Tres:
El desuello de Isengrim

La tarea más dura, aprendió Sten, era llevar el ave. Loren sabía que era duro para un muchacho de catorce años llevar incluso un halcón joven durante tantas horas, y él también tenía un guante, pero Sten odiaba ceder el halcón; él era el halconero, era su halcón y sólo él debía llevarlo. Si cabalgaba lentamente era más fácil, pero aun a caballo, Sten deseaba desesperadamente bajar el brazo. Loren no tenía que saberlo, y tampoco el halcón. Mientras avanzaba, hablaba serena y confidencialmente con Halcón; nunca le dio otro nombre, aunque Mika había pensado en varios nombres fieros y majestuosos. De alguna manera, le parecía a Sten, cualquier otro nombre sería una excrecencia, una reivindicación de poder y autoridad que un hombre podía necesitar, pero no su halcón.

Esa mañana había caído la primera escarcha, aún visible en las hojas y la hierba parda que pisaban; aunque pronto el Sol estaría alto y la borraría (y en ese preciso instante la escarcha brillaría envuelta en infinitesimales luces de colores). Chet y Martha, los pointers, respiraban grandes nubes de vapor helado mientras examinaban la mañana y trotaban decididos, aunque sin prisa, hacia los campos abiertos de más allá de la vieja casona.

La granja consistía en caballerizas, establos, perreras y las habitaciones privadas de Sten y Mika. Sólo Loren, el tutor, podía entrar allí, pero ningún otro. Cuando el padre de los niños había comprado la larga mansión color castaño, cuyos techos asomaban todavía sobre la colina, había querido derribarla y rellenar la laguna, sucia y repleta de plantas acuáticas. Sten había pedido una entrevista y había expuesto a su padre las razones por las que convenía conservarlas: el estudio de la Naturaleza, disponer de un lugar del que los hermanos serían responsables, y de un sitio para los animales que vivían fuera de la casa. Lo hizo de manera tan razonable y cuidadosa que su padre se había reído y había aceptado.

Lo que temía su padre, por supuesto, era que la construcción pudiera favorecer un ataque. Los sensores instalados en el suelo nada podían ver a través de los muros. Pero pronto olvidó estos temores.

—¡No, Mika! —silbó Sten, pero Mika ya había espoleado el pony alazán para llevarlo al galope adecuado.

Saltó la baja pared de piedra con gran facilidad, suave, casi en secreto, y detuvo el animal rápidamente del otro lado.

—Maldita seas —dijo Sten.

El otro caballo, al ver a su congénere, quiso seguirlo, y Sten sólo tenía una mano para calmarlo. Halcón, posado en la muñeca de Sten, sacudía las borlas de la caperuza y abría el pico. Movía las patas hundiendo profundamente las garras en el guante; las campanillas repicaban. Furioso, pero con gran cuidado, Sten eligió el camino y pasó por un hueco en el muro. Mika lo esperaba; los ojos castaños le chispeaban, divertidos, pero trataba de no reírse.

—¿Por qué has hecho eso? No comprendes que…

—Porque quise —dijo ella, bruscamente a la defensiva, ya que él no iba a ser amable.

Volvió su caballo y siguió a Loren y a los perros, que marchaban más rápido.

Es por Halcón, pensó Sten. Está celosa, eso es todo. Como Halcón es mío, tiene que montar una escena. Pues bien, es mío.

Los siguió con prudencia, tratando de que nada de esto perturbara a Halcón, que era sensible a cualquier emoción de Sten. Halcón era niego, es decir, que nunca había mudado en libertad; era un ave de hombres, criada por hombres, alimentada por hombres. Los niegos son mucho más sensibles a los estados de ánimo del hombre que los halcones apresados en la edad adulta. Sten había hecho todo lo posible para mantenerlo salvaje; había llegado incluso a dejarlo en libertad después de la primera muda, aunque había sido terrible verlo partir, sabiendo que podía no regresar a alimentarse. Intentaba tratarlo siempre con esa generosa y fría autoridad que su padre empleaba con los edecanes y funcionarios. Pero Halcón era suyo, y Sten sabía que Halcón lo amaba con un pequeño y frío reflejo de la pasión que Sten sentía por él.

Loren lo llamó. Chet y Martha se habían detenido en el campo, donde el terreno descendía hacia las marismas, delante de una pared de arbustos y vides.

Sten desmontó, lo que llevó cierto tiempo a causa de Halcón; Mika acortó las riendas. Sten cruzó el campo hacia el lugar que indicaban los perros, con emoción creciente. Cuando Loren alzó la mano, Sten se detuvo y quitó la caperuza a Halcón.

