XIX. EL MANIQUÍ ENMASCARADO
Los brillantes rayos de la luna iluminaban la casita de piedra. Era una noche fría y el aliento de todos se tornaba en nubecillas de vapor que flotaba en el aire luminoso. La luna ponía de relieve los negros edificios que rodeaban el patio de Plague Court, y la sombra de un árbol retorcido se tendía en nuestro camino.
Desde la puerta abierta de la casita nos contemplaba una cara. Era pálida e inexpresiva, y uno de sus ojos parecía hacer guiños.
Halliday, que marchaba a mi lado, se echó hacia atrás ahogando una exclamación. El comandante Featherton dijo algo entre dientes y todos nos detuvimos.
A lo lejos, uno de los relojes de la ciudad comenzó a dar las once. En la abertura de la puerta y las ventanas de la casita brillaba el resplandor rojizo del fuego. Completamente inmóvil, con las manos sobre las piernas, se hallaba alguien sentado frente al fuego, y su rostro pendía sobre un hombro. Una expresión estúpida desfiguraba las facciones azuladas, facciones cuya principal característica era el mostacho caído y una ceja enarcada por sobre el armazón de los anteojos. Parecían brillar gotas de transpiración sobre su frente.
Hubiera jurado que el objeto estaba sonriendo…
No era una pesadilla; se trataba de algo tan real como la noche y las estrellas lo que se presentó a nuestra vista después que hubimos salvado el negro pasaje de Plague Court y salido al patio.
—Eso es lo que vi cuando vine aquí solo la noche, —manifestó Halliday en voz alta.
Una sombra enorme se movió en el interior de la casita. Alguien se asomó a la puerta y nos saludó, obstruyendo con su cuerpo la visión del repelente objeto.
—¡Espléndido! —dijo la voz de H. M.—. Así me lo figuré, después de lo que me dijo usted esta mañana. Por eso usé la máscara de James para hacer este muñeco. Es el que vamos a emplear para el experimento… ¡Vamos, pasen ustedes! —agregó perentoriamente—. Hay muchas corrientes de aire.
La corpulenta figura de H. M., con su abrigo adornado de piel y el antiguo sombrero de copa, acentuaban el aspecto grotesco de la habitación. Un fuego demasiado vivo ardía en la chimenea. Frente al hogar vimos una mesa y cinco sillas. Sobre una de éstas, y apoyado contra la mesa, se hallaba un muñeco de tamaño natural y confeccionado de lona rellena de arena. Lo habían vestido con americana y pantalones, y sobre su cabeza descansaba un sombrero de fieltro que sostenía la máscara en su debida posición. El aspecto general del maniquí era horroroso, y lo acentuaba aún más el par de guantes cosido a las mangas de tal modo que el muñeco parecía tener las manos unidas en actitud de plegaria…
—No está mal, ¿eh? —comentó H. M., con gran complacencia. Tenía un dedo entre las páginas de un libro y su silla se hallaba al otro lado de la mesa—. No tuve tiempo para arreglar un poco más este muñeco. Además, pesa casi tanto como un hombre adulto y es difícil de manejar.
—Mi hermano James —dijo Halliday. Se pasó la mano por la frente e hizo un esfuerzo por sonreír—. Ya veo que le gusta el realismo, ¿eh? ¿Qué piensa hacer con él?
—Matarlo —repuso H. M.—. La daga está sobre la mesa.
Aparté la vista del muñeco. Sobre la mesa ardía una vela colocada en un candelabro de bronce, tal como la noche anterior. Vi allí varias hojas de papel y una pluma fuente. Además, estaba también la daga de Louis Playge, ennegrecida por el fuego.
—¡Caramba, Henry! —exclamó el comandante, aclarándose la garganta y tosiendo varias veces—. Esto de jugar con muñecos me parece muy infantil. Oye, estoy de acuerdo con que se haga algo razonable…
—No necesitan sortear esas manchas del piso —dijo H. M., mirando a su amigo—. Ni tampoco las de las paredes. Están secas.
