XX. EL ASESINO

En el lavatorio contiguo a su oficina, H. M. estaba calentando agua sobre el mechero de gas que hiciera instalar allí a pesar de las reglamentaciones que lo prohibían.

—Lo que más me fastidia es el hecho de que debí haber descubierto todo un día antes si hubiera sabido todo lo que sabían ustedes. Sólo anoche y esta mañana tuve oportunidad de revisar todos los detalles del caso en compañía de Masters. Cuando me di cuenta de mi error me hubiera mordido los codos. ¡Hum! Eso me pasa por creerme tan superior.

Eran casi las dos de la mañana. Habíamos regresado a la oficina de H. M., despertando al vigilante nocturno y ascendiendo luego al nido del viejo. El vigilante encendió el fuego, y H. M. insistió en preparar un ponche de whisky para celebrar la victoria. Halliday, Featherton y yo nos sentamos en los viejos sillones de cuero mientras H. M. regresaba con el agua hirviendo.

—Una vez descubierto el indicio esencial de que Joseph era Glenda Darworth, el resto fue fácil. Lo malo es que había tantos detalles relacionados con el caso que tan sólo anoche descubrí la verdad. Otra cosa se interpuso en mi camino; ahora lo comprendo…

—¡Pero, oye tú! —gruñó el comandante, que estaba encendiendo un cigarro—. ¡No puede ser! Lo que quiero saber es…

—Ya lo oirás todo —repuso H. M.—, tan pronto como estemos cómodos. El agua tiene que estar muy caliente… Un momento… ¡Ahora echaré el azúcar!

—Además —terció Halliday—, quisiéramos saber cómo es que estaba ella en el patio hace un par de horas, y quién disparó los tiros por la ventana, y cómo diablos llegó el asesino al tejado de la casita…

—¡Beban primero! —ordenó H. M.

Después que hubimos probado el ponche y felicitado a H. M. por su habilidad, el viejo se tornó más expansivo. Acomodóse de manera que la luz de la lámpara no le diera en los ojos, colocó los pies sobre el escritorio y, lanzando un suspiro, comenzó a hablar.

—Lo raro del caso fue que Ken y Durrand, el policía francés, acertaron con la explicación del asunto, aunque no tuvieron la sensatez suficiente para aplicar sus deducciones al verdadero culpable. Pero eligieron a la pobre Mrs. Sweeney. Comprendo que el error se debió a que, aparentemente, Joseph estaba quemado casi por completo y reposaba en una losa de la morgue.

»Mira, Ken, esa teoría tuya era esencialmente correcta. Glenda Darworth era el cerebro director de la sociedad. Lo malo del caso es que tuviste que buscar más allá de Mrs. Sweeney. ¿Y por qué? Porque esa mujer nunca tomó parte en nada ni estuvo en situación de poder vigilar a los actores del drama y hacer su juego estratégico sin que la vieran. Todo lo que hizo fue estar en su casa y desempeñar el papel de tutora de un muchacho medio idiota. Pero Joseph… Bueno, si se busca un sospechoso que ocupe esa posición, Joseph es el que salta a la vista. Siempre tomó parte en todo, pues era el médium. Tenían que contar con él; era indispensable, y nada podía ocurrir sin que él se enterase. Tú tenías la solución del enigma cuando esa amiga tuya te dijo los nombres de las obras en las que había triunfado Glenda Darworth… ¿Las recuerdas?

—Una era «La duodécima noche», de Shakespeare, y la otra «El Hombre Sincero», de Wycherley —manifesté.

Halliday dejó escapar un silbido.

—¡Viola! —dijo—. ¡Un momentito! ¿No era Viola la heroína que vestía ropas de hombre para seguir a su amado…?

—Ajá —asintió H. M.—. Y yo estuve releyendo la otra, «El Hombre Sincero», mientras les esperaba a ustedes en la casita de piedra. ¿Qué rayos hice con el libro? —Rebuscó en sus bolsillos—. Y Fidelia, la heroína de esa obra, hace exactamente lo mismo. Esas dos obras, con dos papeles muy similares, no se pueden considerar como una coincidencia. Si ustedes hubieran sido un poco más eruditos, habrían descubierto a Glenda mucho antes. Empero…

—Vamos al grano —gruñó el comandante.

