Figura 7.2 Trayectorias evolutivas de especies conocidas de animales donde se muestra los antecesores comunes de cada rama. Existe un sugerente paralelo entre movilidad de cada forma de vida y su inteligencia. Los seres humanos se distinguen, además, por la forma singularmente efectiva en la que han aunado las inteligencias de individuos para producir una inteligencia colectiva de una capacidad considerablemente mayor que la de un solo individuo.
La complejidad de la vida, según nosotros la conocemos, la ha convertido en un asunto bastante parroquial. No hay evidencia de ninguna otra forma de complejidad que merezca ser llamada «vida» en nuestro sistema solar, donde no sólo hemos buscado, sino también escuchado, ni en nuestra Galaxia, donde sólo podemos escuchar. Este último silencio nos dice que ciertas especies de complejidad, aquellas que están lo suficientemente avanzadas como para lanzar sondas espaciales o enviar mensajes de radio, o bien no existen, o no quieren comunicarse. La inexistencia de ese nivel de complejidad organizada en el sistema solar no es del todo extraña: la complejidad es un negocio muy delicado. Los enlaces químicos y moleculares requieren un rango particular de temperaturas en el que operar. El agua líquida existe sólo en una banda de cien grados en la escala centígrada. Hasta la vida sobre la Tierra se concentra en zonas climáticas particulares. La temperatura en la superficie de la Tierra mantiene a ésta en un equilibrio inquietante entre las eras glaciales recurrentes y el calentamiento que resulta de un efecto invernadero galopante. Diferencias muy ligeras en el tamaño de nuestro planeta o en su distancia del Sol habrían inclinado la balanza irremediablemente hacia uno u otro de estos dos sinos. El que un equilibrio tan delicado, que es esencialmente resultado de esas rupturas aleatorias de simetría que discutimos en el capítulo 6, sea tan crucial sugiere que la complejidad natural debe de ser una cosa bastante rara en el universo.
Las más elaboradas y complejas construcciones permitidas por las leyes de la naturaleza requieren en todo caso pasos intermedios para su logro natural. Actualmente nos encontramos en uno de esos pasos intermedios. Los bioquímicos creen que, si bien podemos imaginar formas diferentes de vida basadas en otras químicas distintas a la del carbono, o incluso basadas en algo que no sea químico, únicamente la vida basada en el carbono puede evolucionar espontáneamente. Otras formas de complejidad, merecedoras del calificativo de «vida», podrán originarse de manera no espontánea con la ayuda de complejas operaciones que sólo pueden llevarse a cabo por medio de vida basada en el carbono. Para ilustrar esto con un ejemplo sencillo podemos considerar la revolución de los ordenadores que ha tenido lugar en Occidente durante la última década. Se trata de un proceso evolutivo. Generaciones de pequeños ordenadores son «reproducidos» por procesos de manufactura, cada uno significa un avance sobre el modelo previo en virtud de alguna información añadida por los usuarios o por el mercado. Las marcas que son defectuosas o de inferior calidad desaparecen progresivamente, o son absorbidas por otras. Esta forma de complejidad evolutiva está basada en el silicio en lugar de en el carbono. Los escritores de ciencia ficción hace tiempo que se dieron cuenta de que el silicio (el material más abundante en la corteza terrestre) posee, si bien en una forma mucho menos espectacular, algunas de las raras propiedades de estabilidad, flexibilidad y enlace de los átomos de carbono que permiten a éste formar las largas cadenas moleculares que son la base de la química orgánica. Aunque el silicio tiene una capacidad muy limitada para formar cadenas moleculares, tiende a crear redes cristalinas sólidas como el cuarzo (dióxido de silicio), en lugar de líquidos y gases o complicadas cadenas moleculares reactivas. Sin embargo, el silicio y los elementos relacionados tienen propiedades colectivas que los han convertido en la base de la microelectrónica y de la industria de los ordenadores. Hoy en día, un escritor de ciencia ficción a la busca de un relato futurista acerca de la prevalencia del silicio no se detendría tanto en la química del silicio, como en la física del silicio, a la hora de elaborar sus pronósticos. Pero esta forma de vida basada en el silicio no podría haber evolucionado espontáneamente: requiere una forma de vida basada en el carbono que actúe de catalizador. Nosotros somos ese catalizador.
Un mundo futuro constituido por circuitos integrados de ordenador, cada vez más pequeños pero más rápidos, es una «forma de vida» futura plausible, técnicamente más competente que la nuestra. Cuanto más pequeño pueda hacerse un circuito, más pequeñas serán las regiones sobre las que aparecen voltajes y, en consecuencia, más pequeños podrán ser estos voltajes. Con láminas minúsculas de material, de sólo unos pocos átomos de grosor, se pueden afinar con más precisión las propiedades electrónicas de un material y hacerlas mucho más efectivas. Los primeros transistores estaban hechos de germanio, pero tenían un escaso tiempo de duración y fallaban a altas temperaturas. Cuando se logró hacer crecer cristales de silicio de alta calidad, éstos se aplicaron en una generación de transistores de silicio y de circuitos integrados más rápidos y más seguros. Materiales todavía más innovadores, como el arseniuro de galio, permiten que los electrones viajen a su través a velocidades aún mayores que a través del silicio y han dado lugar a la línea de superordenadores Cray. La evolución de la potencia de los ordenadores se representa en la figura 7.3. No hay duda de que otros materiales sustituirán en algún momento a los actuales. La historia podría incluso cerrar un círculo completo y retornar al carbono. El carbono puro en la forma de diamante es casi el mejor conductor de calor en la naturaleza, una propiedad altamente apreciada en las redes de circuitos densamente integradas.