XIV. GATOS MUERTOS Y ESPOSAS FALLECIDAS

Sobrevino un minuto de silencio. Featherton hizo un ademán de protesta, pero eso fue todo. El tamborileo de la lluvia se oyó con más fuerza que nunca. Masters dejó escapar un profundo suspiró, como si acabara de quitarse un peso de encima. Sacó luego su libreta de notas y un sobre lleno de papeles, comenzando a poner éstos en orden.

—¿De veras? —dijo al fin H. M., parpadeando repetidas veces—. Eso es muy interesante. Podría significar algo. Empero, en su lugar, no me apresuraría a sacar conclusiones. ¡Hum! ¿Qué hizo usted?

—¿Qué puedo hacer? ¿Pedir orden de arresto por asesinato sin poder decir al juez cómo se cometió el crimen?… No, gracias —dijo secamente el inspector, mirando con fijeza a H. M.—. Mi puesto corre peligro, señor. Si llego a cometer otro error, habrá terminado mi carrera. Los diarios dicen que mientras yo me divertía cazando fantasmas se cometió un crimen brutal debajo de mis narices. Además, como si eso fuera poco, los periodistas se enteraron de todo… Sir George me puso verde esta mañana. Por eso, si tiene usted alguna idea, le agradecería que me la confiara.

—¡Oh, qué infiernos! —gruñó H. M.—. ¿Bien, qué diablos espera usted? ¡Empiece ya! ¡Deme todos los datos! Dígame qué hizo hoy.

—Gracias. —Masters desplegó sus papeles—. Tengo algunos detalles que podrían servir de indicios. Tan pronto como llegué al Yard, comencé a revisar el prontuario de Darworth. Le he enviado parte de los informes, pero no éste. Ya leyó usted todo lo referente a la desaparición de Elsie Fenwick, su primera esposa, después de la supuesta tentativa de asesinarla mientras estaban en Suiza. ¿Eh?

H. M. gruñó afirmativamente.

—Muy bien. Hubo una mujer complicada en aquel asunto. Era la doncella que juró que la vieja Elsie había ingerido el arsénico por su propia cuenta, y con su declaración salvó a Darworth de la cárcel. Esa mujer despertó mi curiosidad, y me ocupé de investigarla —dijo Masters, elevando la vista—. Aquí tengo algunos nombres y fechas. La tentativa de envenenamiento ocurrió en Berna, durante el mes de enero de 1916, y el nombre de la doncella era Glenda Watson. Todavía estaba al servicio de la anciana cuando ésta desapareció de su nuevo hogar en Surrey el 12 de abril de 1919. Después, la doncella se fue de Inglaterra…

—¿Y bien?

—Esta mañana a las ocho cablegrafié a la policía francesa pidiendo informes sobre la segunda esposa de Darworth. Aquí tengo la respuesta.

Entregó un telegrama a H. M., quien lo leyó de un vistazo, dejó escapar un gruñido y me lo pasó. El mensaje decía:

«Nombre de soltera Glenda Watson. Casó con Roger Gordon Darworth, Municipalidad, Distrito 2, París, 1º, 1926. Ultima dirección de la esposa. Villa D’Ivry, Avenida Eduardo Séptimo, Niza. Investigaremos e informaremos.

DURRAND, Sureté».

—¿Y bien? —inquirió H. M., contemplándome plácidamente—. ¿Le sugiere eso algo, hijo?… Mire Masters, sospecho que está usted por cometer un error. Estoy casi seguro de que Glenda Watson no tiene nada qué ver con este asunto. Pero tiene usted razón al no dejar ningún cabo suelto… ¿Y bien, Ken?

—El primero de junio de 1926 —observé—. Siete años y un mes. Se ve que son gente muy respetuosa de las leyes. Esperaron el tiempo exacto hasta que la vieja Elsie fue considerada legalmente muerta, y luego se echaron el uno en brazos del otro…

—¡Pero no veo…! —protestó Featherton, disponiéndose a incorporarse—. ¡Que me maten si lo entiendo!

