VI. LA MUERTE DEL SUMO SACERDOTE
Puedo afirmar que fue entonces cuando comenzó todo. Como el repicar de esa campana marcó el principio de uno de los más extraordinarios casos de asesinato de los tiempos modernos, será conveniente que me cuide mucho de lo que diga y no exagere ni confunda los detalles, al menos no más de lo que nos confundimos nosotros a fin de que el lector tenga oportunidad de poner a prueba su ingenio y trate de resolver un enigma que, aparentemente, no tenía solución alguna.
En primer lugar, la campana no repicó muy fuertemente. Debido a que estaba herrumbrada y en desuso, tal cosa habría sido imposible, aunque hubiesen tirado con gran fuerza del alambre. Rechinó primero en sus goznes y resonó el bronce, repitiéndose el tañido algo más débilmente, para terminar con un suave murmullo. Sin embargo, para mí fue más espantoso que si hubiera resonado una alarma estruendosa en toda la casa. Me volví presuroso y corrí hacia la puerta que daba al pasaje.
Una luz me iluminó el rostro y el haz de mi propia linterna se cruzó con el de la de Masters. El inspector se hallaba en el umbral de la puerta que daba al patio, mirándome por sobre el hombro. Lo noté pálido. Me dijo roncamente:
—Sígame de cerca… ¡Espere! —Su voz se convirtió en un rugido cuando oímos ruido de pasos apresurados y brillaron las velas en el otro extremo del pasaje. Primeramente se acercó el comandante Featherton, seguido por Halliday y Marion Latimer. McDonnell se abrió paso por entre ellos, llevando del brazo al pelirrojo Joseph.
—Quiero saber… —tronó el comandante.
—¡Atrás! —exclamó Masters—. Atrás todos. Quédense donde están y no se muevan hasta que les avise. ¡No, no sé qué ha pasado! Reúnelos a todos, Bert… Vamos —agregó, volviéndose a mí.
Bajamos al patio y lo iluminamos con nuestras linternas. La lluvia había cesado un rato antes; el patio era un mar de barro llenó de charcos.
—No hay una sola huella de pies que vayan hacia la casa de piedra desde este lado —gruñó—. ¡Mire! Además, ya he estado aquí. Sígame y pise donde piso yo.
Nos adelantamos, examinando el suelo. El inspector gritó:
—¡Ea, usted, Darworth! Abra la puerta, ¿quiere?
No obtuvo respuesta. La luz del interior estaba más débil que antes. Llegamos corriendo hasta la puerta, que era baja pero enormemente pesada, pues estaba hecha de gruesas tablas de roble aseguradas con flejes de hierro herrumbrado. A falta de picaporte, había un candado nuevo cerrado con llave.
—Me olvidé del candado —dijo Masters, dándole un tirón. Se lanzó contra la puerta sin lograr sacudirla siquiera—. ¡Bert! ¡Tráeme la llave de este candado!… Vamos, señor. Las ventanas… Allí, por donde entra el alambre. Tiene que estar ese cajón en el que subió Latimer para colocarlo… ¿No? ¡Cristo, no está! Veamos…
Habíamos dado la vuelta a la casa, manteniéndonos junto a la pared y buscando huellas frente a nosotros. Llegamos bajo la ventana por la cual entraba el alambre; era una abertura pequeña que estaba a unos tres metros y medio de altura. El tejado, que era bajo y de tejas curvadas, no sobresalía de la pared.
—No hay forma de trepar —gruñó el inspector. Estaba enojadísimo—. Debe haber sido un cajón muy grande el que utilizó el joven Latimer para trepar allí. Deme una mano, ¿quiere? Soy bastante pesado, pero no tardaré mucho…
Tuve que esforzarme para sostener su peso. Apoyé la espalda contra la pared y crucé los dedos para que se apoyara en ellos. Trastabillamos y gruñimos un poco, y a fin logró Masters asirse del alféizar de la ventanita.
Sobrevino un momento de silencio…
Con ese zapato lleno de barro entre mis manos, estuve haciendo fuerza durante lo que roe pareció fueron cinco minutos.
—Muy bien —dijo al fin el inspector.
Solté un suspiro ahogado y lo hice descender. Cuando habló, después de tomarse de mi brazo para recobrar el equilibrio, lo hizo en voz serena y algo áspera.
—Bueno, ya está hecho, señor. Me parece que nunca he visto tanta sangre.
—¿Quiere decir que está…?
