XXI. EL FINAL

Halliday comenzó a pasearse nerviosamente por la oficina. De espaldas a nosotros, clavó la vista en el fuego.

—Esto será terrible para Marion —dijo.

—Lo siento, hijo —repuso H. M., roncamente—. Yo… Verá usted, no pude decírselo a ustedes esta tarde. Habría arruinado mis planes para lo noche. Además, pensé: «Esos dos muchachos son muy felices. Han pasado momentos muy malos, y no tengo derecho a privarles de unas horas de tranquilidad».

Abrió las manos y se las estudió largo rato.

—Sí, el chico está muerto —continuó al fin—. Él tenía más o menos la estatura y el cuerpo de «Joseph», ¿recuerdan? Por eso fue posible el cambio, el cual estuvo a punto de fracasar cuando Watkins espió por la ventana del sótano y vio al asesino ocupado en su tarea. Pero, justamente eso fue lo que nos convenció de que Joseph estaba realmente muerto. Watkins no vio más que la espalda del que yacía en el suelo; vio las ropas de colores chillones que ya había visto usar a Joseph todos los días. Además, el cristal de la ventana estaba sucio de polvo, y sólo ardía una vela en el sótano. ¿Quién no habría supuesto que se trataba de Joseph?… La mujer era muy lista, no hay duda alguna. Eso de rociar el cadáver de kerosene y meterlo en la caldera nos parece una brutalidad innecesaria, pero debemos tener en cuenta que no deseaba que se identificara el cuerpo. Sólo quedarían unos restos quemados, vestidos con las ropas de Joseph, y un par de zapatos de su pertenencia. Era una oportunidad muy conveniente y ella la aprovechó bien. ¿Por qué creen que lo cloroformó? Pues, para vestirle con las ropas de Joseph antes de apuñalearle. Por eso estuvieron tanto tiempo juntos en la casa antes de que Ted fuese a parar a la caldera.

Halliday giró sobre sus talones.

—¿Y McDonnell?

—Cálmese, hijo. No hay necesidad de perder el control… Lo vi esta noche, poco antes de ir a Plague Court. Les diré: yo fui muy amigo de su padre.

—¿Y qué?

—Él me juró que ignoraba que se iba a cometer un crimen. Será mejor que les cuente todo.

«Me le acerqué y le dije: “Hijo, ¿está usted de servicio todavía?”. Me respondió negativamente y le pregunté entonces dónde vivía. Me informó que ocupaba un departamento en Bloomsbury, y le sugerí que me invitara a tomar una cosa en su casa. Se dio cuenta de que algo marchaba mal. Cuando llegamos allá, echó el cerrojo a la puerta y encendió la luz, preguntándome a boca de jarro: “¿Y bien? ¿De qué se trata?”. Le dije entonces: “McDonnell, yo fui muy amigo de su padre, y por eso estoy aquí. Esa mujer se ha aprovechado de usted para sus fines, y ahora ya lo sabe usted, ¿verdad? Es una chupa sangre y tiene ciertas características satánicas, y, desde que quemó al pobre Latimer en Magnolia Cottage, usted debe haberse dado cuenta de lo que es, ¿eh?”».

—¿Qué hizo él?

—Nada. Se quedó mirándome, aunque cambió por completo de color. Luego se llevó las manos a los ojos, tomó asiento y, finalmente, me dijo: «Sí, ahora lo sé».

«Le pedí que me lo contara todo. Él me preguntó por qué habría de hacerlo, y le dije: Después que su amiga Glenda mató a Latimer, se puso sus ropas femeninas y tomó el vapor que hace el recorrido Dover-Calais, llegando a París a última hora de la noche. Sacó de la casa todo lo que pudiera ponerla en peligro, y esta mañana se presentó en su casa de París como la esposa de Darworth. A pedido mío, el abogado de su esposo le telegrafió que viniera a Inglaterra para arreglar los asuntos legales del difunto. Ella ha contestado que estará en la estación Victoria a las nueve y media de esta noche. Ahora son las ocho menos cuarto y no hay manera de comunicarse con ella. Cuando llegue, el inspector Masters la recibirá en la estación y le pedirá que le acompañe a Scotland Yard. A las once será escoltada a Plague Court para presenciar una exhibición que tengo preparada. Está perdida, hijo. Esta noche la arrestarán».