—Calla —le ordenó H. M.—. Hicieron muy bien, hijo. Tenían que obrar legalmente. Esto nos presenta otro aspecto interesante del caso: ¿Qué ganó con ello Glenda Watson? A propósito, ¿Darworth dejó algún dinero?

Masters sonrió levemente.

—¿Si dejó algún dinero? ¡Ah! Escuche usted, señor. Inmediatamente después que salieron los diarios a la calle, recibí una llamada telefónica del abogado de Darworth, a quien, por suerte, conozco muy bien. Se llama Stiller. Fui a verle sin pérdida de tiempo. Anduvo con muchos rodeos; pero logré averiguar que Darworth deja una fortuna de doscientas cincuenta mil libras esterlinas.

El comandante dejó escapar un silbido, y Masters miró a su alrededor con expresión satisfecha. Pero el informe produjo en H. M. una reacción muy diferente de la que esperaba yo. Abrió enormemente sus ojos. Se quitó los anteojos y los sacudió en el aire. Durante un momento me pareció que estaba a punto de retirar los pies de sobre el escritorio.

—¡De modo que no era el dinero! —exclamó—. ¡Que me maten, no era el dinero! Claro que no. ¡Hum! —gruñó satisfecho, y contempló su negra pipa. Pero era demasiado perezoso para encenderla; de modo que se arrellanó de nuevo en su sillón con las manos cruzadas sobre su abdomen—. Prosiga usted, Masters. Prosiga, que me gusta.

—¿Qué piensa usted, señor? —inquirió el inspector—. Ese dato me lo dio Stiller. Darworth no tiene otros parientes y no hizo testamento, de manera que su esposa lo hereda todo. Stiller la describe como «una morena escultural, cuyo aspecto no indica que haya sido una criada…».

—No diga más —le interrumpió H. M.—. ¿Qué quiere usted insinuar, hijo? ¿Que esa mujer vino a Inglaterra y asesinó a Darworth por su dinero? ¡Tab, tate! No se ajusta a las reglas de las novelas policíacas esa de introducir en la cuestión el nombre de alguien que no conocemos ni está relacionado siquiera con el caso. No gruña usted. ¿Quiere saber por qué? —señaló a Masters con su pipa—. Porque la persona que proyectó este crimen preparó todo exactamente como en una novela de misterio. Aún yo tengo que admitir que ha demostrado mucha habilidad. Esa situación del cuarto cerrado fue preparada como un rompecabezas para nosotros. Desde hace meses, todo conduce lentamente a esa situación, cuando ese grupo de personas se reúne en las condiciones en que estaban… Hasta se proveyeron de alguien que cargara con toda la culpa. Si algo salía mal, nosotros caeríamos al instante sobre Joseph. Para eso estaba presente el mozuelo; de otro modo no le hubieran necesitado. ¿Cree usted realmente que robó esa morfina a Darworth sin que éste lo supiera?

—Pero… —protestó Masters.

—¡Hum! Ya es hora de que aclaremos algunas casillas. Admito que Joseph se suministró la droga y salió de escena; pero en todo momento estuvo allí, y el público siempre sabe qué pensar cuando halla a un toxicómano, especialmente si éste no puede explicar en forma coherente qué ha estado haciendo. Cuando el pobre tiene también la desgracia de ser un médium… ¡Uf! Por eso es que puede usted dejar de buscar a una persona de afuera, hijo.

Hablaba como si estuviera sosteniendo una conversación telefónica; un poco más rápidamente que de costumbre, aunque sin cambiar en absoluto el tono de su voz.

—¡Pare usted un poco, señor! —le rogó Masters—. Tengo que ver si lo entiendo bien. Dijo usted: «Hasta se proveyeron de alguien que cargara con toda la culpa». Luego agregó algo respecto a Darworth, y todo este tiempo ha hablado de alguien que proyectó las cosas para que sucedieran de acuerdo con las normas establecidas para las novelas de detectives…

—Eso es.

—¿Y tiene usted alguna idea sobre quién fue el que planeó todo?

—Fue Roger Darworth —replicó tranquilamente H. M.

Masters le miró extrañado. Luego bajó la cabeza, volvió a levantarla, y dijo, con el aire de quien está decidida a no perder la calma:

—¿Quiere usted decirme, señor, que Darworth se suicidó?

