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EXPLICACIÓN FUNDAMENTAL

Todavía no he visto un problema, por complicado que fuera, que, al examinarlo correctamente, no se volviera aún más complicado.

POUL ANDERSON

Un camino óctuple

Me pareció algo superlativo —conocer la explicación de todas las cosas, por qué algo llega a ser, por qué perece, por qué es.

SÓCRATES

¿Cómo, cuándo y por qué nació el universo? Cuestiones fundamentales como éstas han estado pasadas de moda durante siglos. Los científicos las consideraron con reservas; los teólogos y los filósofos se cansaron de ellas. Pero de repente los científicos se están planteando semejantes cuestiones con toda seriedad y los teólogos ven cómo se les adelantan a sus pensamientos y cómo se ven guiados por las especulaciones matemáticas de una nueva generación de científicos. Irónicamente, muy pocos teólogos tienen una formación adecuada en física para dominar los pormenores, y pocos físicos poseen una apreciación suficiente de las cuestiones más amplias para facilitar un diálogo fructífero. Los teólogos piensan que conocen las preguntas, pero no pueden entender las respuestas. Los físicos piensan que conocen las respuestas, pero ignoran cuáles son las preguntas. El optimista considerará el diálogo como una receta para la aclaración, mientras el pesimista vaticinará que lo más probable es que de ello resulte una situación en la que nos encontremos sin conocer ni las preguntas ni las respuestas.

Los físicos modernos creen haber hallado una clave que desvela el secreto matemático en el corazón del universo, un descubrimiento que apunta hacia una «Teoría del Todo», una imagen única y global de todas las leyes de la naturaleza de la que debe seguirse con lógica irrefutable la inevitabilidad de todas las cosas que vemos. Con esta Piedra de Rosetta cósmica en nuestro poder seríamos capaces de leer el libro de la naturaleza a través de los tiempos: podríamos entender todo lo que fue, lo que es y lo que devendrá. Siempre se ha especulado sobre dicha posibilidad, pero nunca con confianza. Ahora bien, ¿estamos en un error al manifestar ahora dicha confianza? Ésta es una de las preguntas que el lector estará en condiciones de responder al pasar la última página de este libro. Nuestro propósito es explicar en detalle los diferentes ingredientes que deben formar parte de cualquier entendimiento científico del universo en el que vivimos. Veremos que éstos son mucho más variados y resbaladizos de lo que han supuesto inocentemente los proveedores de las Teorías del Todo. Pero debemos ser cautos con el uso que hacemos de un término tan intencionado como «Todo». ¿Significa realmente «todo»: las obras de Shakespeare, el Taj Mahal, la Gioconda? No, no significa esto. De hecho, en las páginas siguientes analizaremos con algún detalle la manera en que dichos particulares del mundo entran dentro del esquema general de las cosas. Ésta es una distinción esencial que es preciso hacer en nuestra forma de abordar el estudio de la naturaleza. Pues queremos saber si existen cosas que no se pueden someter por la fuerza al mundo de la ciencia matemáticamente determinado. Veremos que sí existen e intentaremos explicar cómo se las puede distinguir de los ingredientes codificables y previsibles del mundo científico que poblarán cualquier Teoría del Todo.

Un vistazo a los pasados milenios de logros humanos revela lo mucho que se ha conseguido en los últimos trescientos años, desde que Newton puso en marcha la eficaz matematización de la naturaleza. Así, hemos hallado que el mundo se adapta curiosamente a una descripción matemática sencilla. Ya es un enigma que el mundo esté descrito por las matemáticas; pero que lo esté por matemáticas sencillas, con las que actualmente podemos familiarizarnos en unos pocos años de estudio intensivo, es un misterio dentro de un enigma.