«Pues bien, estuvo largo rato con las manos sobre los ojos. Me preguntó luego si podríamos condenarla y le contesté que estaba seguro de ello. Entonces asintió un par de veces y dijo: “Bueno, los dos estamos perdidos. Ahora le contaré todo”. Y así lo hizo».

Halliday se acercó al escritorio.

—¿Qué hizo usted? ¿Dónde está ese hombre?

—Mejor será que escuche usted lo que tengo que decir —le sugirió suavemente el viejo—. Siéntese. Les explicaré todo…

«La mayor parte de lo que pasó ya lo saben. Fue idea de la mujer que ella y Darworth se dedicaran a desplumar incautos, aunque siempre juró a McDonnell que su marido la había obligado a ello. Se dedicaban a cese negocio desde hacía cuatro años. Darworth desempeñaba el papel de un romántico solterón, como carnada para las mujeres; ella era el médium, un muchachito tonto que no despertaría sospechas en las amigas de Darworth. Todo marchó bien hasta que ocurrieron dos cosas: primero, Darworth se enamoró de Marion Latimer, y segundo, el pasado mes de julio la policía encargó a McDonnell que investigara las actividades de Darworth…, y el sargento descubrió la verdadera identidad de Joseph».

«Esto ocurrió por accidente: vio a la misteriosa mujer que salía de Magnolia Cottage y la siguió. Lo que pasó después no me lo explicó muy claramente; pero entendí que ella empleó toda su habilidad para cerrarle la boca. Parece que McDonnell tomó vacaciones poco tiempo después, y las pasó con Mrs. Darworth en su villa de Niza… ¡Oh, sí! Cuando la persuasiva Glenda quería ser fascinadora, lo conseguía plenamente. De paso les diré que, mientras McDonnell me contaba todo esto, repetía una y otra vez que la mujer era maravillosa; que nunca la habíamos visto con su verdadero aspecto, y me resultó horroroso oírle decir tal cosa, como si con ello quisiera excusarse. Mientras tanto, yo leía entre líneas muchas cosas…

»¿Saben lo que leí entre líneas, y por qué Glenda se preocupó tanto de conquistar a McDonnell? Para ese entonces ya se había dado cuenta del jueguito que Darworth tenía entre manos. El pillastre afirmaba que sus relaciones con el círculo formado por los amigos de lady Benning no tenían otro propósito que el de ganar dinero; pero Glenda había adivinado sus intenciones con respecto a Marion Latimer, y decidió…».

—Ganarle la delantera, ¿eh? —dijo Halliday con amargura—. ¡Simpática chica! Si él trataba de poner arsénico en su café, ella le devolvería el cumplido y cobraría las doscientas mil libras… Marion tendrá que oír esto. Le gustará…

—No se ofenda, hijo —le dijo H. M.—. Pero eso es exactamente lo que pasó. Naturalmente, fingió creer a Darworth cuando éste le mintió. Mientras tanto, volcaba en el oído de McDonnell una historia de sufrimientos. La voluntad dominadora de Darworth la había obligado a hacer todo eso. ¿Por qué? Porque le temía; porque él había asesinado a su primera esposa y era capaz de matarla a ella…

—¿Y McDonnell creyó eso? —gruñó Halliday—. ¡Bah!

—¿Está usted seguro de que no ha creído usted cosas más increíbles durante estos últimos meses? —preguntó H. M. tranquilamente—. Permítame que continúe… Mientras tanto hubo el peligro de que Darworth se dispusiera a liquidar a su segunda esposa como lo hizo con la primera. Glenda no estaba tranquila. Si Marion Latimer hubiese dado alguna esperanza a ese pillo, es posible que hubiera llevado a cabo sus planes. Eso preocupaba a Glenda. No quería enredos hasta que pudiera arreglar las cosas a su gusto.

