CAPÍTULO 7
Puede sonar contradictorio, pero fue durante la temporada de más éxito del Barcelona, la 1991-1992, cuando se crearon los problemas que conducirían más tarde a mi ruptura con el club. Una vez más, existe un paralelismo a la situación con el Ajax cuando ganamos la Recopa de Europa en 1987. En cuanto hay un éxito, todo el mundo pierde la cabeza. Eso era típico también del Barcelona: durante la euforia se renovaban los contratos, incluso de jugadores que no habían rendido. Así que Núñez y el vicepresidente Joan Gaspart volvieron a tomar las riendas. Gaspart era responsable de los contactos, pero naturalmente no era más que un apéndice del presidente. Y a pesar de los éxitos, mi relación con Núñez era puramente profesional. Yo no confiaba en él. Nunca hizo que se me quitara la sensación de que yo solo estaba allí para mantenerle a él en su sillón. Siempre sentí que tenía que mantenerme fuerte o de lo contrario tendría problemas.
Cómo influyó el éxito en cada uno se pudo comprobar ya al comienzo de la nueva temporada. En la segunda ronda de la Liga de Campeones de 1992-1993 fuimos eliminados por el CSKA Moscú por un 4-3 en agregado. Ese diciembre perdimos la Copa Intercontinental contra el São Paulo por 2-1. Es una de las pocas veces que no he tenido problemas con una derrota. Siempre he admirado al entrenador brasileño Telê Santana por su visión, porque siempre traslucía un auténtico amor por el fútbol. Aquel hombre tenía el honor de haber entrenado a Brasil en el Mundial de 1982. La eliminación de aquella espléndida plantilla por Italia me hizo pensar en nuestra derrota ante Alemania en 1974. Más aún que el éxito italiano, lo que perduró fue el fútbol de Brasil y los nombres de sus fantásticos centrocampistas: Zico, Sócrates, Falcão y Cerezo.
Diez años después, Telê Santana era el entrenador del campeón sudamericano, el São Paulo, y mandó a su propio dream team a la final de Tokio. Después del partido, le dije a la prensa: si te atropella un coche, lo mejor que te puede pasar es que se trate de un Rolls-Royce.
En la liga española, la temporada volvió a salvarse el último día. Y otra vez fue el Tenerife quien nos echó una mano sin querer venciendo al Madrid por 1-0 y permitiendo que nos hiciéramos con el título. Un año después, recibimos ayuda por tercer año consecutivo. En 1994, el Deportivo de La Coruña iba líder pero falló un penalti en el último minuto del último partido de la temporada, y quedó 0-0 con el Valencia. Suficiente para que volviéramos a ser campeones por cuarta vez consecutiva.
Y volvimos a jugar la final de la Liga de Campeones contra el AC Milan. Un partido que jugamos pocos días después de nuestra celebración del campeonato. Otro ejemplo típico de cómo pueden ir las cosas si das un paso demasiado pronto o demasiado tarde, en vez de en el momento justo. Es la acumulación de pequeños errores lo que conduce a una derrota por 4-0 contra un magnífico oponente.
Después de aquello fueron saliendo a la superficie cada vez más problemas. El Barcelona había estado ascendiendo durante seis años. Con jugadores que habían crecido en el club. Igual que en el Ajax, lo bonito era que no solamente teníamos una plantilla de grandes talentos, sino que además eran magníficas personas. Atletas que transmitían mucha energía positiva, no solo a mí, sino también a los demás.
Con varios de los chicos tuve, además, buenas relaciones de amistad en la esfera privada. Nunca he mantenido totalmente separadas la vida privada y la profesional. Salía con ellos regularmente a cenar o a celebrar los cumpleaños.
En términos profesionales, me esforzaba también por mantener una buena relación. Naturalmente, algunos jugadores se sentían decepcionados si no los alineaba. Por otra parte, yo era un entrenador que, cuando tenían que ir al hospital, vigilaba en la sala de operaciones por si les clavaban el bisturí en la pierna equivocada. Para que se sintieran más tranquilos, convertí en costumbre asistir a las operaciones, para asegurarlos de que, si el entrenador estaba presente, todo iría bien. Me ponía la bata, el gorrito y una mascarilla en la boca. Eso calmaba al jugador y esa era mi responsabilidad.
