campos de algodón de Nueva Gales del Sur y Adelaida, que hacen peligrar el potencial comercial de las tentativas de producir trigo y carne de ternera sin aditivos llevadas a cabo en las zonas del curso bajo.

Debido en parte a que la propia Australia cuenta con menos especies de animales autóctonos que otros continentes, ha sido particularmente vulnerable a las especies exóticas procedentes del exterior que han acabado asentándose de forma intencionada o accidental, y que después han diezmado o exterminado poblaciones de animales y plantas autóctonos que no habían evolucionado para defenderse de este tipo de especies foráneas. Los ejemplos famosos que ya mencioné son el de los conejos, que consumen alrededor de la mitad del pasto que de otro modo podrían consumir las ovejas y el ganado vacuno; los zorros, que se han alimentado de muchas especies de mamíferos autóctonos hasta exterminarlos; varios miles de especies de malas hierbas, que han transformado los hábitats, desplazado a plantas autóctonas, degradado la calidad del pasto y, en ocasiones, envenenado al ganado; y la carpa, que ha deteriorado la calidad del agua de los ríos Murray y Darling.

Una mención más breve merecen algunos relatos terroríficos relacionados con la introducción de otras especies pestíferas. El búfalo doméstico, los camellos, los asnos, los corderos y los caballos que se han asilvestrado pisotean grandes extensiones del hábitat, se alimentan en él y lo deterioran de otras muchas formas. Cientos de especies de insectos pestíferos se han establecido con mayor facilidad en Australia que en otros países de la zona templada con inviernos más fríos. Entre ellos, la moscarda, los ácaros y las garrapatas han sido particularmente dañinos para el ganado y los pastos, mientras que las orugas, la mosca de la fruta y muchos otros están deteriorando los cultivos. El sapo marino, introducido en 1935 para controlar dos plagas de insectos de la caña de azúcar, no consiguió acabar con ella, pero se extendió por un territorio de más de 160 000 kilómetros cuadrados ayudado por el hecho de que puede vivir hasta veinte años y que las hembras depositan anualmente treinta mil huevos. Los sapos son venenosos, incomestibles para los animales autóctonos australianos y son uno de los peores errores cometidos jamás en nombre del control de una plaga.

Por último, el aislamiento de Australia por los océanos, y por tanto su enorme dependencia del transporte marítimo procedente del exterior, se ha traducido en que han llegado muchas plagas marinas en el agua contenida y liberada por los contrapesos y el lastre seco de los barcos, en el casco de los mismos y en los productos importados para la acuicultura. Entre esas plagas marinas se encuentran la medusa peine, los cangrejos, los dinoflagelados venenosos, el marisco, los gusanos y una estrella de mar japonesa que diezmó la población de un pez teleósteo autóctona y exclusiva del sudeste de Australia, el Brachionichthys hirsutus. Muchas de estas plagas resultan extraordinariamente caras por los daños que producen y los costes de control anuales que exigen: por ejemplo, unos pocos millones de dólares anuales para los conejos, 600 millones de dólares para las moscas y las garrapatas del ganado, 200 millones de dólares para un acaro del pasto, 2500 millones de dólares para otras plagas de insectos, más de 3000 millones de dólares para las malas hierbas, y así sucesivamente.

Así pues, Australia dispone de un medio ambiente excepcionalmente vulnerable, deteriorado ya en multitud de aspectos que acarrean enormes costes económicos. Parte de estos costes se derivan de un deterioro pasado que ya es irreversible, como algunas formas de degradación de la tierra o la extinción de especies autóctonas (en términos relativos, han desaparecido en Australia en épocas recientes más especies que en cualquier otro continente). La mayor parte de los tipos de deterioro todavía continúan produciéndose hoy día o están incluso aumentando o acelerándose, como sucede en el caso de la tala de bosques longevos de Tasmania. Parte de los procesos de deterioro son casi imposibles de detener en la actualidad debido a los largos retrasos que llevan incorporados los propios procesos, como sucede con los efectos que los cursos de aguas subterráneas salinas movilizadas producen en las zonas de laderas más bajas, las cuales continuarán difundiéndose durante siglos. Además de algunas políticas gubernamentales, muchas actitudes culturales australianas continúan siendo las mismas que produjeron daños en el pasado y todavía siguen causándolos. Por ejemplo, entre los obstáculos políticos para llevar a cabo una reforma de la gestión de los recursos hídricos se encuentran las barreras derivadas del mercado de «licencias de agua» (los derechos para extraer agua para el regadío). Los compradores de estas licencias sienten, como es lógico, que en realidad son ellos los propietarios del agua que afanosamente han pagado por extraer, aun cuando el pleno ejercicio de dichas licencias sea imposible debido a que la cantidad total de agua por la que se han extendido puede superar la cantidad de agua disponible un año normal.

