Epílogo

Casi todas las personas mencionadas en este libro están vivas y en plena actividad intelectual[6]. Hermán Kalckar vino a Estados Unidos para ser profesor de bioquímica en la Facultad de Medicina de Harvard, mientras que John Kendrew y Max Perutz han permanecido en Cambridge, donde prosiguen su investigación de las proteínas con rayos X, por la que recibieron el premio Nobel de Química en 1962. Sir Lawrence Bragg conservó su entusiasmo por la estructura de las proteínas cuando se trasladó en 1954 a Londres para ser director de la Royal Institution. Hugh Huxley, después de pasar varios años en Londres, volvió a Cambridge, donde trabaja en el mecanismo de la contracción muscular. Francis Crick, tras un año en Brooklyn, regresó a Cambridge a trabajar en la naturaleza y el funcionamiento del código genético, un campo en el que se le reconoce como el mayor experto mundial desde hace ya una década. El trabajo de Maurice Wilkins siguió centrándose en el ADN durante varios años, hasta que sus colaboradores y él confirmaron, fuera de toda duda, que los rasgos esenciales de la doble hélice eran correctos. Después de contribuir de forma importante a la estructura del ácido ribonucleico, ha variado la orientación de su trabajo y se ocupa ahora de la organización y el funcionamiento de los sistemas nerviosos. Peter Pauling vive en Londres y enseña química en University College. Su padre, jubilado recientemente de la docencia activa en Cal Tech, dedica sus esfuerzos científicos en la actualidad a la estructura del núcleo atómico y la química estructural teórica. Mi hermana residió muchos años en Oriente y ahora vive con sus tres hijos y su marido, que es editor, en Washington.

Todos ellos, si así lo desean, pueden señalar los hechos y detalles que recuerden de forma distinta. Sin embargo, hay una desgraciada excepción. En 1958, Rosalind Franklin murió a la temprana edad de 37 años. Dado que mis primeras impresiones sobre ella, tanto en lo científico como en lo personal (y que están reflejadas en las páginas iniciales de este libro), estaban con frecuencia equivocadas, deseo decir aquí alguna cosa sobre sus realizaciones. El trabajo de rayos X que llevó a cabo en King’s College está considerado, cada vez por más personas, como extraordinario. La mera separación de las formas A y B, por sí sola, le habría dado una gran reputación; mejor todavía fue su demostración en 1952, utilizando los métodos de superposición de Patterson, de que los grupos fosfatos tenían que estar en el exterior de la molécula de ADN. Posteriormente, cuando se trasladó al laboratorio de Bernal, se ocupó del virus del mosaico del tabaco y expandió enseguida nuestras ideas cualitativas sobre la estructura helicoidal para convertirlas en una imagen cuantitativa exacta, con lo que determinó de forma definitiva los parámetros helicoidales esenciales y situó la cadena ribonucleica a mitad de camino hacia el exterior del eje central.

Dado que, en esa época, yo enseñaba en Estados Unidos, no la vi con tanta frecuencia como Francis, a quien ella acudía muchas veces en busca de consejo o cuando había hecho algo muy prometedor, para asegurarse de que él coincidía con su razonamiento. Para entonces, todos los restos de nuestras disputas estaban ya olvidados, y tanto Francis como yo aprendimos a valorar enormemente su honradez y generosidad personal y a comprender, con demasiados años de retraso, las luchas a las que una mujer inteligente se enfrenta para ser aceptada en un mundo científico que, muy a menudo, considera a las mujeres meras distracciones del pensamiento serio. El valor y la integridad ejemplares de Rosalind quedaron claros para todos cuando, pese a saber que estaba mortalmente enferma, no sólo no se quejó sino que siguió haciendo un trabajo de gran categoría hasta pocas semanas antes de su muerte.

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En las páginas siguientes:

La carta a Delbrück en la que le informaba sobre la doble hélice.