Así, con los años, me he sentido cada vez más fascinado por la ciencia médica. A la mayoría de los cirujanos les gustaba y me dejaban presenciar toda clase de intervenciones. Una de las más interesantes fue una operación de cerebro en el hospital con el que estaba relacionado el médico de los Washington Diplomats. Fue increíble observar cómo quitaban una parte del cráneo y cómo, con un increíble trabajo de precisión, se solucionaba el problema. Me encanta presenciar el trabajo de los especialistas.
De modo que a lo largo de los años he asistido a docenas de operaciones y, sobre todo en lo referente a las de traumatología, llegué a entender algo del tema. Por eso, al final, pude prever que las cosas se torcerían en el Barcelona en ese aspecto, porque no teníamos bastantes personas buenas para cuidar de los jugadores.
Después de seis años construyendo, el punto de inflexión llegó en la temporada 1994-1995. En aquella fase, el club tenía que pensar bien cómo íbamos a ir sustituyendo paso a paso aquel equipo tan exitoso, pero que estaba envejeciendo. En un proceso como este es esencial que la dirección del club entienda perfectamente lo que ocurre. Que entienda cuál es la estrategia a largo plazo y que todos estén por encima de la vorágine del día a día. Así, por ejemplo, Michael Laudrup y nuestro portero, Andoni Zubizarreta, se fueron al Real Madrid y al Valencia respectivamente. Se discutió mucho al respecto, pero yo no quería correr el riesgo de que unos jugadores tan buenos acabaran en el banquillo. No se merecían ser el jugador número doce.
En esos casos, la dirección y el entrenador tienen que formar un frente común. En ese momento era cuando Núñez me habría podido transmitir la sensación de que yo no estaba allí solo por él, sino que trabajábamos juntos por el FC Barcelona. Pero, de hecho, solo me confirmó las sospechas que había tenido sobre él todos esos años. Como Ton Harmsen en el Ajax, Núñez también empezó a filtrar cosas a la prensa. Y, como ocurrió en Holanda, solo unos pocos periodistas vieron el trasfondo de las cosas.
La única cosa buena de la temporada fue el debut de mi hijo Jordi en el primer equipo. El 10 de septiembre de 1994 jugó con el Barcelona contra el Santander. Solo tenía veinte años y enseguida marcó su primer gol, una importante contribución a la victoria final por 2-1. Por desgracia, mi presencia en el club solo le dio problemas con Núñez.
Mi última temporada, la 1995-1996, podría ser una copia de mis últimos meses en el Ajax. Si durante años habíamos intervenido deprisa y con éxito en el mercado de fichajes, en 1995 la dirección empezó, de repente, a refunfuñar. Por ejemplo, yo quería traerme de Burdeos al talentoso Zinedine Zidane, pero a ellos no les gustaba mucho y no se hizo ningún movimiento. También notaba cada vez con más frecuencia que mi posición estaba siendo socavada, incluso por algunos de los médicos con los que trabajábamos. Lo peor fue una operación de uno de los jugadores para la que se recurrió a un equipo de especialistas. Fuera del quirófano uno de los médicos se dio la vuelta de repente y dijo: «Este es mi hospital y aquí yo soy el único que opera…». Como el jugador seguramente ya estaba en la mesa de operaciones, nadie pudo hacer nada. Aunque había allí personas con mucha más habilidad en ese campo en concreto, su ego fue lo más importante para él. Más que el bienestar del club y del jugador.
El momento más triste de esto, en lo que a mí respecta, fue la operación a la que se sometió Jordi a finales de 1995. Era un menisco, que para un cirujano ortopédico viene a ser la intervención más sencilla que existe. Pero, por desgracia, la operación no fue según lo previsto, con consecuencias muy negativas para la carrera de Jordi. Aún hoy sigue teniendo problemas con su rodilla. Él tenía las piernas un poco arqueadas y, con un paciente así, es necesario que el cirujano no se limite a operar la rodilla sino que tenga en cuenta el equilibrio de toda la articulación; si no, acabas con un problema aún mayor. Es triste porque, desde entonces, nunca ha podido entrenar al cien por cien, lo que significa que nunca ha podido aprovechar al máximo sus habilidades.