Halcón parpadeó, con los grandes ojos dulces perdidos por un instante. Los perros esperaban inmóviles. Loren lo miró y miró a los perros. Éste era el momento crucial. Un error de los perros, un mal movimiento de Sten, y Halcón perdería la presa; si fallaba, se posaría malhumorado en el suelo, o revolotearía ociosamente entre las hierbas, sin buscar nada, o se quedaría en un árbol, mirándolos a todos, furioso y díscolo, o simplemente alzaría el vuelo y desaparecería, quizá para siempre.

Halcón cambió de posición en la muñeca de Sten; las campanillas repicaron, y Sten pensó: lo sabe, está preparado.

—¡Ya! —gritó, y Loren urgió a los perros.

Halcón se erizó y Sten, con toda la cuidadosa y rápida energía que pudo impartir a su fatigado brazo, soltó el ave. Halcón se elevó, ascendiendo por una escalera en el aire, hasta parecer tan pequeño como una golondrina. No huyó ni se posó en un árbol; era una mañana demasiado hermosa para eso; suspendido en el aire, miraba hacia abajo, esperando ver algo que pudiera matar.

—Está al acecho —dijo Mika, casi murmurando; sSe cubrió los ojos, tratando de ver la nítida forma negra contra el duro cielo azul—. Está al acecho, mira, mira…

—¿Por qué no levantan la caza? —dijo Sten.

La espera era una tortura. ¿No se había apresurado demasiado? ¿Habría algo en el matorral? Tendrían que haber traído una presa viva en un saco. ¿Y si era un ave demasiado grande, como una garza? Echó a andar a pasos largos y medidos, para que Halcón pudiera verlo. Tenía el señuelo en el bolsillo, y Halcón tendría que regresar (si se dignaba), en caso de que…

Dos perdices salieron ruidosamente del matorral. Sten se detuvo. Miró hacia arriba. Halcón las había visto. Sten sabía que ya había elegido una: la forma recortada cambió; empezó a caer. Sten no respiraba. De pronto, el Mundo se había ordenado delante de él: todo tenía sentido, cada criatura tenía un fin —perros, aves, caballos, hombres— y la maravillosa y violenta energía necesaria para conseguirlo; durante ese instante, el Mundo tenía un plan.

Las dos perdices volaban muy bajo, buscando una nueva cobertura. Sten podía oír el desesperado aleteo. Halcón se dejaba caer silenciosamente, modificando el ángulo de caída al tiempo que la perdiz cambiaba de rumbo. La otra vio un posible refugio y se zambulló en un zarzal; la elegida por Halcón erró el zarzal y revoloteó como trastabillando en el aire, pero eso también le sirvió: Halcón calculó mal y dio en un punto situado debajo de la perdiz, como una flecha mal apuntada.

Mika se acercaba a la carrera. Sten, atento a lo que ocurría, pisó mal un estribo; ayudándose con ambas manos, se instaló en la montura y espoleó brutalmente el caballo. Loren silbaba imperiosamente a Chet y Martha, para que no intervinieran. La perdiz no se atrevió a buscar un nuevo refugio; su única esperanza era elevarse rápidamente a mayor altura que el halcón, para que éste no pudiera atacar otra vez. Toda la partida seguía a las aves: Sten, Mika, Loren, a pie, y los perros.

Halcón ganó altura describiendo grandes círculos alrededor de la perdiz ascendente. Mucho más fuerte y rápido, la superó con facilidad; pero tenía que alcanzar la altura suficiente para volver a dejarse caer. Eran sólo puntos en el cielo, aunque Sten veía claramente la posición de las aves, protegiéndose los ojos con el guante de halconero.

—¡Mira, está vencida! —gritó Loren—. ¡Mira!

La perdiz perdía altura, caía, exhausta. Derrotada en el ascenso, buscaba nuevamente abrigo, volando fatalmente debajo del halcón, que se cernía en lo alto. Al borde del prado había una hilera de árboles, y la perdiz aleteó hacia allí, pero estaba condenada. Sten se preguntó, en un momento de fría claridad, qué sentía la perdiz. ¿Solamente espanto? ¿Qué?

Estaba cerca de los árboles cuando el halcón se abatió sobre ella transformándose, con un batir de alas que todos pudieron oír, de proyectil en hacha. Los espolones hirieron a la perdiz con la precisión de mil generaciones, matándola en el acto. Luego la llevó al suelo, dejando una estela de plumones flotando en el aire.

Sten se acercó cuidadosamente, con el corazón encogido y dichoso, y la garganta enronquecida por el aire frío. Halcón desgarraba la presa, una bola ensangrentada de plumaje pardo, con el largo pico abierto. Sten buscó el señuelo en el bolsillo.

—¿Debo llamarlo?

—Sí —dijo Loren.

