Capítulo 17

Sin embargo, a Linus se le impidió llegar a Londres. Su viaje se interrumpió de forma abrupta en Idlewild, cuando le retiraron el pasaporte. El Departamento de Estado no quería que alborotadores como Pauling se dedicaran a viajar por el mundo diciendo cosas desagradables sobre la trayectoria política de los banqueros que habían dado dinero a la Administración y que estaban conteniendo a las hordas de rojos impíos. Si no se reprimía a Pauling, podían encontrarse con una conferencia de prensa en Londres en la que Linus hablara de la coexistencia pacífica. Acheson se sentía ya lo bastante acosado como para no querer dar a McCarthy la oportunidad de proclamar que nuestro gobierno dejaba que unos radicales protegidos por el pasaporte estadounidense quisieran acabar con el modo de vida americano.

Francis y yo estábamos ya en Londres cuando el escándalo llegó a la Royal Society. La reacción fue de incredulidad casi total. Era mucho más tranquilizador seguir pensando que Linus había caído enfermo en el avión hacia Nueva York. La prohibición de que uno de los mayores científicos del mundo asistiera a una reunión completamente apolítica era algo que podía esperarse de los soviéticos. Un ruso de Primera categoría podía aprovechar para huir fácilmente al Occidente acomodado. Pero no había ningún riesgo de que Linus quisiera escapar. Tanto él como su familia estaban totalmente satisfechos con su vida en Cal Tech.

No obstante, a varios miembros de la junta de gobierno de dicha universidad les habría hecho felices su salida voluntaria. Cada vez que veían en un periódico el nombre de Pauling entre los defensores de una Conferencia para la Paz Mundial, hervían de furia y soñaban con encontrar la forma de librar al sur de California de su peligroso encanto. Pero Linus sabía que no podía esperar sino ira y confusión por parte de los millonarios californianos, que se habían enriquecido a pulso y cuyo conocimiento de la política exterior consistía, fundamentalmente, en el Los Angeles Times.

La catástrofe no nos extrañó a unos cuantos que acabábamos de estar en Oxford para una reunión de la Sociedad de Microbiología General sobre «La naturaleza de la multiplicación viral». Uno de los principales ponentes tenía que haber sido Luria. Dos semanas antes de la fecha prevista para su vuelo a Londres, le notificaron que no le iban a conceder el pasaporte. Como de costumbre, el Departamento de Estado no se portó con honradez frente a lo que consideraba basura.

La ausencia de Luria hizo que recayera sobre mí la tarea de describir los experimentos recientes de los especialistas de fagos en Norteamérica. No me hizo falta escribir ningún discurso. Unos días antes de la reunión, Al Hershey me había enviado una larga carta desde Cold Spring Harbor en la que resumía los experimentos que acababan de realizar Martha Chase y él, y con los que habían establecido que un rasgo fundamental para que un virus infectara una bacteria era la inyección del ADN vírico en la bacteria anfitriona. Su experimento, por tanto, constituía una nueva prueba, muy sólida, de que el ADN era el material genético esencial.

De todas formas, casi ninguno de los presentes en un público de más de cuatrocientos microbiólogos pareció muy interesado mientras yo leía largos párrafos de la carta de Hershey. Hubo excepciones notables como André Lwoff, Seymour Benzer y Gunther Stent, que habían llegado desde París para una breve estancia. Sabían que los experimentos de Hershey no eran ninguna tontería y que, a partir de ese momento, todo el mundo iba a dar más importancia al ADN. Pero para la mayoría de los espectadores, el nombre de Hershey no tenía ningún peso. Además, cuando se supo que yo era estadounidense, el hecho de que llevara el cabello sin cortar no sirvió para tranquilizarles, sino que les hizo pensar que quizá mis opiniones científicas fueran también peculiares.

Las principales figuras de la conferencia fueron los especialistas ingleses en virología vegetal F. C. Bawden y N. W. Pirie. No había nada comparable a la tranquila erudición de Bawden o el firme nihilismo de Pirie, que sentía profundo desagrado por la idea de que algunos fagos tenían cola o que el VMT era de una longitud fija. Cuando intenté sonsacar a Pirie su opinión sobre los experimentos de Schramm, dijo que no eran dignos de tenerse en cuenta, de forma que pasé a otro tema con menos carga política: si el hecho de que muchas partículas de VMT tuvieran una longitud de 3.000 Á era importante desde el punto de vista biológico. A Pirie no le resultaba nada atractiva la idea de que era preferible una respuesta sencilla, porque sabía que los virus eran demasiado grandes para tener estructuras muy definidas.

Si no hubiera sido por la presencia de Lwoff, la reunión no habría servido de nada. André estaba entusiasmado con el papel de los metales divalentes en la multiplicación de fagos y, por tanto, mostró una actitud receptiva ante mi opinión de que los iones tenían una importancia decisiva para la estructura del ácido nucleico. Era muy curiosa, sobre todo, su intuición de que unos iones concretos podrían ser la clave para obtener copias exactas de macromoléculas o para la atracción entre cromosomas similares. No obstante, era imposible comprobar nuestros sueños mientras Rosy no renunciara a su empeño de basarse exclusivamente en las técnicas clásicas de difracción de rayos X.

En la conferencia de la Royal Society no pareció que nadie de King’s hubiera mencionado los iones desde su enfrentamiento con Francis y conmigo a principios de diciembre. Cuando insistí con Maurice, me enteré de que las plantillas para fabricar los modelos moleculares no se habían tocado desde su llegada al laboratorio. Todavía no era momento de presionar a Rosy y Gosling para que construyeran los modelos. Las peleas entre Maurice y Rosy eran peores que antes de su vista a Cambridge. Ahora, Rosy insistía en que sus datos le aseguraban que el ADN no era una hélice. Si Maurice le ordenaba que construyese modelos helicoidales, quizá acabara retorciéndole el modelo de alambre en torno al cuello.

Cuando Maurice preguntó si necesitábamos que nos enviara los moldes de vuelta a Cambridge, le dijimos que sí, casi dando a entender que eran precisos más átomos de carbono para fabricar modelos que demostraran cómo se plegaban las cadenas de polipéptidos. Para mi tranquilidad, Maurice me contó sin problemas todo lo que no estaban haciendo en King’s. El hecho de que yo me estuviera dedicando en serio a estudiar el VMT con rayos X le daba la seguridad de que iba a pasar tiempo antes de que volviera a pensar sobre la forma del ADN.