Prólogo de sir Lawrence Bragg

Este relato de los hechos que condujeron a la solución de la estructura del ADN, el material genético fundamental, resulta extraordinario por varias razones. Me agradó enormemente que Watson me pidiera escribir el prólogo.

En primer lugar, está su interés científico. El descubrimiento de la estructura que realizaron Crick y Watson, con todas sus repercusiones biológicas, ha sido uno de los grandes acontecimientos científicos de este siglo. El número de trabajos de investigación que ha inspirado es asombroso; ha provocado una explosión de la bioquímica que ha transformado la ciencia. Yo soy uno de los que han presionado al autor para que escribiese sus recuerdos mientras todavía estaban frescos en su mente, porque era consciente de que serían una aportación importante a la historia de la ciencia. El resultado sobrepasa las expectativas. Los últimos capítulos, en los que se describe de forma muy vivida el nacimiento de la nueva teoría, constituyen un relato dramático de primer orden; la tensión va aumentando sin cesar hasta el climax final. No conozco ningún otro caso en el que el lector pueda compartir de forma tan íntima las luchas, las dudas y el triunfo final de un investigador.

Al mismo tiempo, la historia es un ejemplo conmovedor de un dilema que, a veces, se le plantea al científico. Éste sabe que un colega lleva años trabajando en un problema y ha acumulado gran cantidad de pruebas conseguidas con duro esfuerzo, pero que no las ha publicado porque confía en que la solución esté a la vuelta de la esquina. El científico ha visto esas pruebas y tiene buenos motivos para creer que conoce otro método de trabajo, quizá un mero punto de vista nuevo, que le va a permitir llegar directamente a esa solución. A esas alturas, una propuesta de colaboración podría considerarse intromisión. ¿Debe continuar por su cuenta? No es fácil estar seguros de si esa nueva idea fundamental es propia o se ha asimilado de forma inconsciente en conversaciones con otros. El hecho de que surja esta dificultad ha provocado la institución de un código algo impreciso entre los científicos que reconoce los derechos sobre una línea de investigación iniciada por un colega… hasta cierto punto. Cuando aparecen competidores en más sitios, ya no hay que reprimirse. Este dilema aparece con claridad en la historia del ADN. Para todas las personas estrechamente relacionadas fue una fuente de profunda satisfacción que, en la concesión del premio Nobel de 1962, se diera el mismo reconocimiento a las largas y pacientes investigaciones de Wilkins en el King’s College de Londres que a la solución rápida y definitiva hallada por Crick y Watson en Cambridge.

Por último, la historia tiene un interés humano: la impresión que le causaron Europa y, sobre todo, Inglaterra a un joven procedente de Estados Unidos. Escribe con una franqueza digna de Pepys. Los personajes que figuran en el libro deben leerlo con una actitud comprensiva. Es preciso recordar que su libro no es un relato histórico, sino una aportación autobiográfica a la historia que se escribirá algún día. Como dice el propio autor, el libro es la plasmación de unas impresiones, más que una serie de datos históricos. Muchas veces, los problemas eran más complejos —y los motivos de las personas involucradas, menos tortuosos— de lo que él veía en el momento. Por otro lado, hay que reconocer que su facilidad instintiva para entender la fragilidad humana pone, muchas veces, el dedo en la llaga.

El autor nos ha mostrado el manuscrito a algunos de los que participamos en los hechos, y hemos sugerido algunas correcciones de datos aquí y allí, pero yo, personalmente, me he sentido reacio a alterar muchas cosas porque la frescura y claridad con la que están registradas las impresiones constituyen parte esencial del interés de este libro.

W. L. B.