XVI. SEGUNDO ATAQUE DEL ASESINO

Los empleados de Londres regresaban a sus respectivos hogares. Oíamos el rumor del tránsito que llenaba Piccadilly Circus; veíamos sombras que se movían sobre el reflejo de las aceras mojadas; autos que parecían rayos luminosos, mientras que sus bocinas resonaban quejumbrosamente. Todo esto lo percibimos mientras el automóvil policial ascendía la cuesta hacia el Haymarket. Oleadas de omnibuses iluminados pasaban velozmente hacia Cockspur Street. Al oír sus campanadas, H. M. sacaba la cara por la ventanilla y les hacía una mueca. No le agradaban los autobuses; afirmaba que sus conductores tenían la costumbre de aumentar su velocidad al doblar las esquinas. Por eso les hacía muecas. Por casualidad, al detenerse momentáneamente el tránsito, le hizo una especialmente malévola al agente de facción en Waterloo Place, lo cual no pareció divertir en absoluto a Masters. El inspector afirmó que viajaban en un auto policial y no deseaba que creyeran que el personal de Scotland Yard tenía la costumbre de hacer esas cosas.

Pero una vez que tomamos por St. James Street, fuera ya de Piccadilly, todos guardamos silencio. Al pasar el Berkeley, recordé al comandante Featherton, quien seguramente estaría allí tomando sus cócteles.

Al llegar a nuestra meta, descubrimos que alguien golpeaba violentamente el llamador de la casa de Darworth. Cuando se detuvo nuestro coche, el desconocido descendió los escalones y vimos que era McDonnell.

—No puedo conseguir que me abra, señor —expresó el sargento—. Cree que se trata de otro reportero. Todo el día le han estado molestando.

—¿Dónde está miss Latimer? —gruñó Masters—. ¿Qué pasa? ¿No quiso venir, o fuiste demasiado amable para obligarla? Sir Henry deseaba verla.

—No estaba en su casa. Había salido para ver sí podía encontrar a Ted, y todavía no ha regresado. Lo siento, señor; pero yo mismo quería verla, y la esperé durante media hora, después que regresé de la estación Euston. Ya le contaré todo.

H. M. se asomó a la ventanilla del automóvil y comenzó a hacer observaciones muy poco amables. Cuando le explicaron la situación, se apeó trabajosamente y tronó:

—¡Abra esa puerta, maldito sea!

Creo que su voz debió haber sido oída hasta en Berkeley Square, a seis cuadras de distancia. Después de gritar arrojó todo su peso contra la puerta. Esto causó el efecto deseado. Un hombre pálido y de edad mediana, la abrió al instante y encendió las luces, explicando nerviosamente que los periodistas se habían hecho pasar por representantes de la ley…

—Está bien, hijo —le dijo H. M., en tono completamente tranquilo—. Silla.

—¿Señor?

—Silla. Eso que se usa para sentarse. ¡Ah! Allí hay una.

El hall era bastante angosto, con piso de madera lustrado, sobre el que había varias alfombras delgadas. Comprendí por qué había dicho Masters que la residencia parecía un museo. Reinaba una frialdad extraordinaria en ella, y las sombras parecían haber sido arregladas con la misma precisión que el escaso mobiliario. La iluminación indirecta, muy débil por cierto y procedente de las cornisas en lo alto, ponía de relieve una escultura que se hallaba detrás de un sillón de respaldo alto. H. M. no pareció impresionarse ante la atmósfera predominante en la casa. Se arrellanó cómodamente en el sillón.

Sir Henry, le presento al sargento McDonnell —dijo Masters, sin perder tiempo—. En este asunto está a mis órdenes. Yo me he tomado interés por él, porque es muy ambicioso. Di a Sir Henry…

—¡Ea! —dijo H. M., frunciendo el ceño—. Ya sé quién es usted. Conocí a su padre, el viejo McDonnell. La última vez que le vi a usted, muchacho…

—Dé su informe, sargento —intervino Masters secamente.

—Sí, señor —replicó McDonnell—. Comenzaré en el momento en que me envió usted a casa de Miss Latimer.

»Viven en una amplia residencia de Hyde Park Gardens. Es demasiado espaciosa para ellos; pero la ocupan desde que falleció el mayor Latimer y su esposa se trasladó a Escocia para vivir con sus familiares. —El sargento titubeó un instante—. La anciana Mrs. Latimer no está bien de la cabeza. No sé si eso explica la conducta rara de Ted. He estado antes en la casa; pero, por extraño que parezca, no conocí a Marion hasta la semana pasada.

