Seis:
Vox clamantis in deserto

Los lunes, Loren iba a recibir el avión que una vez por semana llevaba provisiones y correspondencia a una pequeña ciudad, a unos quince kilómetros de la cabaña. Para llegar a la ciudad, tenía que viajar río abajo desde la estación de observación, en una isla en mitad del río, donde pasaba la mayor parte del tiempo, hasta la cabaña. Desde allí iba en mula a la ciudad. Rara vez regresaba a la cabaña antes de medianoche; a la mañana siguiente salía antes del alba y remontaba la corriente hasta la isla. Entonces, como si el viaje lo dejara vibrando en una nota falsa, se pasaba la mayor parte de ese día tranquilizándose, para poder volver a dedicarse a la bandada de gansos canadienses que tenía en observación. Cuando llevaba whisky de la ciudad a la cabaña, luchaba consigo mismo para dejarlo allí, y a veces derramaba lo que quedaba. Evitaba llevarlo a la isla, pero esa lucha interior hacía más difícil el primer día de trabajo.

No tenía suficientes motivos para ir todas las semanas a la ciudad, por lo que se refería a provisiones y otras necesidades. Pero iba. Trataba de acumular cosas, para privarse de motivos lógicos; pero cuando no lo conseguía, cuando algo escaseaba en la ciudad y veía que no tendría otra opción que volver a visitarla, sentía un alivio culpable. E incluso continuó yendo cuando logró dominar totalmente estas tretas y ya no necesitó engañarse a sí mismo. Siempre. Porque había una cosa que no podía acumular: el correo. Cada semana era nuevo; cada semana traía la misma promesa, y como las estúpidas muchachas con que había experimentado en la escuela, cada vez que no recibía correspondencia, la aguardaba con renovado ánimo la semana siguiente.

«No hay carta» significaba que no había carta de Sten. Recibía muchas otras cosas. Periódicos que muy pronto no pudo comprender. Cartas de otros científicos con quienes se escribía a propósito de los gansos. No era por eso que acudía a la ciudad. Ni tampoco por el whisky. El whisky era ante todo una consecuencia de que hubiera o no hubiera carta; o bien, el motivo que lo llevaba a buscar correspondencia en la ciudad lo inducía luego a beber. Todo surgía del mismo impulso. Sabía que eso se llamaba un síndrome, pero se parecía más a un pequeño y circunscrito suburbio del Infierno.

Incluso Loren Casaubon, que había disecado muchos animales, desde un nematodo hasta un macaco (que empezó a pudrirse horriblemente a mitad de la tarea, por estar mal encurtido), atribuía sus emociones más violentas e imperativas a impulsos del corazón. Sabía que no era allí donde estaban, pero allí las sentía. Y en esos últimos meses le parecía que la tensión física y la vasta carga de emociones que soportaba continuamente, le habían dañado el corazón: lo sentía grande, pesado, doloroso.

Ese lunes el avión llegaba con retraso. Loren llevó la mula a que la herrasen, sin mucha necesidad, mirando al herrero que trabajaba de prisa y sin gracia, y preguntándose si esos viejos oficios que tanto habían significado antes para el Mundo, y que parecían otra vez indispensables, volverían a ejercerse tan bien como en el pasado. Compró una caja de uvas pasas y una docena de lápices. Fue hacia el fangoso final de la calle, hasta el herrumbroso embarcadero, y aguardó. Había nacido paciente, y esa paciencia había cambiado con el tiempo hasta adquirir un fino acabado. Recordaba que de niño esperaba horas a que un caracol dormido asomara la cabeza, o a que un zorro se acostumbrara a verlo allí inmóvil, de cara al viento, y se mostrara. Y ahora utilizaba esa capacidad para esperar, sin pretender que llegara cuanto antes, el lejano ruido gutural, el torpe pájaro.

Apareció por donde no debía, maniobrando sobre la celeste superficie del lago. La voz desagradable creció en el aire, y el aparato acuatizó con algunos zumbidos, y una aceleración, y luego un frenado de las hélices que le recordó las cuidadosas estrategias de aterrizaje de sus propios gansos. Tenía que ser, pensó, mientras los flotadores se posaban con inseguridad sobre la agitada superficie del agua, el avión más viejo del Mundo.

Cuando fue amarrado, sólo un pasajero descendió. Apenas necesitaba inclinarse, tan bajo era. Apoyándose en un bastón, descendió la escalerilla hasta el muelle; el Sol y los arabescos del agua se le reflejaban en las gafas. Cuando vio a Loren, se acercó a él con su extraño andar. Loren observó que el hombre cojeaba; hacía que el proceso de caminar pareciese dificultoso e improbable.

—Señor Casaubon —se quitó las gafas y las guardó en el bolsillo—. Nos hemos visto.

Brevemente. Loren asintió a medias. La aparición de esta criatura venía a perturbar el pequeño Mundo en que vivía, dividido en semanas. El sendero trillado que había recorrido durante meses estaba a punto de torcerse en un desvío. Sintió un temor inexplicable.

—¿Qué hace usted aquí? —no intentaba parecer hostil, pero así fue; Reynard no lo tomó en cuenta.

—En primer lugar, para entregar esto —sacó de la capa un sobre arrugado por el viaje y se lo extendio; Loren reconoció de inmediato la angulosa escritura, después de todo, había ayudado a darle forma; es extraño, pensó, qué terrible es el efecto de un fragmento de él, fuera de mí, de una cosa auténticamente suya en el Mundo real, qué diferente de lo que imagino; la sensación era como el ojo sereno y observador de un huracán de sentimientos; tomó la carta de esos dedos extraños, rojizos, y la guardó—. Y además —añadió Reynard— me gustaría hablar con usted. ¿Hay algún sitio?

—Ha visto a Sten —el nombre se le atascó en la garganta y por un horrible segundo pensó que tal vez no pudiera decirlo; no tenía idea de cuánto sabía el zorro; se sentía desnudo, como si ya hubiese contado todo lo que podía contarse, como si él le tomara el pulso apresurado.

—Sí, he visto a Sten —dijo Reynard—. No sé qué le ha escrito, pero sí que quiere verlo. Me ha enviado para que lo lleve hasta él.

Loren no se había puesto de pie; no sabía si las piernas lo sostendrían; todavía, en su interior, ese ojo calmo observaba, sorprendido por el poder de una carta, de un nombre, de ese nombre en otra boca.

—Hay un bar en la calle —dijo—. El Yukon. No el Nuevo Yukon. El salón del fondo. Espéreme allí. Iré en seguida.

Contempló a Reynard, que caminaba por la calle con su bastón. Luego apartó los ojos y miró a través del lago como si todavía esperara algo.

Después del asesinato de Gregorius, los tres —Sten, Mika y Loren— empezaron a trasladarse gradualmente a la gran casa. Se apoderaron de ella poco a poco, a medida que el espíritu de Gregorius se retiraba; primero la cocina en que comían, donde la cocinera engordaba a los pobres huérfanos Mika y Sten (aunque lo que Mika sentía no era duelo sino sólo la supresión de algo, algo que le había bloqueado la vista, un obstáculo en la mente; apenas había conocido a Gregorius, que le agradaba todavía menos). Después avanzaron invadiendo los cuartos, como la carga de los mongoles, desde las habitaciones infantiles hacia las zonas más lujosas. Este movimiento fue observado y desaprobado por los criados; pero Nashe, profundamente preocupada por su propia conservación y la prevención de la anarquía, apenas lo advirtió. De vez en cuando la veían salir de una conferencia para ir a otra, tensa por el exceso de trabajo; a veces se detenía un momento a conversar.

Por fin, el gobierno se retiró totalmente de la casa y regresó a la capital. El carisma de Nashe no alcanzaba para que gobernase desde algún retiro, como había hecho Gregorius, y tampoco tenía a Reynard como intermediario. Sabía además que le convenía separarse de Gregorius; la memoria de un mártir (aunque la mayoría de la gente no conocía con certeza la causa de su martirio; se podía escoger entre varias) sólo era una carga. Y no quería que Sten Gregorius fuera parte de esa historia. De ningún modo. Una pequeña cantidad de hombres de azul continuaban patrullando la casa y los alrededores con aire de aburrido descuido: los jóvenes los veían de vez en cuando. La casa era de los tres.

Se le seguía pagando a Loren, que continuaba enseñando, aunque era, inexorablemente, cada vez menos preceptor y más padre, hermano u otra cosa. Hubo una breve reunión con Nashe en que se habló del futuro de los jóvenes, pero a Nashe no le interesaba el tema y el resultado no fue concluyente. Loren se sintió indeciblemente aliviado. Las cosas seguirían como hasta entonces.

Por supuesto, en otro sentido, Sten no era un heredero sino un prisionero. Lo sabía, aunque no se lo dijo nunca a nadie. Excepto por ese conocimiento, que lo agobiaba y paralizaba, era feliz: las dos personas a quienes más quería, y que lo amaban sin reservas, estaban constantemente con él. No había otras reglas que las propias, y las de Loren, lo que venía a ser lo mismo. Sten sabía que, con su padre muerto y Nashe alejada, el poder de Loren dependía del consentimiento de los jóvenes. Pero las reglas de Loren eran las de un amor inteligente, el único que había conocido Sten. Podían dar motivo a discusiones o protestas, pero nunca a resentimiento. A veces él se preguntaba, cuando se sentía a la vez más fuerte y más horriblemente solo, en qué momento derrocaría a Loren. Nunca, le decía el corazón, con fuerza.