—Perfectamente. Admito que nos enteramos de todo eso un poco tarde. De manera que comenzaré por el principio y seguiré el hilo de lo ocurrido, con lo que podría haberse deducido si hubiéramos descubierto a Joseph desde el comienzo. Supondremos que no sabemos que Glenda Darworth es Joseph; no sabemos nada; estamos pensando en los detalles del caso…

»Hemos decidido que Darworth tenía un cómplice que iba a ayudarle a preparar el falso ataque del fantasma de Louis Playge. Ese cómplice debía ir al museo y robar la daga. Esa triquiñuela de mover el cuello a la manera de Playge estaba destinada a llamar la atención del guardián; Darworth estaba seguro de que los diarios la aprovecharían, dándole una publicidad muy conveniente para sus proyectos. Hemos visto cómo se cometió el verdadero asesinato: con balas de sal gema disparadas a través de las ventanas enrejadas por alguien que se hallaba en el tejado. Si Darworth hubiese limpiado su torno, y si Ted no hubiera mencionado casualmente esas esculturas, tal vez el plan hubiese tenido éxito. ¡Cristo! —gruñó, sorbiendo un trago de ponche—. ¡Que me maten si no temía que lo descubrieran ustedes! —Nos miró con expresión airada—. Si uno de ustedes me hubiera robado mi momento de triunfo, les aseguro que me habría retirado del caso. No me molesta ayudarles; pero tienen que dejar que el viejo veterano haga las cosas a su manera. ¡Hum! Aún tuve que decir a Masters que no probara el polvillo, pues podría haber descubierto que era sal, y aún su cerebro habría reaccionado favorablemente. ¡Hum! ¡Ajem! ¡Bah!

»Ahora bien, eso es todo lo que sabemos, ¿eh? Comenzamos, pues, a buscar al criminal. Miramos a nuestro alrededor…, ¿y qué vemos frente a nosotros, mirándonos a la cara? Vemos a la persona que podría ser el cómplice; el más indicado para ello. Vemos a Joseph. ¿Por qué no sospechamos de él y le sometemos en seguida a un interrogatorio?

»Primeramente: porque el supuesto muchacho es un toxicómano idiota dominado por Darworth y, sin duda alguna pocos minutos después de cometido el crimen, se hallaba bajo los efectos de una dosis de morfina.

»Segundo: porque nos han dicho que Darworth le tiene como pantalla para sus actividades, y Joseph no está enterado de nada.

»Tercero: porque, aparentemente, el mozo tiene una coartada perfecta, y estuvo jugando a las cartas con McDonnell todo el tiempo».

H. M. rió entre dientes. Al cabo de un tremendo esfuerzo, logró encender la pipa, lanzó una bocanada de humo y volvió a fijar la vista en el vacío.

—Todo fue muy bien preparado —continuó—. Primero, lo que salta a la vista; luego una serie de insinuaciones y detalles para borrar el primer efecto y conseguir que la gente diga «¡Pobre Joseph! No hay duda que quieren hacerle cargar con la culpa de todo». Lo sé muy bien. Yo mismo me engañé durante unas horas. Pero luego comencé a pensar. Cuando volví a leer las declaraciones, me resultó raro que ninguno de los componentes del círculo, que conocían a Joseph desde hacía casi un año, nunca sospecharon que fuera un toxicómano. A decir verdad, ese detalle fue una sorpresa para todos. Ahora bien, durante todo ese tiempo, es posible que Joseph y Darworth hayan logrado ocultarlo, aunque hubiera sido difícil; pero, lo que más me llamo la atención fue que era totalmente innecesario dar morfina a Joseph. ¿No es demasiado caro, peligroso y complicado el sistema? ¿No era mejor haberlo hecho por medio de algún narcótico común de los que se venden tan baratos en la farmacia y no producen efectos nocivos? ¿Qué ganaba con ello? Todo lo que hacía era crear un adicto a las drogas que en cualquier momento podría soltar la lengua y ponerle en apuros. ¿Por qué no empleaba la hipnosis, si Joseph era un sujeto tan dispuesto? Me pareció ése un método demasiado raro y complejo para conseguir un objeto muy sencillo como era el de mantener al muchacho quieto en su lugar mientras Darworth manejaba todo su instrumental espiritista durante las sesiones. Para hacer tal cosa no era necesario dormir la mente de un idiota.