Masters le advirtió que no se saliera del asunto, y el sargento continuó:

—Cuando fui allí esta tarde, Marion se mostró muy seria conmigo. Casi me dijo que era un espía. Pero poco después se olvidó de ello y me pidió que, como amigo de Ted, le prestara mi ayuda. Le explicaré: en cuanto terminó de hablar con usted, recibió otra llamada telefónica…

—¿De quién?

—De Ted, según le dijeron. Ella afirmó que la voz no se parecía a la de su hermano, pero que tal vez fuese él. «Ted» le dijo que estaba en la estación Euston, y que no se afligiera; que estaba siguiendo a alguien y tal vez no volvería a la casa hasta el día siguiente. Ella se dispuso a advertirle que la policía le buscaba, pero el otro colgó en seguida.

»Naturalmente, me rogó que fuera a la estación; averiguara si estaba por tomar un tren, y le trajera a la casa antes de que hiciese una tontería. Eso fue a las tres y veinte. Por si se trataba de un engaño, ella iría a ver a algunos de los amigos de su hermano por si sabían algo respecto a su paradero…

—Un momentito, hijo —le interrumpió H. M.—. ¿Dijo el joven Latimer que iba a tomar el tren?

—Eso es lo que ella entendió, señor. Verá usted, el muchacho se llevó consigo una maleta, y, como telefoneaba desde una estación de ferrocarril…

—Como de costumbre, se apresuraron a sacar conclusiones —observó acerbamente H. M.—. Las estaciones son lugares muy convenientes para telefonear. Muy bien. ¿Qué pasó después?

—Me trasladé a Euston lo más rápido que me fue posible y pasé una hora buscando al muchacho. La pista era reciente, y Marion me dio una buena fotografía, pero no obtuve resultados positivos. Sólo uno de los guardas del andén creyó reconocerle por la fotografía y dijo que tal vez había partido en el expreso de Edimburgo a las tres y cuarenta y cinco; mas el boletero no recordaba haberle visto, y el tren ya había salido. No sé qué pensar.

—¿Telegrafiaste a la policía de Edimburgo? —inquirió Masters.

—Sí, señor. También envié un telegrama a… —McDonnell se interrumpió.

—¿Y bien?

—Fue un telegrama personal. La madre de Ted vive en Edimburgo. No olvide que soy amigo del muchacho. No pude imaginar por qué habría ido allí, si es que fue, pero me pareció conveniente advertirle que regresara a Londres para no empeorar las cosas… Luego regresé a casa de Marion y me enteré de algo raro.

»Cuando fui por primera vez a la casa, Marion me dijo que los criados habían oído cosas raras esa mañana, y me pidió que investigara el asunto. Pero yo postergué eso hasta mi regreso de la estación. Como ella no estaba en ese momento, reuní a los criados y los interrogué.

»Recordará usted que Ted parecía un poco trastornado cuando se separó anoche de nosotros. A eso de las cuatro y media de la mañana, el mayordomo, un hombre muy serio llamado Sark, despertó al oír que alguien arrojaba piedritas contra su ventana. Se asomó para ver de qué se trataba, y oyó que Ted le pedía que bajara a abrirle la puerta, pues había perdido su llave.

»Cuando Sark abrió, Ted se desplomó al suelo. Hablaba entre dientes, y Sark dice que se llevó un susto al verle tan sucio como un deshollinador y con un crucifijo en la mano».

Este último detalle era tan raro que McDonnell se interrumpió involuntariamente, como si esperara oír algún comentario. Así fue.

—¿Un crucifijo? —repitió H. M.—. Esto es una novedad. El muchacho era muy religioso, ¿eh?

—El muchacho está loco, señor; eso es todo —declaró Masters—. ¿Religioso? Todo lo contrario. Cuando le pregunté si había estado orando se puso tan furioso como si le hubiera insultado. Me dijo: «¿Es que tengo aspecto de ser un devoto?» o algo por el estilo… Prosigue, Bert. ¿Qué más?

—Eso fue todo. Ted dijo a Sark que había caminado mucho, pues sólo en Oxford Street encontró un taxi. Dijo que no esperaba a Marion; que ella regresaría a su debido tiempo; luego se sirvió una buena cantidad de coñac y se fue a la cama.