Había siempre clases y equitación; menos equitación ahora que el invierno empezaba a instalarse y la nieve se amontonaba en las hondonadas y en los llanos pedregosos. Loren pasaba mucho tiempo tratando de reparar un antiguo trineo motorizado que los anteriores habitantes de la mansión habían abandonado en la cochera.

—No anda —dijo por fin—. Llamaré a alguien de la capital. No nos pueden negar un par de trineos de motor.

—No —respondió Sten—. Podemos usar raquetas para nieve. Y esquiar. No los necesitamos.

—En realidad, os los deben.

—No. Está bien.

Ese mes, más tarde, llegaron cuatro trineos nuevos, como regalo de un fabricante, junto con un esperanzado fotógrafo. Sten, desganadamente, sin agradecimiento, aceptó los trineos. El fotógrafo fue despachado sin la foto de Sten, que se negó a recomendar el producto. Los trineos quedaron arrinconados en la vieja cochera.

Pasaban habitualmente las noches en la penumbra de la sala de comunicación, hundidos en sillones delante de los monitores y las grandes pantallas. Veían viejas películas y videotapes, escuchaban arengas políticas, miraban los programas de los canales religiosos y del gobierno. No parecían importantes. Esas personas chatas, susurrantes, estaban tan lejos, eran tan irreales que acrecentaban la relación entre los miembros del grupo. Reían juntos del gordo raro y sin mentón que les explicaba la naturaleza de las cosas (en especial Mika, que no aguantaba la retórica y tenía un sentido del humor particularmente afilado); y el gordo raro y sin mentón, enormemente ampliado o reducido a una imagen diminuta en las pantallas, no podía saber que ellos se reían. Bastaba rozar un botón iluminado para extinguirlo. Y también al Mundo entero. Era una sombra. Sólo ellos tres eran reales, en particular cuando la calefacción se apagaba por la escasez de combustible y se apretujaban en un gran sillón que parecía un trono cubierto con una manta.

Nashe era una sombra bastante frecuente en la sala de comunicaciones.

—Aquí viene el alfiler —decía Mika; de algún modo, esa descripción de Mika era cómicamente apropiada, aunque ninguno de ellos sabía con certeza por qué.

—Tiene un trabajo duro —dijo Loren—. El más duro.

—Pero mira esa nariz.

—Escuchemos un minuto —dijo Sten, con seriedad.

Todos sabían que había un vínculo entre el destino de Sten y el de esa mujer, por remoto que fuese. Sten era quien lo sentía más claramente. A veces debían escuchar.

Le habían preguntado algo acerca de la Reserva Génesis.

—Los crímenes que puedan cometerse dentro de sus fronteras no pertenecen a la jurisdicción del gobierno federal —decía con su voz seca y tensa—. Nuestros antiguos acuerdos con la Montaña nos dan el derecho exclusivo, a petición de la Montaña, de entrar en su territorio para hacer frente a actividades criminales… No, no hemos recibido esa petición… No: no importa que se trate de un supuesto delito federal, si esa expresión tiene algún sentido legal en este momento. Sólo puedo interpretar este hecho como una tentativa del gobierno federal y del Sindicato de Ingeniería Social para establecer una especie de cabeza de puente legal en esta Autonomía. Como directora, no puedo aceptarlo —en apariencia, se veía obligada a hacer eso, proclamar su título, frecuentemente—. Me parece que conocemos lo bastante al SIS para aceptar actitudes de este carácter.

Por lo menos, pensaba Sten, no dejará entrar al SIS. Tiene que combatirlo y enfrentarse a él, pues saca beneficio de sus prácticas, o lo que todo el Mundo cree que son sus prácticas. No lo puede declarar ilegal en la Autonomía; el SIS es demasiado fuerte. Pero luchará.

Sten había heredado la repugnancia de Loren a esos hombres y mujeres decididos, con sus portafolios de plástico y voces heladas de afecto.

—¿Qué ocurrirá —preguntó— si Nashe no logra mantener unida la Autonomía?

—No lo sé. Elecciones, tal vez —Sten rió brevemente.

—Bueno —dijo Loren—, se supone que el gobierno federal puede intervenir en caso de graves disturbios civiles. Si eso tiene sentido.

Le dolía la pierna porque Sten se había apoyado en ella, pero no quería moverse. No quería moverse nunca más. Extendió con cuidado la mano izquierda, como para acomodarse mejor, en el hueco entre el cuello y el hombro duro de Sten. Esperaba que esa mano fuera desalojada; deseaba que lo fuera, pero no ocurrió. Sintió dentro de él que otro baluarte defensivo se desmoronaba; sintió que se hundía más en un obscuro abismo que había empezado a advertir cuando los niños y él habían heredado el reino: cuando ya era demasiado tarde para apartarse del borde.

—Entonces, ¿qué harían con nosotros? —preguntó Mika.

—No se preocupan por nosotros —respondió rápidamente Sten, acabando con el tema.

Sin embargo, esa noche volvió a pasar por todas las pantallas el viejo videotape de Sten en la infancia, y también la noche siguiente. Ni siquiera Mika se burló. Parecía una advertencia, o una convocación.

Había una anticuada sauna de madera en lo que había sido la suite privada de Gregorius en la casa. También allí, en el estrecho recinto caliente, obscuro y de olor a madera, podían esconderse de las cosas que parecían pesar sobre ellos. Cuando nadaban, en verano, en los pequeños lagos de la propiedad, Loren se había empeñado en mostrar una juvenil modestia: usaba, como ellos, un gastado bañador. Pero una noche húmeda fueron a bañarse sin ellos, y Mika dijo que sólo usaban bañadores por respeto a Loren. Después se bañaron siempre desnudos, y en el invierno, también en la sauna. Gozaban de esa libertad, y se decían que era en realidad lo único sensato, y así, sin pensarlo, forjaron un nuevo lazo entre ellos.

—Uno empieza a sentir —dijo Sten— que no se puede respirar, que hay demasiado calor en el aire —aspiró profundamente.

—Estás hiperventilado —afirmó Loren—. Te marearás.

Sten se puso de pie, estuvo a punto de caer, rió.

—Estoy mareado. Es muy raro.

Mika, que sentía por una vez tanto calor como pensaba que merecía, con el cuerpo en fusión, apoyó la cabeza contra el muro de madera. Las gotas de sudor le nacían por todas partes y le mojaban la piel. Miraba a Loren y a Sten. Loren apretó con una llave de lucha la cintura de Sten; estaban comprobando hasta qué punto podían estar hiperventilados y mareados. Los pies húmedos golpeaban el suelo. Les brillaban las pieles a la luz escasa; luchaban y reían como demonios en su día libre. Por fin se dejaron caer, débiles, respirando con dificultad.

—Basta, basta —dijo Loren.

Mika los miraba. Un hombre y un chico. Hizo comparaciones. Parecía dormida.

—Mi padre decía —dijo Sten en tono gutural— que su padre, al salir de la sauna, corría y se revolcaba en la nieve. Desnudo.

—Loco —dijo Mika.

—No —dijo Loren—. Es tradicional.

—¿Y no te resfrías?

—Uno no se resfría a causa del frío —dijo Loren—. Ya lo sabéis.

—¿Quieres que lo hagamos? —dijo Sten.

—Por supuesto —Loren lo dijo casualmente, como si lo hiciera todos los días.

—Yo no —dijo Mika—. Apenas he empezado a entrar en calor.

En realidad, tuvieron que darse mutuamente ánimos durante un rato; pero luego salieron a la carrera a través de las puertas de cristal, gritando, a la nieve resplandeciente. Mika miraba, escuchando débilmente a través de los cristales las dos voces distintas, la aguda y excitada de Sten, el profundo rugido de Loren. Se frotó lentamente con una gruesa toalla. Luchando, Loren empujó a Sten contra un muro de nieve; Mika se preguntó si era una demostración para ella. Loren era obscuro, sólido, velludo; Sten era flaco, su piel era ahora de un tono rosado ardiente, casi sin pelo, temblaba con violencia. Mika se apartó de la ventana y fue al dormitorio. Ya había conectado la manta eléctrica de su padre; después de una sauna, siempre se arrebujaba en ella y dormía. Se miró en uno de los muchos altos espejos, delgada, atezada, y en apariencia algo inconclusa. Apartó los ojos y se deslizó entre las sábanas.

Soñó que estaba casada y se encontraba en cama con su marido, cuyos rasgos no podía distinguir; sentía intensa excitación y comprendía que los espejos de la habitación eran los ojos de su padre, y que él los había dejado allí al morir para poder verla.

Ese invierno fue uno de los más duros que se recordaban. Hubo escasez de combustible, de alimento, de todo. No importaba que Nashe y los pocos ministros leales que había logrado conservar denunciaran que el gobierno federal y el SIS bloqueaban sistemáticamente los abastecimientos, provocaban demoras en las fronteras, emitían salvoconductos ambiguos o los retiraban al azar: la gente culpaba de todo a Nashe y al Directorio. Hubo demostraciones, tumultos. La sangre se congelaba en las calles. Los periódicos y los comentaristas del SIS explicaban sistemáticamente, con tablas y gráficos de ordenador, que cada crisis era un fallo de la voluntad y el esfuerzo humanos, el resultado de no aplicar la capacidad y la razón del hombre para que el Mundo funcionase. La gente escuchaba. La gente participaba en manifestaciones y disturbios en nombre de la razón. A lo largo de las fronteras de la Autonomía, aguardaban, vigilantes, las tropas —o bandas armadas— del gobierno federal. La Montaña de Candy, que se bastaba a sí misma, no más hambrienta este invierno que cualquier otro, sentía la lejana presión de la envidia.