—No, Nadie puede asestarse tres buenas puñaladas e la espalda y acabar luego con su vida al aplicarse la cuarta. No es posible… Le explicare; algo salió mal…

—¿Quiere usted decir que hubo un accidente?

—¡Vaya, hombre! ¿Qué clase de accidente hubiera producido esas heridas? ¿Cree usted que la daga funcionó automáticamente? La respuesta es negativa. Dije que algo salió mal. Y así fue… ¿No tiene nadie un fósforo?… ¡Hum! Gracias.

—¡Esto es escandaloso! —intervino el comandante Featherton, y volvió a toser.

H. M. le miró con indiferencia y se volvió luego al inspector.

—Puedo decirle un poco, Masters, aunque sin poder todavía resolver el enigma de la falta de huellas y de la puerta cerrada. Por cierto que es extraordinario…, y seguramente habrá muchos que creerán en los fantasmas…

»Mire usted. Anoche creyeron que Darworth pondría en escena un espectáculo espiritista. Estaban en lo cierto. Eso es lo que tenía entre manos. Si todo hubiera salido de acuerdo con sus planes, el farsante habría ganado una publicidad extraordinaria. También habría ganado a Marion Latimer, y eso es lo que deseaba. ¿Eh? No tengo necesidad de aclarar ese punto, ¿eh? Lea las declaraciones, si es que no lo recuerda…

»Pues bien, Darworth tenía un cómplice. Una de esas cinco personas sentadas en la oscuridad debía ayudarle a representar la comedia. Pero el cómplice no jugó limpio. En lugar de hacer lo que debía hacer, fue a esa casita de piedra y lo asesinó… después que Darworth había preparado todo para que se pudiera llevar a cabo el asesinato…

Masters se inclinó hacia adelante, aferrándose al escritorio.

—Creo que ya comienzo a comprender, señor —manifestó—. ¿Quiere usted decir que Darworth se proponía que lo encontraran herido en la habitación cerrada?

—Claro que sí, hijo —replicó H. M. Encendió un fósforo que se apagó al instante. Obrando casi automáticamente, Masters encendió uno de los suyos y lo pasó por sobre el escritorio. Sus ojos no se apartaban del rostro del viejo. Éste continuó—: ¿De qué otro modo podría probar al mundo que los fantasmas hicieron… lo que él quería que se hiciera?

—¿Y qué es lo que quería que se hiciera?

Laboriosamente levantó H, M. los pies del escritorio y se apoderó del fósforo que le ofrecía el inspector. La pipa se apagó, pero el viejo siguió chupándola como si no se hubiera dado cuenta de ello. En ese momento el Big Ben comenzó a dar las cinco.

—Estuve aquí esta tarde, pensando en estos informes —dijo el viejo—, y me di cuenta de que la clave de todo no es difícil de encontrar. Verán ustedes: Las intenciones de Darworth con respecto a la joven Latimer eran estrictamente honradas. ¡Eso es lo infernal del asunto! Si sólo hubiera querido seducirla, lo habría hecho largo tiempo atrás y ahora no nos veríamos abocados a este problema. ¡Bah! No se necesita mucho cerebro para ver lo que hizo. Primeramente quiso aprovecharse de la vieja que lloraba la muerte de su sobrino. Se enteró de que estaba relacionada con Latimer y Halliday, y buscó la amistad de Ted… Ya lo saben ustedes. No sé si estaba enterado de la leyenda de Plague Court o no; pero supo que tenía ante sí una situación hecha de medida para sacarle provecho. Luego conoció a la joven Latimer…, y se enamoró de ella.

»Tenía intención de casarse con ella. Se peinó su barbita, adoptó actitudes conquistadores, apeló a su habilidad y estuvo a punto de ganar. Si no hubiera sido por Halliday, habría triunfado. Viéndose en peligro de perderla, le metió en la cabeza esas tonterías de la “posesión”. Le sugirió ideas raras, la hipnotizó y la asustó terriblemente, Durante todo ese tiempo, por una u otra razón, la anciana lady Benning le ayudó…

H. M. apoyó la cabeza sobre las manos.

—¡Ah! —exclamó Masters—. Parece que entran los celos en eso… Pero su tentativa de «exorcizar» la casa era una especie…

—De golpe maestro —dijo H. M.— Si conseguía llevarlo a cabo tendría a la joven en la palma de la mano.