En abril de 1996 estaba claro que, por primera vez desde mi llegada en 1988, no íbamos a conseguir ningún título esa temporada. Y eso que yo no estaba insatisfecho con los pasos que habíamos dado para renovar la plantilla, pero había otras cosas, estas negativas, que yo no podía aceptar como representante de los jugadores. Cada vez se escondía más información y los acuerdos se incumplían. Era una situación desagradable y las relaciones empeoraron mucho. Hasta que, inesperadamente, leí en el periódico que me habían cesado y que Núñez y Gaspart iban a presentar a Bobby Robson como mi sucesor. Una situación increíble. Un par de días antes había tenido una charla con Núñez sobre la nueva temporada y había convencido personalmente a Luis Enrique de que dejara el Madrid y se viniera al Barcelona. El chico lo hizo por mí. Núñez lo sabía, pero no dijo nada sobre mi próximo despido.
Pero quizá lo peor fue que mi sustituto temporal fuera mi amigo y mano derecha, Charly Rexach. Sobre todo, porque reaccionó como si fuera la cosa más natural del mundo. Precisamente Rexach, que siempre había expresado opiniones más extremas que yo sobre Núñez. Pero recibió el castigo ya en su primer entrenamiento. Porque Jordi se negó a entrenar bajo sus órdenes. Se produjo una bronca inmediatamente. Al final se decidió que Jordi jugaría el partido en casa contra el Celta de Vigo, para evitar que el público enfureciese. Por suerte, aquello acabó convirtiéndose en un recuerdo fantástico. Después de una desventaja de 0-2, Jordi fue uno de los atacantes que se encargaron de ganar el encuentro por 3-2. Pero lo más bonito de todo fue que, después del gol de la victoria, Jordi salió del campo y obligó a Rexach aplaudirlo, y, cuando acabó, explicó que había querido que los aficionados tuvieran la oportunidad de dar las gracias a su padre.
Ese también fue el último partido de Jordi en el Barcelona.
Igual que en el Ajax, fue una pena que las cosas acabaran así en Barcelona. Para mí, fue una auténtica misión cambiar aquella imagen que el Barcelona se había ganado con los años, de que era el club más rico, pero no el que jugaba mejor ni el que hacía el juego más bonito. Así que el hecho de conseguirlo significaba más que el haber alcanzado un objetivo: mostraba mi total compromiso, que había ido más allá de ser solo un entrenador. Pero el mayor problema del Barcelona es el propio club. Siempre se está hablando de política. Eso explica también mi aversión por el circo de directivos que usan los sentimientos en su propio provecho y se dedican a destruir el club. Pero, al final, ellos mismos se desenmascaran. Eso sucedió en el Ajax con Harmsen y volvió a suceder con Núñez en el Barça. Me alegro de no haber estado allí.
Por supuesto, mi carrera afectó mucho a mi familia. Estamos muy unidos y siempre hemos intentado que las locuras de fuera nos afectaran lo menos posible, pero no fue fácil para Chantal, Susila y Jordi. De todos mis hijos, Jordi fue quien se vio más afectado, pero eso contribuyó a convertirlo en el hombre tan especial que es ahora. Casi todas mis decisiones profesionales perturbaron la vida de mi hijo muy profundamente. En 1983, cuando tuve que abandonar el Ajax como jugador, él tuvo que quedarse mientras yo me vengaba de su club desde el Feyenoord. Cuando, más tarde, me marché de De Meer siendo entrenador, tuvo que volver a dejar atrás su club y a sus amigos. Y seguí influyendo en su vida después. Porque él, igual que en el Ajax, también tuvo que oír en el Barcelona que si jugaba era solamente por ser el hijo del entrenador.
