CAPÍTULO 3


La contratación de Michels para sustituir a František Fadrhonc como seleccionador del equipo nacional holandés para el Mundial de 1974 en Alemania fue importantísima para mí. Quizá, incluso, decisiva. Naturalmente, yo aún no había olvidado cómo me habían echado del Ajax. En la selección me reencontré con jugadores de mi antiguo equipo y, al principio, aquello fue un problema. En parte porque ellos seguían quejándose de mí. ¿Por qué yo siempre llegaba más tarde que ellos a las concentraciones internacionales? Al parecer olvidaban lo mucho que se tardaba en viajar desde España por aquel entonces. No había tantos vuelos como hoy en día.

Por ejemplo, la vez que me tocó jugar con el Barça en el norte de España y primero tuve que volver en autobús a Barcelona, luego volar a Ámsterdam y desde allí hacer un vuelo de enlace a una ciudad pequeña del bloque del Este donde teníamos que jugar para clasificarnos para el Mundial. Todo muy complicado: salí el domingo y llegué el martes para jugar el miércoles por la noche. Sin embargo, más tarde me enteré de que algunos jugadores se habían enfadado porque yo no había viajado con el resto de la selección. Pero ¿cómo iba a hacerlo?

Fadrhonc no me apoyaba, así que ese era un sapo que yo no tenía más remedio que tragarme. A veces me preguntaba si todo aquello valía la pena, pero, ante la perspectiva de jugar la fase final del Campeonato del Mundo, renunciar a competir con la selección holandesa no entraba en mis planes y menos aún cuando la KNVB designó a Michels como seleccionador. Con su llegada se cumplieron todas las condiciones para poder realizar lo que pasó a ser conocido durante el campeonato como Fútbol Total. El Fútbol Total requiere jugadores con talento bajo una disciplina de grupo. Alguien que se queja o que no escucha es un problema para el resto, y se necesita un jefe como Michels para cortar eso de raíz. Aparte de la calidad de los jugadores, el Fútbol Total es, sobre todo, cuestión de distancia y posicionamiento. Esa es la base de todo el pensamiento táctico. Si aciertas con la distancia y la posición, todo encaja. También requiere mucha disciplina. Nadie puede ir por su cuenta. Eso no funciona. Si alguien empieza a presionar a un contrario, el equipo entero tiene que unírsele.

Un ejemplo. Cuando yo presionaba a un jugador cuya pierna buena era la derecha, yo le perseguía esa pierna. Con ello se veía obligado a pasar con la pierna mala, la izquierda. Mientras tanto, llegaba Johan Neeskens desde el medio campo a su izquierda, y el adversario se veía obligado a pasar la pelota rápido con su pierna mala. Lo que empeoraba sus problemas. Para hacerlo, Neeskens tenía que dejar suelto a su hombre. De modo que su adversario quedaba libre, pero no podía seguir a Neeskens porque nuestro defensa Wim Suurbier se había desplazado a la posición de Neeskens. Así se creaba enseguida una efectiva situación de tres contra dos. En resumen: yo presionaba la pierna buena del contrincante, Neeskens hacía lo mismo con su pierna mala y Suurbier se encargaba de que el marcador de Neeskens se viera obligado a permanecer en su posición. Eso sucedía en un radio de cinco a diez metros.

En realidad, esa ha sido siempre la esencia del Fútbol Total, hacer siempre lo que ves. Y nunca lo que no ves. En otras palabras, siempre debes tener visión global y siempre debes poder ver el balón.

Pensemos en el rugby. Los jugadores tienen que lanzar la pelota hacia atrás para poder correr hacia delante. Así tienen una mejor visión de lo que sucede ante ellos. Lo mismo se puede aplicar al fútbol, pero hay mucha gente que no lo entiende. Creen que tienen que jugar el balón hacia delante, cuando en realidad deberían pasárselo al que viene de atrás. Es cierto que su posición está más atrasada, pero su perspectiva es mucho mejor.

El Fútbol Total, en cualquier caso, es cuestión de distancias en el terreno y entre las líneas. Si juegas así, incluso el portero tiene que entenderse como una línea. Como el portero no puede coger el balón con las manos si se lo pasan, él también tiene que ser capaz de jugarlo. Tiene que asegurarse de que los defensas reciben el balón en el momento exacto. A menudo tiene que quedarse en el borde del área de penalti, para convertirse en una opción para sus compañeros de más adelante. En nuestro estilo de juego en el Mundial de Alemania, no había sitio para un portero que no saliera nunca de debajo de los palos.