—Sí, está muerto. No es agradable el espectáculo. Allí adentro está también la daga de Louis Playge. Pero no hay nadie más; lo vi perfectamente.
—Pero, hombre —protesté—, nadie podría haber…
—Exactamente. Exactamente. Nadie pudo haberlo hecho. No creo que la llave del candado nos sirva de nada. Vi la parte interior de la puerta; está corrido el cerrojo y hay una tranca asegurada al marco… ¡Tiene que ser una treta! ¡Bert! ¿Dónde diablos estás?
Vimos un rayo de luz que se acercaba cuando McDonnell se nos aproximó. El sargento estaba asustado; lo descubrí en el brillo de sus ojos verdes y en la expresión de su rostro.
—Aquí tiene, señor. —El joven Latimer tenía la llave. ¿Ha ocurrido…?
—Dámela. Probaremos… ¿Qué diablos tienes en la otra mano?
McDonnell parpadeó, lo miró fijamente y luego bajó los ojos.
—Pues…, nada, señor. Son naipes. —Levantó la mano, mostrándonos un puñado de naipes—. Fue el médium. Dijo usted que lo vigilara, y él quiso jugar al rummy…
—¿Jugar al rummy?
—Sí, señor. Creo que está loco. Pero sacó estas cartas y…
—¿Le permitiste que burlara tu vigilancia?
—No, señor. —McDonnell miró fijamente a su superior—. Le juro que no.
Masters gruñó algo por lo bajo y tomó la llave; mas de nada sirvió abrir el candado. Los tres juntos nos echamos contra la puerta sin resultado alguno.
—No, no —jadeo el inspector—. Necesitamos hachas. Es lo único que… ¡Sí, sí, Bert, está muerto! ¡No necesitas hacerme preguntas tontas! Pero tenemos que entrar. Vuelve a la casa y busca en ese cuarto donde hay algunas maderas, a ver si encuentras un tronco de buen tamaño. Lo usaremos como ariete. De prisa.
Masters había recobrado la serenidad, aunque respiraba jadeante. Iluminó los alrededores del patio.
—Ni una sola huella cerca de esta puerta… ni por ningún otro lado —comentó—. Eso es lo que me preocupa. Además, yo estaba aquí, vigilando…
—¿Qué pasó? —inquirí—. Yo estaba leyendo ese manuscrito…
—¿Eh? ¡Ah! Eso mismo. ¿Sabe usted cuánto tiempo estuvo usted soñando, señor? —Sacó una libreta de notas—. Eso me recuerda que debo anotarlo. Me fijé en la hora cuando oí la campana; era la una y quince justas. «Oí la campana a la una y quince». Ajá. Bien, señor, estuvo usted allí sentado tanto tiempo que tal vez descubrió algo. Casi tres cuartos de hora.
—Masters —le dije—, no vi ni oí nada. A menos que… Dice usted que estaba en la parte trasera de la casa. ¿Pasó al salir frente al cuarto en que yo me hallaba?
—¿Eh? ¿Frente a la puerta? ¿Cuándo fue eso?
—No sé. Mientras estaba leyendo. Salí a ver, pero el corredor estaba desierto.
Masters tomó nota en su libreta.
—Pues, le diré, míster Blake, no fui yo. Yo salí por la puerta de calle y di la vuelta en torno de la casa. Ahora bien, ¿puede usted describirme lo que oyó?
Lo único que pude informarle fue que eran pasos rápidos, como si el que pasara no hubiese querido ser descubierto.
—Bien, señor, le diré lo que pasó después que nos separamos de usted… De paso lo anotaré. Me interrogarán…, y tendré un disgusto por este asunto. ¿Sabe usted lo que estaba haciendo esa gente? —preguntó en tono acerbo—. Sí, ya veo que lo adivina usted. Habían formado un círculo en la oscuridad, tal como una semana atrás, cuando alguien puso ese mensaje falso entre los papeles y dio un susto a Darworth.
—Una sesión… —Dije—. ¿Y Joseph?
—No era una sesión. Estaban orando. Y en eso radica lo raro del caso. No querían a Joseph con ellos. La vieja dijo que Darworth había dado instrucciones para que Joseph no estuviera presente. Afirman que es una influencia perniciosa y habría atraído a los espíritus malignos… McDonnell y yo nos ocupamos de él… ¡Bah! Poco fue lo que averiguamos. Ninguno de ellos quiso hablar.
—¿Les dijo usted que era un funcionario policial?