Por eso, su debut en la selección de Holanda y su posterior participación en la Eurocopa de 1996 fue lo mejor que podía pasarme. Porque su elección por parte del entrenador nacional Guus Hiddink fue algo totalmente independiente. Yo no tuve la menor influencia. Mi emoción alcanzó su clímax en Birmingham, cuando Jordi marcó el primer gol ante Suiza durante la Eurocopa. En esos momentos todo se te pasa por la cabeza como un destello. El acoso, los cotilleos, la tristeza y, entonces, sobre el terreno de juego, treinta metros más abajo de donde estaba yo, la demostración de que mi hijo había salido indemne de todo. Y el orgullo ya no conoce límites. No suelo tener momentos emotivos así. A veces se te pone «gallina de piel» cuando alguien realiza una actuación excepcional. Porque que alguien sea solo bueno no me dice demasiado, pero sí me emociona mucho que pueda aportar algo extra, como el atleta Edwin Moses, que consiguió ganar más de cien competiciones seguidas. Eso me maravillaba, era increíble. Porque es muy humano volverse apático cuando eres tan bueno y ganas tanto. Sin embargo, durante años, él mantuvo la actitud de batir un récord mundial el miércoles y mejorarlo el domingo. Si consigues algo así, entonces sí que eres grande y más que un simple deportista.
Es una cualidad que, en realidad, encuentras en todos los deportistas excepcionales. Los que están en lo más alto, sea cual sea su deporte, necesitan ganar desde el momento en que el árbitro toca el silbato o da el pistoletazo de salida. Es una cultura que algunas personas llevan dentro y que es más que la simple calidad. Es algo en la cabeza y en el cuerpo, y que en los momentos más bellos aflora a la superficie.
Los deportistas que lo tienen son aquellos que saben que la excelencia es difícil y hasta qué punto lo es. Personas como yo, que hemos tenido que encontrar esa cultura en nuestro interior, la respetamos profundamente. Sienten que en todo momento tienen que demostrar algo y lo hacen. Eso es extraordinario. Es un misterio y no solo tiene que ver con el talento. Tiene que ver con afinar cada detalle. Y, naturalmente, necesitas calidad o nunca lo lograrás. Siempre me ha encantado ver a los mejores.
De ahí, también, mi orgullo por Jordi, que casi siempre ha hecho lo que tenía que hacer. Incluso cuando era un niño, yo vi que tenía talento para el fútbol. Por cómo chutaba el balón, por ejemplo. Aunque en sus primeros años no pueda decirse que le prestara atención a diario. Vivíamos en Barcelona, en un piso, y, naturalmente, en un piso no puedes andar jugando con la pelota. Te entretienes, pero no juegas al fútbol de verdad. Eso no empezó a suceder hasta mi época en el Ajax, cuando Jordi tenía unos diez años. Antes de eso, yo le dejé seguir su camino. Más tarde, en Estados Unidos, pudo jugar al fútbol en la calle, a diferencia de lo que sucedía en Barcelona. Además, allí tenían campamentos de verano en los que los niños dedicaban el día entero a jugar al fútbol. Washington tenía un carácter bastante europeo y mucha gente enviaba a sus hijos a ese tipo de campamentos. Era bueno para que Jordi mejorara su inglés y practicara deporte en condiciones.
Cuando volvimos a Holanda, pudo entrenar en el Ajax. De repente, Jordi podía jugar razonablemente bien. Cada vez se le daba mejor, porque en el patio trasero de nuestra casa de Vinkeveen teníamos un pequeño campo de fútbol. Con porterías. Y después se volvió fantástico. Además, me di cuenta de que Jordi tenía una ventaja un tanto extraña. Era zurdo de pierna, aunque solo se le notaba en los penaltis. Lo cierto es que no era tan bueno con la derecha. Es curioso descubrir algo así a tan corta edad.
Desde pequeño, Jordi tuvo que enfrentarse a un reto concreto, relacionado con mi fama. Si jugaba un mal partido, lo que pasaba es que tenía las cualidades de su madre; en cambio, si jugaba bien, tenía las de su padre.