Por eso se eligió como portero a Jan Jongbloed en lugar de a Jan van Beveren, que era nuestra primera opción. Lo bonito era que, de joven, Jongbloed había sido atacante. Como portero, no solo le gustaba jugar el balón, sino que sabía hacerlo estupendamente, y muchas veces conseguía evitar goles porque era capaz de pensar como un delantero. Delante de Jongbloed estaba la defensa, con un único defensa auténtico, Wim Rijsbergen. Arie Haan era centrocampista, y los defensas Ruud Krol y Wim Suurbier eran originalmente laterales. Casi todos, jugadores capaces de pensar en el conjunto. Eran posicionalmente buenos y técnicamente incluso mejores.

Por otra parte, convertir a un centrocampista o a un delantero en defensa surge de la filosofía de Michels en el Ajax. Allí se partía de que si alguien ha jugado siempre de los ocho a los dieciocho como lateral derecho tiene que ser capaz de predecir mentalmente lo que hay que hacer y siempre intentará avanzar en el campo para llegar a gol lo más a menudo posible, aunque juegue más atrás. Esto implica que prefiere no retroceder y la ventaja es que el campo se le hace pequeño. Además, en general, los centrocampistas y los delanteros tienen mejor técnica de balón que el defensa clásico. Eso también es una ventaja a la hora de cambiarlos de posición.

He oído y he leído en varios sitios que la gente que vio el Mundial de Alemania pensaba que nuestra forma de jugar había surgido por casualidad. Eso es una tontería. En aquel momento formábamos un grupo de jugadores buenísimos, fuera de lo normal. Buenísimos. A la izquierda del centro del campo tenías a Gerrie Mühren, del Ajax, pero también a Willem van Hanegem, del Feyenoord. Además, teníamos jugadores de categoría mundial compitiendo por las mismas posiciones. A la derecha estaban Wim Jansen, también del Feyenoord, y Johan Neeskens, que estaba a punto de irse del Ajax para venir conmigo al Barça. ¿Qué más se puede pedir? ¿Quién es mejor lateral izquierdo: Piet Keizer o Rob Rensenbrink? Allá donde miraras te encontrabas jugadores de primera categoría que habían ganado trofeos en todos los países donde habían jugado. Solo tenías que elegir y ellos se encargaban del resto.

Era una combinación de jugadores de categoría mundial y profesionalidad. Como en el caso de Ruud Krol, un defensa versátil por quien siempre he sentido gran admiración. Podía jugar en cualquier posición de la línea trasera o el medio campo. Alguien que había decidido llegar a lo más alto y había trabajado para conseguirlo. Cada día, después del entrenamiento, volvía al campo para mejorar sus centros. Súper.

Nuestro once inicial rebosaba calidad, pero podías señalar tranquilamente a 15 que eran extremadamente buenos y en diferentes posiciones. De modo que el defensa lateral derecho podía jugar también como defensa central, mientras que Johnny Rep o René van der Kerkhof podían hacerlo como extremos. Jugadores con talento por todas partes. Y todos podían aportar algo más al equipo.

El Mundial de 1974 fue la culminación de cinco años de éxito de Holanda en el ámbito doméstico. Todo había empezado en 1970, cuando el Feyenoord de Róterdam había vencido al Celtic de Glasgow en la final de la Copa de Europa, y había seguido con el Ajax ganándola tres años seguidos. La llegada de la selección nacional holandesa a la final de 1974, la primera vez que lo conseguía desde 1934, fue la guinda del pastel. En un equipo formado, sobre todo, por jugadores del Ajax y del Feyenoord, se unieron por fin los dos gigantes futbolísticos. La combinación ideal.