—Sí, y lo único que hicieron fue mirarme con desprecio y preguntarme qué derecho tenía para intervenir. —Caviló un instante—. La vieja abrió y cerró las manos, y dijo: «Ya me parecía». Tuve la impresión de que Latimer estaba a punto de atacarme. El único que trató de hacer buenas migas conmigo fue el viejo comandante. ¡Ah!, y además me despidieron de la habitación. De no haber sido por míster Halliday, me habrían arrojado a la calle… Aquí viene. ¡Bert! —gritó, volviéndose hacia la casa—. Dile a míster Halliday que te ayude con ese tronco, y haz que los demás se queden allá. ¿Me oyes?
Desde la puerta del pasaje nos llegaron protestas airadas y voces que discutían. Acarreando un pesado tronco, McDonnell descendió los tres escalones a la luz de las velas que sostenían los otros. Halliday levantó el otro extremo y ambos se nos acercaron.
—¿Y bien? —preguntó Halliday—. McDonnell dice…
—No dice nada, señor —le interrumpió el inspector—. Manos a la obra; dos de cada lado. Apunten al centro de la puerta y trataremos de partirla en dos. Las linternas en los bolsillos; usen ambas manos. ¿Listo?… ¡Ahora!
El estrépito de los golpes resonó fuertemente, haciendo temblar los cristales de los alrededores. Cuatro veces asaltamos la puerta con el improvisado ariete, logrando al fin vencer el obstáculo. La habíamos partido en dos, pues la tranca no había cedido.
Respirando, jadeante, Masters se calzó un par de guantes, levantó la parte inferior de la puerta, que pendía de una bisagra, y se deslizó adentro. Yo lo seguí. Al pasar por debajo de la barra de hierro, Masters volvió su luz hacia la parte interna de la puerta. No sólo seguía la barra en su sitio, sino que también estaba corrido el herrumbrado cerrojo. Cuando el inspector lo probó con los dedos, tuvo necesidad de dar un fuerte tirón para correrla. La puerta no tenía picaporte ni ojo para la llave; sólo contaba con una especie de manija del mismo tipo que la que viéramos clavada en el exterior.
—Tomen nota —dijo Masters secamente—, y ahora quédense donde están. Asegúrense de que no hay nadie aquí dentro.
Giré sobre mis talones rápidamente, pues había tenido ya una vislumbre del espectáculo al arrastrarme por debajo del barrote, y no era nada agradable. La atmósfera estaba viciada, pues la chimenea no tiraba bien, y, evidentemente, Darworth había echado en el fuego alguna hierba aromática. Además, sentí el olor de pelo chamuscado.
En la pared de la izquierda (el mismo costado del rectángulo por cuya ventana viera Masters el cadáver) estaba el hogar. El fuego habíase consumido bastante; pero seguía siendo una masa de carbones ardientes que producían intenso calor. Frente a él yacía un hombre con la cabeza casi entre las brasas.
Era un individuo alto. Yacía casi sobre su costado derecho, encogido como si hubiera muerto en medio de intensos dolores. Su mejilla descansaba sobre el suelo, y tenía la cabeza vuelta hacia la puerta, como si hubiera intentado mirar hacia arriba. Al caer hacia adelante habíase destrozado sus lentes, lastimándole la cara, y la sangre le corría por la mejilla, pasando por la boca abierta y se perdía en su sedosa barba castaña. Tenía el cabello largo y salpicado de gris. Su brazo izquierdo estaba tendido hacia el costado del hogar.
A excepción del fuego, no había luz alguna en la habitación. Ésta parecía más pequeña que desde afuera; tendría unos seis metros por cuatro y medio; sus paredes de piedra estaban cubiertas de moho; el piso era de ladrillos y el cielo raso, adherido al tejado, era de roble. Aunque se había intentado limpiar la habitación recientemente —vi una escoba y un estropajo junto a una de las paredes— la tentativa tuvo poco éxito en su lucha contra la corrupción de los años.
Los pasos de Masters despertaron ecos cuando se encaminó hacia el cuerpo.
—Allí está el arma —dijo, indicándola con el dedo—. ¿La ven? Está del otro lado del cadáver. Es la daga de Louis Playge. La mesa y la silla derribadas. No hay nadie escondido aquí… Usted sabe algo de medicina. Examínelo, ¿quiere? Pero tenga cuidado con los zapatos. Mucho barro…
Naturalmente, era imposible no pisar la sangre. El piso, las paredes y la piedra del hogar quedaron salpicados antes de que el muerto cayera junto al fuego. Parecía haber huido desesperadamente de algo, corriendo en círculos, como un murciélago que quiere salir de una habitación… mientras su atacante se le echaba encima. A través de las rasgaduras en sus ropas, vi que tenía heridas cortantes en el brazo izquierdo, el costado y el muslo. Pero el daño peor se lo habían hecho en la espalda. Siguiendo la dirección del brazo extendido, vi que pendía de la chimenea un trozo de ladrillo que se empleó para mantener tirante el alambre de comunicación con la campana.