Todos miramos a lo que nos indicaba, pero volvimos la vista al instante hacia el muñeco, al cual no podíamos acostumbrarnos. El fuego recalentaba demasiado el ambiente y sus llamas proyectaban sombras movedizas sobre las paredes…
—Aseguren la puerta. —Ordenó H. M.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto? —quiso saber Halliday.
—Aseguren la puerta —repitió H. M., con voz soñolienta—. Hágalo usted, Ken. ¿No habían notado que la puerta está arreglada? Sí. Uno de mis muchachos se ocupó de ello. Es un trabajo apresurado, pero servirá para nuestros propósitos. ¡Vamos!
Cerré la puerta y corrí el cerrojo con gran esfuerzo. Debido a que lo habíamos forzado la noche anterior, estaba durísimo. Levanté luego el barrote de hierro y lo coloqué en su sitio.
—Ahora —anunció H. M.—, como dijo el fantasma del cuento, estamos encerrados para toda la noche.
Todos dimos un respingo. H. M. se hallaba en pie junto al fuego, con el sombrero echado hacia la coronilla. Las llamas se reflejaban en el cristal de sus anteojos, pero no se movía ni un solo músculo de su rostro. Sus ojillos nos estudiaron atentamente.
—Dispongamos la ubicación de las sillas —continuó—. Bill Featherton, quiero que te sientes a la izquierda del hogar. Aparta la silla un poco más… Eso mismo. ¡Maldición, no cuides tanto tus pantalones; haz lo que te digo! Usted siéntese a su lado, Ken… A un metro más o menos de Bill; eso mismo. Luego viene el muñeco, sentado junto a la mesa; pero le volveremos para que mire hacia el fuego. El otro lado de la mesa… Usted, míster Halliday. Yo completaré el semicírculo.
Arrastró su silla para colocarla junto a la de Halliday; pero la puso de costado a fin de poder observar el semicírculo que formábamos todos.
—¡Hum! Veamos ahora. Las condiciones son exactamente las mismas que las de anteanoche, con una sola excepción…
Buscó algo en su bolsillo, extrajo una cajita pintada de alegres colores y arrojó su contenido al fuego.
—¡Eá! —tronó el comandante—. ¿Qué…?
Primero saltaron varias chispas seguidas por una llamarada verdosa. Luego se elevó una espesa nube de humo aromático que llenó todo el ambiente.
—Hay que hacerlo —declaró seriamente H. M.—. No es mi gusto artístico, sino el del asesino.
Tomó asiento y nos contempló fijamente, mientras todos guardábamos silencio.
—Ahora que estamos todos encerrados aquí cómodamente —continuó el viejo—, les diré lo que pasó anteanoche.
Halliday rascó un fósforo para encender un cigarrillo; el fósforo no llegó a prender, y el joven abandonó la idea de fumar.
—Imaginarán que están en las mismas posiciones que ocupaba cada uno de ustedes la noche del crimen —prosiguió H. M., en tono soñoliento—. Piensen bien donde estaban. Pero tomaremos primero a Darworth; el muñeco lo reemplaza, y —extrajo su reloj del bolsillo y lo colocó sobre la mesa— tenemos tiempo de sobra antes de que llegue cierta persona a quien espero.
»Ya les he dicho parte de lo que hizo Darworth; ayer se lo repetí a Ken y al comandante, y esta mañana se lo dije a Halliday y a miss Latimer. Les hablé del cómplice y de lo que tenían proyectado.
»Comenzaremos desde el momento en que Darworth mata al gato, que es el punto de partida de todas mis conjeturas y deducciones».
—No quisiera interrumpir —intervino Halliday—, ¿pero a quién espera usted esta noche?
—A la policía —repuso H. M.
