TRES
Después de todo lo que me había contado la madre de Raquel, estaba claro que si quería completar el puzle de mis orígenes familiares tenía que seguir investigando aquella historia de conjuras políticas y tesoros perdidos, el antiguo enfrentamiento entre dos linajes enemigos, Borbones contra Carlistas, que habían prolongado su disputa dinástica más allá del campo de batalla.
Pero qué sabía yo sobre la sangrienta guerra civil que había desolado a España, prolongándose a lo largo del siglo XIX. Muy poco: que los carlistas eran partidarios de una estirpe Borbón paralela, cuyos pretendientes habían sublevado al pueblo echándose al monte durante años para defender los antiguos privilegios territoriales y la religión católica. Menudo rollo.
Y luego estaba el conde de Loredán, aquel viejo militar carlista de rostro autoritario, con sable y pistolón al cinto, según aparecía en la foto que reposaba encima del aparador. Qué sabía yo me mi abuelo. Casi nada: tan sólo que había regresado rico de su exilio en Venecia, patrocinando la construcción de un fabuloso teatro en Albacete, habitado por un fantasma.
Con todo aquello en la cabeza me resultaba imposible conciliar el sueño. Aprovechando que Carreño siempre dormía como un tronco, me levanté procurando no despertarlo, me vestí sin encender la luz y bajé al porche. Como Dux me seguía, empeñado en acompañarme a donde fuese, le dejé venir. Me caía simpático, pues era muy parecido a mí. Basta que le prohibas algo a un chico imaginativo y con la cabeza llena de pájaros, como yo, para que se muera por hacerlo. Así que abrí la puerta de la villa y salimos a la calle.
Una neblina difusa flotaba en el ramaje de los árboles por encima de la verja que rodeaba el Parque Central. Yo no estaba todavía preparado para el intenso frío de Albacete, tan afilado como una de sus típicas navajas, y sufrí un estremecimiento. Pero ahora no era cuestión de volver a por más ropa de abrigo. Así que metí las manos en los bolsillos, cruce la Plaza Gabriel Lodares, enfile por la calle Tesifonte Gallego, atravesé la Plaza del Altozano y me detuve justo en la esquina de la Diputación Provincial con la calle Carcelén, cerca de donde Pedro Carreño me había dicho que se alzaba el teatro.
--Bueno Dux, creo que ya hemos llegado.
La calle Carcelén era una brecha oscura en aquella zona tan deteriorada de la ciudad. Por allí no se veía ningún teatro, sólo un sombrío pasaje comercial venido a menos. La puerta donde antaño debió estar el acceso al teatro había sido tapiada mediante un improvisado muro de ladrillos, que poco a poco había ido acumulando carteles de propaganda. El famoso coliseo teatral, orgullo de Albacete desde principios de siglo, quedaba sepultado detrás de un anónimo edificio, perdido y olvidado en aquel rincón sucio y con escasa iluminación. Ya no me parecía tan raro lo habitase un fantasma.
Tiritando de frío, inspeccioné la zona en busca de un acceso. Pero el muro de ladrillo revestido con sucesivas capas de carteles medio despegados parecía sólido. Así que doblé la calle para comprobar la parte posterior y entonces tropecé con un estrecho callejón sin asfalto ni luz eléctrica. Varios gatos corrieron asustados, desperdigándose ante la presencia de Dux. Pero él no les hizo el menor caso, entretenido en destrozar un zapato viejo.
Al final del callejón había una estrecha puerta de madera, disimulada en el muro de piedra que cerraba el perímetro del teatro. La puerta, seguramente una entrada de servicio, aparecía empotrada en su carcomido marco, medio descolgada de sus goznes. La empujé y cedió chirriando quejumbrosa. Detrás había un pozo de oscuridad. Me detuve y miré la hora. Para seguir adelante necesitaría una linterna, pues había escombros y cascotes por todos lados.
--Vámonos, Dux –dije--, ya volveremos otro día.
Encajé la puerta de nuevo y regresamos a la villa.
Por la mañana, en el colegio, le conté a Raquel mi escapada nocturna.
--¿Fuiste al teatro sin mí? –replicó molesta.
--No sabía que te hubiese gustado acompañarme.
--¡Pues claro que me hubiese gustado! Estamos juntos en esto, ¿no?
--Bueno, podemos volver cuando quieras, la puerta sigue abierta.
--Esta noche –urgió ella--, siento curiosidad por verlo. Dice mi padre que aquello era fantástico, el mejor edificio de Albacete.
--¿Tu padre?
--Sí, ayer nos oyó hablando del tema. Es arquitecto y tiene una empresa de restauración. Le interesa mucho todo lo que sean edificios antiguos.