También en la casa de Gregorius se sentían las lejanas presiones. Por más que llenaran los días, cada vez más breves, con actividad, estudio, largos paseos, castillos de nieve, las horas estaban invadidas por los fulgurantes odios y carencias que estallaban cada noche, así como un día puede ser invadido por un sueño terrible que no se alcanza a recordar.

Todos los días de Sol en que el frío no parecía excesivo, llevaban a Halcón a su alta percha sobre la hierba. No era tiempo para cazar, y Sten sólo podía ejercitarlo con el señuelo, lo que encontraba aburrido y difícil. Insistía, no obstante, pero si Halcón estaba irritado, o mal dispuesto, el ejercicio era insoportable para ambos. Loren comenzó a hacerse cargo de la tarea; al principio se limitaba a «ayudar» para acompañar constantemente a Sten y darle aliento, pero luego, gradualmente, empezó a hacerlo solo.

—Mira —dijo Loren—, se ha erizado dos veces seguidas.

—Sí —dijo Sten, poniéndose las manos en las axilas.

El día era gris; los nubarrones eran bajos; el viento se elevaba. Pronto volvería a nevar. Halcón miraba alrededor, al Mundo, a los humanos, con rápidas y severas miradas. Se le erizaron las plumas, abrió las alas y el pico, y volvió a su posición inicial, exactamente como un hombre que se despereza.

—Tres veces —según una vieja norma de la cetrería, un halcón que se eriza tres veces está listo para volar: la halconería de Loren era una mezcla pragmática de viejas reglas, nuevas técnicas, ciencia de la vida, observación y paciencia—. ¿Quieres trabajar ahora con él?

—No.

En cierto sentido, la tarea de entrenar a un halcón con un señuelo era más difícil que la ciencia de la caza. Había que mover de lado a lado una pértiga con un saquito de cuero que llevaba atadas las alas y la cola de un ave cazada por Halcón el verano pasado, y una porción de carne cruda. Había que describir arcos con la pértiga, delante de Halcón, hasta que él echara a volar, y luego apartar la presa antes de que pudiera atacarla. Si Halcón la alcanzaba, se posaría para comer la carne, o trataría de escapar con ella. El juego habría terminado entonces con la victoria de Halcón. Si Loren sacudía el señuelo con demasiada rapidez, y no le daba una oportunidad, Halcón estaría pronto aburrido e indignado. Si Loren lo golpeaba con el alto señuelo volante, lo desconcertaría, tal vez se negaría a jugar, y hasta podía lastimarse.

Loren movió el señuelo, tentándolo, hasta que Halcón, con los ojos moviéndose de un lado a otro con el señuelo, se lanzó directamente hacia arriba y luego se dejó caer con las garras preparadas y abiertas. Loren hizo girar el señuelo como un hombre que va a lanzar el martillo: Halcón giró en un arco muy próximo, buscando el señuelo. Loren acechaba cada rápido movimiento de Halcón, jugando con él, manteniéndolo alerta y al mismo tiempo entusiasmándose con su propio y delicado control sobre ese ser imperioso y salvaje. Giró y Halcón amagó; el señuelo describió círculos alrededor de Loren, y Halcón lo siguió a unos pocos centímetros, frenando y maniobrando, a solo medio metro del suelo. Loren reía y lo alentaba, con todas sus energías concentradas y en actividad. Halcón no reía, sólo giraba curvando las grandes alas y extendiendo las garras crueles para atrapar el huidizo señuelo.

Sten miró un rato. Luego se apartó y volvió a la casa.

Cuando Loren, satisfecho y sin aliento, entró en la cocina con el deseo de café, de algo caliente, de alguna recompensa, vio a Sten ante una taza fría, con el mentón en las manos.

—No debes ser el mejor en todo —dijo Loren—. Nadie te lo exige.

Apenas lo hubo dicho, lo lamentó amargamente. Era verdad, por supuesto; pero Loren lo había dicho por orgullo, por su éxito con Halcón, el halcón de Sten. Hubiese querido acercarse, abrazar a Sten, decirle que comprendía, que no lo había dicho como cacareando un triunfo, sino como una advertencia. Aunque no del todo. Y sabía que si se acercaba, Sten se apartaría. Esa cabeza rubia, tan íntegra, tan hermosa y abierta, podía volverse obscura, cerrada, odiosa. Loren preparó un poco de café.

Esa noche abandonaron los canales del gobierno, cada vez más desesperados, para ver «otra cosa», como había dicho Mika; «algo que no sea real», algo que pudieran incluir dentro de los límites de su sueño de tres. Pero todos los canales estaban llenos de rostros jactanciosos, o bien, inexplicablemente, no funcionaban. Y por fin cambiaron a otro canal donde los retuvo una súbita imagen silenciosa.

El leo, con su viejo rifle bajo el brazo, estaba de pie ante la puerta aleteante de la tienda. La gran cabeza parecía serena, sin expresión inquisitiva ni afectada; si sabía que la cámara registraba su imagen, no lo demostraba. En su cuerpo vestido con gruesas ropas, en sus manos, había un inmenso reposo; en sus ojos, una mirada firme. ¿Parecía un rey, un santo, otra cosa? La acentuada curva de la frente confería a los ojos la tranquila ferocidad que los de Halcón tenían también; eran despiadados, sin crueldad ni astucia. No se movía. No había ningún ruido, aparte de esa peculiar nota electrónica de soledad: los golpes de viento intermitentes contra el micrófono desnudo.

—Pues bien —dijo suavemente Mika—, él no es real.

—Calla —dijo Sten.

Una voz suave y juvenil hablaba sin prisa:

—Fue capturado al final del verano por guardias de la Montaña y agentes del gobierno federal. Desde ese momento, no se ha sabido nada de él. La familia espera que se comunique con ellos. No se preguntan si fue asesinado, como bien podría haber ocurrido, en secreto; si está prisionero, si retornará. Para los leos no hay especulaciones, ansiedades, preocupaciones. Estas cosas no están en la naturaleza de los leos. Ellos se limitan a esperar.

Otras imágenes siguieron a la del rey perdido: las hembras alrededor de pequeñas hogueras, con abrigos brillantes y unos ojos como lámparas, infinitamente expresivos sobre las bocas.

—Por Dios, mírale las muñecas —dijo Mika—. Son como mis piernas.

Los cachorros jugaban, jóvenes ogros rubios; no eran niños pero tenían la desbordante energía de los niños. Luchaban, se golpeaban y mordían con resuelta deliberación, como si se entrenaran para un desesperado combate de guerrillas. Las hembras los observaban de soslayo. Cada vez que un cachorro se acercaba y saltaba a la espalda o el amplio regazo de una hembra, era pacientemente tolerado; en una oportunidad vieron a una hembra que ponía una pierna sobre su hijo, sosteniéndolo contra el suelo: el cachorro se retorcía, feliz, incapaz de liberarse, mientras la hembra seguía cociendo algo en una golpeada olla sobre el fuego, moviéndose con gestos cuidadosos y mesurados. Nadie hablaba.

—¿Por qué no dicen nada? —preguntó Mika.

—Solamente el hombre habla todo el tiempo —respondió Loren—. Sólo para oírse hablar. Tal vez los leos no lo necesitan. Tal vez no lo han heredado.

—Dan una impresión de frío.

—¿Quieres decir que no tienen emociones?

—No. Parece que fueran fríos.

Y como si hubiera sabido que los espectadores lo iban a descubrir precisamente entonces, la voz suave continuó:

—Como los gitanos —dijo—, como los nómadas, los leos, en lugar de modificar el ambiente, se adaptan a él. En invierno van a donde hace más calor. Aunque hay también otros grupos, en cuarteles de invierno, en el lejano sur. Las fronteras de esta Autonomía están cerradas para ellos. Son, técnicamente, fugitivos y criminales. En alguna parte de estas montañas hay agentes federales que los buscan; si los encuentran, serán fusilados en el acto. No son humanos. No es necesario un proceso. Quizás no los encuentren, pero poco importa. Si no pueden salir de estas montañas cubiertas de nieve, la mayoría morirá de hambre antes de que la caza vuelva a abundar. Esto no es tan extraño: lejos de nosotros, cada invierno mueren de hambre millones de no humanos.

En la penumbra, el grupo de leos se reunió alrededor de las brasas y del incongruente fulgor anaranjado dé un calentador de batería. El pelaje grueso y los músculos fuertes impedían ver que estaban pasando hambre. Pero allí, apretada por los brazos de una gran leo, había una niña pálida y flaca… No, no era una niña; parecía una niña entre los brazos de la hembra leo, pero era una mujer humana, quieta, de ojos obscuros. No tenía miedo, pero parecía inmensamente vulnerable entre esas grandes bestias.

La imagen cambió. Un hombre rubio, sin barba, los miraba, mientras se frotaba lentamente las manos rugosas.