Al cabo de una pausa, sacó su pipa del bolsillo y continuó:
—Ahora bien, hemos establecido que Darworth mató a ese gato con la daga de Louis Playge; lo sabemos por los pinchazos y heridas del cuello del animal. Muy bien; después que tuvo la sangre para salpicar esta habitación, se ensució bastante con ella; pero eso pasó inadvertido en la oscuridad, pues nadie lo vio a la luz, y él hizo que Featherton y el joven Latimer le encerraran aquí en seguida. Lo que interesa saber es lo siguiente: ¿Qué hizo con la daga? ¿Eh?
»Sólo dos cosas pudo haber hecho: Primero: haberla traído aquí consigo, o, segundo: haberla pasado a su cómplice.
»Tomemos primero el segundo punto, mis pequeños. Si se la entregó a su cómplice, eso querría decir que éste tendría que ser el joven Latimer o Bill Featherton…
H. M. levantó los párpados, que tenía entornados, como si esperara que protestasen. Nadie dijo nada.
—Ellos eran los únicos dos a quienes pudo haberla entregado. Ahora bien, no es razonable suponer que hiciera tal tontería. ¿Por qué dársela a su cómplice para que la llevara a la casa grande y volviera a sacarla? Corriendo mientras tanto el riesgo de ser visto por alguno de los presentes, y el riesgo aún mayor de que su cómplice anduviera con una daga manchada de sangre en la mano, lo cual, de ser visto por algunos de los que estaban en la habitación del frente, hubiese arruinado todos sus planes. No, no; Darworth la trajo consigo a esta habitación. Así tenemos que razonar.
»A decir verdad, sabía por otro detalle que la había traído; pero dejaremos eso para más adelante; ahora les estoy demostrando las razones obvias de todo lo que pasó… ¡Bueno, hable alguno de ustedes! —agregó, con súbita brusquedad—. ¿Qué sacan en conclusión de todo eso?
Halliday se volvió hacia él. Había estado con la vista fija en el reloj.
—Pero —dijo—, ¿y esa daga que tocó la nuca de Marion?
—¡Hum! Así me gusta. Eso mismo. Hijo, ese punto aparentemente inconsistente nos aclara una gran dificultad. Alguien estaba rondando en la oscuridad. ¿Tenía esa persona otra daga? De ser así, lo importante es que él o ella la sostenía de una manera muy rara, muy poco natural; de una manera que nadie lo habría hecho. Tengan en cuenta que miss Latimer no fue tocada por la hoja, sino por la empuñadura y la cruz, de manera que la persona que pasó por detrás de ella la sostenía por la hoja… ¿Qué es lo que uno sostiene de esa forma en la mano? ¿Qué es lo que tiene la forma de una daga, de manera que alguien que esté pensando en esas armas podría confundirla en la oscuridad…?
—¿Y bien?
—Era un crucifijo —declaró H. M.
—Entonces, Ted Latimer… —tercié yo, al cabo de una pausa momentánea—. ¿Ted Latimer…?
—Les diré, he pensado mucho acerca del enigma psicológico de Ted Latimer, tanto antes como después que nos enteramos de que fue a su casa con un crucifijo en la mano…
»Ese joven medio loco habría ocultado ese crucifijo de la vista de ustedes como si se tratara de un crimen. Se habría avergonzado realmente si hubieran pensado ustedes que él, el joven intelectual, lo llevaba encima porque lo consideraba sagrado. Eso es lo raro de la juventud moderna: desdeñan a la iglesia cristiana, pero creen en la astrología. No aceptan la palabra del clérigo que les dice que hay algo en el cielo; pero creen a pie juntillas cuando alguien afirma que allí en lo alto se puede ver el futuro. Opinan que está pasado de moda creer en Dios; pero admiten la existencia de fantasmas.