»El resto ocurrió a eso de las seis. Una de las mucamas se encarga de encender los fuegos, e iba marchando por el tercer piso, frente al dormitorio de Ted, cuando le oyó decir algo en voz baja y se imaginó que estaba hablando en sueños.

»Después oyó otra voz. La chica jura que nunca la había oído antes. Aparentemente, era una voz femenina y desagradable. Hablaba con rapidez. La mucama se llevó un susto, pero después recordó que el joven ya había llevado una vez a una amiga a la casa. Había estado de juerga y debido a su embriaguez… —McDonnell se encogió de hombros—. La mucama se figuró, pues, que había vuelto a repetirse lo de entonces; pero más tarde, cuando leyó la noticia del crimen y supo a qué hora había regresado Ted, se sintió nuevamente muy asustada y habló con Sark del asunto. Todo lo que pudo decir fue que no era lo que ella había creído, y que la voz le había crispado los nervios.

—¿Pudo captar alguna palabra? —quiso saber Masters.

—Estaba tan asustada cuando hablé yo con ella que no pude conseguir que me aclarase nada. A Sark le había dicho que la voz era muy rara y que las únicas palabras que recordaba eran: «Nunca lo sospechó usted, ¿verdad?».

Sobrevino un largo momento de silencio. Masters descubrió que el mayordomo de Darworth estaba escuchando, y, para ocultar lo que pensaba en ese momento, le despidió del hall inmediatamente.

—Una mujer… —dijo luego.

—Eso no significa nada —manifestó H. M.—. Cualquier persona nerviosa habla con voz chillona en un momento de apuro. ¡Hum! ¿Por qué se habrá ido tan apresuradamente el joven, y con una maleta de viaje? ¡Hum! —Caviló un momento y al fin se irguió en el sillón. Parecía irritado—. Bien, bien; de nada vale quedarse quieto. ¡Hay que trabajar, Masters!

—¿Señor?

—No pienso subir esas escaleras, ¿comprende? Demasiadas veces lo hago cuando voy a mi oficina. Usted y Ken vayan al taller de Darworth. Tráigame ese trozo de papel lleno de cifras de que me habló usted; saque también un poco de ese polvo blanco del torno y póngalo en un sobre para mí. —Calló un instante, restregándose la nariz en actitud meditativa. A propósito, hijo. Por si se le ocurre la idea, le aconsejo que no le tome el gusto a ese polvo. Conviene ser precavido.

—¿Quiere usted decir que es…?

—¡Vaya, vaya! —repuso el viejo ásperamente—. ¿En qué estaba pensando? ¡Ah, si! ¿Conoce usted a Pelham? No; él se ocupa de nariz y oídos. ¡Cara de caballo! Si, es posible que él lo sepa. ¿Dónde diablos está el teléfono? ¡La gente siempre me esconde esos malditos aparatos!

El mayordomo de Darworth, que había aparecido como por arte de magia, se apresuró a abrir una cabina telefónica situada allí cerca, H. M. consultó su reloj.

—¡Hum! —dijo—. No debe estar en su consultorio. Es fácil que esté en su casa. ¡McDonnell!… ¡Ah!, aquí está usted. Hágame el favor de llamar a Mayfair 6004 y preguntar por Cara de Caballo. Dígale que quiero hablar con él.

Por fortuna recordé yo quién era Cara de Caballo e informé a McDonnell de su identidad en el momento en que Masters emprendía la marcha hacia la parte trasera del hall. El viejo no tenía intención de hacer ninguna broma. Nunca se le habría ocurrido que hubiera nada de extraño en llamar a la casa del doctor Ronald Meldrum Keith (uno de los más eminentes especialistas en huesos de Inglaterra) y preguntar por Cara de Caballo. No es que le desagrade la importancia ganada por sus amigos; lo que ocurre es que no la toma en cuenta.

No pude figurarme para qué querría hablar con el médico; pero cuando Masters abrió la puerta del otro extremo, se me ocurrió que el viejo quería quedarse solo. Habíase puesto de pie y marchaba hacia una puerta de la izquierda.