Para aquellos de nosotros que tenemos tendencia al pesimismo, o que simplemente procuramos pensar con realismo y serenidad, todos estos datos aportan razones para preguntarnos si los australianos están condenados a que su nivel de vida descienda en un entorno que se va deteriorando de forma progresiva. Este es un escenario del futuro de Australia del todo realista; mucho más probable que el descenso en picado hacia una crisis demográfica como la de la isla de Pascua o un colapso político como el que profetizan los visionarios de una hecatombe final; o que el sostenimiento de las tasas de crecimiento demográfico y consumo actuales que alegremente dan por hechas muchos de los actuales líderes políticos y empresariales de Australia. La inverosimilitud de estos dos últimos escenarios y el realismo del primero pueden aplicarse asimismo al resto del Primer Mundo, con la única diferencia de que Australia podría acabar encontrándose en el primer escenario antes que los demás.

Por suerte, hay señales esperanzadoras. Tienen que ver con el cambio de actitudes, la reflexión que están haciendo los agricultores de Australia, las iniciativas privadas y los primeros pasos de algunas iniciativas gubernamentales radicales. Todo ese replanteamiento ilustra una cuestión que ya vimos en relación con los noruegos de Groenlandia (véase el capítulo 8) y sobre la que volveremos en los capítulos 14 y 16: el reto de decidir qué núcleo de valores hondamente asentados en una sociedad son compatibles con la supervivencia de la misma y cuáles deben por el contrario desecharse.

La primera vez que visité Australia, hace cuarenta años, muchos propietarios de tierras australianas respondían a las críticas de que estaban deteriorando la tierra para futuras generaciones o causando daños a otras personas diciendo sencillamente: «Es mi parcela y tengo perfecto derecho a hacer lo que me venga en gana». Aunque en la actualidad todavía se dejan sentir, este tipo de actitudes están volviéndose cada vez menos frecuentes y aceptables en público. Mientras que hasta hace unas pocas décadas el gobierno encontraba poca resistencia a la imposición de medidas destructivas desde el punto de vista medioambiental (por ejemplo, a la exigencia de desbrozar tierras) y a la ejecución de proyectos perjudiciales para el entorno (por ejemplo, las presas del río Murray, el Plan del Río Ord), hoy día la opinión pública australiana, al igual que la europea, la norteamericana y la de otras zonas, se hace oír cada vez más en cuestiones medioambientales. La oposición pública ha sido particularmente sonora respecto al desbroce de tierras, las obras de infraestructura en los ríos y la tala de bosques longevos. En el momento en que escribo estas líneas, esas actitudes públicas acaban de desembocar en varias medidas concretas: la implantación de un nuevo impuesto por parte del gobierno del estado de Australia Meridional (con el cual quebranta una promesa electoral) para recaudar trescientos millones de dólares destinados a reparar los daños del río Murray; la política del gobierno del estado de Australia Occidental para detener la tala de bosques longevos; en el acuerdo entre el gobierno del estado de Nueva Sales del Sur y sus agricultores para desarrollar un proyecto de 406 millones de dólares destinado a racionalizar la gestión de recursos y poner fin al desbroce de tierras a gran escala; o el anuncio hecho por el gobierno del estado de Queensland, el estado australiano de tradición más conservadora, de una proposición conjunta con el gobierno nacional (la Commonwealth) para poner fin al desbroce a gran escala de monte bajo adulto para el año 2006. Todas estas medidas eran inimaginables hace cuarenta años.