Ese fue el último gran paso hacia el reconocimiento de Holanda como gran nación futbolística. Fue ese verano en Alemania cuando me di cuenta de lo grande que era realmente el Mundial. Con el Feyenoord y, sobre todo, con el Ajax, Holanda había dominado la competición de clubes mundial durante cuatro años, pero eso no podía competir con el carisma del Campeonato del Mundo. Su grandiosidad parecía influir en todo. Por ejemplo, el impacto de nuestro himno nacional, el Wilhelmus. Nunca lo había oído cantar con tanta pasión por tanta gente antes de cada partido. Y encima todos aquellos seguidores vestidos del color naranja de Holanda. También era la primera vez que veía a tantos juntos en un mismo sitio. La sensación de que de verdad estábamos representando a nuestro país crecía a diario. El orgullo de jugar por tu país. Desde los jugadores a los aficionados, todos nos sentíamos honrados de formar parte de eso.

Todo iba cada día mejor, mejor y mejor, y pronto el mundo entero nos seguía. Por aquel entonces aún no había móviles ni internet, así que el apoyo al equipo no se hizo viral, sino que creció paso a paso y poco a poco se transformó en una fuerza imparable.

Sin embargo, la preparación para el Mundial no estuvo exenta en absoluto de problemas. Hubo mucho lío con la financiación y los patrocinadores. No es extraño, porque todo era nuevo tanto para los jugadores como para la KNVB, ya que ninguno de nosotros había vivido un Mundial. Como todo se estaba liando, se organizó un comité de jugadores, con representantes del Ajax y el Feyenoord, para asegurar que aquellos obtenían un buen trato. En el terreno de juego siempre habíamos sido contrincantes, pero en esos momentos nos dedicamos a buscar soluciones juntos.

Gracias a mi suegro, yo sabía más que los demás sobre estos temas. Cor y yo llevábamos mucha ventaja. El comité de jugadores fue, además, una buena ocasión para compartir nuestras experiencias con los demás. Enseguida nos pusimos de acuerdo en que no se trataba de quién ganaba más dinero, sino que todo nos afectaba a todos como grupo. Mismos monjes, mismos hábitos. Todos recibiríamos la misma suma económica y quienes disputasen partidos obtendrían una prima por encuentro. Quienes más jugaran conseguirían más dinero. La idea era un tanto pionera, pero nos benefició como grupo.

Otro problema fue que yo tenía un contrato de patrocinio con la marca deportiva Puma, lo que significaba que no podía llevar nada de su competidor Adidas durante el Mundial. Hasta entonces, la selección holandesa no había llevado ningún logotipo, pero para el Mundial se había pasado a una camiseta con las tres rayas distintivas de la marca Adidas. La KNVB había firmado el contrato sin decir nada a los jugadores. No les pareció necesario, porque la camiseta les pertenecía. «Pero la cabeza que asoma por el cuello es mía», les dije. Finalmente, quitaron una de las rayas de mi camiseta para convertirla en neutra.

Costó un poco acostumbrarse a estas cosas de fuera del terreno de juego, porque eran completamente nuevas, pero también fue una época fantástica. Sobre todo porque al final todo acabó encajando. Además, encontrar nuestro propio camino nos hizo más fuertes. A medida que se acercaba el torneo y después de que empezara, nos dimos cuenta de que cada vez constituíamos un grupo más sólido. Aunque todos éramos internacionales de distintos clubes, nos habíamos convertido en equipo. Esto se puso de manifiesto en nuestro primer encuentro contra Uruguay. La sensación de equipo estaba allí. Naturalmente, sabíamos mejor que nadie de lo que éramos capaces, pero lo cierto es que nunca habíamos pensado que un país sudamericano, que para nosotros era una nación futbolística más establecida, no pudiera seguir nuestro ritmo. De hecho, hasta nosotros nos sorprendimos de nuestra propia calidad. Porque en casa estábamos acostumbrados a jugar contra equipos que sabían perfectamente cómo jugaban el Ajax y el Feyenoord. Pero aquello era el Mundial, y nuestros rivales parecían no tener ni idea. Hacían cosas que nosotros habíamos dejado de hacer cinco o seis años antes.

Para nosotros, nuestra forma de jugar era completamente natural, pero nuestro Fútbol Total estaba atrayendo la admiración del mundo entero. Con un juego poderoso y dinámico, que se centraba en presionar a nuestro adversario de la forma más eficiente tuviéramos o no el balón. Los defensas podían atacar y los delanteros podían defender. El objetivo era que cualquier jugador pudiera tomar el balón y llevarlo al otro campo. A la gente le encantaba. Y, además, en cada partido iban saliendo mejor las cosas, lo que reforzaba nuestra sensación de que podíamos llegar a ser campeones del mundo.