—Nosotros moriremos de hambre junto con ellos —dijo la voz suave y monótona, que no cambió al pronunciar esa terrible afirmación—. Ellos son robustos, lo que sólo quiere decir que resisten más. Son fuertes, y pueden sobrevivir. Nosotros somos humanos, y no muy robustos. No hay nada que podamos hacer. Supongo que muy pronto seremos una carga para ellos. No sería raro que nos mataran, aunque me parece que tendrían derecho a hacerlo. Y ciertamente, si morimos, nos comerán.

Nuevamente vieron a la muchacha de aspecto infantil dentro de los grandes brazos protectores de la leo.

—Hemos creado a estas bestias —dijo la voz—. Con nuestro infinito ingenio, con infinito orgullo. Sólo ha sido un accidente genético que sean mejores que nosotros: más fuertes, más directos, más inteligentes. Quizá también era así la ballena azul, que hemos aniquilado, o el gorila. No importa; cuando estas bestias desaparezcan, eliminadas como la ballena, ya no serán un reproche a nuestra pequeñez y a nuestra mezquindad.

Volvió a aparecer el rey perdido, con un rifle, la misma imagen, el mismo imponente sosiego.

—Borren este videotape —advirtió suavemente la voz—. Destrúyanlo. Destruyan las pruebas.

La imagen del rey continuó en la pantalla. Cuando la grabación terminó, hubo un centelleo en la pantalla vacía. Los tres se quedaron acurrucados en el sillón, juntos, mirando el inexpresivo resplandor estático, sin decir nada.

(Muy lejos, en los alborotados despachos de la Reserva Génesis, también Bree Landseer estaba silenciosa, conmovida, inmóvil ante una pantalla; Emma Roth la abrazaba; pero Emma nada podía decir, llena de la vergüenza más amarga y el horror más pecaminoso que nunca había sentido. Ella y sólo ella había causado todo esto; ella había abierto las puertas a los cazadores asesinos y voraces; no a los leos, sino a los pistoleros de ropas negras, los verdaderos depredadores, el Diablo. Ella había puesto a Meric y a esas bestias en manos del Diablo. No podía llorar; sostenía a Bree, incapaz de consolarla, sabiendo que por ese pecado jamás vería el rostro de Dios.)

—No es correcto —dijo Sten—. No es justo. Ni siquiera legal.

—Bueno —dijo Loren—. En realidad, no conocemos toda la historia. De hecho, no hemos visto íntegra esa grabación.

Sten recorría de un lado a otro la sala de comunicaciones. El tono de la pantalla se había convertido en un inescrutable zumbido, y unas letras borrosas decían:

TRANSMISIÓN INTERRUMPIDA

—Podríamos ayudar —dijo Sten.

—¿Cómo? —dijo Loren.

—Podríamos llamar a Nashe. Decirle…

—¿Qué? Ese tipo dice que eran agentes federales.

—Podríamos decirle que protestamos. A todos. Al gobierno federal. Yo llamaré.

—No, no lo harás.

Sten se volvió hacia él, confuso y enojado.

—¿Qué te ocurre? ¿No los has visto? Se morirán de hambre.

—En primer lugar —dijo Loren, que deseaba parecer razonable y apenas conseguía parecer frío—, no tenemos idea de la situación. Yo he visto antes a ese hombre. ¿Tú no? Trabaja en la Montaña de Candy. Se ocupa de la propaganda. La he leído; dice cómo debemos amar la Tierra y cómo todos los animales son sagrados. Quizá esto sea sólo propaganda. Además, ¿cómo ha conseguido enviar ese videotape desde donde están? ¿No lo has pensado? —en realidad, se le acababa de ocurrir—. Si tiene medios para eso, ¿no tiene medios también para conseguir comida, o para salir de allí?

Sten guardaba silencio, sin mirarlo. A su lado, en el sillón, Mika se había acurrucado, subiéndose la manta hasta la nariz. Loren sintió que se alejaba de él.

—En segundo lugar, nada podemos hacer. Si hay agentes federales en la Reserva, es de suponer que la Montaña los dejó entrar. ¿Y qué quieren hacer los federales con los leos? ¿Qué sabes de los leos, aparte de lo que ha dicho ese tipo? Quizá se equivoca. Tal vez los federales tienen razón.

Sten resopló con desdén. Loren sabía cuán remota era la probabilidad de que el gobierno federal estuviera actuando desinteresadamente. Y sabía también que Sten tenía poder; quizás no ante Nashe, pero sí algo más vago, un lugar en los corazones de la gente, quizá mayor por ser más vago.

—En tercer lugar… —en tercer lugar, Loren sentía un temor que no podía, o quería, analizar; si Sten se convertía en una figura conspicua para el gobierno, o para cualquiera, sería terriblemente vulnerable; ¿a qué?, Loren apartó la cuestión; los tres debían esconderse en silencio; era lo más seguro, pero no podía decirlo—. En tercer lugar, te lo prohíbo. Simplemente, acepta mi palabra. Si nos implicamos, habrá dificultades.

Mika se deslizó fuera de la manta y se puso de pie, cruzando los brazos sobre el pecho. Nunca, nunca podría soportar el frío: siempre sería para ella un grave insulto, un lamentable error. Cuando miraba a los leos alrededor de los pequeños fuegos, había sentido intensamente el frío que los aquejaba.

—Además, ¿sabéis?, se equivoca —observó suavemente Loren—, cuando dice que son mejores que nosotros —los jóvenes nada dijeron, y Loren continuó, como si discutiera contra el silencio de ellos—: Así ocurre cuando los amantes de los perros dicen que los perros son mejores que las personas por ser más leales, o porque no pueden mentir. Hacen lo que deben. También los seres humanos.

Sten se dirigió al panel de control. Ociosamente, sintonizó varios canales. En todos había estáticos o una señal de transmisión interrumpida.

—No, está bien, no he querido decir eso, que los cacen o se mueran de hambre —dijo Loren; la vinculación entre los tres se había estirado hasta el límite; los jóvenes estaban profundamente escandalizados por lo que habían visto, y él debía ayudarlos a pensar correctamente; había una perspectiva apropiada—. Tienen derecho a la vida, como todos los seres. No son malos, ¿sabéis?, en general. Pero es comprensible, ¿no es verdad?, que la gente odie y tema a los leos, o que no tenga las ideas claras… Simplemente, es difícil.

Calló. Lo que decía no llegaba hasta ellos, y hubiese querido no decirlo aun mientras hablaba: todo sonaba mezquino y equivocado ahora que sus ojos habían mirado los ojos de las bestias y habían visto a esos mártires locos. Tan equivocado como los hombres dominantes que cazaban a los leos, o los criminales del SIS que habían reducido al exilio a los halcones. Tomar partido era el crimen, así como la culpa y la abnegación con que asumían esa clase de loca «responsabilidad»; y sólo esto se oponía al despilfarro indiscriminado y la codicia de los hombres.

—¿Qué ocurre? —dijo Sten; ningún canal funcionaba, continuó pasando nerviosamente de un vacío o otro y luego, sin mirar a Loren, salió de la habitación.

Mika tenía los brazos cruzados. Temblaba.

—Creía que eran monstruos —dijo—. Como el hombre-zorro.

—Lo son —dijo Loren—. Exactamente como él.

Mika lo miró con los ojos vivos y los labios apretados. Él sabía que debía calmarla y explicarse; pero de pronto también él se sintió rígido y justiciero. Ésta era una dura lección sobre los hombres, los animales, y los monstruos; sobre la vida y la muerte. Que la aprendieran por sí mismos.

Mika giró sobre sus talones, y mostrando claramente su disgusto, dejó la habitación.

Por este motivo, sólo Loren, furioso y de algún modo avergonzado en la penumbra electrónica, vio la tensa cara de Nashe, muy tarde, en todos los canales. Estaba rodeada de hombres, algunos de uniforme, que mostraban la expresión complacida y estólida de los vencedores burocráticos. La voz de Nashe era un fatigado murmullo. Las manos le temblaban mientras leía volviendo las páginas, y se equivocaba al leer el texto escrito para ella. Dijo a la Autonomía que su gobierno había sido disuelto; que a causa de graves y crecientes violencias, inestabilidad y desorden, el gobierno federal se había visto obligado a entrar por la fuerza en la Autonomía para preservar la paz. La Autonomía era ahora un protectorado federal. Con los ojos bajos, dijo que había sido relevada de todos sus poderes y obligaciones; pedía a todos los ciudadanos que obedecieran al gobierno. Dobló los papeles, y dio las gracias. ¿Por qué?, se preguntó Loren.

Al concluir, totalmente humillada, fue conducida fuera de la pantalla por dos hombres, como un ladrón en custodia. Un hombre de cara ancha que Loren recordaba haber visto frecuentemente en la pantalla esos últimos días —uno de aquellos de quienes se habían reído antes de apagar el aparato— habló luego, pronunciando la venerable letanía del golpe de estado: un nuevo orden, paz y seguridad, mantenimiento del orden público; los ciudadanos debían permanecer en sus hogares; todos aquellos que violaran el toque de queda al ocaso serían arrestados, se fusilaría a quienes se entregaran al pillaje, etcétera.

