Capítulo 16
Decidí hacer tiempo investigando el virus del mosaico del tabaco (VMT). Uno de sus componentes fundamentales era el ácido nucleico, así que era la forma perfecta de disimular el interés que seguía teniendo por el ADN. Ese componente de ácido nucleico no era ADN, sino una segunda forma llamada ácido ribonucleico (ARN), pero la diferencia era una ventaja, porque Maurice no podía reclamar ningún derecho sobre el ARN. Y si desentrañábamos éste quizá obtuviéramos la pista vital para el ADN. Por otro lado, se creía que el VMT tenía un peso molecular de 40 millones y, a primera vista, parecía tremendamente más difícil de comprender que las moléculas de mioglobina y hemoglobina, mucho más pequeñas, sobre las que John y Max llevaban trabajando años sin conseguir ninguna respuesta interesante desde el punto de vista biológico.
Además, el VMT ya lo habían examinado a través de rayos X J. D. Bernal e I. Fankucken. Este hecho ya era en sí temible, puesto que la capacidad intelectual de Bernal era legendaria y yo nunca podría aspirar a comprender la teoría cristalográfica como él. Ni siquiera lograba entender grandes fragmentos de su ponencia, publicada justo antes del inicio de la guerra en el Journal of General Physiology. Éste era un lugar curioso para publicar, pero Bernal estaba absorbido por el esfuerzo de guerra y Fankucken, que había regresado a Estados Unidos, decidió exponer sus datos en una revista que leían las personas que se dedicaban a estudiar los virus. Después de la guerra, Fankucken había perdido interés por el tema y a Bernal, pese a tener algunos escarceos con la cristalografía de proteínas, empezó a preocuparle más la mejora de las relaciones con los países comunistas.
Aunque la base teórica de muchas de sus conclusiones era endeble, se podía extraer una conclusión muy clara. El VMT estaba formado por un gran número de subunidades idénticas. Ignoraban cómo estaban colocadas esas subunidades; además, en 1939 era demasiado pronto para comprender que la construcción de ambos componentes, la proteína y el ARN, seguía probablemente pautas muy distintas. Ahora, sin embargo, era fácil imaginar un gran número de subunidades de proteínas. Y con el ARN ocurría justo lo contrario. La división del ARN en un gran número de subunidades produciría cadenas de polinucleótidos demasiado pequeñas para transmitir la información que, en opinión mía y de Francis, debía de residir en el ARN vírico. La hipótesis más plausible para la estructura del VMT era un núcleo central de ARN, rodeado de gran número de pequeñas subunidades proteínicas e idénticas.
En realidad, ya existían pruebas bioquímicas de la existencia de los componentes proteínicos. Los experimentos del alemán Gerhard Schramm, publicados por primera vez en 1944, informaban de que unas partículas de VMT sumergidas en un álcali suave se descomponían en ARN libre y en un gran número de moléculas de proteínas, si no idénticas, sí semejantes. Sin embargo, fuera de Alemania casi nadie dio la razón a Schramm. El motivo fue la guerra. A la mayoría de la gente le resultaba inconcebible que las bestias alemanas pudieran permitir que unos experimentos tan costosos como los que habrían sido necesarios para respaldar sus afirmaciones hubieran podido seguir llevándose normalmente a cabo durante los últimos años de una guerra en la que estaban sufriendo tal derrota. Era demasiado fácil imaginar que el trabajo tenía el apoyo directo de los nazis y que los experimentos se habían analizado de forma errónea. A casi ningún bioquímico le apetecía perder el tiempo en probar que Schramm estaba equivocado. Sin embargo, cuando leí el artículo de Bernal, sentí un repentino entusiasmo por Schramm, porque, aun en el caso de que hubiera interpretado mal sus datos, por casualidad había dado con la respuesta acertada.
Era probable que unas cuantas imágenes más de rayos X nos mostrasen la disposición de las subunidades proteínicas. Sobre todo, si estaban colocadas en forma de hélice. Con gran emoción, robé el artículo de Bernal y Fankucken de la Biblioteca Filosófica y lo llevé al laboratorio para que Francis pudiera inspeccionar la foto de rayos X del VMT. Cuando vio las zonas vacías que caracterizan a los modelos helicoidales, pasó inmediatamente a la acción y propuso a toda velocidad varias estructuras posibles del VMT en hélice. En ese momento comprendí que ya no podía seguir sin comprender de verdad la teoría helicoidal. Si esperaba a que Francis estuviera libre para ayudarme me evitaría tener que aprender matemáticas, pero a cambio de tener que quedarme quieto cada vez que Francis saliera de la habitación. Por suerte, bastaba un conocimiento superficial para comprender por qué la imagen de rayos X del VMT sugería una hélice que giraba cada 23 Á en torno al eje helicoidal. De hecho, las reglas eran tan sencillas que Francis pensó en ponerlas por escrito con el título «Transformaciones de Fourier para el observador de aves».