Esas cosas puedes aguantarlas, pero la historia fue muy distinta cuando empecé a jugar en el Feyenoord y él siguió en el Ajax. Aquel fue un momento de lo más difícil. Por eso, aún estoy agradecido al responsable de las selecciones menores, Henk van Teunenbroek, por su decisión de hacer a Jordi capitán de su equipo. Fue un gesto muy especial. Sobre todo, para un niño tan pequeño. Su entrenador dio la vuelta a una situación que podría haber hecho mucho daño a Jordi. En ese momento, fue lo más importante que alguien podía hacer por mi hijo. Van Teunenbroek tuvo una idea estupenda. Lo valoré muchísimo. Por lo demás, no recuerdo que nadie del Ajax le dijera nunca nada feo a Jordi. Algo como que tuviera privilegios, o cualquier cosa por el estilo, simplemente por ser mi hijo. En ese caso, Danny me lo habría dicho, pues ella estaba siempre pendiente de él. Eso a mí me resultó prácticamente imposible cuando jugaba al fútbol y, más tarde, cuando entrenaba al Ajax.
Aunque Jordi estaba feliz y contento en el Ajax, en 1988, cuando solo tenía catorce años, tuvo que venirse con nosotros a Barcelona. Allí también pasó la criba y estuvo jugando al fútbol durante los ocho años que fui entrenador. Cada año estaba un paso más cerca del primer equipo y, finalmente, en 1994, pensé que ya era suficientemente bueno. A los veinte años era un poco mayor para debutar, pero eso no importaba. Aunque no resultó nada fácil. Desde su llegada a Barcelona, de adolescente, se encontró con la curiosa situación de que, como extranjero, podía jugar en las competiciones regionales, pero no en las nacionales. Era un absurdo total. Jordi podía jugar en el equipo B, que participaba en la competición catalana, pero no en el primer equipo, que jugaba a nivel nacional.
Ese es el tipo de cosas que los holandeses como nosotros no aceptamos. Así que me dediqué a incordiar. Telefoneé a la federación y les dije: «Os informo de que jugará con el primer equipo el domingo. Que lo sepáis por si queréis suspender a alguien o algo. Pero no estoy dispuesto a aceptarlo. Yo vivo aquí, soy holandés y soy el entrenador del Barcelona, no alguien de paso. Mi hijo tiene los mismos derechos que cualquier otro chico en España, en Cataluña o donde sea. No voy a aceptar ninguna oposición. Yo pago mis impuestos, hago lo que cualquier persona normal, de modo que mis hijos tienen los mismos derechos». Alineé a Jordi, jugó el partido y no hubo ninguna recriminación. Imagino que los de la federación acabaron haciéndose a la idea de que aquello era un absurdo. Que habían visto por ahí una norma antigua y se habían olvidado de cambiarla.
Pero en fin, lo que quiero señalar es que, desde el principio, a Jordi le pasaron muchas cosas. Por algo se habla del llamado «síndrome Jordi Cruyff». Porque, por si no fuera bastante presión tener que saltar al terreno de juego con el apellido Cruyff, trabajar juntos en el Barcelona tampoco fue nada fácil. La decisión de alinearle o no tenía que ser siempre extraordinariamente objetiva.
Cierto que en el Barcelona yo podía seguir muy de cerca su evolución, porque procuraba tener un control constante sobre los tres equipos: el primero, el segundo y el tercero. Para hacerlo, necesitaba que los equipos de entrenadores de cada uno me dijeran cuándo un jugador estaba preparado para dar el salto. Sobre todo porque siempre he sido de la opinión de que hay que darle a la gente su oportunidad en cuanto la situación lo permite. No me importaba que ese alguien jugara en el juvenil o en el segundo equipo. Lo principal era alinear jugadores suficientemente buenos. Resumiendo: sácalo al campo y a ver qué pasa.
Y con Jordi fue más o menos así. Aunque su calidad tenía que ser mejor que la de todos los demás, porque, como padre, lo que no quieres que suceda jamás es que cien mil personas se pongan a abuchear a tu hijo. Luego están los idiotas que gritan que yo me dediqué a presionar para que mi hijo subiera. Él tenía que ser lo suficientemente duro para defenderse en las circunstancias más difíciles. Tenía que poder defenderse solo.
De forma que lo que yo pensaba era justamente lo contrario de lo que proclamaban aquellos idiotas. En el momento en que decidí hacer debutar a Jordi, él había recorrido un largo camino hasta alcanzar el nivel de poder defenderse de las críticas en el estadio ante cien mil personas. O, mejor dicho: hasta poder convencer a todo el mundo de que esas críticas eran infundadas. Puede que el fútbol sea un juego de errores, pero alguien debe tener la calidad suficiente para superarlos. Esa persona debe estar centrada a nivel mental y físico.