Dieciséis equipos disputaron aquel año la Copa del Mundo. Estaban divididos en cuatro grupos de cuatro, y los campeones y subcampeones de grupo pasaban a una segunda fase en dos grupos, A y B. Los ganadores de la segunda fase disputarían la final mientras que los subcampeones se disputarían el tercer puesto.

Excepto el partido contra Suecia de la primera fase, ganamos todos los partidos de las fases de equipos por amplia diferencia. Uruguay, Bulgaria, Alemania Oriental y Argentina: no tuvieron la menor oportunidad. Solo contra Suecia el resultado fue 0-0 y, como dije inmediatamente después, es una lástima cuando no consigues obtener un resultado positivo después de jugar tan bien. Sin embargo, después del encuentro todo el mundo hablaba de un regate que yo había ejecutado: el llamado «Regate Cruyff», en el que, en un movimiento hacia delante, dejaba la pelota detrás con mi pierna de apoyo, para inmediatamente girar el cuerpo y saltar en dirección al balón.

Nunca había entrenado ni practicado aquel regate. La idea se me ocurrió en una fracción de segundo, porque en determinado momento me pareció la mejor solución para la situación en la que me encontraba. Hay impulsos que surgen porque tu bagaje técnico y táctico es ya tan grande que tus piernas saben hacer perfectamente lo que la cabeza quiere. Incluso cuando se te enciende la lucecita de una idea. Siempre he hecho regates así. Nunca los he utilizado para humillar al contrario, sino porque eran la mejor solución a un problema. Sí, es cierto que alguna vez he pasado el balón por entre las piernas de alguien, pero solo cuando era la única opción para superarlo. Eso no tiene nada que ver con hacer un caño a alguien solo por diversión. Incluso me molestaba cuando lo hacían los demás.

Tanto Holanda como Brasil, el campeón vigente, ganaron sus primeros partidos de la segunda fase en el grupo A, de modo que, para nosotros, el último partido de la fase fue, en realidad, la semifinal del Mundial. Yo considero ese partido el clímax del campeonato. Incluso recuerdo ese encuentro mucho mejor que la final. Superamos al anterior campeón del mundo en todos los frentes. En técnica, en velocidad, en creatividad; fuimos mejores en todo.

La victoria por 2-0 fue un triunfo tanto para el equipo como para mí personalmente. No solo porque mi gol, que hizo el 2-0, fue elegido más tarde como el más bonito del campeonato, sino también porque simbolizaba la esencia del Fútbol Total. Nuestro extremo izquierdo, Rob Rensenbrink, corrió para recibir el pase en profundidad de Ruud Krol, nuestro lateral izquierdo. A continuación, devolvió la pelota a Krol, que se coló en el espacio libre y alcanzó la banda antes de centrármela para que yo la rematara cerca del palo. La jugada entera y la culminación siguen siendo un espectáculo precioso.

Aunque mucha gente considera ese partido como uno de los mejores de la historia del Mundial, nosotros sabemos que en los primeros momentos no estuvimos al máximo. Al fin y al cabo, era a Brasil a quien nos enfrentábamos. El campeón del mundo y lo mejor de lo mejor del fútbol en cuanto a técnica. Tenían un montón de jugadores famosos: Jairzinho, Rivellino, Paolo Cézar... Al principio fue un poco eso, estábamos impresionados ante tantas estrellas, hasta que empezamos a jugar y los superamos en su propio juego. Técnicamente los dos equipos éramos muy buenos, pero nosotros pudimos acelerar el juego. Aquello fue lo que marcó la diferencia. Nuestra capacidad para jugar rápido era muy, muy superior.

Además, la hierba resultó ser un detalle importante. En Brasil, la hierba era completamente distinta a la de Europa. Eso lo sabíamos. Lo notabas sobre todo cuando jugabas el balón. En Alemania, la hierba era corta, fina y seca, mientras que en Brasil era más larga, más gruesa y más húmeda. Todo eso afecta a la velocidad del balón; y puede llegar a provocar una diferencia abismal. Nuestra suerte era que estábamos en Alemania y no en Sudamérica, con lo que la hierba jugaba a nuestro favor.

