CINCO

 

 

 

Como todavía era temprano para regresar a casa continué caminando calle arriba con la mochila colgada del hombro. Ya se me había pasado casi del todo el malestar de los puñetazos y en su lugar me sentía orgulloso de haber sido apaleado por no renegar de mi amistad con Raquel Villalta.

Los pasos me fueron conduciendo hacia el teatro en ruinas. La visión luminosa de aquella silueta humana suspendida en el aire había despertado en mí un presentimiento que necesitaba comprobar cuanto antes. Procurando que no me viese nadie, abrí la pequeña puerta lateral y penetré al interior. Ahora por lo menos disfrutaba de luz natural, aunque sólo fuera el resplandor difuso que penetraba por los boquetes abiertos allá en lo alto de la cúpula.

Pedro Carreño tenía razón, aquel sitio era muy peligroso, en cualquier momento podía desprenderse una cornisa, una teja o un afilado trozo de cristal y caerme sobre la cabeza. Llegué a la base del escenario y comencé a inspeccionar la zona. Había cordajes podridos, jirones de telón apolillado, armazones de madera carcomida y butacas aplastadas por los muros y las vigas abatidas desde la techumbre; un espectáculo lamentable. Así es como había terminado uno de los mejores coliseos teatrales de toda España.

Entonces fue cuando lo vi. Aquello confirmaba mi sospecha. Pero no quise hacer nada de momento. Dejé todo como lo había encontrado y me dirigí hacia la salida, pues ya era hora de comer. Cuando llegué a casa, mientras Carreño y yo almorzábamos con Dux rondando alrededor de la mesa, le pregunté cómo era posible que mi abuelo hubiese pagado una fortuna por la construcción de aquel monumento para luego dejarlo caerse a pedazos.

--No lo sé, imagino que con el paso de los años perdió la ilusión. El edificio fue pasando de mano en mano hasta que lo dejaron perder. Ahora les conviene más que se desplome antes que reconstruirlo. Así podrán recalificar el terreno, venderlo para construir apartamentos y repartirse los beneficios. Olvida ese lugar, a tus años deberías emplear el tiempo en otras cosas.

--Cómo voy a olvidarlo. Estamos hablando sobre mis orígenes familiares.

Pedro Carreño emitió un suspiro resignado, dejó la cuchara en el plato de la sopa, se terminó de un trago el vaso de vino y sentenció:

--Mira, por mucho que indagues nunca sabrás del todo lo que pasó.

--Pero tú estuviste durante años junto a mi abuelo, seguro que sabes más de lo que me cuentas.

--Cuando cumplas los dieciocho años hablaremos de todo eso.

--Quiero saberlo ahora, ya no soy un niño.

El jubilado volvió a suspirar y llenó de nuevo el vaso de vino. Yo me había dado cuenta de que Carreño bebía demasiado, sobre todo cuando evocaba episodios de su pasado junto a mi abuelo.

--Está bien –accedió--, te diré lo que sé, aunque no estoy seguro de que a don Fernando le hubiese parecido bien. Algunos años después de que tu abuelo se instalara en La Veneciana llegó una jovencita, más o menos de tu edad, que se quedó a vivir con él. Yo todavía no era su conductor, así que no puedo contarte mucho sobre aquella persona, sobre todo porque cuando entré al servicio del señor conde, la chica ya se había marchado.

--¿Adónde?

--No lo sé, desapareció de un día para otro, tal como había llegado.

--¿Quién era?

--Unos decían que si era una criada y otros una joven amante que había conocido en Venecia y llegaba para endulzar la vida del viejo general.

--Otra cosa –continué preguntando--: si mi abuelo no tuvo descendencia, ¿de dónde provengo yo?

--Tampoco lo sé, nunca le oí comentar nada sobre su familia. Creo que murieron todos mientras él estaba en la guerra. Eso debió amargarle mucho el carácter, porque no hablaba nunca del asunto.

--¿Entonces, cómo sabías que yo llegaba en ese tren?

--Porque don Fernando dejó en su despacho de La Veneciana un sobre cerrado a mi nombre antes de quitarse la vida. El sobre contenía una nota de su puño y letra donde anotaba fecha en que vendría un chico de tu edad procedente de París, del que yo tendría que hacerme cargo como tutor legal hasta que cumpliera los dieciocho años.

--¿En esa nota confirmaba que yo era su nieto?

--No, pero eso es lo que supuse al verte.

--¿Por qué?

--Te pareces a él, sobre todo en su carácter obstinado.

--¿Qué hiciste con la nota?

--La quemé.

--¡¿Por qué?!

--Así lo mandaba don Fernando. Por lo visto, no quería que nadie conociera tu existencia. Deseaba que pasaras desapercibido hasta que fueses lo bastante mayor para decidir por ti mismo.

--¿Decidir, qué?

Carreño levantó los hombros y bebió un trago de vino.

--Lo ignoro.

--No comprendo por qué todas aquellas precauciones.

--Bueno, hay ciertas personas que le tenían ojeriza, por eso algunos cayeron sobre la finca y el teatro como buitres cuando tu abuelo falleció.

--¿Quiénes?