Las reacciones ante este estado de cosas son diversas. Podríamos considerar la revolución newtoniana como el descubrimiento de una llave maestra cuyo uso constante nos permite abrir puertas cada vez más rápidamente. Sin embargo, aunque el ritmo de descubrimiento se ha acelerado de forma espectacular en los últimos tiempos, no continuará siendo así de manera indefinida. Nuestro ritmo actual de descubrimiento de verdades sobre cosas en apariencia fundamentales no indica necesariamente que nos estemos acercando al lugar donde se encuentra enterrado el tesoro. El proceso de descubrimiento podría continuar indefinidamente, bien porque la complejidad de la naturaleza es en verdad insondable, o bien porque hemos elegido una forma particular de descripción de la naturaleza que, aun siendo tan exacta como deseemos, no es en el mejor de los casos más que una aproximación asintótica que podría llegar a corresponder exactamente a la realidad sólo mediante un número infinito de refinamientos. Con más pesimismo, nuestro contexto humano y su accidentado pasado evolutivo pueden poner límites reales a los conceptos que podemos aportar. ¿Por qué nuestros procesos cognitivos habrían de sintonizar con una búsqueda en pos de algo tan extravagante como la comprensión del universo entero? ¿No es más probable que el universo sea, en las palabras de Haldane, «más peculiar de lo que nunca podamos llegar a saber»? Cualesquiera que sean nuestras especulaciones en torno a nuestros propios puntos de vista en la historia del descubrimiento científico, seguramente consideraremos con cierto recelo copernicano la idea de que nuestros poderes mentales humanos deberían bastar para lograr una comprensión de la naturaleza en su nivel más fundamental. ¿Por qué tendríamos que ser nosotros? Ninguna de las complejas ideas involucradas parece ofrecer alguna ventaja selectiva que pueda ser explotada durante el período preconsciente de nuestra evolución. Otra posibilidad sería adoptar el punto de vista optimista y pensar que nuestro éxito reciente es indicativo de una edad de oro del descubrimiento que alcanzará su fin en los primeros años del próximo siglo, tras lo cual la ciencia fundamental estará más o menos terminada. Quedarán ciertamente cosas por descubrir, pero será cuestión de detalles, aplicaciones de principios conocidos, pulidos, reformulaciones más elegantes o elucubraciones metafísicas. Los historiadores de la ciencia mirarán atrás, hacia este siglo y hacia los anteriores, como la época en la que descubrimos las leyes de la naturaleza.

Ya hemos pasado por esto mismo anteriormente. Quizás exista un anhelo psicológico de llevar a término con éxito las cosas conforme un siglo se acerca a su fin. Hacia el final del siglo pasado muchos sintieron también que el trabajo de la ciencia estaba terminado. La oficina de patentes prusiana fue cerrada al pensarse que no había más invenciones que hacer; pero el trabajo llevado a cabo por un joven en otra oficina de patentes de Zúrich dio la vuelta a la situación y abrió todas las perspectivas de la física del siglo veinte.

¿Podemos confiar en aportar explicaciones fundamentales del universo? ¿Existe una Teoría del Todo? y ¿qué nos podría decir?; ¿qué sería lo que dicha teoría abarcaría en realidad? La propia naturaleza de la investigación determina que cuando se comienza una investigación científica no se sepa cuál será su final. No podemos decir cuánto de lo que actualmente somos reacios incluso a llamar ciencia deberá ser incluido en dicha imagen global del mundo. De hecho, la historia nos enseña algunas lecciones interesantes a este respecto. Hoy en día los físicos aceptan el punto de vista atomista, según el cual los cuerpos materiales están compuestos en su interior por partículas elementales idénticas, como un punto de vista bien respaldado por la evidencia. Esto se enseña en todas las universidades del mundo. No obstante, esta teoría física surgió entre los primeros griegos como una religión filosófica, y hasta mística, sin ningún apoyo en los datos observacionales. Miles de años tuvieron que transcurrir antes de que lográsemos siquiera los medios para conseguir esa evidencia. El atomismo comenzó como una idea filosófica que no habría superado casi ninguna de las pruebas contemporáneas de lo que debería ser considerado como «científico» y, sin embargo, se convirtió con el tiempo en la piedra angular de la ciencia física. Uno sospecha que existen ideas de una inconsistencia similar según los criterios actuales, que en el futuro ocuparán un lugar en la imagen «científicamente» aceptada de la realidad.