»Por eso me pregunté: “¿De dónde salió esa novedad de que el muchacho era aficionado a las drogas?”. El primero que lo mencionó fue el sargento McDonnell, que estaba investigando el caso; pero nadie más habló de ello hasta que lo corroboró el hecho de que Joseph se presentara bajo los efectos de la morfina.

»Luego se me ocurrió que de todas las cosas inconsistentes, dudosas y sospechosas que oímos en el caso, la historia de Joseph era la peor. Primeramente dijo que había robado la aguja y la morfina a Darworth para aplicarse una dosis. Ahora bien, eso es muy poco probable, como tendrán que admitirlo…

—¡Caramba, Henry! —le interrumpió el comandante, acariciándose el blanco mostacho—. Tú mismo dijiste en esta oficina que fue porque… ¿Cómo era?… Dijiste que lo había hecho con el consentimiento de Darworth…

—¿Y no salta a la vista el error de tal suposición? —gruñó H. M., a quien no le agrada que le recuerden sus errores—. Está bien, está bien; admito que al principio no caí en la cuenta; pero ¿no salta a la vista? Según afirmara Joseph, Darworth le ordenó que vigilara a alguien que tal vez quisiera atacarle. Eso fue lo que Joseph dijo a Ken y a Masters. Pues bien, ¿te parece razonable que Darworth le permitiese que se llenara de morfina para que vigilase? De cualquier modo que lo mires, se nota que no es cierto… Pero había otra explicación, tan obvia y sencilla que pasó largo tiempo antes de que se me ocurriera. Supongamos que Joseph no fuese afecto a las drogas; supongamos que todos los otros estaban en lo cierto, y que lo único que teníamos para confirmar el detalle era solamente la palabra del mozalbete, la cual aceptamos con tanta tranquilidad. Supongamos que inventó esa excusa para alejar de sí las sospechas. Admitido que se había aplicado una inyección de morfina en aquel momento; pero lo hizo simplemente porque no se atrevió a simular los síntomas del adicto. No estuvo mal el golpe de efecto, ¿eh?

»Pues bien, me pregunté entonces: “Aceptando esa hipótesis, ¿hay algo que la corrobore?”. Veamos, en primer lugar demostraría que Joseph estaba muy lejos de ser el idiota que se fingía, tornándose entonces en un personaje peligroso.

»Observemos de nuevo su declaración. Dijo que Darworth temía ser atacado por algunos de los componentes de su círculo. Según el testimonio de todos, Darworth no se mostró en absoluto nervioso por el hecho de tener que ir a mantener la vigilia en la casita de piedra; que cualquier cosa que temiera no provendría de allí; pero dejemos eso de lado… Lo que sabíamos, según les dije, era que el cómplice de Darworth, según el plan formulado por ambos, debía fingir un ataque contra él. Por lo tanto, si el cómplice formaba parte del grupo formado por las personas reunidas en la habitación del frente, ¿es admisible que Darworth hubiese pedido a Joseph que vigilara a todos? ¡Por supuesto que no! Joseph podría haber visto al cómplice y echado todo a perder. De cualquier punto que se la mire, la declaración del muchacho era completamente inaceptable. Pero se trataba precisamente de la declaración que habría hecho para protegerse a sí mismo, si él hubiera sido ese cómplice; si él hubiera asesinado a Darworth en lugar de ayudarle, y si él se hubiese aplicado una inyección de morfina después de perpetrado el hecho, a fin de tener una coartada.

»Sigan teniendo presente a esa siniestra persona, y examinemos la segunda razón por la cual no sospechamos de él: la afirmación de que sólo era la pantalla de Darworth para cargar con todas las culpas en caso de accidente. Nuevamente pregunto: ¿Quién nos sugirió tal cosa? Sólo McDonnell, que estaba investigando el caso, y Joseph que lo admitió. Y nosotros lo aceptamos… ¡Cielos, con cuánta tranquilidad lo aceptamos! Creímos que Joseph vivía atontado y nada sabía de las maniobras de su protector.

