SIETE
Por la mañana, en el patio del colegio, sentado lo más lejos posible del bullicio general, yo no dejaba de darle vueltas a la extraña presencia de aquel personaje, vestido completamente de negro, que había surgido como de la bruma en el momento más oportuno. Pero en ese instante llegó Raquel con el bocadillo del recreo entre las manos.
--Hola –sonrió tan encantadora como siempre--, ¿cómo estás?
--De maravilla –mentí.
--Pásate a medio día, mi madre ha descubierto algo importante.
--Vale.
Cuando salí del colegio me acerqué a casa para dejar mi mochila y decirle a Pedro Carreño que almorzaría con Raquel y su madre.
--Vaya, vaya –sonrió divertido--, parece la cosa va en serio: ya es la segunda vez que te invitan a comer. Y luego dices que Raquel no es tu novia.
--Eso quisiera yo –murmuré sin que me oyese.
--Aguarda un momento –Pedro se dirigió a la cocina y regresó con una botella en las manos--, toma, seguro que con esto quedarás como un señor.
Era una de las botellas Conde de Loredán, el cotizado vino elaborado antaño por mi abuelo en su bodega de La Veneciana.
--Pero eso vale una pequeña fortuna --dudé.
--Una chica como esa se lo merece todo. Debo reconocer que me ha caído muy bien, y a Dux también.
Pedro Carreño tenía razón, el vino alegró mucho a Irene, aunque Raquel y yo preferíamos la fanta de naranja.
--Esto es como beberse una reliquia –elogió Irene, abriendo con reverencia la botella--, muchas gracias.
--No hay de qué.
--Según tengo entendido, este vino cuesta un ojo de la cara.
--Usted se lo merece todo –repetí el argumento de Carreño--, su ayuda es muy valiosa para mí.
--Pues a propósito, quería contarte algo: ya sé quién es la chica de la fotografía que me prestaste. Toma –la cogió de la carpeta que tenía delante, llena de papeles, y me la devolvió.
--¿Quién?
--Creo que podría ser hija del pretendiente al Trono carlista y su segunda mujer. Algunos investigadores opinan que don Carlos de Borbón y doña Bertha de Rohan pudieron haber tenido descendencia, pero hasta hoy nadie ha logrado encontrar ninguna prueba y la presunta existencia de una posible princesa del Carlismo sólo es considerada un mito histórico.
--¿Cómo sabe que la chica de la foto podría ser dicha princesa?
--Me baso en la sigla S.A.R. que figura en la dedicatoria, junto al nombre de María Teresa. Porque S.A.R. significa Su Alteza Real, un tratamiento nobiliario que sólo reciben los príncipes y los infantes reales. La versión histórica que te acabo de mencionar dice que cuando el pretendiente al Trono don Carlos VII murió en 1909, su segunda esposa, una duquesa de padre francés y madre austríaca que residía en Venecia, llamada Bertha de Rohan, estaba embarazada. Don Carlos de Borbón había tenido cuatro vástagos de su primera esposa, doña Margarita de Parma, tres hijas y un hijo, Jaime de Borbón, a quien correspondía la sucesión dinástica por ser el único varón, ya que los carlistas no consentían que la mujer ascendiese al Trono.
--Qué machistas –interrumpió Raquel.
--Sí –confirmó Irene--, pero desde aquel entonces no hemos adelantado mucho, porque ahora la Ley tampoco permite reinar a las mujeres.
--¿Cómo que no? –reaccionó Raquel.
--Bueno, te recuerdo que la Constitución Española dice que a la hora de reinar tendrá preferencia el hombre sobre la mujer.
--Pues vaya –resopló Raquel.
--Bien, el caso es que Jaime murió en París de un repentino ataque al corazón, dejando al Carlismo sin heredero. Su hermana mayor, Elvira, hubiese podido asumir el cargo, sin embargo...
--Como era mujer –intervino de nuevo Raquel--, no la dejaron.