Estas señales de esperanza conllevan cambios de actitud del electorado en su conjunto, que se traducen en políticas gubernamentales diferentes. Otra señal de esperanza es la que se refiere a los cambios de actitud de los agricultores en particular, que cada vez se están dando más cuenta de que los métodos agrícolas del pasado no se pueden sostener y no les permitirían legar sus granjas en buenas condiciones a sus hijos. Esa perspectiva duele a los agricultores australianos porque, al igual que los agricultores de Montana a los que entrevisté para el capítulo 1, lo que les motiva a continuar desarrollando la dura labor de ser agricultores más el amor por la forma de vida rural que las exiguas compensaciones económicas de la agricultura. Sobre estos cambios de actitud resultó simbólica una conversación que mantuve con el ganadero de ovino Bill Mclntosh, aquel del que dije que había cartografiado, excavado y dinamitado las madrigueras de los conejos de su propiedad, que pertenecía a su familia desde 1879. Me mostró fotografías de una misma ladera tomadas en 1937 y 1999 que ilustraban dramáticamente la escasa vegetación de 1937 debido al excesivo pastoreo y la posterior recuperación de la vegetación. Una de las medidas que tomó para conseguir que su explotación siguiera siendo sostenible fue acumular un número de ovejas inferior a los niveles que el gobierno considera el máximo aceptable; y además está pensando en dedicarse a la cría de ovejas sin lana para pasar a producir únicamente carne (ya que estas exigen menos atenciones y menos tierra). Para enfrentarse al problema de las malas hierbas e impedir que las especies de plantas menos predilectas se adueñen del pastizal ha adoptado una práctica denominada «pastoreo de celdas», según la cual no se permite a las ovejas comer solo las plantas predilectas y que después se desplacen a un prado contiguo, sino que, por el contrario, se las mantiene en un mismo prado hasta que se hayan visto obligadas a consumir tanto la vegetación predilecta como la no tan predilecta. Contemplé con asombro que mantiene bajos los costes y gestiona la explotación entera sin ningún empleado a tiempo completo que no sea él mismo, pastoreando sus varios miles de ovejas desde su motocicleta y acompañado de unos prismáticos, una radio y su perro. A la vez, consigue sacar tiempo para tratar de desarrollar otras fuentes de ingresos empresariales como el turismo rural, ya que reconoce que solo su explotación sería insuficiente a largo plazo.

La presión que sufren los agricultores por parte de sus iguales, unida al reciente cambio de las políticas gubernamentales, está reduciendo las tasas de acumulación de ganado y mejorando las condiciones de los pastos. En zonas del interior de Australia Meridional en las que el gobierno es propietario de tierras adecuadas para el pastoreo y las arrienda a los agricultores mediante contratos de cuarenta y dos años, una agencia denominada Consejo de Pastoreo evalúa las condiciones de la tierra cada catorce años, reduce la cantidad de ganado autorizado si el estado de la vegetación no mejora y rescinde el contrato si determina que el agricultor o arrendatario ha estado gestionando la propiedad de forma insatisfactoria. En las zonas más próximas a la costa, la tierra suele ser propiedad absoluta (plena) o estar arrendada a perpetuidad, de modo que no se puede llevar a cabo un control gubernamental tan directo; pero, no obstante, se realiza un control indirecto de dos formas. Por ley, los propietarios o arrendatarios están todavía obligados a un «deber de atención» para impedir la degradación de la tierra. La primera instancia para hacer cumplir esta ley involucra a los consejos de agricultores locales, que vigilan el estado de degradación y ejercen presión sobre sus semejantes para tratar de conseguir que se lleve a cabo. La segunda instancia depende de los conservadores del suelo, que pueden llegar a intervenir si ese consejo local no es efectivo. Bill Mclntosh me habló de cuatro casos en los que los consejos locales o los conservadores del suelo de su zona ordenaron a los agricultores que redujeran la acumulación de ovejas o llegaron a confiscar realmente la propiedad cuando el agricultor no obedeció.