»Pero luego recordé el florero de piedra».

El humo de nuestras pipas y cigarrillos se mezclaba con el vapor del ponche, formando una espesa niebla sobre el escritorio. Más allá del resplandor de la lámpara, vi el rostro sardónico de H. M., semioculto en la penumbra. Halliday se inclinó hacia adelante.

—¡Eso es lo que quiero saber! —exclamó—. Ese florero de piedra que cayó de la escalera y estuvo a punto de aplastarme la cabeza me tiene preocupado. Masters habló con gran superioridad diciendo que era una treta muy vieja. Admitido; pero esa treta tan vieja estuvo a punto de matarme, y si fue ese cerdo de Joseph… o Glenda Darworth… Si ella lo hizo…

—Claro que fue ella, hijo —declaró H. M., haciendo un lento ademán—. Denme un poco más de ese ponche, ¿quieren? ¡Hum! ¡Ajá! Gracias… Ahora bien, recuerde lo que ocurrió en aquel entonces. Usted, Ken y Masters se hallaban parados junto a la escalera, ¿no es cierto? Más aún, usted estaba de espaldas a ella. Bien. En ese momento —se presentaron el comandante y Ted Latimer, seguidos de cerca por Joseph. Pues bien, díganme, ¿de qué material era el piso?

—¿El piso? De piedra o de ladrillo. Creo que era de piedra.

—Ajá. Pero me refería a la parte en que estaba usted entonces, en la trasera del hall, donde no habían arrancado el piso antiguo. De tablas de madera, ¿verdad? Bastante sueltas, según tengo entendido. ¿No hacían vibrar la escalera?

—Sí —intervine yo—. Recuerdo cómo crujieron cuando Masters se adelantó unos pasos.

—Y el rellano estaba justamente sobre la cabeza de Halliday, ¿eh? ¿Y había una baranda en lo alto? Eso mismo, eso mismo. Es la vieja treta de Anne Robinson. ¿No han notado ustedes, en algún hall antiguo con una escalera no muy firme, cómo tiembla ésta cuando se pisa algunas de las tablas que tocan su base? Ahora bien, si un objeto de mucho peso estuviera colocado sobre la baranda del rellano de manera que cualquier movimiento le hiciera perder el equilibrio…

Al cabo de un momento de silencio, continuó:

—Ted y el comandante se alejaron. Joseph les seguía a poca distancia…, y le aseguro que no pisó esa tabla por casualidad.

»Cuanto más se estudia a Joseph, tanto menos parece ser un títere que danza pendiente del alambre sin saber qué ocurre. ¡Mírenle! Muy delgado y de baja estatura; podría considerársele pequeño. Tiene algunas finas arrugas en el cuello, el pelo cortado muy corto y teñido de rojo; la cara llena de pecas, la nariz algo chata y la boca demasiado grande; además, tiene una voz aguda de muchacho, y, lo más importante, no lo olviden, eran sus ropas a cuadros chillones, siempre distinguibles a la distancia. Parece un mozalbete, y pesa más o menos unos cuarenta y cinco kilos…

»Además, hubo algo muy curioso que notó Masters poco antes de que cayera el florero de piedra. ¿Lo vio alguno de ustedes? El muchacho estaba haciendo movimientos raros con las manos, como si se limpiase la cara, y se interrumpió cuando le iluminaron con la linterna…

»Pensé entonces: “¿Sera posible que se trate de algún disfraz?”. Tengan en cuenta que el muchacho había estado expuesto a la lluvia y no tenía sombrero. Me pregunté si no tendría temor…

—¿Y bien? —le urgió Halliday.

—Bueno, se me ocurrió que tal vez temía que sus pecas se hubieran borrado —replicó H. M.—. Eso no fue más que la base de una idea todavía vaga. Pero estaba pensando en todo el asunto y recordé entonces el árbol ése del patio. ¿Lo recuerdan? Masters dijo que una persona muy ágil podría fácilmente saltar desde la parte superior de la pared hasta el árbol, y del mismo al techo de la casita. Y McDonnell manifestó que el árbol estaba podrido, indicando una rama rota en la que había probado tal suposición… Es posible que se hubiera partido, bajo el peso de un hombre de tamaño normal. Digo que es posible, pequeños, porque Masters también aceptó esa afirmación. Pero había en la casa una persona lo suficientemente liviana como para haber saltado a ese árbol sin romperlo: Joseph, el inocente «muchacho».