Me incliné hacia Darworth. Según vi, tenía cuatro puñaladas en la espalda. Casi todas ellas estaban algo altas y eran poco profundas, pero la cuarta penetraba directamente hasta el corazón por debajo del omóplato izquierdo, y había acabado con su vida. Una pequeña burbuja de aire habíase formado en la última herida.
—No hace más de cinco minutos que está muerto —afirmé (más tarde comprobamos que mi cálculo había sido correcto)—. Aunque —me vi obligado a agregar—, sería difícil que el médico forense pudiera determinarlo dentro de un tiempo. Está tendido frente a un fuego que mantendrá su cuerpo a una temperatura más alta de lo normal…
El fuego, en efecto, producía intenso calor, y me retiré un poco. El brazo derecho del muerto estaba doblado por detrás; sus dedos aferraban una hoja de metal de unos veinte centímetros de largo. Vi que el arma tenía una cruz tosca y en la empuñadura de hueso en la que se leían las iniciales L. P. Era como si se la hubiera arrancado de la herida antes de expirar. Miré a mi alrededor.
—Masters —dije—, esto es imposible…
Él se volvió hacia mí con expresión airada.
—¡Ah! Lo único que faltaba. Ya sé qué va usted a decir. Nadie podría haber entrado por esa puerta o por las ventanas, saliendo de nuevo. Le digo que esto tiene una explicación natural, ¡y por Dios que la descubriré! —Agachó un tanto la cabeza y pareció calmarse—. Debe haber una entrada, señor —manifestó obstinadamente—. Por el piso o el techo u otro lado. Examinaremos esta habitación centímetro por centímetro. Tal vez uno de los enrejados de las ventanas pueda retirarse. Tal vez… No sé. Pero tiene que haber… ¡Hagan el favor de no entrar! —gritó, agitando las manos.
El rostro de Halliday había aparecido en la abertura de la puerta. Sus ojos se fijaron en el cadáver; hizo una mueca de sorpresa y luego miró a Masters.
—Ha venido un agente de policía —dijo al inspector—. Hicimos mucho ruido con ese tronco, Lo oyó y… —Señaló el cadáver con el dedo—. Darworth. ¿Está…?
—Sí —repuso Masters—. No entre aquí, señor; pero no vuelva todavía a la casa. Diga al sargento McDonnell que haga pasar al agente. Tendrá que tomar nota de lo sucedido y dar parte a sus superiores. No pierda la calma.
—Ya estoy bien —le aseguró Halliday, llevándose la mano a la boca—. ¡Qué raro! Parece un muñeco de los que usan para practicar con la bayoneta.
Lo mismo se me había ocurrido a mí. Miré a mi alrededor. El único esplendor de otros tiempos que quedaba en esa ruina era el sólido cielo raso de roble. Vi que Masters tomaba inventario de todo, haciendo anotaciones en su libreta, y al seguir la dirección en que miraba, noté las únicas otras cosas que había en la habitación: (1) una mesa de pino, derribada a unos dos metros del hogar, (2) una silla de cocina, también derribada, con El abrigo de Darworth sobre ella, (3) una pluma fuente y algunas hojas de papel, tiradas en el charco de sangre que se formara detrás del cadáver, (4) una vela apagada en un candelero de bronce, la cual había rodado hasta el centro del cuarto, (5-6) el pedazo de ladrillo atado al alambre de la campana, ya mencionado, y el estropajo y la escoba que se hallaban apoyados contra la pared, junto a la puerta.
Y, como para completar el horror de la escena, la sustancia aromática que ardía sobre el fuego era una especie de incienso que hacía la atmósfera casi irrespirable… Todo el caso y sus contradicciones parecían afirmar a gritos que había algo fuera de lugar en esos detalles.
—Masters —dije—, hay algo más. ¿Por qué no gritó cuando le atacaron? ¿Por qué no trató de hacerse oír, aparte de agitar la campana?
Masters levantó la vista de su libreta de notas.
—Lo hizo —respondió quedamente—. Eso es lo malo. Lo hizo…, y yo lo oí.