Quienes piensen que le di un trato de favor, claramente no saben nada de fútbol. Por eso no me han dolido nunca esas cosas. Para mí, quienes importaban eran las personas que tenía cerca, con quienes trabajaba todos los días y con quienes hablaba de los jugadores. Así que nos reunimos Tonny Bruins Slot, Carles Rexach y yo para responder a una única pregunta: «¿Está ya preparado? Sí, lo está. Pues entonces, jugará».
No hubo más discusión. Para el equipo fue también la cosa más natural del mundo. Ya estaban acostumbrados. Jordi participaba en los entrenamientos, iba al vestuario a menudo y todos le conocían. Pero bueno, la base y el punto de partida siempre es la calidad. Si alguien es capaz o no es capaz. Él era capaz, de modo que pudo hacer su debut en un encuentro en casa contra el Santander el 10 de septiembre de 1994.
Quien se llevó una buena sorpresa fue Danny. Ella no sabía nada. Estaba sentada en la tribuna y, de pronto, vio saltar al campo a Jordi. Aquello sí que me colocó ante un buen problema: no con el club, sino en casa. Por suerte todo fue muy bien, estupendamente, incluso. A los ocho minutos de juego, Jordi marcó de cabeza. Acabamos ganando por 2-1, Jordi fue uno de los mejores jugadores y el público le tributó una enorme ovación.
Por desgracia, después de mi cese como entrenador, en 1996, Jordi también tuvo que dejar el Barcelona. Ya lo veíamos venir. Formaba parte del plan para echarme. En el Barcelona había una norma fija destinada a evitar que un jugador tuviera que jugar estando en el último año de contrato. Por eso, todos los jugadores tenían siempre dos o tres años por delante. Así, durante la competición no se lanzaban nunca indirectas sobre la caducidad de los contratos. Pero con Jordi sucedió exactamente eso. Aunque era uno de los jugadores jóvenes que habían pasado del segundo equipo al primero, su contrato no se modificó como solía hacerse tras un ascenso al siguiente nivel. Además, desde su debut un año antes, había causado, en general, una buena impresión.
Pero, cada vez más a menudo, el día antes de un partido, y a veces también el día después, él tenía que tomarse un descanso. Todo gracias a un médico que no solo la cagó, sino que después estuvo envuelto en todo el lío de no renovar el contrato a Jordi. Tras su operación, él no volvió a oír una palabra al respecto del nuevo contrato. A pesar de que en 1995 había llegado a un acuerdo verbal, nunca le hicieron una oferta por escrito. Cada vez que Jordi les preguntaba, le respondían con evasivas y le decían que estaban ultimando los detalles. En abril volvió a recordarles el asunto, pero para entonces estaba claro que los directivos habían convertido al chico en una pieza del juego político contra mí. Fue una situación de lo más cruel. Igual que a mí me cesaron, su contrato expiró.
Entonces intentaron argumentar que ellos tenían la propiedad de Jordi y nosotros decidimos jugar duro. Afortunadamente, Jordi podía demostrar que no le habían renovado el contrato, de modo que podía marcharse sin pagar cláusula de rescisión. En el transcurso de una rueda de prensa, Núñez arrastró a mi hijo por el fango. El mismo hombre que quería echar a mi hijo anunció en público que Jordi solo había alcanzado su posición gracias a su padre y que había utilizado toda clase de tretas para poder irse sin pagar la cláusula de rescisión.