--Los primeros en traicionarle fueron sus propios albaceas, los que debían administrar su patrimonio hasta que apareciese un heredero legítimo.

--¿Y tú no pudiste hacer nada por impedirlo?

--La gente de la que te hablo tiene mucho poder y yo sólo era un humilde trabajador. A mi edad no quiero tener ningún pleito.

--¿Qué son albaceas?

--Los que una persona nombra en vida para que administren sus propiedades cuando muera.

 

 

 

La conversación me tenía intrigado. ¿Quién era don Fernando y qué lazos me vinculaban a él? ¿Quiénes eran aquellos albaceas y por qué habían despojado a mi abuelo de su patrimonio antes de que yo llegase? Necesitaba respuestas, no podía consentir que me robasen mi pasado familiar.

--¿Qué más puedes contarme de aquella chica? –inquirí.

--Era guapa y con mucha clase, su acento parecía extranjero y tenía el aspecto de haber recibido una buena educación. Demasiado fina para ser una simple criada, pensaba yo. De todas formas no tuve ocasión de verla mucho, porque tu abuelo la mantenía casi prisionera en La Veneciana. No salía nunca sola ni hablaba con nadie sin permiso de don Fernando. Todo el mundo los miraba con recelo cuando paseaban por el centro de la ciudad, ella tomando del brazo al general, que ya estaba muy envejecido, siempre con su bastón y la pechera del abrigo cubierta con todas las condecoraciones de guerra. La noche que había estreno acudían al palco siempre reservado que don Fernando poseía en el Teatro Circo, vestidos de gala que daba gozo verlos.

--¿Recuerdas cómo se llamaba?

--Pues no, la memoria me falla más que una escopeta de feria.

Carreño levantó los hombros evidenciando su ignorancia y se llenó el vaso de vino. Parecía como si evocar aquel recuerdo le resultara doloroso y necesitase armarse de valor con la bebida.

--¿No sabes por qué ni adónde se marchó? –insistí.

--Tu abuelo no me lo dijo y yo no le pregunté, pero si quieres que te diga lo que pienso, creo que don Fernando la quería... –dudó un momento antes de continuar--, aunque no sabría explicar qué tipo de amor había entre ambos. Pero una cosa es cierta: desde que aquella muchacha desapareció, tu abuelo fue perdiendo la ilusión por todo y se recluyó en La Veneciana.

--¿Conservas alguna imagen de la chica?

--Poco después de morir don Fernando encontré una foto en su despacho y me la traje a casa junto al bastón y las botellas de vino –Carreño se levantó, un poco tambaleante, rebuscó en el cajón de la cómoda sobre la cual figuraba enmarcado el retrato de mi abuelo uniformado de general carlista, sacó una vieja fotografía en color sepia y me la tendió:

--Aquí la tienes.

Me quedé sin aliento. Aquella persona era la viva imagen del presunto fantasma, la misma figura femenina vestida de blanco cuya presencia Raquel y yo habíamos contemplado anoche dentro del teatro, suspendida en el aire.

--¿Qué te pasa? –preguntó Carreño--, te has quedado pálido.

--Nada –disimulé--,  me ha impresionado su belleza.

--Claro, lo comprendo. Era muy guapa, ¿verdad?

En mis manos tenía la imagen de una chica que sumaría 15 o 16 años, con el rostro lánguido y melancólico, de ojos claros y bucles de cabello dorado, sujetos por una diadema de perlas. Contenía la siguiente dedicatoria escrita con elegante caligrafía: para don Fernando Albric y Andrade, conde de Loredán, con todo mi cariño y gratitud. Estaba firmada por María Teresa, pero no figuraba ningún apellido, tan sólo unas letras entre paréntesis: (S.A.R.).

--¿Qué significa S.A.R.?

--No tengo ni la menor idea.

 

 

 

Por la tarde coincidí con Raquel Villalta en la puerta del colegio.

--No tienes buen aspecto –fue lo primero que dijo.

El puñetazo de Ricardo aún me retumbaba en el rostro, sobre todo alrededor de la nariz. Pero como no quería que Raquel supiese nada, disimulé:

--Pues tú tampoco tienes cara de tirar cohetes.

--No he podido pegar ojo en toda la noche por culpa de lo que vimos en el teatro. Además –bajó la cabeza entristecida--, mis padres han tenido una fuerte discusión esta mañana y papá se ha marchado de casa. Dice que vivirá de momento en su estudio de arquitectura.

--Vaya, lo siento.

--¿Y tú dónde has estado? Esta mañana no has aparecido por clase.

--He vuelto a entrar en el teatro.

--¿Tú solo?

--Sí, quería comprobar una cosa.

--¿Y has visto de nuevo al fantasma?

--No creo que lo que vimos fuese un fantasma.

--¿Por qué lo dices?

--Mira –saqué la foto y se la mostré.

--¡Vaya, pero si es la misma persona que vimos anoche!

--Se llamaba María Teresa y residió durante algunos años junto a mi abuelo en su palacete campestre de La Venecina.

--¿Y qué tiene que ver esta chica con el fantasma del teatro?

--Creo que tengo la respuesta: lo que vimos anoche no era un fantasma de verdad, sino una proyección.