Además, Brasil estaba en un momento de transición. Estaban dejando atrás la técnica pura para sustituirla por una combinación de técnica y físico. Mientras que nuestra base era precisamente la técnica, y el resto era cuestión de posiciones y apoyos. Un buen juego posicional significa que no tienes que correr tanto, y que la técnica entra más en juego. A pesar de no estar al máximo, lo hicimos bien en la primera parte del partido y llegamos al descanso con 0-0. Yo había dicho que teníamos muchas ganas de jugar contra Brasil y en la segunda parte lo demostramos. Habíamos tenido la suerte de no ceder unas cuantas veces al principio de la primera parte y, después del susto, el equipo se puso a jugar su mejor fútbol.

Por desgracia, sucedió exactamente lo contrario en la final contra Alemania, que eran los vigentes campeones europeos y tenían a Franz Beckenbauer, Gerd Müller y Paul Breitner en su equipo. Esos tres y muchos otros de su plantilla jugaban en el Bayern de Múnich, que era el mejor equipo de Europa y acababa de ganar la primera de las tres Copas de Europa consecutivas que alcanzarían. Si hubiéramos pensado que serían tan buenos como fueron, como habíamos hecho con Brasil, habríamos tenido ventaja. Pero después del 2-0 contra los campeones del mundo, todo el mundo estaba tan relajado y satisfecho que parecía que aquel partido no importaba.

Es lo típico de enorgullecerse antes de tiempo. En cuanto te confías resulta muy difícil darle la vuelta a la situación. Contra Alemania, tras abrir el marcador muy rápido, después de una jugada en la que nos pasamos el balón como dieciséis veces sin que los alemanes lo tocaran antes de que nos hicieran penalti, creamos ocasiones de gol constantes. Entonces ellos marcaron también un penalti, con lo que nos fuimos al descanso con empate y al final no pudimos hacer nada para evitar el gol de Gerd Müller, que hizo el 2-1. Pensábamos que íbamos a ganar seguro pero, daba igual lo que hiciéramos, no pudimos volver a meter el balón en la red.

Durante todo el encuentro, todos íbamos un poco demasiado pronto o un poco demasiado tarde, nunca a tiempo. No al 100 %. Naturalmente, al 95 % aún puedes mantener un buen nivel, pero si el contrincante está jugando su mejor fútbol corres el peligro de ser el segundo mejor equipo sobre el terreno de juego.

A veces puedes llegar a perder un partido por culpa de tu cabeza. No hay más que ver cómo nos marcaron los goles. Wim Jansen forzó un penalti y Ruud Krol no supo mantener las piernas juntas. Esto último es una buena muestra de cómo estábamos en aquel partido. Mucha gente piensa que la defensa consiste en despejar el balón. Pero el arte de la defensa también consiste en saber cuándo le tienes que dar al portero la oportunidad de detener un balón.

Lo que no puede suceder nunca es que se te cuele entre las piernas un tiro a gol. En esos casos, no hay nada que el portero pueda hacer. Es un error que se ve todas las semanas. El portero solo puede defender cinco de los siete metros de ancho de la portería, así que, como defensa, es tu responsabilidad cubrir los otros dos metros. En cuanto regalas esos dos metros, el portero está vendido. Los delanteros suelen esperar a que el defensa les dé la oportunidad de chutar entre sus piernas. Cuatro de cada cinco veces entrará, porque el portero confía en que el defensa está cubriendo esa zona. Por eso, nunca se debe ceder espacio. Este aspecto de la defensa sigue siendo el punto débil de muchos equipos. Nunca llegamos a entrar en la final y el gol de Müller acabó siendo decisivo. Cuando todo acabó sentimos, naturalmente, una gran decepción. Sabes que eres el mejor del mundo, pero no has ganado el trofeo.

Dicho esto, yo lo superé rápidamente. En realidad, tampoco fue para tanto. Fue mucho más importante la gran aprobación y admiración que nuestra forma de juego había despertado en todo el mundo. Aparte de los alemanes, casi todo el mundo pensaba que deberíamos haber ganado nosotros. No habíamos estado del todo bien en la final, pero habíamos sido un ejemplo para millones y millones de personas. Además, habíamos dado esperanzas a todos aquellos jugadores que, como yo mismo, no eran fuertes y corpulentos. Toda la filosofía de cómo debe jugarse al fútbol quedó establecida entonces.