Afortunadamente, muy poco después Jordi descubrió que quien bien hace bien recibe: Alex Ferguson, el entrenador del Manchester United, parecía encantado con él. Entre otras cosas, porque había jugado un partido buenísimo contra ese equipo en la Liga de Campeones, que habíamos ganado 4-0. Así que, con 22 años, Jordi se fue a Old Trafford. Salió del avispero del Barcelona y volvió, por fin, a tratar con buenas personas. Personas como Éric Cantona y David Beckham. Todos le recibieron con los brazos abiertos. Es una de las cosas que más me ha llamado la atención en todos estos años. Que precisamente los grandes talentos parecen ser casi siempre las mejores personas. No conozco a ningún deportista extremadamente bueno en cualquier deporte que haya resultado ser un arrastrado ni un abusón. Sencillamente, no existen. Cualquiera puede tener su opinión acerca de Cantona o de Beckham, o de cualquiera que anduviera por allí, pero todos ayudaban a los más jóvenes. Me pareció una experiencia de lo más agradable. Muchas veces, cuando lees los periódicos, te llegan opiniones o puntos de vista sobre las personas, llámalo como quieras. Pero después los conoces personalmente y resulta que eres incapaz de reconocer en ellos ninguna de esas historias negativas. Nunca ha habido ningún deportista de élite que me haya dicho que no cuando le he pedido un favor.
Mientras nuestra familia se quedaba a vivir en Barcelona, Jordi abandonó el nido en 1996. Eso nunca fue un problema para mí. Yo ni siquiera iba a todos sus partidos en casa. Lo había pensado mucho pero, al final, Jordi caminaba ya sobre sus propias piernas y se había liberado de mí. Intenté conseguir un poco de equilibrio. Porque, naturalmente, sabía que si iba a Old Trafford no iba a pasar desapercibido. Me las tendría que ver con la prensa. O el entrenador me invitaría espontáneamente a estar entre bambalinas. Para mí eso es de lo más normal, pero ahora Jordi era uno de sus jugadores, no de los míos. Era una situación extraña. En realidad quieres ir, pero no vas.
Sin embargo, fui a algunos partidos en Old Trafford, donde inevitablemente me encontré a sir Alex Ferguson. A veces nuestro contacto tenía que ser profesional y no amistoso. Por lo general, dependía de si el equipo había jugado bien o mal, de si Jordi había estado bien o no y, naturalmente, de si habían ganado o no. De vez en cuando tenía que jugar un poco al escondite para evitar una situación incómoda. Danny y yo también acordamos que no iríamos a Manchester si las cosas en el equipo no iban como se suponía que tenían que ir. En esos casos, esperábamos para ir al siguiente partido.
Lo mismo sucedió en 2000, cuando Jordi pasó al Alavés. Allí, el entrenador me pedía opinión de vez en cuando. Simple interés. Lo mismo ocurría con el presidente, que me gritaba afectuoso que fuera a sentarme con él. Eso es normal, pero al mismo tiempo no es normal. Porque siempre corría el riesgo de que tuviera algún efecto sobre mi hijo. Siempre encontraba difíciles aquellas situaciones, tengo que admitirlo. Sea como sea, Jordi pasó cuatro años estupendos en Manchester. Y aquello también tuvo aspectos buenos para mí. Yo había dejado de trabajar como entrenador y tenía todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera. Como ir a ver regularmente fútbol inglés, que me encanta. También me encanta el magnífico ambiente futbolístico que reina allí. Por desgracia, yo nunca pude jugar en Inglaterra, a causa de las normas sobre jugadores extranjeros que estaban vigentes en mi época. Por eso me encantó que Jordi tuviera la oportunidad de hacerlo y, encima, para el más grande de los clubes ingleses. Lo que no se me permitió a mí nunca, se cruzó en el camino de mi hijo. Me pareció fantástico.
Yo empezaba a disfrutar nada más poner un pie en Old Trafford. Todo el mundo se conocía. Veía a gente contra la que había jugado. Naturalmente, a Bobby Charlton, que siempre estaba allí. En realidad no conocía a nadie pero me sentía como si conociera a todo el mundo. Eso siempre es una experiencia curiosísima. Ir a un sitio donde conoces a todo el mundo. Por supuesto, tú sabes que no es así literalmente pero, en la práctica, es lo que sientes.
Y, desde luego, era estupendo ver a mi hijo en el terreno de juego desde las gradas. Y también disfrutaba viendo a los hinchas ingleses. Ellos muestran auténtico respeto por quien juega bien al fútbol. No solo por su especial talento, sino porque lo hace lo mejor que puede, al cien por cien. En Holanda no sucede así, ni en España, con la excepción del Atlético de Madrid. También en ese club la gente siente respeto por quien lo da todo en un partido. Pero los aficionados ingleses se sienten profundísimamente unidos a su club del alma. Lo llevan en el ADN. Están con él en todo momento, sean buenos o malos tiempos. Por eso son también buenos perdedores, siempre y cuando todos hayan cumplido al máximo.