Entre las muchas iniciativas privadas innovadoras existentes en Australia para afrontar los problemas medioambientales, hay varias que descubrí cuando visité una antigua propiedad agrícola y ganadera de casi 1600 kilómetros cuadrados cerca del río Murray, denominada Estación de Calperum. Arrendada por primera vez como pasto en 1851, cayó víctima de la habitual variedad de problemas medioambientales: deforestación, zorros, desbroce con cadenas y quema, exceso de riego, exceso de acumulación de ganado, conejos, salinización, malas hierbas, erosión del viento, etcétera. En 1993 fue adquirida por el gobierno australiano de la Commonwealth y la Sociedad Zoológica de Chicago, esta última (a pesar de encontrarse en Estados Unidos) atraída ya por los esfuerzos pioneros de Australia por desarrollar prácticas agrarias ecológicamente sostenibles. En los primeros años desde su adquisición, los gestores del gobierno ejercieron un control de arriba abajo y dieron órdenes a voluntarios de la comunidad local, que acabaron cada vez más frustrados, hasta que en 1998 se devolvió el control a la institución privada Australian Landscape Trust (Consorcio Paisajístico Australiano), que movilizó a cuatrocientos voluntarios locales para ejercer gestión comunitaria de abajo arriba. El consorcio está financiado en gran medida por la organización filantrópica privada más grande de Australia, la Fundación Potter, que se ocupa expresamente de revertir la degradación de las tierras de cultivo de Australia.

Bajo la gestión del consorcio, los voluntarios locales de Calperum se lanzaron a poner en marcha todo proyecto que interesara individualmente a cada voluntario. Reclutando así a los voluntarios, esta iniciativa privada ha sido capaz de conseguir mucho más de lo que se habría podido hacer únicamente con la limitada financiación gubernamental. Los voluntarios formados en Calperum han pasado a utilizar después esas capacidades para asumir otros proyectos de conservación en otros lugares. Algunos de los proyectos que vi son los siguientes: una voluntaria se estaba dedicando a una pequeña especie de canguro amenazada cuya población estaba tratando de recuperar; otro prefería envenenar zorros, una de las especies pestíferas más dañinas de las introducidas en la zona; y había otros que estaban combatiendo el omnipresente problema de los conejos, buscando formas de controlar la carpa introducida en el río Murray, perfeccionando una estrategia para controlar la plaga de insectos de los cítricos sin emplear productos químicos, recuperando lagos que se habían vuelto estériles, repoblando tierras devastadas por el exceso de pasto o desarrollando tierras degradadas para convertirlas en granjas de flores a escala comercial y follaje que frene la erosión. Estas labores merecen un premio a la imaginación y el entusiasmo. En Australia se están llevando a cabo literalmente decenas de miles de iniciativas privadas similares: por ejemplo, otra organización denominada Landcare (Cuidado de la Tierra) que también nació en parte del Potter Farmland Plan (Proyecto de Tierras de Cultivo de Potter) de la Fundación Potter está colaborando con quince mil agricultores que quieren mejorar sus explotaciones para legarlas a sus hijos en condiciones adecuadas.

Para complementar estas iniciativas privadas desbordantes de imaginación, hay iniciativas gubernamentales, entre las que se encuentra replantear de forma radical la agricultura australiana en respuesta a la creciente conciencia de la gravedad de los problemas del país. Es demasiado pronto para aventurar si se adoptará alguno de estos proyectos radicales, pero resulta notable el hecho de que se permita trabajar e incluso se pague a funcionarios para elaborarlos. Las propuestas no proceden de ecologistas idealistas enamorados de las aves, sino de economistas duros que están preguntándose si Australia no gozaría de mejor situación económica sin gran parte de su actual esfuerzo agrícola.

Los antecedentes de este replanteamiento son el descubrimiento de que solo algunas áreas diminutas de tierra australiana dedicadas a usos agrícolas en la actualidad son productivas y adecuadas para la práctica de la agricultura. Aunque el 60 por ciento de la extensión de tierra de Australia y el 80 por ciento del aprovechamiento de sus aguas están dedicados a la agricultura, el valor de esta en relación con otros sectores de la economía australiana ha venido reduciéndose, hasta el punto de que en la actualidad aporta menos del 3 por ciento del producto interior bruto. Esto representa una descomunal asignación de tierras, y de un agua que escasea, a una empresa comercial de tan poco valor. Es más, resulta asombroso descubrir que más del 99 por ciento de esas tierras agrícolas realizan poca o ninguna contribución positiva a la economía de Australia. Resulta que alrededor del 80 por ciento de los beneficios agrícolas de Australia proceden de menos del 0,8 por ciento de sus tierras agrícolas, que se concentran casi en su totalidad en el rincón sudoccidental del país, en la costa sur de las inmediaciones de Adelaida, en el rincón sudoriental y en el este de Queensland. Esas son las pocas zonas favorecidas por los suelos volcánicos o elevados en períodos geológicos recientes, que disponen de lluvias invernales fiables, o ambas cosas. La mayor parte de la demás agricultura de Australia es en efecto una operación de extracción minera que no contribuye a la riqueza de Australia, sino que solo convierte de forma irreversible capital medioambiental de suelo y vegetación autóctona en dinero efectivo, con la ayuda de subsidios gubernamentales indirectos en forma de agua a bajo coste, desgravaciones fiscales, conexiones telefónicas gratuitas y otras infraestructuras. ¿Constituye un buen uso del dinero de los contribuyentes australianos destinarlo a subvencionar tanto uso de la tierra no beneficioso o destructivo?