»Por eso, cuando Darworth decidió representar su comedia en Plague Court, su esposa debió haber bailado de alegría. Su enemigo estaba ya en sus manos. Decidió jugar sobre seguro y advirtió a su marido que no le convenía hacerle ningún daño, pues alguien más estaba enterado de que él era el asesino de Elsie Fenwick… Si algo le pasaba a ella…

»¿Comprenden ustedes? Pensó dar un buen susto a Darworth, por si éste pensaba no dar importancia a su advertencia. Probablemente, él no creyó su afirmación; pero, de todos modos, comenzó a preocuparse. Si alguien más estaba enterado, se irían al diablo todos sus planes, y si su maldita esposa había sido indiscreta, tal vez se viera abocado a una acusación criminal por algo ocurrido diez o doce años antes…

—¡Ea! —gruñó el comandante, que se había estado atusando los mostachos con ademán nervioso—. Entonces, en mi propia casa… ¡Maldita sea! Ese McDonnell le pasó el mensaje en mi propia casa, ¿eh?

—Así es —asintió H. M.—. En un lugar donde Joseph no estaba presente. ¿Les extraña, pues, que se asustara tanto? Lo primero que se le ocurrió fue que uno de sus propios fieles estaba enterado de sus cosillas y reía para sus adentros. Debe haberse llevado una sorpresa de marca mayor: uno de sus devotos acólitos era tan peligroso e hipócrita como él. En seguida decidió llevar a cabo la exorcización de Plague Court sin pérdida de tiempo. En efecto, alguien parecía dispuesto a arruinar sus planes, y deseaba coronar su obra para impresionar a Marion Latimer; pero ¿cuál de ellos le había pasado esa nota? Luego tuvo tiempo para reflexionar que estaba presente un desconocido, y que era éste el que… No obstante, cuando interrogó a Ted Latimer respecto a McDonnell, el muchacho le respondió que se trataba de un inofensivo excondiscípulo. Tenía sus sospechas; pero ¿qué podía hacer? No necesito decirles que el encuentro aparentemente accidental de McDonnell con Ted, y la subsecuente invitación que logró sacar al joven, no fueron más accidentes que la muerte de Darworth…

»El pillastre cayó en la trampa que él mismo preparara. Ya saben lo que sucedió. McDonnell jura que ignoraba que Glenda tenía intenciones de matarle. Ella dijo que Darworth le había prometido dejarla en libertad si la ayudaba a llevar a efecto esa última impostura. Así, pues, anteanoche McDonnell se dispuso a esperar en el patio. No se le necesitaba, pero quiso estar allí por si acaso. Y ya saben ustedes cómo le necesitaron. ¡Hum! ¡Qué sorpresa se llevó al ver allí a Masters! Debemos admitir que pensó muy rápidamente; debía justificar su presencia en ese lugar, de modo que dio una versión desfigurada de la verdad. Recordarán que fue él quien insistió en que “Joseph” no era más que un títere de Darworth.

—¿Pero, por qué decir que Joseph era un toxicómano? —preguntó Halliday.

—Ésas eran las instrucciones que le dio Glenda —replicó secamente H. M.—, en caso de que alguien le interrogara. McDonnell no entendió esas instrucciones en ese momento…, aunque comprendió su fin algo más tarde.

»Desearía poder repetir exactamente su relato de esta noche. Me dijo que no sabía cómo hacer para conseguir que Masters se retirara. Debido a la presencia de la policía, quiso urgir a Glenda a que abandonara su alocado plan del falso ataque. Ella no se dejó convencer. En verdad, según las anotaciones de Masters, fue ella quien estuvo a punto de arruinarlo todo. Mientras el inspector estaba con ellos en esa habitación, tuvo el coraje de acercarse a la ventana para asegurarse de que estaban flojas las tablas…

—¿Las tablas? —Interrumpió Halliday.