—Prosiga usted, señor —le urgió Masters, al ver que callaba.

—Pues bien, en eso estaba pensando esta tarde. Era una treta peligrosa la que intentaba llevar a cabo. Tenía que serlo porque debía ser más espectacular que todo lo demás para convencer a sus víctimas. La campana, por ejemplo. Es posible que no fuese más que un golpe de efecto… o tal vez la hizo conectar porque temía algún peligro real. ¿Eh? Sea como fuere, indicaba que tenía la intención de llamar a los otros. Estaba encerrado allí con un candado en la parte exterior de la puerta. Eso olía a farsa; pero cuando también corrió el cerrojo y atrancó la puerta por el lado de adentro… ¡Vaya!, si iba a presentar un falso «ataque» de Louis Playge, en una habitación a la que no podía haber entrado sino un fantasma.

»Como dije, estaba pensando en eso y me pregunté, primero, cómo iba a hacerlo, y, segundo, ¿pensaba hacerlo solo?

»Leí su informe en el cual dice usted que estaba fuera y había ido por un costado de la casa pocos minutos antes de oír la campana. Dice que oyó usted ruidos raros procedentes del interior y la voz de Darworth como si estuviera implorando, y como si hubiera comenzado a gemir o llorar. Eso no indica que hubiera habido un ataque violento. No hubo ruido de lucha, aunque después se le encontró lleno de heridas. No se oyeron gritos, o golpes, o maldiciones, tales como las que habría proferido una persona ordinaria. Era dolor, Masters. ¡Dolor!

Y él se quedó allí, soportándolo…

Masters se pasó la mano por el cabello. Parecía muy nervioso, pero habló quedamente.

—¿Quiere usted decir que se dejó mutilar…?

—Ya llegaremos a eso. Ahora bien, todos esos detalles casi indicarían la presencia de un cómplice, pues, ¿de qué le serviría estar herido en el interior de una habitación cerrada si las heridas estaban en partes de su cuerpo que él mismo podría haber alcanzado?

—Prosiga usted.

—Leí luego la descripción de lo que vieron ustedes en esa casita de piedra, y me hice varias preguntas. Primero: ¿por qué había tanta sangre? Había demasiada, Masters… Y luego recordé dos cosas —continuó H. M. quedamente—. Recordé que había en el fuego varios fragmentos de un voluminoso recipiente de cristal. Y en la casa grande, debajo de la escalera, yacía el cadáver de un gato con el pescuezo cortado.

Masters dejó escapar un silbido. El comandante, que se había incorporado a medias, volvió a sentarse.

—¡Hum! —dijo H. M.—. Sí. Telefoneé al químico policial, y me sorprendería mucho si la mayor parte de esa sangre no es la del gato. Ese detalle formaba parte del espectáculo. Y ahora comprenderán por qué había tanta sangre, sin marca alguna sobre ella, como tendría que haber habido si el criminal hubiera realmente perseguido a Darworth con su arma.

»También me pregunté: ¿Fue por eso por lo que se encendió un fuego tan vivo? Darworth pudo haber llevado la sangre en un recipiente chato, oculto debajo de su abrigo, y no perdería mucho tiempo en salpicar las paredes y el piso, presentando así un espectáculo muy efectivo. Pero tenía que mantenerla caliente hasta el momento propicio, a fin de que no se coagulara… Tal vez fuera ésa la razón del fuego… Tal vez no.

»Sea como fuere, mientras pensaba en ello, me dije: Ese hombre tenía las ropas hechas jirones y manchadas de sangre, y se rompió los lentes cuando cayó al suelo. Pero deja de lado el esplendor y realismo de la escena».

—¡Un momentito, H. M.! —le interrumpí—. ¿Dice usted que Darworth mató al gato?

—¿Eh? —gruñó el viejo, mirando a su alrededor para ver quién había osado interrumpirle—. ¡Oh, es usted! Sí, eso es lo que dije.