--Exacto, aunque hubiese podido hacerlo casándose con un príncipe de sangre azul, pero no lo hizo. Elvira fue una chica bastante atolondrada, tanto que su padre le retiró los derechos al Trono en el testamento. Los carlistas eligieron entonces a don Alfonso, hermano mayor de don Carlos, un anciano con más de 80 años, que asumió la herencia dinástica con el nombre de Alfonso Carlos I. Pero en 1936, don Alfonso murió atropellado en París cuando salía de misa con su esposa, dejando al Carlismo de nuevo sin heredero
--Parece una serie de la tele –atajó Raquel, un poco aburrida por aquellos detalles, pues la Historia no le gustaba nada.
Irene resumió:
--La conclusión de todo esto es que si don Carlos de Borbón tuvo una hija con su segunda mujer, los derechos dinásticos le corresponderían a esa chica, lo cual cambia la Historia por completo.
--¿Cómo es posible que una princesa terminara recalando en Albacete?
--No existe información sobre lo que sucedió en el palacio de Loredán durante aquellos años, pero viendo esa foto, hallada según me dijiste dentro de La Veneciana, podemos deducir que la chica pudo ser enviada por su madre a residir con don Fernando Albric. Tal vez con el fin de que la educase para ostentar algún día su cargo de princesa carlista.
--¿Por qué no quiso educarla su propia madre? –inquirió Raquel.
--Porque Bertha de Rohan jamás vio con buenos ojos las aspiraciones monárquicas de su marido, quería que don Carlos abandonase su pretensión al Trono español para darse a la buena vida. Supongo que cuando nació su hija, tal vez sin haberla deseado, ya muerto su marido, la duquesa se desentendió de su educación y prefirió abandonarla en manos de los carlistas, que tanto deseaban un heredero legítimo para perpetuar su dinastía.
--Y todo eso lo has deducido con una simple foto –elogió Raquel.
--Gracias a eso podemos concluir que María Teresa de Borbón, si es que de verdad fue hija de don Carlos, recaló en Albacete, donde residió varios años en compañía del general carlista don Fernando Albric.
--Lo que no entiendo es por qué mi abuelo no desveló nunca que María Teresa era una infanta real.
--Está claro: para mantener el secreto de su identidad.
--¿Por qué?
--Para protegerla.
--No comprendo.
--A mediados del siglo XX se descubrió un complot para eliminar a los tres últimos pretendientes carlistas, don Carlos VII, su hijo don Jaime III y su anciano tío don Alfonso Carlos I, fallecidos los tres en extrañas circunstancias.
Cuando después de comer salimos a la calle, Raquel me vio tan pensativo que posó su mano en mi hombro y prometió:
--No te preocupes, descubriremos el misterio de tu pasado. Sabes que puedes contar conmigo.
Tragué saliva, emocionado.
--Gracias.
Raquel tenía razón, si no resolvía de una vez por todas el enigma de mis orígenes nunca estaría seguro de mi verdadera identidad.
--Creo que deberíamos entrar otra vez al Teatro Circo –propuse.
--¿Por qué?
--Para comprobar que si chica de la foto es la misma de la proyección.
--Vale –accedió Raquel--, ¿te parece bien esta noche?
--Cuanto antes, mejor.
La ciudad continuaba sumida bajo una espesa capa de niebla que ahogaba la iluminación urbana. Me había costado mucho deshacerme de Dux. El viejo perrazo de mi abuelo deseaba venir conmigo. Pedro Carreño dormía en su habitación a pierna suelta. Descorrí el cerrojo y salí de la villa. No circulaba nadie y no se oía ni un alma. Cuando desembocaba en la Plaza del Altozano vi llegar a Raquel con la cara marcada por el sueño y una pequeña mochila colgada en la espalda, donde seguramente portaba la linterna.
El trayecto hacia el teatro era corto y ninguno de los dos dijo nada. La miré de reojo. Estaba pálida y ojerosa. Posiblemente había estado llorando. Quería tanto a su padre como a su madre, pero de un tiempo a esta parte la familia se desmoronaba y ella no quería ser hija de padres divorciados.