--Por cierto, necesitamos una linterna, dentro está muy oscuro.
--No hay problema, sé donde mi madre guarda una por si se va la luz. Y ahora que me acuerdo, me ha dicho que vengas a merendar esta tarde, quiere contarte algo más de lo que ha descubierto. La tienes entusiasmada con la investigación sobre tu abuelo.
--Me alegro.
--Hace tiempo que la veía muy aburrida. Papá no le hace mucho caso –reprochó--, tan ocupado siempre con sus obras y proyectos.
Mi adaptación a la ciudad estaba resultando mejor de lo que hubiese podido suponer. No había hecho ni un solo amigo, eso era cierto, pero me codeaba con la chica más guapa del colegio. Raquel no era como las otras, parecía mucho más madura y responsable que sus compañeras. Cada vez me gustaba más, aunque no sabía cómo decírselo, nunca me había declarado a una chica. Creo que Raquel me lo notaba y eso la divertía bastante.
A la hora de almorzar no le dije a Pedro que por la noche había estado en el teatro, pero quise conocer más datos de aquel arruinado edificio.
--¿Cuándo se construyó?
--No conozco la fecha concreta, creo que a principios de siglo, cuando don Fernando Albric estaba considerado la persona más influyente de Albacete. Tu abuelo era presidente honorario del patronato teatral, poseía el mejor palco siempre reservado y tenía libre acceso por todo el edificio.
--Ahora que lo mencionas –recordé--, una historiadora local afirma que don Fernando custodiaba el tesoro de los carlistas, ¿qué sabes tú de todo eso?
--Lo del tesoro es un rumor que sonó durante años. Algunos decían que si el conde de Loredán tenía tanto dinero para dilapidar a manos llenas en todos aquellos caprichos, como su palacete campestre y el teatro local, era porque gastaba del tesoro que le había confiado el último rey carlista.
--La historiadora también me ha dicho que mi abuelo iba siempre a todas partes cargado de medallas y llevando un bastón con la empuñadura de plata.
--Espera un momento.
Se levantó de la mesa, fue hasta su habitación y regresó llevando en las manos el bastón más extraño que yo hubiese visto nunca.
--¿Eso también lo tienes tú? –pregunté sorprendido.
--Bueno, lo tomé de La Veneciana el día que acudí con el juez y la Guardia Civil para identificar el cadáver de tu abuelo. Si no lo hubiese cogido yo se lo habrían llevado los buitres que al poco tiempo aparecieron por allí con la pretensión de cobrarse lo que les adeudaba don Fernando. Pero eso no es verdad –gruñó de mal humor--, tu abuelo nunca quiso deber nada a nadie.
--¿Necesitaba llevar un bastón –pregunté--, sufría de las piernas?
--No, no, las piernas las tenía muy bien para su edad. Mira –me tendió el bastón--, es de acero y por dentro está hueco.
--¿Por qué?
--La empuñadura metálica bascula por la mitad y aparece una recámara que puede albergar un cartucho de caza.
--¡Anda!, ¿el bastón es una escopeta?
--Como que puede matar un jabalí a media distancia. Don Fernando se lo encargó a un prestigioso armero de Milán.
--¿Es que mi abuelo necesitaba ir armado?
--Bueno, ten en cuenta que don Fernando Albric era el último pez gordo del Carlismo. Yo no sé mucho sobre aquel asunto, pero una vez me contó que todos los pretendientes carlistas al Trono español habían muerto como si hubiesen sido asesinados uno a uno.
--¿Por qué? –repetí, cada vez más alucinado.
--Según me dijo tu abuelo, hubo una conspiración oculta para que ningún descendiente carlista llegase a rey.
Por la tarde, a la salida de clase, fui con Raquel a su casa. Encontré a su madre Irene más guapa que nunca. Nada más verme, se acercó a mí, otorgándome un beso en la mejilla. De nuevo me dio rabia no poder contener mi rubor. Mientras merendábamos, Irene trajo un manojo de papeles y los desplegó sobre la mesa.
--En 1909 murió el último pretendiente oficial de la dinastía carlista, don Carlos de Borbón y Austria-Este, que falleció en el palacio veneciano de Loredán, donde había establecido su Corte. Allí acumulaba dinero para seguir la lucha contra los liberales, pero el rey Alfonso XII ya se había consolidado en el Trono y no era fácil reunir combatientes desde Venecia. Para ocuparse del alistamiento y comprar armas, don Carlos nombró a tu abuelo mariscal del ejército carlista en el exilio, aunque ya no había ningún ejército, tan sólo quedaban algunas partidas de guerrilleros en el País Vasco, Aragón y Cataluña.