—Claro. ¿Ha olvidado usted que la pared que rodea Plague Court pasa a menos de un metro de las ventanas de la casa? ¿Y que son ventanas altas, desde las cuales un buen saltarín puede llegar al tope de la pared con un pequeño esfuerzo? Así fue como dio la vuelta hacia la parte trasera de la propiedad sin dejar una sola huella; caminó por la parte superior de la pared. Todos ustedes saben lo que hizo. Dejó a McDonnell allí mientras Masters estaba arriba. No necesitaba más de tres o cuatro minutos para cometer el asesinato. Ella y Darworth habían preparado la escena la noche anterior. Usted, Halliday, estuvo a punto de interrumpirles cuando fue allá, y no sé cómo le hicieron ver un fantasma, pero parece que le dieron un buen susto…

»Mientras tanto, alguien más intervino en el asunto y nos causó bastantes dificultades. Ted Latimer se levantó de su silla y salió de la habitación del frente. Es probable que lo que ocurrió entonces sea lo siguiente: Con seguridad vio la luz que tenía encendida Ken en la cocina, mientras leía los manuscritos, de manera que decidió librarse de ser observado saliendo por la puerta principal y dando la vuelta en torno de la casa. Pues bien, así que hubo descendido los escalones de entrada, se le metió en la cabeza que tal vez no cumplía con su deber si no desafiaba a las influencias maléficas de la mansión. ¡Hum! Giró, pues, sobre sus talones y regresó por el hall, dejando abierta la puerta principal.

»Ahora bien, es probable que Ken no le oyera cuando pasó frente a la puerta de la cocina. Tan pronto como llegó a la salida que da al patio, vio… Bien, ¿qué vio?

»Nunca lo sabremos con exactitud; el muchacho está muerto, y Glenda nunca se lo dijo a McDonnell. Es muy probable que viera a “Joseph” a la luz del fuego que iluminaba la ventana, descendiendo del techo con el revólver y el silenciador en la mano. Como bien saben, un silenciador no es enteramente silencioso; produce un ruido como el de una palmada fuerte. Ahora bien, Ted estaba predispuesto para ver espíritus malignos; es posible que haya tratado de convencerse de que eso es precisamente lo que vio, mas no pudo tragarse por entero la píldora…

»Decidió guardar silencio hasta más adelante. Pero Glenda le vio en la puerta, y desde ese momento lo condenó a morir. No estaba segura de haber sido vista por él, pero es muy fácil que haya pasado un mal momento ante esa perspectiva.

»En el ínterin, ¿qué sucedió? Masters bajaba del piso alto. Cuando subió, el viento había movido la puerta principal y él la cerró con el pestillo. Bien, desciende… y ve la puerta abierta, tal como la dejara Ted. Si hubiera entrado entonces en la habitación donde debían estar “Joseph” y McDonnell…, se habría terminado el caso. Pero vio la puerta abierta y se lanzó hacía ella como un loco, encontrándose con que no había huellas que dieran la vuelta en torno de la casa. Da la vuelta por el otro lado cuando “Joseph”, finalizado su trabajo, regresa por el lado opuesto. Oye los gemidos de Darworth… Les diré, no creo que Darworth se diera cuenta de que su cómplice le había ultimado, pues, de otro modo, habría gritado pidiendo socorro.

»Pero el joven Latimer, en pie en el umbral de la puerta que da al patio, oyó a Masters acercarse corriendo por la parte exterior; también había oído los lamentos de Darworth. Todavía no estaba seguro de lo que significaban; pero oyó los pasos de Masters y se dio cuenta de que, si realmente había ocurrido algo sucio, su situación podría ser embarazosa. Corrió, pues, de regreso a la habitación del frente y llegó un segundo antes de que Darworth hiciera sonar la campana.