Halcón quebró el ala de la perdiz y se apartó de ella para mirar a Sten. Se cubrió con las alas; no deseaba subir al guante, pero saludaba —Sten trató de reprimir la idea—, contento de ver a su amo. Luego volvió los ojos líquidos a la perdiz, y regresó a su tarea con el pico y las garras. Las campanillas tintineaban. De mala gana, sin querer estropear la diversión de Halcón, pero sabiendo que tenía que hacerlo, Sten cogió el señuelo. Miró a Mika, que sostenía los caballos, y a Loren, que vigilaba a los perros.

—Halcón —dijo; fue lo único que se le ocurrió—. Halcón.

Durante el regreso, permitió que Loren llevara el halcón, porque el brazo le temblaba ahora con el peso del ave, pero iba atrás llevando el caballo de la brida, mientras Mika se adelantaba. Cuando estuvieron cerca de la casona, vio que Mika miraba hacia el sendero, cubierto de hierba, que más allá de la casa se reunía con el camino de grava. Un fino coche negro de tres ruedas había salido de la carretera, acercándose. Aminoró la marcha como si pensara detenerse, pero aceleró otra vez en silencio y entró en el camino de acceso bordeado de olmos.

—¿Es ese el consejero? —preguntó Mika.

—Supongo —dijo Sten.

—¿Qué quiere? Nadie puede venir aquí.

—¿Por qué no? Tal vez él puede. Sólo las personas no pueden. Si él no es exactamente una persona…

—Tampoco —por alguna razón, no por el frío, aunque tenía las piernas desnudas bajo los pantalones cortos de cuero, Mika se estremeció.

El consejero usaba una capa de Inverness porque los abrigos corrientes, aunque se podían hacer a medida, sólo acentuaban su rareza. El conductor abrió la puerta del pequeño compartimiento de pasajeros del coche de tres ruedas y lo ayudó a bajar; el consejero habló un momento en voz baja con el conductor, y empezó a subir, con sus pequeños pies, los anchos escalones de la entrada ayudándose con un bastón. Los guardias de la puerta ni lo detuvieron ni lo saludaron, aunque lo miraron con fijeza. Se les había explicado que no era protocolario saludarlo: no era, oficialmente, miembro del gobierno de la Autonomía. No lo detuvieron porque era inconfundible —no había dos como él en el Mundo—, y precisamente por eso lo miraban con fijeza.

Había penumbra dentro de la mansión, lo que convenía a los ojos del consejero. Indicó al criado que lo recibió que conservaría la capa y el bastón, y fue guiado, a través de varios salones, hasta el centro de la casa.

Los salones lo fascinaban. Le gustaban los olores, los muebles que nadie usaba, las pinturas indiferentes a que alguien las mirara (en este caso, la caza del zorro en los viejos tiempos, y en todos sus aspectos, al menos desde el punto de vista del cazador). No, no tenía inconveniente en esperar en otra sala un momento, como le preguntaron con sobrias excusas. Se sentó en una silla y contempló un jarro negro tapado colocado sobre ¿qué? ¿un aparador? ¿una cómoda? y se preguntó para qué podría servir.

La secretaria del director, una mujer con cierta tensión envarada, común en los subordinados poderosos, lo saludó con visible emoción, y lo condujo por unas viejas y pulidas puertas dobles que tenían nuevos ojos metálicos, a través de su propio despacho repleto de papeles y donde había una cosa metálica debajo de una arcada, hasta la presencia del director.

Hola, Isengrim, pensó Reynard. No lo dijo. Susurró un saludo convencional, con voz débil y áspera, como papel de lija de grano fino frotado sobre acero.

—Gracias —dijo el director de pie—. He pensado que era mejor que nos encontráramos aquí. Espero que no haya sido una molestia.

La voz de Jarrell Gregorius tenía un leve acento; había aprendido inglés en la escuela, cuando su padre —cuyo retrato estaba junto al de sus hijos sobre un escritorio, por otra parte desnudo e impersonal— había venido con la comisión internacional que intentaba arbitrar la partición. Por supuesto, la comisión había fracasado, aunque la idea de las autonomías había subsistido, a pesar de las complicadas sugerencias de la comisión. Cuando el miembro de Malagasia fue secuestrado y ejecutado, y se hizo evidente que las autonomías se estaban convirtiendo inevitablemente en naciones en disputa, la comisión se disgregó y Lauri Gregorius retornó a su país, para dedicarse al esquí, abandonando a los demás a su locura. Jarrell —Jarl, como había sido bautizado— se quedó. El retrato del escritorio tenía veinte años de edad.

—¿Qué quiere usted? ¿Algo de comer? ¿Alguna bebida?

—Para ambas cosas es muy temprano, en mi caso.

—Lamento haberlo llamado demasiado temprano.

Reynard se sentó, aunque el director seguía de pie. Estaba entre sus privilegios la exención de la cortesía y el protocolo; la gente suponía que no podía comprenderlos, que no apreciaba las sutilezas del intercambio humano. Se equivocaban.