En los próximos capítulos echaremos una ojeada a esta búsqueda en pos de una explicación fundamental e indagaremos un poco en sus precedentes antiguos y modernos. A diferencia de muchos otros escritores, nosotros haremos hincapié en que, si bien el conocimiento de dicha Teoría del Todo, en caso de existir, es necesario para comprender el universo físico que vemos a nuestro alrededor, no es ni mucho menos suficiente para alcanzar dicho objetivo. Para ello se requieren otros ingredientes esenciales, sin los cuales nuestro conocimiento será siempre incompleto y parcial y nuestra búsqueda de una explicación última no se verá colmada. Veremos cómo nuestro entendimiento del universo se halla influido por ocho ingredientes esenciales:

  • las leyes de la naturaleza,
  • las condiciones iniciales,
  • la identidad de las fuerzas y las partículas,
  • las constantes de la naturaleza,
  • las simetrías rotas,
  • los principios organizadores,
  • los sesgos de selección, y
  • las categorías de pensamiento.

En el curso de nuestro relato hablaremos extensamente sobre la naturaleza de estos ingredientes y su contribución a la búsqueda de una explicación fundamental. El autor tiene la ingenua esperanza de que algunas de las ideas que encontraremos en el camino puedan poseer un interés mayor que el de contribuir meramente a respaldar una actitud cauta respecto al probable alcance de una Teoría del Todo. Pero antes de adentrarnos en este camino óctuple, comencemos por el principio y volvamos a algunas de las primeras Teorías del Todo y a la forma en que sus motivaciones han madurado en aquellas de quienes investigan la naturaleza de las cosas en el siglo XX.

Mitos

Cuando yo era niño, hablaba como un niño, entendía como un niño, pensaba como un niño; pero cuando me hice hombre dejé a un lado las cosas de los niños.

SAN PABLO

Si se echa un vistazo a los viejos relatos mitológicos sobre el origen del mundo y la situación de sus habitantes, uno tiene la profunda impresión de haberse adentrado en una Teoría del Todo. Todo en ella es perfección, confianza y certidumbre. Hay un lugar para cada cosa y cada cosa se encuentra en el lugar que le corresponde. Nada sucede por azar. No hay vacíos ni ambigüedades. No hay espacio para el progreso ni para la duda. Todas las cosas se hallan entretejidas en un tapiz cuyo significado se urde con los hilos de la certidumbre. Sin duda alguna éstas fueron las primeras Teorías del Todo.

El término «mito» ha adquirido en la práctica un significado cotidiano que traiciona su contenido real. Se ha convertido en una palabra mucho más perversa. Decir que algo es «un mito» o calificar de «míticas» las convicciones de un político es la manera periodística de afirmar actualmente que estas cosas son falsas o carecen de credibilidad. Por otro lado, podemos sencillamente relacionar los mitos con las leyendas, los cuentos de hadas y todo tipo de literatura fantástica o imaginativa. Pero al hacer esto pasamos por alto un nivel de significado que es crucial para nuestra investigación. Un mito es un relato impregnado de significado. El mensaje que contiene trasciende el ámbito ingenuo del relato y hace que quien lo escucha entienda por qué las cosas son como son. Al estudiar los mitos de una cultura particular, no aprendemos nada terriblemente interesante sobre el origen del universo o de la humanidad en la forma en que lo hicieron sus oyentes originales; antes bien, apreciamos cómo dichos mitos definen los contornos exteriores de la imaginación de sus autores. Los mitos nos revelan las cosas sobre las que pensaron y hasta qué punto las desarrollaron, las cosas que consideraron suficientemente importantes como para merecer ser explicadas y la medida en la que consideraron el mundo como una unidad. En el momento en que comenzamos a preguntarnos por el significado de los detalles en estos mitos, nos hemos apartado de la mentalidad de sus primeros oyentes. Es como preguntar por el significado de Caperucita Roja. Ningún párvulo soñaría con responder semejante pregunta y si lo hiciera, dejaría de ser un niño. Al igual que los cuentos de hadas, los mitos están cargados de significado a muchos niveles inconscientes. Un análisis excesivamente preciso de su mensaje y significado eliminaría esta diversidad de niveles y reduciría el número de oyentes que podrían verse influidos por su mensaje. Los mitos no surgen de los datos, ni como soluciones a problemas prácticos. Emergen como antídotos contra la sospecha psicológica de pequeñez e insignificancia que abriga el ser humano ante las cosas que no puede comprender.