»Mientras tanto, Glenda ha regresado. Metió el arma y el silenciador debajo de una tabla del piso que ella y Darworth prepararan la noche anterior en esa habitación. McDonnell estaba colocando las cartas sobre la mesa para hacer ver que estaban jugando al rummy. Su descripción de lo ocurrido entonces es muy reveladora. El sargento me dijo que estaba sonrojada y que le brillaban los ojos. Se levantó la manga de su americana y, para gran sorpresa de McDonnell, preparó tranquilamente su coartada de la morfina. “Querido”, le dijo, “creo que cometí un error. Me parece que maté de veras a ese cerdo”. Y sonrió dulcemente.

»¿Le extraña que McDonnell estuviera enceguecido cuando salió corriendo? Masters me dice que nunca vio a un hombre como él cuando salió con un puñado de cartas en la mano, como si estuviera enloquecido.

»Creo que ya saben el resto. Lo único dudoso era: ¿Qué diría Ted? Ya saben lo que hizo; guardó silencio respecto a lo que sabía y les gritó a ustedes que el crimen lo había cometido un fantasma. Comprendió que así sería mejor la publicidad, y, de todas maneras, todavía estaba muy intrigado, pues todos juraron que Darworth fue asesinado con una daga… A propósito, ¿no fue ésa la primera pregunta que hizo? “¿Con qué? ¿Con la daga de Louis Playge?”. Y luego guardó silencio hasta el momento en que proclamó su creencia en un crimen sobrenatural.

»El resto será siempre pura especulación, pues las únicas dos personas que podrían decirnos cómo atrajeron a Ted Latimer a Brixton están muertas… Evidentemente, Glenda tenía que obrar sin pérdida de tiempo. Ted podría cambiar de idea en cualquier momento y confesar lo que sabía. Una sola palabra respecto a las actividades de Joseph, y Glenda estaba perdida. Si era necesario, estaba dispuesta a seguir al muchacho y cerrarle la boca. Consiguió, pues, que Masters la enviara a su casa. “Joseph” tenía sueño, mucho más del que podría producir la pequeña dosis de morfina que se aplicó. Pero no se fue a su casa…

»Se le ocurrió entonces la idea más brillante de su vida. Ya la conocen ustedes. “Joseph” tenía pensado desaparecer; pero ¿y si le asesinaran?… Lo que debía hacer era comunicarse inmediatamente con Ted y contarle alguna mentira que le hiciera mantener la boca cerrada hasta que ella consiguiese atraerle a Magnolia Cottage.

»Esperó a que el joven saliera. Probablemente se quedó cerca de Plague Court. Empero, aunque fue el segundo testigo llamado a declarar, Ted se negó a irse a su casa, y se quedó allí hasta que hubo un altercado entre los componentes del grupo y todos se retiraron.

»Pero, así demorada, Glenda se quedó hasta que los empleados policiales y periodistas se hubieron ido; ya desde entonces estaba planeando los detalles de su magnífica idea, y, mientras todos ustedes estaban ocupados en la cocina, se le presentó la oportunidad de robar esa daga…

»Por eso fue por lo que perdió momentáneamente a Ted. Pero esa mujer no quiso darse por vencida. Eso es lo que tenía de extraordinario. Confió en su ingenio para sorprenderle a solas en su habitación, en la casa a la que muchas veces había ido, y le convencería para que se encontrara con ella el día siguiente. Si demoraba, si el muchacho tenía tiempo para pensar, era posible que cambiara de idea y confesara lo que sabía. Las autoridades sospechaban de él, y, sometido a un interrogatorio riguroso, era probable que se abatiera».

—¿Y qué cree usted que le dijo ella? —preguntó Halliday.