Una filosofía que hasta hoy es, en realidad, de lo más simple. Hay un balón y o lo tienes tú o lo tienen ellos. Si lo tienes tú, ellos no pueden marcar. Si juegas bien la pelota, las posibilidades de que la cosa acabe bien son mayores que las de un fracaso. Entonces lo importante son la calidad y la técnica, mientras que hasta este punto todo consiste en dedicación y trabajo.

El Mundial lo viví como en un sueño. El foco estaba sobre mí, así que también era yo quien corría con la mayor responsabilidad. Afortunadamente tuve el apoyo de todos y, a decir verdad, resultó bastante fácil. Hablar en las ruedas de prensa nunca me ha resultado una molestia ni nada agotador. Al final, incluso los chicos del equipo me decían: «No te enrolles, que queremos irnos».

Así que todas esas historias sobre que yo dije después del torneo que aquel sería mi último Mundial porque era demasiado duro no tienen ningún sentido. Eso sucedió más tarde y por motivos completamente distintos. Durante el Mundial yo estaba en una especie de subidón de adrenalina, de modo que apenas notaba el estrés. No olvidemos que estábamos ganando muchos partidos sin ningún obstáculo. Incluso dentro de la selección no hubo nada más que cosas positivas, todo ello como resultado del placer que experimentábamos jugando.

Cierto es que por primera vez nos las tuvimos que ver con la prensa sensacionalista. Justo antes de la final, el diario sensacionalista alemán Bild Zeitung publicó unas fotos y una historia sobre jugadores holandeses en la piscina de nuestro hotel con unas mujeres alemanas desnudas. Se suponía que yo había estado allí y que el asunto había llegado a oídos de Danny. También consiguieron citar a algunos de nuestros reservas que les habían contado que, antes de la final, yo había estado al teléfono durante horas con mi mujer, que estaba furiosa. Aquella era una experiencia completamente nueva para mí en el fútbol profesional, que los medios intentaran manipular una situación. Aunque a mí no me afectó. Tampoco más tarde, como entrenador, pocas veces, o ninguna, me dejé influir por esas cosas, así que aún menos antes de la final del Mundial. Las acusaciones de que jugamos mal porque yo estaba distraído por aquella historia no tienen sentido. Menuda tontería. Lo que pasó fue que Danny estaba en nuestra segunda residencia, en las montañas de Andorra, en un sitio donde aún no llegaba el teléfono. De modo que no teníamos posibilidad alguna de contactar, menos aún de discutir. Solo después de la final conseguí hablar con ella por primera vez, para contarle cómo aquel cotilleo había adquirido vida propia.

Hoy en día, el sensacionalismo y la cobertura parcial por parte de la prensa forman, por desgracia, parte del juego, pero a mí no me afectaron cuando jugaba. Los auténticos motivos por los que perdimos la final son simples: perdimos demasiadas ocasiones, tuvimos la mala suerte de que el portero alemán, Sepp Maier, jugara el partido de su vida, y no deberían haber pitado aquel penalti a favor de Alemania. A pesar de haber perdido y de las mentiras en la prensa, el Mundial sigue siendo un bello recuerdo para mí. A veces, aunque no levantes el trofeo, acabas siendo el ganador. En cualquier parte del mundo a la que fuera, la gente siempre quería hablar conmigo del equipo de esa época. Creo que conseguimos más admiración y respeto durante ese torneo que muchos campeones del mundo antes o después. Eso me enorgullece.

Gracias al Mundial nos convertimos en figuras de culto en todo el mundo. A la gente le gustaba nuestra ruda osadía. Nuestra fuerza residía en nuestra honestidad. No actuábamos, éramos así. Holandeses de nacimiento y de Ámsterdam por naturaleza. Además, yo llegué a marcar estilo. Mi forma de vestir, mi peinado y mi aspecto se convirtieron en un modelo para mucha gente. Aquello fue cosa de Danny. Era con ella con quien pasaba más tiempo. Porque, solo para que quede claro, yo nunca me he comprado mi ropa. No tengo ni idea. No me fijo en los colores; en lo que a ropa respecta, no me fijo en nada. Me limito a abrir el primer cajón que encuentro. Ni siquiera sé si la ropa que llevo combina o no. Ni idea. Por eso nunca me he preocupado por cómo visto. Lo mismo con el pelo. Me lo dejé crecer porque a Danny le gustaba. No podía importarme menos mi aspecto. Aunque he formado parte de muchos clubes ganadores de títulos, solo tras el mundial alcancé el auténtico estrellato. Todo lo que decía y pensaba, de repente, importaba. No solo en Holanda, sino en todo el mundo. Un impacto que de vez en cuando me sigue sorprendiendo.