--¿Cómo?

--Esta mañana he descubierto un cable, disimulado entre los escombros de la platea. Es un cable de cobre que parte de algún lugar del escenario, atraviesa toda la sala y termina en la cabina de proyección.

--Perdona, pero no sé de qué me hablas.

--Creo que alguien ha instalado en el teatro un sensor de movimiento.

--¿Un qué?

--Es un dispositivo eléctrico que detecta la presencia humana y hace que se disparen las alarmas. Creo que alguien ha instalado un sensor de movimiento en el interior del teatro, que al ser activado conecta el aparato de cine que hay frente al escenario y emite una proyección.

--¿Hay un proyector de cine dentro del Teatro Circo?

--Sí, fue instalado para ofrecer películas cuando no había otra cosa.

--Pero entonces, lo que vimos anoche...

--Imagino que alguien filmó esa imagen para que se proyecte automáticamente gracias al sensor de movimiento que detecta la presencia de algún intruso en el interior del teatro.

--¿Por qué?

--No lo sé, pero supongo que lo han hecho para que cualquiera que vaya por allí, como hicimos nosotros, piense que hay un fantasma.

--¿De quiénes hablas?

--Pedro Carreño me ha dicho que hay gente muy poderosa detrás de hacerse con el solar del Teatro Circo. Les interesa que se hunda para recalificar el terreno y construir pisos. Hay mucho dinero en juego.

Raquel frunció el ceño y me devolvió la fotografía.

--Todo esto es muy extraño, deberíamos olvidarnos del tema.

--No puedo, necesito continuar investigando, me parece que la leyenda del tesoro carlista oculta los orígenes de mi familia.

--Pues ahora que lo dices, mi madre ha recogido más información sobre tu abuelo. ¿Después de clase te vienes a merendar?

Miré de reojo a mi alrededor, temiendo que Ricardo y sus amigos pudieran estar vigilándome. Antes de marcharse por la mañana me había prometido una paliza de campeonato si me acercaba de nuevo Raquel.

--Vale –acepté, ocultando mi temor.

 

 

 

Irene no podía disimular su pesadumbre. Tenía los ojos enrojecidos de haber estado llorando, pero aún así me otorgó el cálido beso de siempre y se alegró de verme. Sirvió la merienda en la mesa de la cocina y luego tomó asiento junto a nosotros. Abrió una carpeta y comenzó a sacar papeles:

--Por fin he averiguado de dónde viene la historia del tesoro: cuando el pretendiente don Carlos residía en su exilio recibía muchas donaciones materiales en oro y en joyas, algunas de simpatizantes particulares, pero la mayoría procedentes de las monarquías europeas que apoyaban su aspiración al Trono español. Eran donaciones en efectivo destinadas a organizar de nuevo su ejército. Parece que las mejores alhajas llegaron del imperio austro-húngaro, puesto que al emperador le interesaba una España monárquica y tradicionalista. Por su lado, el Carlismo soñaba con restaurar la dinastía de los Austrias, vencidos por los Borbones en la Guerra de Sucesión.

--¿Y qué pasó con el tesoro? –interrumpió Raquel, porque a ella no le gustaba la Historia, le parecían episodios del pasado ajenos a la vida presente.

--Pues mira, cierta versión histórica dice que todo aquel montón de alhajas viajó a España de incógnito, a bordo de un barco fletado en secreto, que tenía como destino Barcelona. Luego el tesoro carlista fue cargado en una carreta cubierta y partió hacia un lugar desconocido.

--Y ese lugar fue Albacete –aventuré.

--Puede ser –asintió ella.

--¿Pero por qué?

--No estoy segura, pero quizá tu abuelo recibió el encargo de custodiar el tesoro hasta que los generales carlistas lograsen organizar el ejército para proclamar una nueva guerra contra los liberales.

--Vale –dije, convencido de que todo aquello era cierto y no una versión histórica--, pues ahora sólo falta saber dónde pudo esconderlo mi abuelo.

--Tal vez lo hizo en La Veneciana.

--Pero usted me dijo el otro día que allí no queda casi nada de valor.

--Bueno, a lo mejor tu abuelo enterró el tesoro carlista en algún lugar de la finca y nadie ha podido localizarlo.

--Por cierto –dije sacando la foto de la chica--, quería enseñarle algo.

Irene tomó la imagen y la examinó con curiosidad.

--¿Quién es? –preguntó.

--Pues no lo sé, pero tiene aspecto de actriz de cine –miré de reojo a Raquel. Ella negó con la cabeza para que no le contase a su madre lo que habíamos contemplado por la noche dentro del teatro en ruinas.

--¿Dónde has encontrado esta foto? –preguntó Irene.

--La guardaba Pedro Carreño en su casa. Me ha dicho que la conoció en persona, que la chica residía junto a mi abuelo, hasta que un día desapareció. ¿Piensa usted que podría ser algún familiar de don Fernando Albric?

--No creo, tu abuelo perdió a toda su familia en las guerras carlistas.

Irene observó de nuevo la fotografía.

--¿Puedo quedármela para estudiarla mejor?

--Claro.