Cuando comparamos las tentativas actuales de explicar todo dentro de algún marco científico global con las elucubraciones especulativas de los antiguos, vemos que entre unas y otras hay diferencias sutiles. Para los antiguos el único sello que garantizaba el éxito de sus Teorías del Todo era su alcance. Para nosotros es el alcance y la profundidad lo que cuenta. Si afirmamos poder explicar todo lo que se encuentra en el mundo mediante un sistema de pensamiento fundado en la idea de que el universo entero nació hace cien años con todos sus complejos componentes ya formados, pero con las características de haber existido desde hacía siglos, tendremos una «explicación» de gran alcance, pero carente de profundidad. No podremos extraer de nuestra teoría más de lo que depositamos en ella. Una teoría similar a la que acabamos de proponer fue, de hecho, considerada por Philip Gosse en el siglo XIX, en un intento de hallar una solución al conflicto surgido entre la enorme antigüedad de la tierra evidenciada por los fósiles y la extendida creencia popular en una creación especial acontecida solamente unos pocos miles de años atrás. Gosse propuso que las rocas aparecieron cuando ya se encontraban presentes los fósiles predatados, aportando un testimonio (falso) de pasadas generaciones de evolución. Una teoría profunda, por el contrario, es una teoría capaz de dar explicaciones sobre una gran variedad de cosas con una contribución mínima del número de suposiciones iniciales a la conclusión. La profundidad de una consecuencia particular podría caracterizarse por el esfuerzo realizado en seguir la secuencia más corta de razonamiento lógico desde las suposiciones hasta la conclusión: la cantidad de calor disipado que un ordenador habría de gastar en el proceso de calcular la respuesta desde el principio.

La debilidad de las Teorías del Todo mitológicas desempeñó un papel esencial en su estructura y evolución. Si se tiene una explicación débil, se carece de poder explicativo real. En consecuencia, cualquier hecho nuevo que se descubra precisa de un nuevo ingrediente para poder ser incorporado al tapiz preexistente. Una prueba clara de ello es la proliferación de dioses en las culturas más antiguas. Toda vez que una breve secuencia de explicaciones concluye («¿por qué llueve?; porque el dios de la lluvia está llorando»), lo hace en un dios. En cualquier tentativa de dar una explicación fundamental —ya sea mitológica o matemática— hay recursos últimos psicológicamente aceptables. Así, en la mayoría de los relatos mitológicos, la aparición de una deidad, que no se había tenido en cuenta, aporta un final aceptable a la secuencia regresiva de «porqués». Cuanto más arbitraria y disparatada sea la explicación que se dé a los sucesos de la naturaleza, más acusada será la tendencia a inventar deidades.

Al principio los mitos debieron ser sencillos y girar en torno a una sola cuestión. Con el paso del tiempo se volvieron intrincados e inmanejables, viéndose constreñidos solamente por las leyes de la forma poética. Una nueva fantasía, un nuevo dios: uno a uno iban siendo incorporados al collage. No existía sensibilidad alguna hacia la necesidad de economizar en la multiplicación de causas y explicaciones arbitrarias; lo único que importaba era que éstas encajaran unas con otras de alguna manera plausible. Hoy día, semejantes modelos de explicación no son aceptables. Una explicación fundamental ya no significa únicamente un relato que lo abarca todo.