Incluso desde el punto de vista más limitado posible, parte de la agricultura australiana es antieconómica para el consumidor, que puede adquirir más baratos esos mismos productos (como el concentrado de zumo de naranja y el cerdo) importados del exterior antes que como producto elaborado en el interior. Gran parte de la agricultura también es antieconómica para el agricultor, tal como viene determinado por lo que se conoce como «beneficios netos». Es decir, si en los gastos de un agricultor no se incluyen solo los desembolsos en efectivo sino también el valor del trabajo, dos tercios de las tierras de cultivo de Australia (en su mayoría, la tierra que se utiliza para criar ovejas y terneras) suponen pérdidas netas para el agricultor.

Pensemos, por ejemplo, en los pastores australianos que crían ovejas: lana. Como media, los pastores ingresan por su explotación cantidades inferiores al salario mínimo nacional y continúan acumulando deudas. El equipamiento esencial de una granja, compuesto por sus edificaciones y cercados, está viniéndose abajo porque la explotación no proporciona el dinero suficiente para mantener las instalaciones en buen estado. Tampoco la lana proporciona suficientes beneficios para pagar los intereses de la hipoteca de la explotación. Los recursos con los que la media de ganaderos laneros sobreviven económicamente son los ingresos no procedentes de la explotación, y los obtienen de un segundo empleo, como el de enfermera o dependiente, dirigiendo un negocio turístico familiar u otros. En realidad, son estos segundos empleos, además de la voluntad de los agricultores de trabajar en sus granjas por poco o ningún dinero, los que están financiando sus deficitarias actividades agrarias. Gran parte de la actual generación de agricultores continúa dedicándose a esta profesión porque fueron educados para admirar la vida rural, aun cuando podrían ganar más dinero realizando cualquier otra labor. En Australia, al igual que en Montana, es poco probable que los hijos de la generación actual de agricultores escojan esa misma opción cuando tengan que decidir si quieren hacerse cargo de la explotación familiar que hereden de sus padres. Solo el 29 por ciento de los agricultores australianos actuales esperan que en un futuro sus hijos se hagan cargo de la granja.

Ese es el valor económico que para el consumidor y el agricultor tiene gran parte de la agricultura australiana. ¿Qué podemos decir del valor para Australia en su conjunto? En cualquier sector determinado de la iniciativa agrícola hay que tener en cuenta una perspectiva amplia de los costes y beneficios para la economía en su conjunto. Una parte importante de esos costes ampliados es el apoyo que ofrece el gobierno a los agricultores con medidas tales como las ayudas en forma de reducción de impuestos y los gastos de asistencia, investigación, asesoramiento y servicios de extensión agraria durante las sequías. Estos gastos gubernamentales ascienden aproximadamente a la tercera parte de los beneficios netos nominales de la agricultura australiana. Otra gran parte de esos costes ampliados son las pérdidas que la agricultura impone sobre otros segmentos de la economía australiana. En realidad, el uso agrícola de la tierra compite con otros usos potenciales de la misma, y destinar una parcela a la agricultura puede perjudicar el valor de otra parcela para el turismo, la silvicultura, las pesquerías, el ocio o incluso la propia agricultura. Sin ir más lejos, las pérdidas de suelo originadas por el desbroce de tierras para usos agrícolas están degradando o acabando con algunas zonas de la Gran Barrera de Arrecifes, una de las principales atracciones turísticas de Australia; pero el turismo ya es más importante para Australia que la agricultura como fuente de beneficios derivados del comercio exterior. O supongamos que un agricultor que cultiva trigo en una ladera puede obtener beneficios durante unos cuantos años cultivando trigo de regadío, que produce salinización masiva en terrenos más extensos que se encuentran ladera abajo, con lo cual arruina esas propiedades a perpetuidad. En ambos casos, tanto el agricultor que desbroza tierras que acaban en la cuenca del arrecife como el que practica la agricultura en lo alto de la colina pueden registrar beneficios privados gracias a sus actividades, pero Australia en su conjunto sufre pérdidas.