En esta ocasión, no obstante, Francis no se dejó llevar por el entusiasmo y, en días sucesivos, insistió en que las pruebas de que el VMT era una hélice eran sólo medio creíbles. Mi moral se hundió automáticamente, hasta que di con una razón incontestable por la que las subunidades debían estar colocadas en hélice. En un momento de aburrimiento tras la cena había leído un debate de la Sociedad Faraday sobre «La estructura de los metales». Contenía una ingeniosa teoría de T. C. Frank sobre la forma de crecer de los cristales. Cuando se hacían los cálculos correctos, surgía la paradoja de que los cristales no podían crecer, ni mucho menos, de acuerdo con las velocidades observadas. Frank veía que la paradoja desaparecía si los cristales no eran tan regulares como se sospechaba, sino que contenían irregularidades y, como consecuencia, varios huecos muy apropiados para que se introdujeran en ellos nuevas moléculas.
Unos días más tarde, en el autobús hacia Oxford, se me ocurrió que era preciso considerar cada partícula de VMT como un cristal diminuto que crecía como otros cristales, gracias a la ocupación de esos huecos. Más importante aún, la forma más sencilla de crear huecos apropiados era colocar las subunidades en forma de hélice. La idea era tan simple que tenía que ser cierta. Todas las escaleras de caracol que vi ese fin de semana en Oxford me convencieron cada vez más de que otras estructuras biológicas debían poseer asimismo simetría helicoidal. Durante más de una semana, examiné micrografías electrónicas de fibras de músculo y colágeno, en busca de muestras de hélices. Francis, por el contrario, seguía poco entusiasmado, y, a falta de hechos probados, yo sabía que era inútil intentar convencerle. Hugh Huxley acudió en mi ayuda al ofrecerse a enseñarme a colocar la cámara de rayos X para fotografiar el VMT. La manera de sacar a la luz una hélice era inclinar la muestra de VMT hacia el haz de rayos X siguiendo distintos ángulos. Fankucken no lo había hecho, porque antes de la guerra nadie se tomaba las hélices en serio. De manera que fui a ver a Roy Markham para preguntar si le sobraba un poco de VMT. Markham trabajaba por aquel entonces en el Molteno Institute, que, a diferencia de los demás laboratorios de Cambridge, disponía de buena calefacción. Dicha situación, poco frecuente, se debía al asma de David Keilin, en aquel entonces director del Molteno y a quien llamaban el «Profesor Rápido». Yo siempre agradecía cualquier excusa para vivir unos instantes a 20 grados de temperatura, aunque nunca podía estar seguro de si Markham iba a empezar la conversación señalando mi mal aspecto, una forma de insinuar que, si me hubiera criado con cerveza inglesa, no habría tenido una constitución tan penosa. En esa ocasión estuvo inesperadamente simpático y me ofreció muestras de virus sin dudarlo. La idea de que Francis y yo íbamos a ensuciarnos las manos con experimentos provocó un regocijo nada disimulado.
Mis primeras imágenes por rayos X mostraban, como era de esperar, muchos menos detalles de los que se veían en las fotografías publicadas. Tardé más de un mes en conseguir fotos medianamente presentables. Aun así, todavía faltaba mucho para poder atisbar una hélice.
La única diversión en febrero consistió en un baile de disfraces organizado por Geoffrey Roughton en casa de sus padres, en Adams Road. Curiosamente, Francis no tenía ganas de ir, pese a que Geoffrey conocía a muchas chicas guapas y se decía que escribía poemas con un pendiente en la oreja. Odile, en cambio, no quería perdérselo, así que fui con ella después de alquilar un disfraz de soldado de la Restauración. En cuanto atravesamos la puerta y caímos en medio de la muchedumbre de bailarines medio borrachos, supimos que la velada iba a ser un éxito tremendo, porque, por lo que parecía, la mitad de las atractivas chicas au pair (muchachas extranjeras que vivían con familias inglesas) de Cambridge estaban allí.
Una semana después se celebró un baile tropical al que Odile estaba deseosa de acudir por dos razones: porque se había encargado de las decoraciones y porque estaba patrocinado por un grupo de negros. Francis volvió a poner reparos, esta vez con razón. La pista de baile estaba medio desierta, y ni siquiera después de varias copas disfruté bailando mal a la vista de todo el mundo. Pero el problema, sobre todo, era que Linus Pauling iba a ir a Londres en mayo para asistir a una conferencia organizada por la Royal Society sobre la estructura de las proteínas. Uno nunca podía estar seguro de cuál iba a ser su próximo objetivo. Y la perspectiva más estremecedora era que iba a querer visitar King’s College.