Irene hablaba muy bien, con su voz amable y cordial. Me tenía tan hipnotizado que casi no había probado su deliciosa merienda.
--Margarita, la mujer de don Carlos, murió en 1893. Al año siguiente se casaba con una duquesa, doce años menor: Bertha de Rohan. Pero su nueva esposa no quería saber nada de política y procuró que su marido fuese olvidado su imposible pretensión al Trono español. Dos años antes de fallecer, don Carlos le rogó a don Fernando que aunque no pudiese proclamar de nuevo la guerra contra los liberales, mantuviese viva la llama del Carlismo.
--Pedro Carreño me ha dicho que mi abuelo construyó su palacete campestre de La Veneciana para custodiar el archivo histórico del Carlismo.
--Eso tengo entendido –confirmó la madre de Raquel--, y me hubiese gustado mucho tener acceso a toda esa documentación.
--Si usted quiere, puede venir el sábado con nosotros.
Irene sonrió y me hizo una caricia en la mejilla:
--Gracias, pero no quiero interrumpir vuestra excursión. Ya me contará Raquel si hay algo interesante por allí, aunque no lo creo.
--¿Por qué?
--¿Pedro no te lo ha dicho? El palacio de La Veneciana está muy deteriorado. Han entrado a saquearlo tantas veces que no debe quedar ya mucho de valor.
--¿Pero por qué no lo restauran si es un edificio histórico?
--Existe mucho interés en que se derrumbe, porque cerca de allí pasará la futura carretera de circunvalación. Al morir tu abuelo en circunstancias tan dramáticas... Bueno, perdona, no sé si sabías que don Fernando...
--Carreño me dijo que se suicidó de un disparo en la cabeza.
--Eso es lo que manifestaba la versión oficial para dar carpetazo al asunto, pero durante algún tiempo se sospechó que lo habían matado.
--¿Quién querría matarlo? –pregunté, recordando lo que me había dicho Carreño sobre la muerte de todos los pretendientes carlistas al Trono español.
--Bueno, ten en cuenta que gracias al dinero con el que regresó del exilio adquirió la finca de viñedos más grande y fértil de Albacete. Con la uva de aquellas cepas elaboraba un excelente vino en su propia bodega de La Veneciana, que ahora es carísimo y muy buscado por los coleccionistas, ya que sólo quedan unas pocas botellas en el mercado, muy difíciles de localizar. El caso es que don Fernando Albric nunca quiso vender ni un metro cuadrado de su finca, por eso no es raro que alguien quisiera dejarlo fuera de juego para que la tierra quedase libre y especular con ella.
Tras la interesante conversación, cuando ya me despedía de Raquel en el recibidor de su casa, ella me susurró al oído:
--Ya tengo la linterna para esta noche.
--Genial, ¿a qué hora quedamos?
--A las dos de la mañana en la Plaza del Altozano. A esa hora todos duermen y no hay nadie por la calle.
Durante la cena le comenté a Pedro Carreño todo lo que me había contado Irene sobre mi abuelo.
--Vaya, esa historiadora con la que hablas últimamente parece muy enterada –confirmó--, todo lo que te ha dicho me suena como cierto.
--¿Lo del vino también?
Carreño se levantó de la mesa, fue hasta una de las alacenas de la cocina y abrió la portezuela. Del interior sacó una botella cubierta de polvo.
--Aquí está –sonrió dejando la botella sobre la mesa--, el verdadero tesoro de tu abuelo: uno de los vinos con mayor calidad de toda Europa. Y no lo digo yo, lo he visto en las mejores guías gastronómicas.
Quité la capa de polvo con una servilleta y debajo apareció un escudo heráldico sobre la marca Conde de Loredán.
--Irene me ha dicho que cada una de las pocas botellas que hay en el mercado cuesta una fortuna.
--Es verdad, si subasto una podría vivir un tiempo con lo que me den.
--¿Y cuantas tienes?
--Muchas, ji, ji, ji –esbozó su risa de hiena--, todas las que guardaba don Fernando en su bodega cuando falleció. Con eso Dux y yo tenemos para vivir el resto de nuestra vida como marajás. Bueno –corrigió poniéndose un poco serio--, ahora debemos incluirte a ti también. Tú eres el auténtico heredero.
--En ese caso –medité--, también soy el nuevo conde de Loredán.
--Espero que Dux y yo no tengamos que hacerte reverencias.
--Hablo en serio, Pedro.
--Bueno, a lo mejor puedes reclamar el título de tu abuelo.
Me fui a la cama tan ilusionado con aquella idea que casi me olvido de acudir a la cita nocturna con Raquel.