Debido a un amplio debate reciente, ha aparecido otro caso que afecta al cultivo de algodón a escala industrial que se realiza en el sur de Queensland y el norte de Nueva Gales del Sur, en los cursos altos de fluentes del río Darling (que discurren a través de zonas agrícolas de Nueva Gales del Sur y Australia Meridional) y del río Diamantina (que vierte sus aguas en la cuenca del lago Eyre). En sentido estricto, el algodón constituye la segunda exportación agraria más rentable de Australia después del trigo. Pero el cultivo del algodón depende del agua de riego que proporciona el gobierno a bajo o ningún coste. Además, todas las zonas importantes de cultivo de algodón contaminan el agua con su enorme aplicación de pesticidas, herbicidas, defoliantes y fertilizantes ricos en fósforo y nitrógeno (que favorecen el crecimiento de algas), Entre esos contaminantes hay incluso DDT y sus metabolitos, que se usaron por última vez hace unos veinticinco años pero todavía permanecen en el entorno debido a que no se descomponen. En el curso bajo de estos ríos contaminados hay ganaderos de vacuno y agricultores de trigo que se dirigen a un nicho de mercado de prestigio cultivando trigo y criando carne de ternera sin aditivos químicos. Han estado protestando enérgicamente porque su capacidad para vender sus productos, supuestamente sin aditivos químicos, se está viendo socavada por los efectos colaterales de la industria del algodón. Así pues, aunque cultivar algodón proporciona beneficios indudables a los propietarios de las empresas agrarias algodoneras, habría que calcular los costes indirectos, como los de las subvenciones del agua y los perjuicios a otros sectores agrarios, para valorar si el algodón representa una ganancia o una pérdida para Australia en su conjunto.

El último ejemplo se refiere a los gases de efecto invernadero que produce Australia con su sector agrícola: el dióxido de carbono y el metano. Se trata de un problema particularmente grave para Australia, ya que el calentamiento global del planeta (que se considera consecuencia en gran medida de los gases de efecto invernadero) está alterando la pauta de lluvias invernales fiables que convirtieron las cosechas del cinturón de trigo de Australia en la exportación agraria más valiosa. Las emisiones de dióxido de carbono producidas por la agricultura australiana superan a las que producen los vehículos de motor y todo el resto de la industria de transporte. Aún peores son las vacas, cuya digestión produce metano, un gas veinte veces más potente que el dióxido de carbono a la hora de producir calentamiento global. Pues bien, el modo más sencillo para que Australia cumpla con el compromiso declarado de reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero… ¡sería eliminar el ganado vacuno!

Aunque ya se han propuesto esta y otras medidas radicales, en la actualidad no hay indicios de que vayan a adoptarse pronto. Constituiría una «primicia» para el mundo moderno que un gobierno decidiera de forma voluntaria eliminar gran parte de su sector agrario para anticiparse a futuros problemas antes de verse obligado a hacerlo a la desesperada. Sin embargo, incluso la mera existencia de estas ideas plantea una cuestión más amplia. Australia constituye un ejemplo extremo de aquello en lo que el mundo en su conjunto se ve envuelto hoy día: una carrera de caballos que va aumentando su velocidad de forma exponencial. («Aumentar la velocidad» significa ir cada vez más deprisa; «aumentar la velocidad de forma exponencial» significa acelerar como se aceleran las reacciones en cadena: primero dos veces más rápido, luego cuatro, ocho, dieciséis, treinta y dos… veces más rápido, a intervalos de tiempo iguales). Por una parte, al igual que sucede en todo el mundo, el desarrollo de problemas medioambientales en Australia está acelerándose de forma exponencial. Por otra, el aumento de la conciencia ecológica pública y de las contramedidas privadas y gubernamentales también está acelerándose de forma exponencial. ¿Qué caballo ganará la carrera? Muchos lectores de este libro son suficientemente jóvenes y vivirán lo bastante para ver el resultado.