Luego se escuchó el himno nacional en un registro rayado y poco claro, como si sonara en un pasado remoto, y los miembros del nuevo gobierno permanecieron de pie, como pecadores que oyen un sermón. Luego pasaron una vieja película de la bandera federal, flameando bravía en un viento antiguo. Continuó flameando durante bastante rato, y éste era sin duda el último mensaje de los amos en esa noche, algo así como si dijeran, al modo de los lobos:

Aquí está nuestra señal; es todo lo que necesitamos decir; el lugar es nuestro; habéis sido advertidos: desafiadla si os atrevéis.

Las olas creadas por el acuatizaje del hidroavión continuaban rebotando en la costa del lago y rompiendo suavemente contra los pilares del embarcadero, en arcos que venían y se iban.

Loren vio que la carta comenzaba con su propio nombre, pero se lanzó a las apretadas líneas con tanto temor y voracidad que no entendió nada del resto, y tuvo que volver a empezar, calmarse, y releer el mensaje:

«Espero que estés bien donde estás. Durante largo tiempo no he tenido ninguna noticia, y me pregunté qué te habría ocurrido.»

¿Se preguntaba qué, cuándo, con qué frecuencia, con qué sentimientos?

«Me he enterado de lo que haces, y parece muy interesante. Me gustaría que pudiéramos discutirlo. Esto es realmente muy difícil de escribir.»

Loren sintió como una puñalada la pausa que tuvo que haber precedido a esas palabras de Sten, y luego sintió una inundación de amor y piedad, de modo que por un momento las palabras que veía brillaron y nadaron, ilegibles.

«Por una buena cantidad de razones no te puedo decir exactamente dónde estamos, pero quiero que sepas que me siento muy bien, y también Mika. Sé que no es mucho decir después de tanto tiempo, pero cuando eres un proscripto y un asesino (cosas que dicen de mí) no escribes mucho. Pienso en todo lo que ocurrió, y en cómo nos divertíamos en la casa, solos, y en lo felices que éramos. Hubiera querido que no se acabara. Pero hice lo que pensé que debía hacer, y supongo que tú también. Es curioso: aunque yo me marché, cuando lo pienso, me parece que fuiste tú el que se fue. De todos modos, espero que podamos ser otra vez amigos. Como verás, necesito a todos los amigos que pueda reunir. Necesito tu ayuda. Siempre me has ayudado, y todo lo bueno que tengo, a ti te lo debo. He cambiado mucho. Tu amigo, Sten.»

Debajo de la firma había agregado otra frase, menos como un pensamiento posterior que como el reconocimiento de algo que debía reconocer, y lo sabía, pero que sólo había podido expresar en el último momento:

«Siento mucho, mucho lo de Halcón.»

Durante una tensa y amenazante semana después de la caída de Nashe, los tres esperaron la reacción del nuevo gobierno. Era natural que el gobierno, con su terca minuciosidad, intentara algo contra el heredero de Gregorius, pero nada ocurrió. Continuaron tan libres como habían estado siempre. Llegaban visitantes, no enviados por ningún gobierno, sino movidos por la necesidad de reunirse en algún sitio. Acampaban afuera de los muros, holgazaneaban en grupos más allá del portón cerrado, miraban hacia adentro. Se marchaban y otros venían. Pero la situación no había cambiado oficialmente.

Sin embargo, Sten advertía un cambio. Antes se había sentido aislado, oculto, protegido, con Loren y Mika, sin importarle las consecuencias de haber sido cómplice en la muerte de su padre; ahora empezaba a sentirse prisionero. Esa noche en que había visto a los leos, encerrados en sus montañas, rodeados, y había oído a ese hombre pálido e impotente diciendo que él y la muchacha morirían con ellos, incapaces de hacer otra cosa, Sten se había sentido desgarrado entre la ira y la ansiedad: hubiese querido ayudarlos de alguna manera; sabía que él nunca, nunca se rendiría como ese hombre, que nunca aceptaría la impotencia, y, sin embargo, comprendía que él mismo estaba tan encadenado e impotente como ellos.

Ahora Nashe había cedido y el mismo gobierno federal que acosaba a los leos presionaba a Sten, lo sofocaba, esperaba que muriese de hambre. Tenía una angustiosa sensación de urgencia, un sentimiento que jamás había de aliviarse: cuanto más lo apretaban esas cadenas invisibles, más luchaba contra ellas. Incluso Loren, ahora, parecía interesado sólo en contener a Sten. Antes habían mantenido una especie de equilibrio, como si los dos se apoyaran en una mano de Mika para no caer; ahora habían empezado a sacudirse peligrosamente. Loren daba órdenes; Sten se burlaba; Loren peroraba; Sten callaba. Sten advirtió que Loren tenía miedo, y sin querer empezó a presionar sobre ese miedo, como para ver si era real.

—¿Todavía están allí? —preguntaba Mika.

—No te des por enterado —decía Loren—. No los alientes. No…

Sten se apartó de la ventana a prueba de balas del despacho de su padre, desde donde espiaba con binoculares a dos o tres figuras silenciosas, excesivamente abrigadas, que se veían del otro lado del portal.

—¿Por qué —preguntó fríamente a Loren, con el tono penetrante de su padre— estás todo el tiempo girando a mi alrededor?

Loren, sabiendo que no podía decir «Porque te quiero», respondió:

—No cometas ningún error. Eso es lo único que quiero decir —y se fue.

Cuando Loren desapareció, Sten volvió a mirar la carta. Se la había entregado el hombre que traía las provisiones, en silencio, al salir de la cocina. No tenía dirección. Decía con descuidada dactilografía:

Si, al modo de los hombres, he luchado con las bestias de Efeso, ¿qué ganaré si los muertos no se levantan?

Debajo de esto, que, según pensaba Mika, era una cita de la Biblia, había una serie de números y letras. Sten llegó a la conclusión, después de mucho reflexionar, que eran coordenadas geográficas, alturas, puntos de la rosa de los vientos. Quizá no habría reflexionado tanto si no hubiera visto al pie, como firma, una sola letra infantil, cuidadosamente garrapateada:

R.

—Deberíamos preguntarle a Loren —dijo Mika.

Sten movió la cabeza. ¿Por qué le revelaría Reynard el sitio donde se ocultaban los leos? Los mapas que había en el despacho de su padre mostraban el lugar señalado por Reynard: un punto en las montañas que limitaban la Autonomía por el norte, donde terminaba la Reserva Génesis.

—¿No puede ser —preguntó Mika— que él desee que los ayudemos? ¿Que lleguemos adonde están y los ayudemos?

Cuando, en aquella vieja aula, Reynard le había dado esa casa y esa seguridad, e incluso, probablemente, una nueva vida, le había dicho:

«No seas depredador ni presa.»

Si así era, estaba en crecientes dificultades, porque estaba huyendo como una presa, ocultándose del gobierno, de la gente de fuera… y de Loren. Si ahora Reynard le ordenaba que se levantara, como de entre los muertos, ¿era sólo por los leos? Y de todos modos, ¿se atrevería? Anhelaba desesperadamente el consejo y la ayuda de Loren. Pero Loren había dicho claramente qué pensaba de los leos.

Mika miró cómo doblaba y desdoblaba la carta, una y otra vez, cuidadosamente, como si meditara una secreta resolución. Sin mirar a Mika, Sten contó cómo había asesinado a su padre, lo que él había hecho, y por qué habían estado seguros en la casa.

—Tú te podrías quedar —dijo por fin—. Estarías segura aquí, con Loren.

Había empezado a nevar otra vez, una rápida aguanieve que sonaba como un largo suspiro. Mika pensó en ellos dos, desnudos, riendo en la nieve.

—Podríamos usar los trineos —dijo.

Esa semana las líneas telefónicas de la casa quedaron cortadas, quizá por la nevada, quizá deliberadamente; no se les dio explicación, y Loren empezó a hacer viajes semanales a la ciudad más próxima, a casi cinco millas de distancia, para llamar a sus proveedores y comprar los periódicos, y ver si podía advertir algún cambio en su situación y prever lo que sería de ellos. No había nadie de confianza a quien pudiera llamar, ningún funcionario de gobierno o abogado de la familia. Sabía que era una locura ocultarse de este modo: no podía durar. Pero cuando contempló la posibilidad de exponer a Sten ante el gobierno, de tratar de llegar a alguna decisión, se echó a temblar. Ocurriera lo que ocurriese, estaba seguro de que, de algún modo, lo apartarían, los separarían. No podía imaginar otra conclusión.

Al retornar de la ciudad, se abrió paso a través del pequeño grupo de gente en el portal y se detuvo ante la barrera. Cuando le hicieron preguntas, sonrió y se encogió de hombros como si fuera idiota, concentrándose en pasar rápidamente y cerrar de inmediato para que nadie tuviese la tentación de seguirlo, y luego prosiguió rápidamente por el camino cubierto de nieve, alejándose de las voces.

Se detuvo ante la casona y entró. Se había llevado de la casa un pequeño calentador que se mantenía permanentemente encendido, aunque apenas reducía el frío de las habitaciones de piedra. Eso era todo lo que Halcón necesitaba.

Halcón estaba en plena muda. En la percha cubierta, parecía desventurado. Desde que Loren lo viera por última vez, había perdido dos nuevas plumas remeras (siempre caían por pares, una de cada lado, para que Halcón no se desequilibrase al volar); Loren las recogió y las guardó junto con las otras. Podían usarse para reparar las alas, pero lo corriente era que se guardasen como se guardan los zapatitos usados de un bebé.