Una multiplicación indiscriminada de deidades crea otros problemas. Supone un conflicto de legislación en el mundo natural. No será fácil que emerja un cuadro de leyes universales impuestas al mundo por un Ser Supremo. De hecho, ni siquiera cuando examinamos la relativamente sofisticada sociedad de los dioses griegos se hace muy evidente la idea de un legislador cósmico omnipotente. Los acontecimientos se deciden por negociación, engaño o discusión, antes que por un mandato omnipotente. La creación avanza mediante comisiones antes que por órdenes. Al final, cualquier apelación a una colección tan caprichosa de causas iniciales conduce a la multiplicación de explicaciones ad hoc, a la proliferación de una complejidad innecesaria que va a requerir más de lo mismo para poder continuar desarrollándose en el futuro. No hay ningún camino plausible hacia la simplicidad. Interrelacionando causas, buscando siempre la unidad frente a la diversidad superficial, las explicaciones científicas modernas priman la profundidad sobre la amplitud. Una teoría profunda y estrecha puede modificarse gradualmente hasta convertirse en una teoría profunda y amplia, y de hecho lo hace. En el caso de una teoría amplia y poco profunda esto no es posible.

No está claro cómo deberíamos considerar a los inventores de las primeras Teorías del Todo mitológicas. Tendemos a pensar que describían el mundo de manera realista, por lo que eran unos necios, en el peor de los casos, o estaban equivocados, en el mejor de ellos. Pero, si bien la mayor parte de sus oyentes tomaba sin duda tales relatos al pie de la letra —de hecho, hoy en día mucha gente adopta actitudes en cierta forma similares—, tuvo que haber quienes los entendieron sólo como imágenes de alguna verdad inalcanzable, o cínicos que vieron en ellos fábulas o instrumentos apropiados para mantener el statu quo.

Para no relegar a los hacedores de mitos y a sus objetivos a las nieblas miasmáticas del pasado, deberíamos tener presente cómo se expresó en los siglos posteriores el anhelo de perfección en la explicación. El ejemplo más sorprendente es el de los medievales con su prepotente deseo de codificar y ordenar todas las cosas del cielo y de la tierra que conocemos o podemos llegar a conocer. Los grandes sistemas, como la Summa de Tomás de Aquino o la Divina Comedia de Dante, buscaron unificar el conocimiento existente en una unidad laberíntica. Todas las cosas tenían un lugar y un significado. Pero, como C. S. Lewis observa, en su conjunto resultaba demasiado rígido:

Rara vez ha tenido la imaginación humana ante sí un objeto tan sublimemente ordenado como el cosmos medieval. Si tiene un defecto estético es, quizás, para nosotros que hemos conocido el romanticismo, el ser una pizca demasiado ordenado. A pesar de sus vastos espacios, puede que al final nos aflija una especie de claustrofobia. En ninguna parte hay vaguedad alguna. ¿Ningún camino apartado sin descubrir? ¿Ningún crepúsculo? ¿No hay forma realmente de que podamos respirar aire libre?

Y, así como la gente primitiva había encontrado que la unidad y la perfección conducían a un vasto e inmanejable collage de incómodas alianzas para lograr que cada cosa tuviera su lugar, así el deseo de los medievales de armonizar todo el conocimiento en una Teoría del Todo se hizo extremadamente complicado. Mientras la mente primitiva respondió con la invención imaginativa al reto que les planteaba la perfección y tuvo que hacer frente al problema de encajar unas con otras todas estas imaginaciones, la mente medieval se vio obstaculizada por su respeto hacia los libros y las autoridades existentes. Otorgó a las palabras escritas que había heredado de los filósofos antiguos una autoridad máxima, similar a la que los físicos modernos conceden a la evidencia experimental. Sin embargo, el volumen de estas autoridades escritas ponía ya de manifiesto que la unificación de su pensamiento filosófico era una vasta empresa. Nuestro siglo XX tampoco es inmune a tales deseos. Basta con considerar los problemas en torno a la definición y el significado de las matemáticas que tuvimos que afrontar cerca del cambio de siglo. Los formalistas querían proteger a la matemática de las paradojas convirtiéndola en una actividad acotada: la definieron como la suma total de todas las deducciones lógicas que pueden hacerse utilizando todas las reglas de inferencia posibles a partir de todas las suposiciones iniciales posibles. Tal y como veremos en un capítulo posterior, esta tentativa de colocar un trasmallo sobre todas las posibles consecuencias matemáticas resultó imposible. Ni siquiera aquí, en el dominio del conocimiento humano más formalizado y controlable, pudo verse colmado el deseo de perfección. Paralelamente a esta imperiosa necesidad moderna de perfección se había desarrollado el anhelo de una imagen unificada del mundo. Mientras los antiguos se contentaban con la creación de deidades menores, cada una de las cuales desempeñaba su papel en la explicación de los orígenes de las cosas particulares, aunque a menudo entraban en conflicto unas con otras, el legado de las grandes religiones monoteístas es la aspiración a una única explicación global del universo. La unidad del universo es un anhelo profundamente arraigado. Una descripción del universo que, en lugar de presentar un modo unificado de descripción, se encontrase fragmentada en trozos, invitaría a nuestras mentes a buscar algún otro principio que relacionase sus partes con una única fuente. Una vez más hacemos constar que esta motivación es esencialmente religiosa. No hay ninguna razón lógica por la que el universo no pueda contener elementos irracionales o arbitrarios que no estén relacionados con el resto.