»Ahora bien, ¿tenía Joseph la destreza y agilidad necesarias para hacer eso y para disparar un arma por esa ventana con suficiente puntería como para infligir las heridas que encontramos en el cadáver? ¿En qué se convierte ahora ese estúpido mozalbete aficionado a las drogas? Todo lo que sospeché por el momento fue que no era, lo que fingía ser, y que sin duda alguna estaba disfrazado. Me pregunté entonces: “¿Qué móvil puede tener ese muchacho para matar a Darworth? Estaba trabajando en combinación con él para sacar dinero a Lady Benning y a su grupo… ¿Por qué, pues, se aparta del plan y mata a su socio? No se trata de un accidente; esas dos últimas balas estaban destinadas a terminar con la vida del pillo de la barbita. ¿Por qué habría de matar a quien le hacía ganar la vida? La única persona que hereda el dinero de Darworth es su esposa…”.

»¡Su esposa! Fue extraordinario el efecto que me produjeron esas ideas. Veamos: ¿qué propósito tenía Darworth al representar esa comedia? Tal vez dijo a su secuaz que era para proclamar la verdad del ocultismo ante el mundo; para hacer conocer su nombre… Mas no era así. ¡Oh, no! Lo que le interesaba era la chica de Latimer. Pensaba proponerle matrimonio. Pero tenía una esposa en Niza, una mujer astuta que lo obligó a casarse con él en el momento preciso y que conoce demasiado de sus manejos. ¿Cómo tomaría ella la novedad?

»Según los retratos, se trataba de una mujer muy atractiva. Delgada, de treinta y dos o treinta y tres años de edad, no muy alta, aunque lo parecería con tacones altos. ¿Alguno de ustedes está casado? ¿Notaron cuán pequeñas parecían vuestras esposas la primera vez que las vieron descalzas? ¡Hum! Hay que ver, también, cómo cambia la expresión del rostro una masa de cabellos negros y un poco de rouge y lápiz de labios. Primero me dije: “¡Que me maten! Sería conveniente avisar a esa mujer que tenga mucho cuidado. ¿Por qué? Porque nuestro sonriente Darworth ya se ha librado de una esposa por medio del veneno o de otro sistema igualmente expeditivo, y si tiene la intención de contraer matrimonio nuevamente… Bien, si yo fuera su esposa, miraría debajo de la cama todas las noches y trataría de no meterme en callejuelas oscuras”. —H. M. inspiró profundamente y nos miró con fijeza—. “A menos”, me dije “que me dispusiera yo a obrar antes que él”.

Agitó la pipa en el aire.

—¿Les dijo alguien cómo comenzó su carrera Glenda Watson a los quince años de edad? En un circo ambulante. ¡Ah, ya lo sabían! Me sorprendería mucho que le fuera difícil trepar a una pared o a un árbol y usar un arma de fuego… Era una joven muy versátil. ¡Y qué mujer! Tenía talento y gran atractivo, pues, de otro modo, no habría conseguido triunfar en las tablas cuando el dinero de Darworth le permitió conseguir un buen papel en un teatro de Niza. Tuvo que destruir su sex-appeal durante los meses en que representó el papel de Joseph; pero no lo hizo durante períodos muy largos… Era una pena tener el pelo corto y teñido; pero poseía una espléndida peluca negra con el cual lo reemplazaba cuando iba a tomar aire. ¿Recuerdan a la mujer misteriosa que vieron entrar y salir de Magnolia Cottage? Les diré, «como Glenda Darworth, tenía que finalizar una conquista y…».