El día era sereno y brillante, y el Sol casi caliente. Llevaría a Halcón a su percha en el exterior, sobre la hierba.

Hablando suavemente con él, con un solo movimiento práctico, deslizó la caperuza sobre la cabeza del halcón y la ajustó. Estaba demasiado endurecida, necesitaba aceite, no había fin para el trabajo del halconero. Luego se calzó el guante. Puso la mano enguantada debajo de Halcón, y le rozó la parte posterior de las patas. Halcón retrocedió instintivamente hasta el guante. Aleteó suavemente mientras Loren movía la mano para alcanzar la correa, y sólo cuando Halcón estuvo firmemente posado en la muñeca, desató la correa que lo retenía. Como entre ladrones, había honor entre el halconero y el ave sólo cuando todo había sido verificado y no quedaba ninguna posibilidad de traición, de fuga.

Lo llevó un rato por el interior de la casa, acariciándole las plumas del cuello con el índice de la mano derecha hasta que Halcón se mostró satisfecho, y luego salió a la luz del día, parpadeando ante el resplandor de la nieve, y fue hasta la percha exterior. Creyó oír, detrás de la casa, el suave silbido de los nuevos trineos. Ató sólidamente la correa de Halcón a la percha, con un nudo de halconero, hecho con una sola mano, y rozó las patas de Halcón contra la percha de modo que el halcón saltara a ella. Le quitó la caperuza. Halcón se erizó y abrió el pico; la membrana interior de los párpados se le deslizó sobre los ojos sorprendidos. Miró rápidamente hacia el punto donde tres trineos de motor, en silenciosa procesión, avanzaban hacia un seto desnudo.

—¿Qué ocurre? —gritó Loren, quitándose el guante y corriendo hacia ellos; Mika y Sten, a cuyo trineo estaba atado el tercero, cubierto de objetos envueltos en plástico, no se detuvieron ni volvieron la cabeza; Loren sintió un miedo brusco y angustioso—. ¡Esperad!

Malditos sean, pensó, tienen que escuchar… Atravesó el cercado justamente cuando los trineos entraban en los campos nevados que se extendían kilómetros y kilómetros más allá de la casa. Loren, abriendo un surco en la nieve, alcanzó el trineo de Sten antes de que él pudiera acelerar. Aferró el brazo de Sten.

—¿Adónde piensas ir?

—Déjame en paz. Simplemente, nos vamos.

Mika había detenido el trineo y miraba hacia atrás, orgullosa y reservada.

—He dicho adónde. ¿Y qué es todo eso?

—Comida.

—Hay bastante para semanas. Qué diablos…

—No es para nosotros.

—Entonces, ¿para quién?

—Para los leos —Sten apartó la mirada; llevaba unas gafas de nieve con sólo una ranura para los ojos; le daban un aspecto extraño y cruel—. Se lo llevamos a los leos. No te dijimos nada porque te habrías negado.

—¡Por supuesto que sí! ¿Estás loco? Ni siquiera sabes dónde están.

—Lo sé.

—¿Cómo?

—No te lo puedo decir.

—¿Y cuándo volverás?

—No volveremos.

—Baja de ese trineo, Sten —se proponían huir, sin hablarle, sin pedirle ayuda—. Te he dicho que bajes.

Sten se deshizo de él y empezó a poner en marcha el motor. Loren, enloquecido por esta traición, lo arrancó literalmente del trineo y lo apartó; Sten se tambaleó sobre la nieve.

—Escúchame ahora. No irás a ninguna parte. Guarda de nuevo las provisiones —se acercó a Sten desde atrás y volvió a empujarlo—. Y devuelve los trineos al depósito antes… antes de que…

Sten se enderezó. Las gafas se le habían caído, pero tenía la cara aún enmascarada por algo frío y duro que Loren no había visto jamás. Loren calló.

Mika había dejado su trineo. Se acercó al lugar donde ambos se miraban frente a frente. Miró a Loren, a Sten. Luego apretó el brazo de Sten.

—Está bien —dijo Loren—. Está bien. Escuchad. Aunque sepáis adónde vais. Eso va contra la ley —ellos no respondieron—. Son criminales perseguidos. Vosotros también lo seréis.

—Ya lo soy —dijo Sten.

—¿Qué quieres decir?

—No nos habrías ayudado —dijo Mika— aunque te lo hubiéramos dicho, ¿no es verdad?

—Yo hubiera dicho lo que pensaba.

—No nos habrías ayudado —dijo ella con amarga, serena furia.

—No —mientras lo decía, Loren observaba cómo destruía su imagen ante ellos, desesperada y completamente—. No es posible desprenderse de todo así como así. ¿Y los animales? ¿Y Halcón? —señaló al halcón, que los miró desde su percha y luego apartó la vista.

—Lo cuidarás tú.

—No es mi halcón. No le puedes dejar tu halcón a ninguna otra persona. Te lo he dicho.

—Está bien —Sten se volvió y caminó por la nieve hasta la percha.

Antes de que Loren pudiera ver qué hacía, había sacado y abierto una navaja: brilló a la luz de la nieve.

—¡No!

Sten cortó el extremo de la pequeña correa. Loren corrió hacia él, tropezando en la nieve.

—¡Mierda!

Por un instante, Halcón no advirtió ningún cambio, pero todo ese movimiento y esos gritos lo disgustaban. Tenía ganas de mover las alas y volar desde la percha, aunque en mil intentos había aprendido que caería aleteando inútilmente, cabeza abajo. Sten se había quitado la chaqueta y dando un grito la sacudió ante la mirada de Halcón. Éste, con un grito irritado, alzó el vuelo y se encontró libre, trató de retornar a la percha, pero Sten volvió a agitar la chaqueta y Halcón, disgustado, se elevó en el aire. Era raro sentirse libre, pero era un buen día para volar. Voló.

—Ahora —dijo Sten cuando Loren llegó a su lado— no es el halcón de nadie.

Con un inmenso esfuerzo, Loren ahogó la marea de angustia desesperada que crecía dentro de él.

—Ahora —dijo con calma, aunque le temblaba la voz—, ahora ve a buscar en la casona la pértiga larga y la red. Con los trineos, podríamos encontrarlo a la caída de la noche. Ha ido hacia el este, hacia aquellos árboles, Sten.

Sten se puso la chaqueta y caminó hacia los trineos.

—Mika —dijo Loren.

Ella permaneció un momento entre los dos, abrazándose a sí misma. Luego, sin mirar a Loren, se encaminó hacia el trineo.

Loren sabía que debía seguirlos. Podía ocurrirles cualquier cosa. Pero se quedó inmóvil, y vio cómo se afanaban con los trineos, los alineaban y partían. Sten dio a Mika una orden en voz baja y volvió a ponerse las gafas de nieve. Volvió la cabeza y miró a Loren una vez más, enmascarado, con las manos sobre los mandos del trineo. Luego los trineos se alejaron con un fuerte susurro, obscuros y decididos entre la nieve.

—Sí —dijo Reynard—. Yo le indiqué a Sten dónde estaban los leos. Fue muy inteligente al descifrarlo.

—¿Y también trajo la película que vimos?

—Sí.

—¿Cómo llegó hasta ellos, sin que lo detuvieran? ¿Cómo ha podido regresar?

Reynard no dijo nada: estaba frente a Loren, ante la mesa.

—Ha hecho un criminal de Sten. ¿Por qué?

—Yo no podía dejar morir a los leos —respondió Reynard—. Puede comprender mis sentimientos.

En realidad, eso era imposible. La voz delicada e inexpresiva podía querer decir lo que decía, o lo contrario, o nada. Los sentimientos de Reynard eran indescifrables. Loren le miró los dedos delgados y obscuros mientras se rascaba las peludas mejillas con un ruido de hierba seca. Reynard sacó un cigarrillo negro y lo encendió. Loren trató de descubrir, en ese gesto particularmente humano de encender un cigarrillo, aspirar el humo y expelerlo, qué había de humano en Reynard, y qué no. Y nada era humano en la forma en que Reynard movía el cigarrillo, aunque era tan natural, ejercitada, indiferente y apropiada como la de un hombre.

—Los salvó de la muerte —dijo Reynard—. No sólo a los leos, sino también a los dos seres humanos. ¿No piensa que fue un acto de valor? Así lo cree el resto del Mundo.

Por los periódicos, que habían llegado como de costumbre una semana tarde, Loren conocía la creciente fama de Sten: era evidente incluso aquí, muy al norte de la Autonomía.

—Ha sido una locura —dijo.

—Él corrió un riesgo. Había peligro. Quizás innecesariamente. Quizás, si hubiese estado usted allí para ayudar… De todos modos, lo consiguió.

Loren bebió. El whisky le quemó las entrañas. No podía decir a Reynard que lo odiaba por haber apartado de él a Sten. Era inadmisible. Ni siquiera era verdad. Sten había salido a hacer una cosa difícil, por su propia cuenta, y había triunfado. Mika, que lo amaba, había ido con él. Y Loren, que había tenido miedo, había perdido a Sten. ¿Era así, era ése el resumen correcto?

—Estaba usted con él, ¿no es verdad? —dijo Sten.