Mitos de la creación

Es necesario reconocer que, en lo que a unidad y coherencia respecta, la explicación mítica lleva mucho más lejos que la explicación científica. Pues el objetivo primario de la ciencia no es hallar una explicación completa y definitiva del universo. La ciencia se conforma con respuestas parciales y condicionales. Los otros sistemas de explicación, ya sean mágicos, míticos o religiosos, incluyen todas las cosas, se aplican a todos los dominios, responden a todas las preguntas, dan cuenta del origen, del presente e incluso de la evolución del universo.

FRANÇOIS JACOB

Estamos tan familiarizados con los mitos y con las explicaciones científicas acerca de todo lo que nos rodea, que no es una tarea fácil ponernos en el lugar de la mentalidad prehistórica, que existió antes de que ninguna de dichas abstracciones se convirtiese en lugar común. Podríamos pensar que las alternativas disponibles se apoyaban simplemente en una confianza en la razón o en la percepción, o bien en la creencia en algunas personalidades invisibles o espíritus. Pero esto no es más que una falsa dicotomía. En un estadio tan primitivo, la búsqueda de algún paralelismo entre nuestros pensamientos y la forma en que las cosas son en el mundo exterior es en gran medida un acto de fe. En ningún caso es obvio que las grandes fuerzas impersonales del mundo natural puedan someterse a discusión o explicación, mucho menos a una predicción. De hecho, muchos de sus efectos son tan imponentes y devastadores, que parecen más bien ser un enemigo o, peor aún, las fuerzas irracionales del caos y la oscuridad.

Con estas escalas en mente es como deberíamos abordar las ideas sobre los orígenes del mundo que encontramos desarrolladas en la mitología y en las tradiciones de cualquier cultura. Con frecuencia, estos relatos se presentan para ilustrar la presciencia de unos pocos antiguos sobre alguna idea moderna predilecta, como la creación del universo a partir de la nada o su edad infinita; pero no debería existir ninguna intención seria detrás de dicha yuxtaposición de lo antiguo y lo moderno. Esta perspectiva distorsionada del pasado es la única responsable de que éste sólo adquiera importancia cuando presagia nuestro pensamiento actual.

La cosmología antigua no era científica. Su razón de ser no era explicar observaciones o hacer predicciones. Antes bien, se trataba de tejer un tapiz de significado en el que sus autores pudieran representarse a sí mismos y que les sirviese de referencia para poder evaluar la condición de lo desconocido y misterioso. La organización de su caótica sociedad podía justificarse y reforzarse haciéndola conmensurable con el relato sobre el origen y la forma del mundo. El fuerte contraste entre sus objetivos y los nuestros ha sido captado sorprendentemente por Frances Yates:

La diferencia básica entre la actitud del mago y la actitud del científico frente al mundo es que mientras el primero quiere atraer el mundo hacia sí mismo, el científico hace justamente lo contrario, externaliza y despersonaliza el mundo mediante un movimiento de la voluntad en la dirección diametralmente opuesta.