En Inglaterra, Jordi encontró al hermano que Danny y yo no le pudimos dar. Porque así acabamos por considerar a Roberto Martínez. En esa época, Jordi jugaba en el Manchester United y Roberto en el Wigan Athletic. Se hicieron amigos íntimos y yo nunca excluí que algún día jugaran juntos. Entonces eran aún dos chavales jóvenes estupendos, con toda su capacidad. Eso formaba parte del paquete. Más tarde, mi nieto jugó en el Wigan a las órdenes de Roberto durante dos años. Jugó en el segundo equipo, pero fue bueno para su talento. Yo también iba con regularidad a verlo jugar y pude comprobar de cerca que Roberto se había desarrollado muy bien como entrenador. Con un club relativamente pequeño como el Wigam llegó incluso a ganar la FA Cup. Y enseguida veías que Roberto era un tipo estupendo. Un hombre abierto, de gesto sincero.
Así que a Jordi le iba muy bien en Inglaterra. Ese es también el país del que guardo mejores recuerdos de mi hijo como futbolista: su gol decisivo para Holanda contra Suiza en Villa Park, durante la Eurocopa que se jugó allí en 1996, un partido que se ganó 2-0. Son esos momentos hermosos los que me han regalado una especie de paz. Piensas: lo he visto claramente, lo ha hecho y lo ha hecho en el momento preciso.
O lo que hizo en Barcelona en su último partido con Rexach. En cuanto acabó el encuentro, salió del campo y dijo: «Adiós, me voy». De hecho, aquello era algo extra de su forma de ser, aparte de sus cualidades para el fútbol. Él es alguien capaz de hacer que suceda algo en el momento en que tiene que suceder.
Naturalmente, esto me desata las emociones. Claro que sí. Es emoción, la más profunda. En realidad no es emoción, es orgullo. Casi no lo notas, pero lo tienes. La gente me vio en la tribuna después del importante gol contra Suiza, o cuando intenté saltar con poco éxito la valla aquella vez contra la Sampdoria. A veces, sencillamente, tengo que hacer algo.
Si tomas la carrera de mi hijo en su conjunto, ha habido cosas preciosas, menos preciosas y nada preciosas. Pero visto en perspectiva viví una situación fantástica. Primero conmigo mismo, luego con Jordi. Es bonito ver cómo ahora, en el cargo de director del Maccabi Tel Aviv, demuestra tener su propia forma de pensar. Y siempre es directo. Eso sobre todo. Lo que dice, lo persigue.
Nunca tienes plena seguridad pero, a su manera, mi hijo está haciendo muchas cosas nuevas. Sin abandonar ni un momento su honestidad. Esa es su especial fuerza en el lugar tremendamente difícil en el que está ahora. En el Maccabi tienen tres tipos de jugadores: judíos, palestinos y árabes. Todos viven allí y todos juegan allí. Jordi se dedica a formar la plantilla más fuerte posible, pero muchos de los espectadores, que quizá son judíos, se quejan de que haya un palestino o un árabe en el equipo. Y Jordi es el que los defiende a todos. Yo creo que también esto es para él una escuela de la más alta categoría.
Al final, y pese a sus problemas físicos, Jordi tuvo una carrera brillante. Ha jugado en la selección holandesa y en clubes espléndidos como el Ajax, el Barcelona, el Manchester United, el Alavés y el Espanyol. Después tuvo la magnífica oportunidad de hacer lo que quiso con el entrenador holandés Co Adriaanse en el Metalurh Donetsk de Ucrania, para retirarse finalmente en 2010 como futbolista en activo en el Valletta FC de Malta y convertirse en entrenador. Vía Malta y Chipre, está ahora en Israel. Todo esto demuestra que Jordi tiene un carácter muy fuerte. Aunque, por otro lado, era un chico con una enorme melena que ahora ha perdido. Me temo que lo lleva peor de lo que yo pensaba. Por eso me parece tan especial que haya llegado a donde hoy está.