—Yo no sirvo de gran cosa ahora. Realmente, nunca fui… robusto, y ya ve usted que ahora estoy cojo.

—Parece arreglárselas bien.

—Y además —continuó Reynard como si no lo hubiese oído—, estoy muy viejo. Tengo casi treinta años. Nunca esperé una vida tan larga. Me siento anciano —el humo le salía de las ventanas de la nariz y se anillaba en el aire—. Los cazadores me persiguen, señor Casaubon. Hace largo tiempo. He conseguido muchas veces que perdieran el rastro, pero ya es tarde para mí. Volveré a la tierra —sonrió, tal vez era una sonrisa, y la ignorada ceniza del cigarrillo cayó sobre la mesa—. Sten tendrá necesidad de usted.

—¿Qué quería de Sten? —preguntó fríamente Loren; intentó mirar con fijeza a Reynard, pero los ojos de éste, como los de los animales, rehuían mirarlo—. ¿Por qué lo eligió? ¿Para qué?

Reynard apagó el cigarrillo delicada e implacablemente, sin mostrarse turbado.

—¿Sabe usted —dijo— cuánto significa Sten en la Autonomía del Norte? ¿Y también fuera de ella? —se movió lentamente en su silla, como si sintiese algún dolor—. Existe un movimiento, del tipo que los hombres crean con tanta facilidad, para hacer de Sten una especie de rey.

—¿Un rey?

—Sería un buen rey, ¿no le parece? —la larga cara se le abrió en una sonrisa, y volvió a cerrarse—. Que en estos momentos sea un proscripto, perseguido por el gobierno federal, es sumamente apropiado para un joven rey, o un pretendiente. El gobierno federal ha desperdiciado por completo las oportunidades que tuvo en la Autonomía, como era de esperar. En todas partes, Sten parece una alternativa. De alguna manera. Como rey. Fuerte, joven, osado… bueno. Si hay reyes natos, él es uno. ¿No le parece?

Desde que Loren había abierto el ejemplar del North Star era súbdito de Sten, lo sabía. Y también había sabido siempre que algún día Sten recogería la herencia que lo esperaba, aunque había tratado de ignorarlo. Por un momento, se sintió como Merlin, que había instruido en secreto al joven rey Arturo, y vio que, en realidad, había instruido a Sten para ser rey. No había ningún otro oficio para el que tuviese condiciones.

—Es un hecho que los reyes —dijo Reynard— deben tener cerca a cierto tipo de personas. Personas que aman al rey en el rey, pero conocen al hombre en el rey. Personas para quienes el rey será siempre el rey. Siempre. Ocurra lo que ocurra. No quiero decir cortesanos ni aduladores. Quiero decir… súbditos. Sin ellos no hay reyes. Naturalmente.

—¿Y usted? ¿Se considera usted un hombre capaz de ayudar a un rey?

—Yo no soy un hombre.

Las sombras del norte ya estaban obscureciendo el aire. Loren intentó contar los sentimientos que luchaban dentro de él.

—¿Dónde está ahora? —preguntó.

—En alguna parte. No lejos de aquí —se inclinó hacia delante; hablaba ahora con una voz débil, agotada—. Ésa es la dificultad. Necesita un lugar, un sitio absolutamente seguro, una base. Un lugar donde sus amigos se puedan reunir. Un lugar donde pueda esconderse, pero no una ratonera —nuevamente esa sonrisa de los dientes largos y amarillos—. Después de todo, ese sitio será, algún día, parte de una leyenda.

Loren se sintió en el borde de una cima, sabiendo que lo que se apoderaba de él era una emoción que terminaría por lanzarlo al abismo. Bebió de prisa y deslizó la copa sobre una mancha de licor derramado.

—Conozco un lugar —dijo Loren—. Creo que sé de uno.

Reynard lo miró sin parpadear y sin demasiado interés, mientras él describía la torre de las municiones, decía dónde estaba, cómo se podía llegar a ella; suponía que las provisiones, al menos las latas y el calentador, todavía debían de estar allí.

—¿Cuándo puede ir? —preguntó Reynard cuando Loren terminó.

—¿Yo? —Reynard esperaba la respuesta—. Escuche. Yo ayudaré a Sten, porque es Sten, porque… se lo debo. Lo esconderé si puedo, a salvo del peligro. Pero eso otro… —apartó la mirada de los ojos de Reynard—. Soy un hombre de ciencia. Estoy trabajando en un proyecto —tocó el licor derramado de la mesa; no, no era eso; lo limpió—. No soy un político.

—No —Reynard, inesperadamente, bostezó; fue un movimiento amplio y veloz como un ladrido silencioso; un hilo de saliva le corrió desde el obscuro paladar hasta la larga lengua profundamente hendida—. No. Nadie lo es, en realidad —se puso de pie, apoyándose en el bastón, y echó a andar de un lado a otro por el pequeño salón del bar, desierto a esa hora, como si estuviera haciendo ejercicio—. Gansos, ¿no es verdad? Ese proyecto —se detuvo, apoyado pesadamente en el bastón, apartando del suelo el pie herido y moviéndolo para ver qué ocurría—. ¿No había un juego del zorro y los gansos?

—Sí.

—Con unos caminos, o un damero…

—Los gansos tratan de sobrepasar al zorro. Él los alcanza allí donde los caminos se unen. Cada ganso que caza está obligado a ayudarle a cazar otros.

—Ah. Yo soy un… coleccionista de esa clase de conocimientos. Naturalmente.

—Mis gansos —dijo Loren— son presa de los zorros.

—¿Sí?

—Y lo saben. Lo enseñan, los mayores enseñan a los jóvenes. No parece ser algo instintivo; los gansos no adiestrados no huyen instintivamente de un zorro. Los viejos les enseñan cómo es un zorro, atacando a uno en bandada, y ahuyentándolo. Los jóvenes aprenden a ayudar. He visto a mi bandada seguir a un zorro durante casi dos kilómetros, graznando, amenazante. El zorro parecía no estar a gusto.

—Ahora debo irme —dijo Reynard; si había oído la historia de Loren, no lo demostró—. El avión está a punto de partir. Todavía tengo que hacer algunas cosas —se dirigió a la puerta.

—No hay descanso para el malvado —dijo Loren.

Reynard salió del bar sin despedirse. En la puerta se volvió.

—Instruya a sus polluelos —dijo—. Pero asegúrese de saber quién es el zorro.

Cuando desapareció en el atardecer —diminuto, viejo, imposible—. Loren despertó al dueño y le pidió que le llenara la copa. La carta, en el bolsillo de la camisa, parecía apretarle dolorosamente el corazón.

Nada es más tranquilizador para un científico que la duplicación de los resultados de otro científico. Cuando Loren abandonó la vacía casa obscura, sólo había pensado en un sitio donde perderse, un lugar lejano y despoblado donde ocultarse; pero sabía que debería también buscar una ocupación, comprometer todas sus facultades en una tarea difícil, para evitar, aunque sólo fuera por un tiempo, la terrible tempestad en que siempre se encontraba cuando pensaba en Sten y Mika.

Lo que habían dicho era realmente lo que pensaban hacer: no regresaron. Loren sabía que no lo harían. Cuando pasaron diez días, y una nueva nevada cubrió sus huellas, llamó a la policía de la Autonomía y dio la noticia de la brusca desaparición. Las fuerzas policiales estaban reorganizándose, y después de prolongados interrogatorios en los que él comunicó sólo lo necesario para no despertar sospechas, el asunto fue desechado, archivado, o quizás olvidado entre disputas burocráticas de mayor importancia. Durante una de sus entrevistas con la policía (la policía federal, en esa oportunidad) pensó que iba a ser golpeado para que confesase, para que confesase algo. Casi lo hubiera deseado; nadie más podía castigarlo por lo que había hecho.

¿Qué había hecho?

Recogió sus salarios del gobierno, casi intactos, obtuvo del doctor Small un pequeño subsidio concedido de mala gana, y se encaminó hacia el norte, mas allá de los límites de la Autonomía, hacia las tierras de cría del ganso canadiense. Uno de los grandes etólogos del siglo anterior había hecho extensas observaciones sobre el ganso europeo; eran famosos sus análisis y conclusiones acerca de los hombres y los animales, el instinto, la agresión, la pareja. Había extendido sus conclusiones a todas las especies del género Anser, el verdadero ganso. El ganso canadiense no era Anser, sino Branta. Llevaría meses, meses de curativa cocción en la soledad, comparar esas observaciones del siglo pasado acerca de la conducta del Anser con la del Branta. El estudio resultante sería un pequeño monumento, algo obtenido a partir de la miseria, por extrusión, como la perla de una ostra. Al leer otra vez los cuentos del anciano etólogo, porque eso parecían, a pesar del aparato científico: cuentos de amor y muerte, de penas y alegrías, Loren no experimentó el desconcierto de los primeros lectores ante la idea de que los hombres no eran otra cosa que bestias, ni sus proclamados ideales y libertades otra cosa que ilusiones, esa antigua, antigua reacción de los primeros lectores de Darwin, sino lo opuesto. Esas narraciones parecían decir que las bestias no eran inferiores a los hombres; de posibilidades menos complejas y expresiones menos variadas, pero igualmente completas, capaces de sentir y sobrellevar la pena, el dolor, el amor y la furia.