Cuando llegamos al callejón trasero abrí la pequeña puerta de servicio, entramos al teatro y cerré por dentro. Raquel encendió la linterna y al instante las palomas cobijadas en el interior echaron a volar hacia la maraña de hierros en forma de cúpula que según Irene reproducía la Jaula de Faraday, un invento del siglo pasado capaz de materializar lo invisible. Quizá fuese cierto que allí dentro residía el fantasma de María Teresa, la última princesa del Carlismo.
Le tomé a Raquel la linterna y continuamos avanzando hacia el interior. Junto a la base del escenario me detuve y enfoqué hacia el suelo. No lo habíamos visto durante la primera incursión porque figuraba cubierto por los cascotes desprendidos desde los palcos, pero algo había llamado mi atención cuando entré yo solo, por la mañana. Era un portón de madera empotrado en el suelo, con un anillo metálico a modo de argolla.
--¿Qué es eso? –preguntó Raquel.
--No lo sé, vamos a comprobarlo.
Dejé la linterna en el suelo y tiré fuerte del anillo. El óxido se había solidificado en las bisagras del portón y me costó levantarlo, pero al final cedió con un chirrido metálico, dejando al descubierto una fosa de oscuridad. Un fuerte tufo a cloaca escapó del interior, azotándonos el rostro.
--¡Qué peste! –protestó Raquel, haciendo una mueca de asco.
Asomé la linterna con cautela.
--Veo una escalera de hierro empotrada en el muro.
--Pues tú primero –invitó ella.
Comencé a descender, tanteando cuidadosamente con los pies para no resbalar. Cuando mi cabeza desapareció a ras del suelo, dije:
--Ahora tú, pero ten cuidado, los escalones parecen resbaladizos.
Al llegar abajo, el haz luminoso de la linterna desveló una especie de trastero subterráneo, cubierto por enseres del teatro. Había fragmentos de tramoyas, cartones pintados, bastidores de madera, carteles publicitarios de las obras que habían sido estrenadas en tiempos de la Guerra Civil y bastante antes, junto a baúles de vestuario apolillado y sobre todo mucha suciedad.
--Venga, vámonos –propuso Raquel--, aquí no hay nada.
--Un momento.
Enfoqué hacia la pared del fondo.
--Mira.
Parecía una trampilla de hierro cubierta de óxido, casi tapada por una desvencijada estantería llena de rollos con películas en blanco y negro.
--Aquí hay algo –dije--, podría ser otra entrada.
Enfoqué más cerca la linterna y pasé la mano por la superficie metálica. Disimulado entre la herrumbre descubrí un círculo de unos diez centímetros, en cuyo centro aparecía grabado algo parecido a una letra X.
--¿Qué será esto? –me pregunté.
--No lo sé –dijo ella--, pero este lugar me da escalofríos.
--¿Llevas papel y lápiz en la mochila? –pedí.
--¿Para qué? ¿Te vas a poner a escribir ahora?
--Escribir no, quiero calcar este símbolo.
Raquel se descolgó la pequeña mochila que traía consigo y sacó un cuaderno de notas, junto a un lápiz bien afilado. Le pasé la linterna y arranqué una hoja, la coloqué sobre la X, o lo que fuese aquello, y comencé a pasar la mina del lápiz por encima, con cuidado de no romper el papel.
--¿Qué significará eso? –preguntó ella.
--No lo sé –dije guardándome la hoja cuando hube acabado--, pero creo que antes de seguir investigando deberíamos averiguarlo. Anda, vámonos.
Raquel suspiró aliviada y comenzamos a subir. Esta vez yo iba detrás, alumbrando su ascenso. Contemplaba su bonito trasero enfundado en los pantalones vaqueros y pensando en que ojalá llevase falda. Todos los chicos decían que aquel era el mejor trasero del colegio. Lo que yo hubiese dado por tenerlo en mis manos y pasar la noche con ella. Pero al llegar arriba cerré de nuevo el portón de madera y nos marchamos a dormir, cada uno a su casa.
Por la mañana en el patio del colegio, corriendo el riesgo de que me viese Ricardo y sus amigos, busqué a Raquel. Estaba sentada en un banco junto a dos compañeras de clase, que se marcharon al verme llegar, cuchicheando al oído y muertas de risa.
--¿Qué les pasa a esas dos? –inquirí molesto.