—¡Todo esto está muy bien! —explotó el comandante Featherton—. Pero no nos aclara nada. Hay una dificultad que no puedes salvar. La mujer tenía una coartada, pues estuvo vigilada por un hombre de confianza durante todo el tiempo que debió haber dedicado a ultimar a Darworth en la casa de piedra… No puedes escaparte de eso. Más aún; todos nosotros estábamos en la habitación del otro lado del hall, en el más completo silencio. Ella y el sargento se hallaban muy cerca, y no oímos nada…

—Ya sé que no oyeron nada —repuso tranquilamente H. M.—. Ése es el quid del asunto. No oyeron un solo murmullo procedente de esa habitación. Eso es lo que despertó mis sospechas.

»Ahora bien, desearía que todos ustedes tengan en consideración una serie de coincidencias muy raras. Primera: inmediatamente después del asesinato, se permitió a un fotógrafo que subiera al tejado de la casa de piedra, cosa que pudo y debió haberse evitado, pues si había alguna huella del asesino en el techo, las pisadas de otro las habría borrado. Segundo: alguien subió a la pared a probar la resistencia del árbol, con lo cual se borraron más huellas. Tercero: a pesar de los esfuerzos de Masters, la noticia de que se trataba de un crimen inexplicable, cometido tal vez por un fantasma, salió a relucir en todos los diarios…

Halliday se incorporó lentamente de su silla. El viejo prosiguió, sin prestarle atención:

—Cuarto: un policía muy listo estaba investigando las maniobras de Darworth, y habría tenido mejor oportunidad que nosotros de descubrir que «Joseph», que vivía en la casa de Brixton, era en realidad la fascinadora Mrs. Darworth. Quinto: ¿Han olvidado ya esa sesión de escritura automática llevada a cabo en casa de Bill Featherton? ¿Han olvidado que en ella no estuvo presente Joseph? ¿Han olvidado que el papel que decía «Sé dónde está enterrada Elsie Fenwick» fue mezclado con los otros papeles y le asustó terriblemente porque el pillastre se dio cuenta de que, además de su esposa, había alguien entre los presentes que conocía el secreto? ¿Por qué habría de asustarse si «Joseph» jugaba esa mala pasada? Él sabía que «Joseph» estaba enterado de todo. —H. M. se inclinó de pronto hacia adelante—. ¿Y quién era, según su propia admisión, la única persona con suficiente experiencia en esas lides como para haber dado esa sorpresa a Darworth? ¿Quién era el experto en magia de salón?

Sobrevino un momento de silencio y Halliday se golpeó la frente con la palma de la mano.

—¡Cielos! —exclamó—. ¿Quiere usted decir que McDonnell…?

—Bert McDonnell no cometió el crimen —declaró el viejo—. Fue cómplice del hecho, aunque tuvo muy poca participación en lo ocurrido. No habría sido necesaria su ayuda si Masters no se hubiera presentado inesperadamente en Plague Court. Eso decidió su destino. McDonnell estaba vigilando en el patio para que nada saliera mal. Cuando vio a Masters, tuvo que intervenir; tenía que alejar a Joseph, y estaba tan nervioso que estuvo a punto de echarlo todo a perder. ¿Quién sugirió que Masters fuera al piso alto y vigilara mientras él interrogaba a Joseph a solas? ¿Quién les condujo deliberadamente por senderos cerrados cada vez que parecían estar a punto de acertar con la verdad? ¿Quién juró que ese árbol del patio no podía soportar ningún peso? ¿Quién dijo que el único significado del árbol era que Louis Playge estaba enterrado allí?

H. M. vio la expresión de nuestros rostros e hizo una mueca.

—No es un mal muchacho. Lo que pasa es que la mujer hizo de él lo que quiso… No sabía que se iba a cometer un crimen… No sabía que ella pensaba asesinar a Ted Latimer, vestirle con esas ropas chillonas y meterle en la caldera…

—¿Qué? —gritó Halliday.

—¡Hum! ¿No se lo había dicho? —inquirió H. M.—. Sí, Verá usted, Joseph tenía que desaparecer. Glenda Darworth no pensaba cometer más crímenes; iba a desaparecer, dejando que la policía pensara lo que quisiera, y presentarse después con su verdadera personalidad para reclamar sus doscientas cincuenta mil libras. Pero esa noche, al salir de la casa, Ted Latimer vio a Joseph… Por eso tenía que morir.