Masters me condujo escaleras abajo hacia un sótano lleno de aparatos, y encendió la luz del mismo. Con gran habilidad forzó la cerradura de una puerta que daba acceso a otra parte del sótano, y, cuando le seguí, no pude menos que dar un respingo. El cuarto parecía el taller de un fabricante de juguetes, con la única diferencia de que los juguetes eran todos espantosos. Una serie de caras me miraba; pendía de la pared, sobre una hilera de bancos de trabajo llenos de herramientas, latas de pintura y chapas de madera; eran máscaras de un realismo extraordinario. Una de ellas me pareció familiar. Tenía un párpado entornado, una ceja enarcada y miraba a través de un par de anteojos de gruesos cristales. En alguna parte había visto yo ese mostacho caído y esa expresión nerviosa…

Masters recogió una hoja de papel que estaba junto al torno del cual levantó un poco de polvo blancuzco que guardó en un sobre.

—¡Oh!, está usted admirando las máscaras, ¿eh? —me dijo luego—, son muy buenas. Una vez hice un Napoleón, para ver qué aspecto tenía, pero no conseguí la perfección de este hombre. Era un genio.

—Le aseguro que no las estaba admirando —manifesté—. Ésa, por ejemplo…

—¡Ah! Hace bien en contemplarla. Es James.

Se volvió para mostrarme unos trozos de gasa cubiertos de pintura luminosa, explicándome los diversos métodos empleados por los espiritistas para llevar a cabo sus supercherías.

Comencé a pensar en el visitante desconocido que recibiera Ted esa madrugada.

—Masters —dije de pronto, sin apartar la vista de la máscara de James—, ¿quién puede haber sido…? ¿Quién entró esta mañana en la habitación de Ted Latimer? ¿Y por qué?

—¿Quién? —preguntó el inspector, interrumpiendo la explicación que me estaba dando sobre el funcionamiento del torno—. ¡Ojalá lo supiéramos, señor! Le aseguro que estoy muy preocupado. Desearía que la persona que visitó esta mañana al joven Latimer no sea la misma…

—Prosiga usted. ¿Qué iba a decir?

—La misma que visitó a Joseph Dennis esta tarde y entró con él en esa casa de Brixton, palmeándole la espalda…

—¿De qué diablos está usted hablando?

—De la llamada telefónica. ¿No la recuerda usted? La que hizo el sargento Banks cuando Sir Henry dijo todas esas tonterías acerca del Zoológico de Russell Square. Protestó tanto por la llamada que no tuve tiempo para comunicársela entonces. Además, no lo consideré importante. ¡No puede ser importante! No voy a perder la cabeza como anoche…

—¿De qué se trata?

—Envié a Banks para que vigilara la casa y a mistress Sweeney, que la ocupa. Le dije que estuviera alerta. En la acera opuesta hay un verdulero, y Banks estaba hablando con el comerciante cuando se detuvo un taxi a la puerta de la casa… El verdulero señaló a Joseph que se estaba apeando en compañía de alguien que le conducía hacia la puerta de la casa…

—¿Quién era el otro?

—No pudieron verlo. Había mucha neblina y estaba lloviendo; además, el vehículo les obstruía la visión. Sólo pudieron ver una mano que le obligaba a avanzar, y para el momento en que se alejó el taxi, los dos estaban ya en el interior de la casa. Estoy seguro de que no tiene importancia. Seguramente era algún visitante común.

Me contempló un momento y dijo luego que convendría subir. Yo no hice comentario alguno acerca de su relato. Al llegar a la escalera, oímos una nueva voz que provenía del hall. Marion Latimer acababa de llegar. Estaba algo pálida y respiraba jadeante. Dio un respingo al vernos salir por la puerta del extremo trasero del hall. Desde muy cerca oímos la voz de H. M. que hablaba por teléfono, aunque no pudimos comprender lo que decía.

—… deben saber algo de él en Edimburgo —estaba diciendo la joven a McDonnell—. ¿Por qué, si no, han mandado este telegrama?

Cuando nos acercamos, la joven nos saludó cordialmente.

—No pude menos que venir —declaró—. Míster McDonnell dejó dicho en casa que venía hacia aquí y que deseaba verme. Quise que todos ustedes vieran esto. Es de mamá, que actualmente se halla radicada en Edimburgo…

Leímos el mensaje, el cual decía:

«MI HIJO NO ESTA AQUÍ PERO NO LE ATRAPARÁN».

—¡Ah! —dijo Masters—. ¿De su madre, señorita? ¿Sabe usted qué significa el telegrama?