--No hagas caso –dijo Raquel--, son tontas de remate.
Me senté a su lado y pregunté:
--¿Podemos vernos con tu madre cuanto antes?
--Claro, ¿pero a qué viene la urgencia?
--Quiero mostrarle lo que descubrimos anoche.
--Ni hablar, ¿es que te has vuelto loco? Mi madre no sabe nada de nuestras incursiones nocturnas al teatro en ruinas.
--No hay por qué decirle dónde lo hemos encontrado.
--Está bien, pásate a merendar y se lo enseñas.
Cuando llegué por la tarde Irene ya tenía preparada la merienda en la mesa de la cocina. Me recibió con el beso habitual y yo volví a ruborizarme como siempre. Nadie me había besado nunca con tanto afecto y no terminaba de acostumbrarme. La pobre mujer tenía mala cara, la separación de su marido le dolía mucho más de lo que fingía para que su hija no la viese triste. Raquel me había contado que lo había echado de casa la propia Irene, descontenta con su actitud. El hombre pensaba que su hija se iría con él, pero ella eligió quedarse con su madre. La culpa de la situación la tenía el arquitecto. Según su enfoque del matrimonio, él tenía derecho a desarrollar su carrera, mientras que Irene debía sacrificarse por el hogar, dejando de lado su profesión y su empleo en el Instituto de Estudios Albacetenses, donde trabajaba. Eso a ella le pareció egoísta, no habían logrado ponerse de acuerdo para resolver la disputa y acabaron separándose por lo menos durante una temporada.
Finalizando la merienda, saqué del bolsillo el folio donde yo había pasado a limpio el calco de anoche y se lo mostré:
--¿Sabe usted lo que significa este símbolo?
--Vaya, eso lo has encontrado en La Veneciana, supongo.
Yo vacilé durante unos instantes, pensando en decirle la verdad, pero entonces Raquel me dio un golpe con el pie por debajo de la mesa y confirmé:
--Sí, lo descubrimos el sábado en el palacio campestre de mi abuelo.
--Claro, es la Cruz de Borgoña, la insignia que figuraba en la bandera carlista: una cruz roja en forma de aspa sobre fondo blanco.
Se levantó, fue hasta la librería del salón y regresó con un pesado volumen enciclopédico. Buscó la página concreta y nos lo puso delante.
--Se llama Cruz de Borgoña o de San Andrés, era la insignia que portaban los Tercios de Flandes ilustrando sus banderas de guerra, elegida posteriormente como divisa oficial del Carlismo.
De regreso a casa tuve otra vez la sensación de que alguien me seguía. Volví la cabeza varias veces pero no vi nada extraño. Aquella noche no pude dormir, algo me rondaba por la cabeza. ¿Dónde había visto yo antes aquel mismo signo en forma de aspa? Me resultaba muy familiar, pero no lograba recordarlo. Dux tampoco durmió, cada vez más inquieto. De vez en cuando alzaba la cabeza y estiraba las orejas para comprobar que no me había movido de la cama. Sólo él conocía mis escapadas nocturnas al teatro.
Cuando por fin, rendido de sueño, logré comenzar a dormir, sonó el despertador y Dux pegó un bote sobresaltado, golpeó con su pesado corpachón el armario ropero que presidía mi habitación, la puerta se abrió de golpe y apareció colgado de su percha el abrigo de lana con el que yo había venido desde París. Era una prenda tan anticuada y elegante que no había querido ponérmela más. Hubiese dado la nota en el colegio.
Y entonces fue cuando lo recordé. Di un salto de la cama, descolgué la prenda y comencé a rebuscar en los bolsillos. Allí estaba todavía, la caja de color azul con el broche de oro en su interior. Encendí la luz y lo examiné con atención. Era un águila de dos cabezas, el cuerpo cubierto por un gran escudo nobiliario en el centro y once blasones más alrededor. Giré la pieza. Por detrás aparecía el mismo relieve grabado en la trampilla del sótano. Cogí el folio y lo comprobé. Ambos emblemas eran exactos. Comencé a saltar sobre la cama entusiasmado. Por fin había descubierto la clave secreta del tesoro carlista.