—Sólo Dios lo sabe. Por la nota que Ted dejó para su hermana, diciendo que estaba «investigando», parece que «Joseph» no pretendió hacerle creer que se trataba de un crimen sobrenatural. Debe haberle dicho que si iba a Magnolia Cottage le daría pruebas. Ese «Nunca lo sospechó usted, ¿verdad?» parece indicar que Glenda acusó a un miembro del grupo y sostuvo que él estaba tratando de salvar a Darworth cuando Ted le vio. Al fin y al cabo, como a Darworth lo apuñalearon, Joseph no debe haber tenido dificultad en persuadir a Ted de su inocencia, pues, evidentemente, él no estuvo dentro de la habitación donde se cometió el crimen. «¿Un revólver? ¡Qué tontería! Sus ojos le engañaron. Yo estaba vigilando a mi protector, el que fue asesinado por…». ¿Por quién? Apostaría cinco libras a que Glenda eligió a lady Benning. «Yo estaba junto a la ventana y lo vi todo».

»Ahora bien, es evidente que tuvo gran cuidado para hacer desaparecer a Ted. ¿Por qué? Porque nunca debía saberse que la desaparición del muchacho tenía relación alguna con Magnolia Cottage. Si se encontraba un cadáver sospechoso y quemado hasta el punto de ser irreconocible, y las investigaciones demostraban que Ted había estado en la casa, muchos se preguntarían: ¿Será realmente el cuerpo de Joseph el que se encontró en la caldera?

»Glenda era muy astuta. No llevó a Ted directamente a la casa de Brixton para matarlo en seguida. Conociendo como conocía a la familia del muchacho, preparó una pista falsa. Su intención era insinuar que Ted había escapado a Escocia. Allí vive su madre; si ella afirma que no está su hijo con ella, lo más lógico es suponer que la policía creerá lo contrario. ¿Cuál es su propósito? Alejar las sospechas de Magnolia Cottage hasta que el cadáver encontrado allí sea aceptado como el de Joseph. Entonces pueden buscar a Ted hasta convencerse de que ha huido del país… y de que es culpable.

»Efectuó, pues, una falsa llamada telefónica, hablando en términos bastante vagos. Y no la hizo desde la estación Euston, naturalmente. Si hubiera dicho que iba a Edimburgo, corría el peligro de que se descubriera lo contario con demasiada rapidez; la mujer confiaba en la manera cómo pensaríamos nosotros… ¡Ya lo creo que sí! Y lo más irónico del asunto fue que McDonnell se dejó engañar por la llamada. Envió un telegrama a la madre de Ted, y la dama replicó a Marion que su hijo no estaba allí, pero que no le atraparían.

»A las cinco de la tarde, Glenda, que tenía escondido a Ted estaba ya lista para llevar a cabo sus planes. Mrs. Sweeney había salido…».

—A propósito —intervine—, ¿qué tiene que ver esa mujer en el asunto? ¿Sabía lo que estaba pasando?

—Siempre lo negará —repuso H. M.—. Te explicaré. Decía la verdad cuando afirmó que Darworth le llevó a «Joseph». Mrs. Sweeney es una exmédium; Masters averiguó que Darworth la salvó una vez de ir a la cárcel y la tenía en un puño. Necesitaba alguien que se encargara de esa casa de Brixton. Entre él y Joseph tenían muy asustada a la mujer. Al principio es probable que quisieran hacerle creer que Joseph era un muchacho; pero no se puede vivir durante cuatro años en la misma casa con otra persona sin despertar sospechas. Es fácil que Glenda le haya dicho: «Mire usted, si habla, la haremos encerrar en la cárcel. Si ve usted algo, olvídelo. ¿Comprende? Ya está usted complicada en negocios muy sucios». No sabremos toda la verdad hasta que la confiese la Sweeney, pero, como Glenda ha muerto… En fin, el caso es que Darworth quería que alguien viviera siempre en la casa, y esa mujer era el ama de llaves ideal para él.

—¿Cree usted que sabía que Glenda asesinó a Ted, haciendo pasar el cadáver por el suyo?