El centro de la vida del ganso canadiense es la ceremonia del triunfo, una sucesión asombrosamente hermosa de lucha ritual, agresión reencaminada, y un millar de entrelazadas llamadas y respuestas. Los gansos cumplen esta ceremonia por parejas a quienes la danza une para toda la vida. El anciano había dicho: la danza no expresa su amor sino que es su amor. Cuando un miembro de la pareja desaparece —atrapado entre cables eléctricos, cazado, víctima de una perdigonada— el otro lo busca incesantemente, llamándolo con la voz con la que un polluelo perdido llama a su madre. A veces, mucho más tarde, vuelve a unirse y a comenzar de nuevo; a veces nunca.

Las parejas son en su mayoría de macho y hembra, pero con frecuencia son de dos machos; en este caso hay en ocasiones una hembra satélite, amante de uno de los machos, que se contenta con compartir el amor, los triunfos de los dos, lo suficiente como para ser montada y preñada. Ésta no es la única rareza de sus uniones: hay entre los gansos verdaderas novelas de uniones anheladas o fracasadas, pérdidas, rivalidades, corazones destrozados.

Loren había visto mucho de esto entre sus gansos, aunque su vida social parecía congelada en un estado anterior y menos complejo; las ceremonias eran menos expresivas; las emociones, desde el punto de vista del observador, no tan diversas. Había anotado y analizado cuidadosamente la conducta ritual, conocía bien a su bandada, y había visto cómo sus aves enfrentaban las amenazas, cortejaban, educaban a su prole, viviendo una especie de estable y poco excitante vida de pueblo. No le interesaba, como científico, que hubiese una corriente más rica (como en los pueblos) bajo las querellas y satisfacciones de la vida cotidiana. Las necesidades y sentimientos expresados o bien no tenían forma, o no habían sido sentidos; no era posible analizarlos.

Sin embargo, quería conocerlos para informarse mejor. ¿Era el Branta menos humano que el Anser, o los textos del anciano sólo eran, en definitiva, parábolas, como las de Esopo?

El viejo sabio había hablado de dos machos, ambos muy arriba en la jerarquía de la bandada, que se habían unido y danzaban sólo entre ellos. Eran los fuertes y los más orgullosos, no tenían rivales, ni extraños de quienes debieran protegerse; pocos se les acercaban. La ceremonia, una continua sucesión de cambios, creció cada vez más: duró horas. Por fin, la carga de emoción se volvió excesiva; la agresión representada y ritualizada, al no encontrar otro canal de salida, se hizo demasiado fuerte. El ritual se convirtió en una violenta e inmediata agresión; las aves se picotearon y golpearon con las alas, infligiéndose verdaderas heridas.

La unión se rompió. Las dos aves se separaron, dirigiéndose a las orillas opuestas del lago, evitándose. Nunca repitieron la ceremonia. En una oportunidad se encontraron por error frente a frente en mitad del lago; inmediatamente se apartaron, erizando el plumaje con excitación, los picos temblorosos, en un estado que, según el anciano sabio, sólo podía describirse como de intensa confusión.

—Sólo podía describirse —dijo Loren en alta voz a la helada noche— como de intensa confusión —la mula tropezó y Loren, algo ebrio, se estremeció—. Intensa. Confusión.

¿Cómo podía volver a ver a Sten? Si se encontraban, ¿no habría entre los dos una confusión que les impediría comunicarse? Encontrarse otra vez con Sten, tenerlo ante sus ojos, había sido la obsesión de Loren durante meses; pero ahora que estaba invitado a verlo, realmente, sólo podía imaginarse avergonzado, dolorido y confuso. Era mejor dejar que la enorme máquina de su amor, desconectada de su objeto, girara inútilmente dentro de él hasta agotar el combustible o hacerse trizas en silencio.

Sin embargo, Sten lo llamaba. Gimió en voz alta a las estrellas. Muy lejos, dentro de sí, creía ver —por el whisky, sólo por el whisky, se dijo— una posibilidad que había desechado mucho antes, la posibilidad de la dicha después del dolor.

A la mañana siguiente, para purificarse de la vergüenza, la esperanza y los agrios humores del whisky, se sumergió desnudo, hasta el cuello, en el río helado, gritando, tratando de expulsar con la voz toda la impureza que sentía; se echó agua en la cara, se frotó el cuello, volvió a la costa y se quedó allí, temblando violentamente. De pronto se enderezó y los temblores cesaron. No había en él ninguna debilidad, ninguna impaciencia, ninguna maldad que no pudiera dominar con un acto similar de voluntad.

Más sereno, se vistió, metió la canoa en el agua y remó aguas arriba. El caudal del río era escaso y lento; sobre él flotaban hojas que caían de continuo y taponaban los afluentes. Había nubes densas en el horizonte, y un viento rápido en lo alto, tan alto que no se podía sentir desde tierra, imprimía en el azul de octubre unas marcas como de tiza. Allí el verano había pasado hacía tiempo. La helada de la víspera había sido violenta.

Durante esa semana los gansos habían estado inquietos. Se elevaban en grupo, giraban un rato, y volvían a alinearse, excitados y nerviosos. Era como si un pacífico pueblo hubiese sido arrebatado por una extraña manía religiosa. Las viejas disputas habían sido olvidadas. Nadie guardaba los nidos. Estaban construyendo una fuerza volante. Había llegado el momento de la migración. El lunes —el día que debía haber ido a la ciudad— Loren despertó antes del alba y apenas había tenido tiempo de vestirse antes de comprobar que ése era el día de la partida.

Loren había identificado al comodoro y a sus tenientes (así los llamaba en sus notas, aunque no se llamarían de ese modo en la monografía final), estudiando sus reuniones y conferencias acerca de la estrategia y el rumbo. Ahora, al alba, a Loren se le erizó el pelo en la nuca: ¿estaba tan seguro de que ése era el día porque a lo largo de los meses casi se había convertido en uno de ellos? ¿Se le había comunicado a él que ése era el día, así como a cada uno de los gansos? Su propia certidumbre, ¿se unía acaso a la creciente certidumbre de la bandada, incitándola a volar?

Durante toda esa mañana tomó notas y fotografías, casi enfermo de excitación, mientras ellos se comunicaban la necesidad de volar. Una y otra vez, pequeños grupos subían, giraban, se alineaban. Cerca del mediodía, el comodoro y algunos de los miembros más prominentes de la plana mayor, machos y hembras, se elevaron graznando y formaron una burda V, volando con decisión. Maniobras. No retornaron; con sus prismáticos, en la horquilla de un árbol alto, Loren los vio aguardando en un húmedo prado al noreste. Todavía los demás graznaban y discutían, dándose ánimo. Luego el comodoro y su séquito regresaron volando bajo sobre la bandada, urgiéndola, volviéndose hacia el sur; como un solo cuerpo, todos fueron atraídos y ascendieron en un múltiple abanico de alas negras y castañas, estrechando filas.

Durante todo este tiempo Loren los siguió con sus prismáticos, contemplando la neta forma de la V contra el cielo duro y atravesado por el viento. Ellos eran el viento. Desaparecieron.

De nuevo solo, Loren no se movió de su puesto en el árbol. Las voces de los gansos y el batir de sus alas habían dejado un nuevo vacío, un nuevo silencio. El invierno parecía bruscamente palpable, como si anduviera por el suelo respirando fríamente. Loren recordó el invierno anterior.

Cuando Sten y Mika se perdieron de vista, él había pasado el resto del día buscando a Halcón. Había caminado por los bosques nevados llevando el señuelo, la pértiga y la red sin la menor idea de dónde podría encontrar a Halcón, y sin descubrir ninguna huella del halcón. Si hubiese tropezado con un pájaro muerto, si hubiese visto sangre sobre la nieve, habría continuado, sin comer ni dormir; pero no vio nada.

Era noche cerrada cuando regresó a la casa vacía, casi incapaz de mantenerse en pie; pero el dolor se le concentraba ahora casi del todo en las piernas y los pies, donde podía soportarlo.

Sin embargo, apenas regresó a la vacía calidez iluminada por las lámparas volvió a sentirse dolorido, de pies a cabeza. Dejó caer los inútiles instrumentos de la cetrería. Él no podría encontrar, capturar, ni retener a nadie. Trepó los escalones, casi incapaz de doblar las rodillas, y fue a la habitación de Sten. No encendió la luz. Olió el lugar, las prendas abandonadas, el cuero lustrado, los libros. Sten. A tientas fue hasta la estrecha cama, se dejó caer, apretó el rostro contra la almohada, y lloró.

Todas las cosas salvajes se alejan de mí, volando, pensaba ahora, en la horquilla del árbol junto al río desierto. Todas las cosas salvajes que amo. Si no saben volar, yo les enseño.

Secándose las lágrimas frías que tenía en la barba, descendió del árbol y fue hasta el campamento, de pronto inútil. La cocina, la tienda, las provisiones, la canoa. Una camisa secándose en una rama. Cámara, magnetófono, cuadernos de notas. Había tratado de construir su casa en el corazón de la Naturaleza, de vivir allí y de escuchar su voz. Pero no era ése su hogar.

Metódica y pacientemente, levantó el campamento. Como los gansos, aunque con mucha más lentitud, iría hacia el sur. Al contrario que ellos, era libre de no hacerlo; y sin embargo, sabía que no podía hacer ninguna otra cosa.