»En fin, eso es aparte. Lo importante es esto: Ted Latimer creía realmente en la existencia de ese espíritu que Darworth iba a exorcizar. El joven cayó en una especie de trance extático provocado por su exaltación y fanatismo. Creyó que la casa estaba sometida a influencias maléficas. Quiso meterse entre ellas y verlas. Se le había prohibido que se moviera; sin embargo, se creyó obligado a salir del “círculo de seguridad” y desafiar a las fuerzas de las tinieblas… Y, cuando Ted Latimer se levantó para abandonar el círculo, llevaba el arma tradicional contra los espíritus maléficos: un crucifijo.
El comandante Featherton preguntó roncamente:
—¿Dices que él era el cómplice? ¿Él fue el que salió?
—Hombre, ¿no te lo demuestra el crucifijo? Él fue el que salió, sí. Pero él fue el que ustedes oyeron salir.
—¿Hubo otro? —intervino Halliday—. Entonces, ¿por qué no nos dijo que había salido?
H. M. Se inclinó hacia adelante y recogió su reloj. Tuve la impresión de que algo se estaba preparando cerca de nosotros.
—Porque ocurrió algo —repuso el viejo, calmosamente—. Porque vio u oyó algo que le hizo sospechar, aún a él, que Darworth no fue asesinado por fantasmas… ¿Pueden ustedes explicar de otra manera la forma extraña en que se comportó después de ocurrido el hecho? Se mostró más exaltado que nunca. Proclamó su fe a voz en cuello. ¿Cómo se sintió lady Benning cuando Masters arrancó todos esos cables en el salón en que Darworth llevaba a cabo sus sesiones de espiritismo? Ted seguía creyendo en Darworth, aunque también dudaba un poco. En fin, sea como fuere, todavía opinaba que la verdad era más grande que el individuo; mejor sería que todos creyeran que Darworth fue ultimado por los fantasmas, si lo ocurrido demostraba aparentemente la verdad a los ojos del mundo… ¿No me dijo alguien que el mozo repetía una y otra vez que esto demostraría la verdad al mundo, y que no importaba la vida de un hombre comparado con eso? ¿No insistió en ello repetidas veces?
—¿Qué fue entonces lo que Ted vio u oyó? —preguntó Halliday.
H. M. se incorporó lentamente.
—¿Quieren que se lo demuestre? —preguntó a su vez—. Ya es casi la hora.
El calor del fuego resultaba sofocante y muy molesto. La niebla del incienso y la débil iluminación convertían a la máscara del muñeco en una cara en la que se reflejaba un gozo satánico. Era como si, personificado en el maniquí, Roger Darworth estuviera escuchándonos en el mismo lugar maldito en que murió.
—Ken —dijo H. M.—, toma la daga de Louis Playge. ¿Tienes un pañuelo? Bien. Recordarán ustedes que se encontró un pañuelo debajo del cuerpo de Darworth… Toma ahora esa daga y aplica al muñeco tres cortes con la punta. Hazlo con fuerza y desgárrale las ropas. En el brazo, la cadera y la pierna izquierda. ¡Vamos!
El maniquí debía pesar unos ochenta kilos. No se movió cuando hice lo que me ordenaban. La arena del relleno se volcó un poco, cubriéndome la mano.
—Ahora corta un poco sus ropas, pero no atravieses la lona… Eso mismo… por todas partes. Ahora has hecho lo mismo que hizo Darworth. Borra tus impresiones digitales de la empuñadura con ese pañuelo y déjalo caer al suelo…
Halliday dijo en ese momento:
—Alguien está caminando cerca de la casa.