—¿Cuándo lo hizo?

—Pues, cuando envió al joven Latimer y a Featherton a la casa para que pusieran todo en orden. Bastante tiempo tardaron para ello. Él estaba descansando, según dijo. Ahora calle usted y…

—¿Pero no se habría manchado de sangre al sacrificar al animal?

—Claro que sí, Ken. Y eso le sirvió de mucho. De todos modos, tenía la intención de ensuciarse toda la ropa más adelante. Lo único que hizo entonces fue ponerse el abrigo y los guantes para ocultarla momentáneamente. Bien sabemos que no volvió a la habitación del frente, donde todos podrían verle con buena luz. Por el contrario, salió corriendo y se hizo encerrar sin demora. ¿Recuerdan? Tenía que evitar que se coagulara la sangre… ¿Qué estaba diciendo?

H. M. hizo una pausa y golpeó el escritorio con los puños.

—¡Cristo santo! —exclamó—. Acaba de ocurrírseme algo. Es malo, muy malo. Pero no importa. Continuaré. ¿Dónde estábamos?

—No te salgas de la cuestión —gruñó el comandante, golpeando el suelo con su bastón—. Todo esto es una tontería, pero prosigue. Estabas hablando de las heridas de Darworth.

—Ajá. Eso mismo. «Pues bien», me dije, «deja de lado el realismo de la escena». Todos hablaron mucho respecto a sus terribles heridas, después de haber echado un vistazo a la sangre y a sus ropas desgarradas. Pero exceptuando la puñalada que le mató, ¿eran realmente serias sus heridas? ¿Eh?

»Les diré, lo interesante de esa daga es que no es un arma cortante, tal como no lo es ninguna lezna, por aguda que sea. Darworth tenía que usarla para mantener la leyenda de Louis Playge; pero ¿qué fue lo que realmente le ocurrió?… Pues bien, para saberlo pedí un informe del médico forense sobre el examen post-mortem.

»Tenía tres heridas muy superficiales en su brazo izquierdo, muslo y pierna del mismo lado. Su aspecto indicaba que podrían ser lo que una persona nerviosa se haría a sí misma, asustándose al poner manos a la obra y no profundizando mucho. Creo que tal vez Darworth cobró valor y se las infligió él mismo; luego se asustó y quiso apartarse del cómplice que le pinchaba por la espalda.. Eso quizá justifique sus gemidos. Pero, por otra parte, su secuaz tenía que infligirle heridas que el mismo Darworth no pudiera haberse hecho. Por eso tenemos: una sobre el omóplato, otra, muy poco profunda, que le cruza la espalda… Y eso era todo lo que el cómplice tenía que hacerle.

En ese momento comenzó a repicar la campanilla del teléfono, y creo que todos dimos un respingo. H. M. lanzó un juramento, sacudió el puño y, finalmente, levantó el auricular. En seguida afirmó que estaba ocupado, protestando que el destino del Imperio Británico dependía de él, y tuvo que callar cuando le interrumpió una voz estridente. La voz continuó hablando. Una expresión de gran satisfacción se reflejó en el rostro del viejo. En cierta oportunidad dijo: «Clorhidrato de procaína», como si pronunciara el nombre de una golosina.

—Ya está confirmado, pequeños —declaró, mientras colgaba el tubo—. Era el doctor Blaine. Debí habérmelo figurado. Darworth tenía en la espalda una dosis de clorhidrato de procaína, droga que conocen ustedes con el nombre de novocaína, si es que alguna vez han tenido que aguantar al dentista… ¡Pobre Darworth! No pudo soportar el dolor ni aún por una buena causa. ¡Qué idiota! Corrió el peligro de que se le detuviera el corazón. Aunque después se lo atravesaron, ¿eh? ¡Ja, ja, ja! Denme un fósforo.