La creencia primitiva en el orden y en la secuencia de causa y efecto exhibida por los mitos es consistente con la creencia de que es necesario disponer de alguna razón que explique la existencia de cada cosa —una razón que rinda el debido respeto a las fuerzas naturales en cuyas manos se encuentran la vida y la muerte. Si nuestra visión de la naturaleza conlleva una personificación de las fuerzas naturales, entonces esta búsqueda en pos de una razón se reduce a la atribución de culpa. Semejantes suposiciones generalizadas no conducen en forma alguna a una única colección de ideas sobre cómo comenzó a existir el universo. Pero si se repasan todos los mitos conocidos acerca de los orígenes del universo, se descubre que aquéllos revelan sólo una colección asombrosamente pequeña de nociones cosmológicas. Encontramos con poca frecuencia, y en estos casos muy ambiguamente, una creencia en la creación del mundo a partir de la nada, pero también encontramos una creencia en la reestructuración del mundo a partir del caos preexistente. A menudo es suficiente que un relato explique el mundo ordenado tal como lo vemos ahora. La idea de explicar algún estado preexistente a partir del cual se formó el mundo, o no se menciona, o se reconoce como el callejón sin salida en el que se convertirá. De vez en cuando, encontramos adhesión a la idea de un modelo cíclico de la historia, siguiendo el ejemplo de las periodicidades diurnas y estacionales del mundo natural o, más osadamente, de un mundo que no tiene principio. En otros lugares hallamos la pintoresca idea de que el mundo salió de un «huevo cósmico» o surgió como progenie del abrazo de dos mundos padres. En la misma línea encontramos una serie de tradiciones en las que el mundo surge de algún útero primitivo o es extraído de las aguas primordiales del caos por algún heroico pescador. Por último, hay un modelo mitológico que teje el motivo de una figura titánica enzarzada en un duelo cataclísmico contra las fuerzas contrarias del caos y la oscuridad. De la victoria heroica de la luz sobre la oscuridad nace nuestro propio cosmos.

Todas estas fórmulas para explicar la existencia del mundo se conforman con establecer alguna causa inicial, más allá de la cual no se buscarán explicaciones. La causa es simple en el sentido de que es singular, mientras el mundo de la experiencia es desconcertantemente plural. Estas fantásticas especulaciones difieren de cualquier enfoque científico moderno del origen de las cosas porque buscan un propósito último en la propia motivación o en la forma inicial de la creación. Pero presentan un aspecto en común con los intentos modernos de entender el universo. Todas surgen como tentativas de explicar aquello que vemos a nuestro alrededor y descubren que esta indagación nos remite inexorablemente a la cuestión fundamental: ¿cómo se originó el universo? Hoy en día, el objetivo real de la búsqueda de una Teoría del Todo no es sólo entender la estructura de todas las formas posibles de materia que hallamos en nuestro derredor, sino entender por qué existe la materia; es intentar demostrar que tanto la existencia como la estructura particular del universo físico pueden llegar a ser comprendidas; es descubrir, en palabras de Einstein, si «Dios podría haber hecho el universo de forma diferente, es decir, si la necesidad de simplicidad lógica deja lugar a la libertad».

Compresibilidad algorítmica

La irracionalidad es la raíz cuadrada de todo lo maligno.

DOUGLAS HOFSTADTER

La finalidad de la ciencia es entender la diversidad de la naturaleza. La ciencia no descansa en la observación, únicamente. Antes bien, utiliza la observación para reunir información sobre el mundo, así como para probar predicciones sobre cómo el mundo reaccionará ante nuevas circunstancias; entre estos dos procedimientos se halla justamente el corazón del proceso científico. Éste no es otra cosa que la conversión de listas de datos observacionales a una forma abreviada a través del reconocimiento de patrones. El reconocimiento de un patrón particular permite reemplazar el contenido de información de una serie de sucesos observados por una fórmula taquigráfica que posee el mismo, o casi el mismo, contenido de información. A medida que el método científico ha ido madurando, hemos ido percibiendo tipos de patrones más elaborados, nuevas formas de simetría y nuevas clases de algoritmos que pueden condensar milagrosamente inmensas series de datos observacionales en fórmulas compactas. Newton descubrió que toda la información sobre el movimiento de los cuerpos en el firmamento o en la Tierra que le fue posible recoger podía ser encapsulada en tres reglas simples a las que denominó «las tres leyes del movimiento», junto con su ley de gravitación.