—Vuelve la daga a la mesa, Ken. Ahora quiero que todos observen el fuego. No me miren; mantengan los ojos fijos en el fuego; el criminal está cerca…
»Ahora no hay sangre que les distraiga. Sólo un poco de arena. Les diré que el crimen se basa en el hecho de que la daga de Louis Playge tiene esa forma especial, en preparar la mente de todos para lo que ocurrió, como lo hizo Darworth, y en el toque artístico de la sangre del gato y de sus ropas rasgadas. Además, debemos tener en cuenta el fuego muy vivo y el aroma de incienso para que no se huela… Sigan mirando al fuego; no me miren a mí ni al muñeco; vean cómo se elevan las llamas… y dentro de un segundo ustedes mismos resolverán el misterio…
Desde alguna parte de la habitación, o del exterior, nos llegó el sonido de un crujido y de algo que parecía arrastrarse. En todo momento tuve conciencia de la cercanía del muñeco, al cual podría haber tocado. El fuego ardía fieramente, crujiendo los leños de tanto en tanto, pero lo que mejor oíamos era el tic-tac inexorable del reloj de H. M. Los ruidos se hicieron más audibles…
—¡Cielos, no puedo soportar más! —exclamó el comandante. Lo miré de soslayo; tenía los ojos muy abiertos y su rostro estaba purpúreo—. Te digo que…
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado.
H. M. se golpeó las manos como si aplaudiera. No sé cuántas veces lo hizo. En el mismo momento, el muñeco se levantó un poco de la silla, echándose hacia adelante y derribando la vela sobre la mesa. Tembló en el aire, se tambaleó y se desplomó al suelo. Oyóse el estrépito de la daga al caer junto a la «víctima».
—¿Qué es…? —gritó Halliday. Estaba de pie, mirando a su alrededor, y todos le imitamos.
Ninguno de nosotros se había movido; nadie tocó al muñeco; sin embargo, excluyendo al grupo original, no había nadie en la habitación.
Me temblaban las piernas cuando volví a sentarme. Me pasé la mano por los ojos y retiré hacia atrás uno de mis pies, pues el muñeco descansaba sobre él, notando que el suelo estaba lleno de arena que salía de su espalda. Había varias heridas en su parte trasera: una había soslayado el hombro, otra pasó un poco más arriba, una junto a la parte media, y otra más penetrante por debajo de donde debía estar el omóplato y le atravesaba de parte a parte.
—¡Calma, pequeños! —dijo H. M., en tono tranquilizador. Tomó a Halliday por el hombro—. Mire usted y vera de qué se trata. Ahora no hay sangre que nos distraiga. Examine ese muñeco como si no supiera nada de lo que Darworth intentaba hacer; como si nunca hubiera oído hablar de la daga de Louis Playge; como si nadie le hubiese dicho qué iba a ocurrir…
Halliday se adelantó con cierta vacilación y se arrodilló al lado del muñeco.
—¿Bien? —preguntó.
—Mire, por ejemplo —le urgió el viejo—, a ese orificio que le ultimó; el que le atraviesa el corazón. Levante la daga de Louis Playge y colóquela en el orificio… Ajusta perfectamente, ¿verdad? Eso mismo. ¿Por qué calza tan justo?
—¿Por qué? —preguntó Halliday.
—Porque el orificio es redondo, hijo, el orificio es redondo. Y la daga tiene exactamente el mismo diámetro… Pero si nunca hubiese visto el arma, ni le hubieran sugerido que existía esa daga, ¿qué le parecería esto? ¡Contésteme alguien! ¿Ken?
—Parece un orificio de bala —dije.
—¡Pero no lo mataron de un tiro! —protestó Halliday—. Se hubieran hallado las balas en sus heridas, y el médico policial no encontró ninguna.
—Se trataba de una bala muy especial, mi estimado mozalbete —replicó H. M.—. Era una bala hecha con sal de piedra o sal gema, como quieran llamarla… Expuestas a la temperatura de la sangre, se disuelven en menos de cinco minutos; los cadáveres tardan mucho más tiempo en enfriarse. Y cuando el cadáver yace a poca distancia de uno de los fuegos más vivos que he visto en mi vida… Hijo, esto no es nada nuevo. La policía francesa hace tiempo que usa balas de sal gema; son antisépticas, y no es necesaria una peligrosa extracción cuando se las emplea contra algún ratero, pues se disuelven por completo. Pero si atraviesan el corazón, el que la recibe en su cuerpo muere igual que si hubiera sido una bala de plomo.