—No. Eso es lo que quería preguntarles a ustedes, Es decir, a menos que él haya ido a verla. ¿Pero por qué habría de hacerlo?

—Mire, señorita, éste es un asunto muy serio y tengo que pedirle la dirección de su madre. La policía tendrá que investigar esto. En cuanto al telegrama… Bien, ya veremos qué dice Sir Henry.

—¿Sir Henry?

—Merrivale. El caballero a cargo del asunto. Ahora está hablando por teléfono; si quiere usted tomar asiento…

En ese momento se abrió la puerta de la cabina telefónica de la que salió una espesa nube de humo a la que siguió H. M., con su vieja pipa entre los dientes. Parecía algo enfadado, y comenzó a hablar antes de ver a Marion. Luego, al notar su presencia, cambió por completo su actitud, tornándose amabilísimo. Se quitó la pipa de la boca e inspeccionó a la joven con franca admiración.

—Es usted una fulana muy bonita —declaró—. ¡Que me maten si no es así! El otro día vi en la pantalla a una chica muy parecida a usted. En mitad de la película se quitaba la ropa. ¿La vio usted? ¿Eh? No recuerdo como se llama; pero parece que esa muchacha no podía decidirse a…

Masters tosió repetidas veces.

—Le presento a Miss Latimer, señor… —dijo.

—Bueno, sigo opinando que es una fulana muy bonita —replicó H. M., como si defendiera su punto de vista. A decir verdad, hablaba sinceramente y creía haber hecho a la joven un cumplido muy fino—. He oído hablar mucho de usted, querida. Quería verla y asegurarle que aclararemos este enredo y encontraremos a su hermano sin que suceda nada desagradable… Ahora bien, ¿quería usted preguntarme algo?

Ella le contempló con extrañeza. De pronto rompió a reír alegremente.

—Opino que es usted un viejo pillo —declaró.

—Es verdad —asintió H. M., tranquilamente—. Lo que pasa es que no lo oculto, ¿eh? ¡Hum! Bien, bien, ¿de qué se trata?… —Masters le había puesto el telegrama en la mano para evitar que continuase hablando—. Un telegrama. «Mi hijo no…». Hum… Ajá… —lo leyó murmurando por lo bajo y luego gruñó—: ¿Cuando lo recibió?

—Hace menos de media hora. Estaba en casa cuando regresé. ¿No podría usted decirme algo? Corrí en seguida…

—¡Vamos, vamos! No se ponga nerviosa. Le agradezco que nos lo haya traído. Pero le diré una cosa, querida mía. —Su tono se tornó confidencial—. Quiero conversar largo rato con usted y el joven Halliday…

—Dean me está esperando en el auto —le dijo ella—. Él fue quien me trajo.

—Sí, sí; pero no ahora. Tenemos mucho que hacer: hallar al hombre de la cicatriz y muchas otras cosas… Veamos… ¿Por qué no van ustedes mañana a mi oficina, a eso de las once? El inspector Masters irá a buscarlos y los llevara allá.

Se mostró tranquilo y muy afable, pero me di cuenta de que no perdió tiempo en conducir a la joven hacia la puerta.

—¡Allá estaré! También irá Dean —dijo la joven en el momento de retirarse.

Durante un momento H. M. se quedó contemplando la puerta. Oímos el rugir de un motor en la calle. Luego el viejo se volvió hacía nosotros.

—Esa chica es un encanto —declaró—. Hace años que debería haberse casado. Los jóvenes de hoy día no valen nada. ¡Hum!… —Se restregó la barbilla.

—Se libró usted de ella muy pronto —observó Masters—. ¿Qué pasa, señor? ¿Le dijo algo ese especialista?

—No estaba hablando con Cara de Caballo —dijo H. M.

Sobrevino un momento de silencio. Sus palabras parecían sugerir algo desagradable. Masters crispó los puños.

—Ya hablé con él antes —continuó H. M., lentamente—. Ahora estaba atendiendo una llamada de Scotland Yard… Masters, ¿por qué no me dijo usted que alguien fue a visitar a Joseph a las cinco de la tarde?

—¿Quiere usted decir…?

H. M. asintió. Giró sobre sus talones y se dejó caer en el sillón.

—No le echo a usted la culpa… Ni yo lo habría imaginado… Sí, lo ha adivinado usted. Asesinaron a Joseph con la daga de Louis Playge.