La Copa del Mundo de 1974 no solo fue muy especial para mí, fue un punto de inflexión para el país. Lo que había empezado con el Ajax en 1956 se vio coronado en 1974 con el mejor fútbol que nunca ha mostrado Holanda. Por desgracia, y por definición, tras el punto de inflexión las cosas solo pueden ir cuesta abajo.

Pese a la fantástica experiencia de 1974 y a que mi fútbol en las siguientes temporadas en el Barcelona fue del más alto nivel, decidí no asistir a la fase final del Mundial de 1978. Al principio tuve dudas, aunque siempre había pensado retirarme en 1978. Si me preguntan por qué, no tengo ni idea. Retirarme a los treinta y uno me rondaba por la cabeza desde jovencito. Por eso pensaba que quizá no tenía la agudeza mental suficiente para ser convocado para el equipo del Mundial, sabiendo que después de aquello la cosa se acabaría. Tras la decepcionante Eurocopa de 1976, en la que nos eliminó Checoslovaquia en una espantosa semifinal, las dudas empezaron a crecer. Pero en 1977 volví a tener, por un momento, buenas sensaciones. Jugamos con la selección holandesa unos encuentros magníficos contra Inglaterra y Bélgica, y yo empecé a preguntarme seriamente si debería aprovechar la oportunidad de ir a Argentina el verano siguiente con un equipo tan fuerte.

Entonces, ocurrió algo terrible. Era 17 de septiembre y yo estaba en casa, en un edificio de apartamentos, viendo un partido de baloncesto en el televisor, cuando lo que pensé que era un mensajero llamó al timbre. Pero cuando abrí la puerta me encontré con una pistola apretada contra mi cabeza y me obligaron a tumbarme bocabajo. Todos estábamos en casa. Los niños estaban en su cuarto y aquel hombre le dijo a Danny que se tumbara también.

Yo intenté razonar con él. «¿Quieres dinero? ¿Qué quieres?». Me ató y me amarró a un mueble. Para hacerlo, tuvo que dejar la pistola un momento, y entonces Danny se levantó y salió de la habitación y del edificio. El cabrón la persiguió. Yo pude liberarme y coger la pistola para asegurarme de que no lo hacía él. Hubo tantos gritos que se abrieron las puertas de todo el edificio. Enseguida le redujeron.

Más tarde se supo que delante de nuestro apartamento había una furgoneta aparcada, con un colchón dentro, de modo que todo apuntaba a un secuestro como los que se producían en España en aquella época. No sé por qué lo hizo y nunca me ha interesado. Tampoco intenté averiguarlo más tarde. Solo había una cosa que importaba y era que ese hombre estuviera fuera de nuestra vida.

Los seis meses siguientes, más o menos, fueron espantosos. Teníamos vigilancia policial permanente. Cuando me iba de viaje, cuando llevaba a los niños al colegio, cuando iba a entrenar o a jugar con el Barcelona. Siempre había gente conmigo, siempre tenía gente a mi alrededor. Siempre había un coche de policía en las proximidades o a la vista o conduciendo detrás de mí. Unos agentes dormían en nuestra sala de estar todas las noches. Aquella atmósfera era insoportable. Insostenible. El estrés era tal que no lo podía soportar. Ni siquiera podía liberarme un poco hablando de ello. La policía no paraba de repetir una y otra vez, por favor, no digas nada, porque podrías dar ideas a otros locos.

En esa situación no dejas sola a tu familia durante ocho semanas, así que no había manera de que yo fuera a Argentina con el equipo holandés. Si juegas un Mundial tienes que hacerlo totalmente concentrado. Si no lo estás, o tienes distracciones o dudas o lo que sea, no debes hacerlo. Porque no saldrá nada bueno.