—¡Estoy bien seguro de ello! De otro modo, la habríamos convencido de que confesara. ¿No recuerdas lo que dijo? «¡Tengo miedo!». En efecto, estaba asustadísima. No me sorprendería que Glenda tuviera la intención de esperarla, después de haber liquidado a Ted, para eliminarla cuando regresara. Por fortuna, tuvo que huir a causa de ese obrero que la vio por la ventana, y la Sweeney no volvió a la casa hasta después de las seis…

El Big Ben dio las cuatro. H. M. vio que el ponche estaba frío y su pipa apagada. Con expresión de desconsuelo, se estremeció un poco. Levantóse de su sillón y se paró frente al fuego.

—Estoy cansado ¡Que me maten! Podría dormir una semana. Creo que eso es todo… Preparé la escena de esta noche con ayuda de un amigo mío llamado Shrimp, un hombrecillo muy amable. Es experto en armas de fuego y pesa tan poco que pudo saltar fácilmente a ese árbol de Plague Court. Le hice registrar la casa y halló el revólver y el silenciador de Glenda bajo la tabla del piso. Íbamos a usar otra arma y otro silenciador, si no hubiéramos encontrado los de ella. Poco después de las once, Masters y sus acompañantes persuadieron a Glenda a que fuera a Plague Court, sin advertirle nada de lo que sucedería. Ella no podía negarse, y obedeció. Primeramente entraron en la habitación donde estuvo ella con McDonnell y Masters retiró el revólver de debajo del piso, pues Shrimp lo había dejado allí a propósito. Glenda no dijo nada. Salieron luego al patio. Shrimp tomó el arma, y, a la vista de Glenda, trepó al techo de la casita de piedra…

«Me gustaría saber qué habrá pensado esa mujer cuando le vio disparar los balazos. Ya saben lo que hizo. Cometieron el error de no registrarla de antemano. Podría haber hecho daño a alguno».

Clavé la vista en la lámpara rodeada de espesas nubes de humo. Me sentía extraordinariamente fatigado.

—Todavía no nos ha dicho qué hizo con McDonnell —dijo Halliday ásperamente—. Apuesto a que fue tan culpable como ella… Oiga usted, no lo habrá dejado escapar, ¿verdad?

H. M. fijó la vista en el fuego. Se encogió de hombros y se volvió otra vez hacia nosotros.

—¿Escapar? Hijo, ¿no lo sabe usted?

—¿Qué cosa?

—No, claro —dijo quedamente H. M.—. No nos quedamos en ese patio infernal; no vieron ustedes… Claro que no lo dejé escapar. Le dije: «Hijo, me voy de aquí…». Eso fue cuando estuve con él en su departamento. Y agregué: «Tiene usted un revólver de la repartición, ¿verdad?». Me contestó afirmativamente Y continué: «Bien, ahora me voy. Si creyera que tiene usted una posibilidad de salvarse de la horca, no se lo aconsejaría». Él me dio las gracias.

—¿Quiere decir que se suicidó?

—Creí que lo haría. Pero Glenda debe haber sido una mujer extraordinaria. ¿Qué creen que hizo ese joven tonto? Se unió al grupo que fue a arrestarla; pero no pudo acercarse lo suficiente como para decirle nada, según me informó Masters, quien todavía ignoraba la participación del sargento en el crimen. Vinieron luego a Plague Court. ¿No comprende usted el significado de esos disparos? En cuanto Shrimp finalizó su demostración, McDonnell se separó del resto de sus compañeros con su revólver en la mano y dijo: «En la esquina tengo un taxi esperando, Glenda. Echa a correr. Yo detendré a estos hombres hasta que hayas huido». ¡Qué idiota! Fue su último gesto caballeresco para con ella…

—Entonces, esos dos tiros… ¿McDonnell disparó…?

—No, hijo. Glenda le miró. Extrajo luego su propia pistola en el momento de apartarse de los hombres de Masters. «Gracias», dijo a McDonnell, y le descerrajó dos tiros en la cabeza antes de emprender la huida.

«Murió donde debía, hijo. Ella y Louis Playge merecían el mismo fin».

FIN