—El cómplice —dijo Masters, que había estado escribiendo rápidamente— debía asestarle esas heridas poco profundas…

—Sí, y así lo hizo…, hasta que le aplicó dos bien profundas, antes de que Darworth se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo. Le clavó la daga en la espalda, cerca de la espina dorsal, y luego debajo del omóplato…

—Todo eso está muy bien, señor —comenzó Masters—. ¡Pero no nos lleva a ninguna parte! Todavía tenemos que explicar cómo era que el cuarto estaba cerrado. Si se trata de un cómplice, comprendo que Darworth haya corrido el cerrojo y retirado la barra de hierro para dejarle entrar, pero…

—Después que el cómplice —tercié yo— marchó por sobre treinta metros de barro sin dejar una sola huella…

—No me confunda usted —gruñó el inspector—. Dije que podía comprender que Darworth le dejara entrar…

—Calma —le interrumpió H. M.—. Recuerden que esa puerta estaba asegurada con un candado que tenía que ser abierto desde afuera. A propósito, ¿quién tenía la llave del candado?

—Ted Latimer —repuso Masters. Sobrevino un momento de silencio.

—¡Bueno, bueno! —dijo H. M., en tono conciliatorio—. No les aconsejo que se precipiten en sus conclusiones. Eso me recuerda… Dijo usted que había huido, y todavía no me lo ha explicado. ¡Oh!, quiero saber muchas cosas. Sin embargo, sin embargo…

Masters le miró fijamente.

—Si pudiéramos explicar cómo entró y salió el asesino sin dejar huellas…

—Verán, pequeños, la dificultad esencial que encontramos en todos los clásicos casos del «cuarto cerrado» está en que por lo general la situación no es razonable. No quiero decir que no puede lograrse, como tampoco me atrevería a negar las hazañas de Houdini. Por el contrario, en circunstancias ordinarias, ningún asesino prepararía una treta tan complicada… Por desgracia, este caso es diferente. Ahora tenemos que habérnoslas con la obra de Darworth, un hombre que conocía muy bien su oficio, y el cual preparó un espectáculo irrazonable para lograr un propósito muy razonable. Es muy lógico, Masters. No tenía intención de que le asesinaran; lo que pasa es que el asesino se aprovechó de un plan preparado por su propia víctima; pero… quisiera saber cómo lo hizo.

—Eso es lo que yo trataba de decir —replicó el inspector—. Si pudiéramos explicar la ausencia de huellas, tal vez explicaríamos también el hecho de que la puerta estuviera cerrada por dentro y por fuera.

H. M. le miró con fijeza.

—No diga tonterías, Masters —expresó austeramente—. Eso es lo mismo que afirmar que, si puede uno colgar del aire el techo de una casa, no tendría dificultad en elevar después las paredes. Pero prosiga usted. Quiero ver cómo funciona su cerebro… ¿Cómo lo explica usted?

—Se me ocurrió —dijo el inspector, sin perder la calma— que, después de que se retiró el asesino, el mismo Darworth pudo haber cerrado la puerta y corrido el cerrojo. Tal vez lo tenían proyectado así, cuando Darworth esperaba que le hirieran solamente. Quizá no se dio cuenta de que estaba moribundo, y quiso llevar a cabo el plan tal como lo convinieran de antemano.

—Muchacho —respondió H. M., apoyando de nuevo la cabeza sobre sus manos—, no diré nada respecto al hecho de que no pudo haberse movido tres pasos después de que el asesino le apuñaló, y de que todo lo que pudo hacer fue buscar a tientas el alambre de la campana y se desplomó luego, rompiéndose los lentes. Nada diré de que no había un rastro de sangre desde la puerta hasta el sitio en que yacía su cadáver. No discutiremos el hecho de que un hombre con el corazón atravesado por una puñalada no podría haber levantado una pesada barra de hierro y corrido un cerrojo herrumbrado. Todo lo que diré es que tenemos que buscar otra explicación…

»Necesito más detalles, Masters. Dígame lo que hizo hoy, y qué averiguó respecto al joven Latimer. Veamos. ¡Hable usted!

—Sí, señor. Iremos por partes. Después que hablé con Stiller, ambos fuimos a echar un vistazo a la casa de Darworth. Resulta extraño comprobar cómo las casas atraen una y otra vez a las personas que han estado en ellas. En cuanto entramos, nos encontramos con…

De nuevo repicó la campanilla del teléfono.