Ernst Happel, el seleccionador de Holanda, vino a verme a Barcelona para hablar sobre mi renuncia, pero yo no dudé ni por un segundo. Como me habían ordenado no decir nada sobre el intento de secuestro, le dije a Happel que no estaba en el estado físico y mental adecuado para jugar un torneo importante. Creo que no le convencí, porque un Mundial está en otro nivel. Un gran deportista como Happel tenía la sensación de que perder una oportunidad así no estaba bien, pero no podía contarle toda la historia. Entonces se puso en marcha la campaña nacional «Hay que convencer a Cruijff». Recibí sacas llenas de peticiones de aficionados holandeses rogándome que jugase con la selección holandesa y suplicándome que cambiara de opinión. Pero la seguridad de mi familia estaba por delante, así que no me costó ningún esfuerzo mantenerme en mis trece. Tras el intento de secuestro, no dudé ni por un momento sobre no ir a Argentina. Aquella opción estaba excluida. Habría sido una locura abandonar a mi familia en aquellas circunstancias.

Por desgracia, sufrimos durante mucho tiempo las consecuencias del intento de secuestro. En aquella época secuestraron a una chica en Valencia, y Danny y yo nos enteramos de que los culpables sabían que nosotros teníamos niños, y que aparecerían por nuestra casa. Así que, por seguridad, nos hicimos con dos dóberman, y toda la familia recibió entrenamiento para saber tratar a los perros. La policía nos recomendó que nos deshiciéramos de ellos, «porque imagínate si atacan a un intruso». Yo respondí que precisamente esa era la intención.

Al final, me perdí el Mundial por distintas razones. Y, visto en perspectiva, así perdí la oportunidad de retirarme en la cima. Cuando Holanda volvió a clasificarse para la final, contra los anfitriones, la BBC me pidió que hiciera de comentarista. En el estudio, lo pasé muy mal. Nos habían aventajado en el minuto 38 de un partido con muy mal ambiente, nos negaron un penalti en la segunda parte, igualamos el marcador muy tarde y mandamos un balón al poste en el último minuto solo para acabar perdiendo 3-1 en la prórroga.

Viendo un partido así se te pasa por la cabeza que si hubieras estado allí tu carrera quizá habría acabado con un título mundial. Si hubiera hecho eso, si hubiera hecho lo otro. No me pasa muy a menudo, pero en aquel momento sí. Sentía lo que habría podido hacer si hubiera estado allí, pero sabiendo que habría tenido que dejar a mi familia atrás para conseguirlo. Y no podía hacer eso.

¿Podríamos haber ganado si yo hubiera estado allí? Sinceramente, creo que tal vez sí. Porque mis cualidades, incluso entonces, habrían sido un valor añadido. Ya lo habíamos demostrado el año anterior en Wembley, cuando ganamos a Inglaterra 2-0 y al día siguiente apareció en los periódicos este titular: «A total sight of football delight» (La imagen perfecta del placer del fútbol). Una frase preciosa que jamás he olvidado. Incluso sentía que, como selección, habíamos avanzado respecto a 1974. Podría haberme unido a ella, pero decidí no hacerlo. Entonces, en la BBC, me vi pensando «Jo, cómo me habría gustado estar allí». Todo fue muy raro y bastante triste.

Como no podían hacerse públicos los auténticos motivos, mi mujer tuvo que volver a soportar muchas cosas. La ridícula historia de las llamadas de 1974 fue seguida en 1978 por las acusaciones de que Danny era el genio maligno responsable de mi rechazo a jugar en Argentina. Es realmente increíble. Si ha existido una sola mujer de futbolista que nunca ha buscado publicidad, esa ha sido ella, sin duda. Y, sin embargo, la convirtieron en la culpable de casi todo. Durante décadas no dije nada al respecto, pero los rumores y las acusaciones volvían a aflorar regularmente. Eran como una bofetada en la cara constante para nuestra familia. Después de casi treinta años, cuando mis hijos ya se habían ido de casa, decidí contar la verdad. Con eso se acabó. Definitivamente. Sin embargo, después de todos estos años, sigo alerta siempre, esté donde esté, por si la prensa está al acecho. Incluso he desarrollado cierta fobia a abrir la boca en mi casa. He tenido que aprender a sobrellevarlo, no me queda más remedio.