Giró sobre sus talones e indicó el arma que descansaba en el suelo.
—¿Era la daga de Louis Playge de la misma circunferencia que una bala de calibre treinta y ocho? —preguntó—. ¡Que me maten, pero no lo sé! Pero Darworth la rebajó hasta darle ese diámetro. No hay ni un milímetro de diferencia. Él también hizo sus balas de sal de piedra, en su propio torno. El material lo sacó de una de esas esculturas de sal gema que Ted, muy inocentemente, mencionó cuando le interrogó el inspector Masters. Dejó rastros de sal en el torno. Esas balas se podían disparar con una pistola de aire comprimido, método que habría usado yo, o con una pistola ordinaria provista de silenciador. En efecto, recordarán que no se oyó ningún disparo. Debido a que Darworth quemó tanto incienso en una habitación tan reducida, saqué en conclusión que se empleó una pistola ordinaria, pues el incienso sirvió para disimular el olor de la pólvora… Finalmente, el caño de una pistola 38 entra justo por uno de esos espacios libres entre el enrejado de las ventanas, las cuales están muy cerca del techo. Si alguien pudiera llegar al tejado…
En ese momento oímos varios gritos procedentes del patio. La voz de Masters aulló: ¡Cuidado!, y sonaron dos detonaciones ensordecedoras cuando H. M. apartó la mesa y se lanzó hacia la puerta.
—Ése era el plan de Darworth —gruñó el viejo—. Pero el que acaba de disparar esos tiros es el asesino. Abre la puerta, Ken. Me parece que el criminal ha escapado…
Corrí el cerrojo, levanté el barrote, y abrí la puerta. En el patio se veían luces que iban de un lado a otro. Alguien pasó por junto a nosotros, se dispuso a volver hacia la puerta, y luego giró sobre sí mismo en el momento en que salíamos. Vimos el fogonazo de un disparo, y el estampido nos ensordeció. A. través del humo de la pólvora, pudimos ver a Masters que, con un farol en la mano, se lanzaba tras la figura movediza que huía en zig-zag por el patio. El rugido de H. M. se elevó por sobre la algarabía reinante.
—¡Pedazo de tonto! No registró…
—No dijo usted nada de que debía efectuar el arresto —le respondió Masters a voz en grito—… Dijo que no lo hiciéramos… ¡Apártense, muchachos! ¡Ahora! ¡Échensele encima! No podrá salir del patio…
Otros bultos oscuros dieron la vuelta en torno de la casa.
—¡Tenemos al diablo arrinconado! —gritó alguien.
—No —dijo una voz aguda y clara—; no es así.
Juro que vi el destello del fogonazo iluminar un rostro y una boca que sonreía con expresión desafiante, en el momento en que esa mujer se disparó la última bala contra su propia cabeza. Algo se desplomó pesadamente cerca del árbol retorcido bajo el cual descansaban los restos de Louis Playge… Luego reinó el silencio en el patio, y a poco oímos los pasos lentos de los policías que se acercaban al árbol.
—Deme su farol —ordenó H. M. a Masters—. Caballeros —agregó—, vayan a ver a la criminal que nos causó tantas pesadillas. Tome el farol, Halliday… ¡No se asuste, hombre!
La, luz tembló en manos del joven. Sus destellos iluminaron un rostro blanco que descansaba sobre el barro, cerca de la pared.
Halliday dio un respingo.
—Pero… ¿Pero quién es? —preguntó—. Jamás la había visto. Es…
—Claro que la ha visto usted, hijo —le aseguró H. M.
Recordé una fotografía que viera poco antes, y dije lentamente:
—Es… es Glenda Darworth, H. M. La segunda esposa. Pero usted dijo… Halliday tiene razón… Es la primera vez…
—Claro que la han visto antes —declaró H. M. Luego elevó la voz para agregar—: Pero no la reconocieron cuando representaba el papel de «Joseph», ¿eh?