Podríamos ampliar esta imagen de la ciencia en una forma que ponga de relieve su objetivo central. Supongamos que tenemos delante una serie arbitraria de símbolos. No tienen por qué ser números, pero supongamos que lo son a modo de ilustración. Diremos que una serie es «aleatoria» si no existe otra representación de la serie que sea más corta que ella misma. Y diremos que es «no aleatoria» si existe dicha representación abreviada. Por ejemplo, si tomamos la serie de los números 2, 4, 6, 8…, y así ad infinitum, podemos representarla más sucintamente con sólo observar que se trata de la lista de los números pares positivos. Esta serie es claramente no aleatoria. Un sencillo programa de ordenador podría instruir a la máquina para generar toda la serie infinita.

En general, cuanto más corta sea la posible representación de una serie de números, menos aleatoria es. Si no hay ninguna representación abreviada, la serie es aleatoria en el sentido real de que no presenta un orden discernible que pueda ser explotado para codificar más concisamente su contenido de información. Sólo puede ser representada por una lista completa de sí misma. Toda serie de símbolos que admita una representación abreviada se llama algorítmicamente compresible. Desde esta perspectiva, la ciencia aparece como la búsqueda de compresiones algorítmicas: enumeramos series de datos observacionales, intentamos formular algoritmos que representen de manera compacta el contenido de información de esas series, y después probamos la precisión de nuestras hipotéticas abreviaciones utilizándolas para predecir los términos siguientes de la serie; estas predicciones pueden entonces ser comparadas con la evolución futura de la serie de datos. Sin el desarrollo de compresiones algorítmicas de datos, la ciencia se vería sustituida por una recopilación de datos sin sentido —por la acumulación indiscriminada de cualquier hecho a nuestro alcance. La ciencia reposa en la creencia de que el universo es algorítmicamente compresible, y la búsqueda actual de una Teoría del Todo es la expresión básica de esa creencia, según la cual existe una representación abreviada de la lógica que se esconde tras las propiedades del universo, que puede ser escrita en forma finita por los seres humanos.

La mente humana es el instrumento que nos permite abreviar en esta forma el contenido de información de la realidad. El cerebro es el compresor algorítmico de información más efectivo que hemos podido hallar hasta el momento en la naturaleza. Reduce las complejas series de datos sensoriales a formas abreviadas simples que hacen posible la existencia del pensamiento y la memoria. Los límites naturales que la naturaleza impone a la sensibilidad de los ojos y oídos impiden que nos veamos saturados de información sobre el mundo; aseguran que el cerebro reciba una cantidad manejable de información cuando miramos un cuadro. Si pudiésemos ver todo a escala subatómica, la capacidad de nuestros cerebros para procesar información tendría que ser de una magnitud descomunal. La velocidad de procesamiento debería ser mucho mayor de lo que es ahora para que las respuestas corporales fueran lo suficientemente rápidas como para evitar procesos naturales peligrosos. Acerca de esto tendremos más que decir en el último capítulo de nuestro relato, cuando discutamos los aspectos matemáticos de nuestro procesamiento mental.

Esta sencilla imagen del trabajo de la investigación científica como la búsqueda de compresiones algorítmicas es convincente, pero también es ingenua en muchos sentidos. En los siguientes capítulos veremos por qué esto es así y exploraremos los ocho ingredientes que ya hemos destacado como necesarios para nuestro entendimiento del mundo físico, con el objeto de mostrar el papel que cada uno de ellos desempeña en la búsqueda moderna de una imagen del mundo que sea capaz de abarcarlo todo. Comenzaremos con la noción más antigua: la de las leyes de la naturaleza.