—Es difícil creer que sobrevivan en mí los hábitos nocturnos. Pero así es. Aunque no se puede gobernar sólo de noche.

—Entonces, café.

—Si no es una molestia… —apoyó las manitas cubiertas de vello rojizo en el puño del bastón que sostenía entre las rodillas.

—He visto a sus hijos cuando me acercaba al portal.

—¿Sí?

—Había alguien con ellos, un adulto, con un ave en la muñeca.

—Un tal señor Casaubon. El preceptor.

—Unos jóvenes hermosos. El famoso hijo se parece a usted tanto como dicen. No había una película…

—Un videotape. Me alegro de que estén aquí ahora. Creo que la publicidad empezaba a afectar al chico. Aquí puede llevar una vida normal.

—Ah.

—La chica tiene otra madre. Puertorriqueña. Está aquí sólo desde hace… ¿cuánto? ¿un año y medio? —Gregorius estaba caminando a paso regular ante las altas ventanas, cerradas con placas metálicas, que daban a los bunkers de hormigón desnudo donde se alojaban los hombres de azul; Gregorius habría quedado bien de azul, ese color le hubiera destacado la piel impecable quemada por el aire y el pelo leonado; pero vestía en cambio un traje negro bien cortado, discreto, algo desconcertante.

—¿Cómo haremos hoy? —dijo—. ¿Podemos comenzar así? La gente del SIS llegará muy pronto.

—¿Traerán el salvoconducto?

—Han dicho que sí.

—¿Y cuáles serán las condiciones?

—Una declaración jurada de mi parte, apoyando las finalidades generales de la Conferencia de Reunificación.

—Tal como las interpreta el SIS.

—Por supuesto.

—¿Firmará usted esa declaración?

—No tengo opción. El acuerdo del SIS con el gobierno federal consiste en que el SIS aceptará los términos de la reunificación a que llegue la conferencia siempre que sea el SIS quien emita los salvoconductos.

—Y como todas las autonomías tienen que enviar representantes a la conferencia…

—Exactamente. Cuando lleguen ya estarán defendiendo, al menos públicamente, el punto de vista del SIS.

Reynard apoyó el largo mentón rojizo sobre las manos unidas en el puño del bastón.

—Usted puede negarse. Si trata de ir sin el salvoconducto…

Gregorius dejó de caminar.

—¿Lo dice para probarme, o para qué? —cogió del escritorio una pequeña caja redonda de acero y golpeteó la tapa—. Sin el salvoconducto me detendrán en cualquiera de las fronteras. Con guardia armada o sin ella. Ciertamente no me propongo abrirme paso a la fuerza hasta allí —abrió la caja, cogió una pizca de brillantes cristales azules, y la inhaló; posó los ojos en el retrato de su padre—. Soy un hombre de paz.

—Bien.

—Yo sé —continuó Gregorius— que usted no es amigo del Sindicato de Ingeniería Social —se pasó la mano por la soberbia cabellera—. Me ha alejado de ellos.

—Ha hecho usted bien.

—Los miembros del directorio que están bajo la influencia del SIS me habrían castrado, con ayuda del SIS.

—Pero las cosas han cambiado —Reynard podía decir cosas como ésta sin ironía y sin sentirse implicado; era una de sus habilidades.

—Esta vez —dijo el director—, esta vez la reunificación podría lograrse. A causa… bueno, a causa de mi poder, que usted me ha ayudado a conquistar; si se llega a un plan, yo sería el candidato lógico para la dirección. La dirección general —se sentó; la mirada se le volvió hacia adentro—. Yo podría ser la curación.

Los dos jóvenes, trayendo a pie sus caballos, pasaron ante la guardia; Gregorius miraba en esa dirección, pero no los vio porque —Reynard se asombró al advertirlo— tenía los ojos brillantes de lágrimas.

Sten y Mika habían pedido un último paseo a caballo antes de comenzar la lección de la tarde, y Loren lo había autorizado; siempre lo hacía con lo «último» de cualquier cosa, a condición de que fuera verdaderamente lo último, y no una treta. Éste era el acuerdo, que los jóvenes, en general, cumplían.

—¿Cómo puede ser eso que me dices? —preguntó Mika.

—Bueno, lo es. Me lo ha dicho Loren.

—Cómo —era una negativa, una orden, no una pregunta.

—Lo han hecho ellos. Los hombres de ciencia. Con células de zorro. Y células de una persona…

—¿Qué persona?

—No importa. De alguien.

—Sí importa, porque esa persona sería su madre. O su padre.

—Como sea. Cogieron esas células y de algún modo hicieron una combinación.

—No es posible.

—¡Pueden hacerlo! ¿Por qué te obstinas?

—Porque no me gusta.

—Jesús. Una excelente razón para no creer que es lo que es. Bueno, lo que importa es que combinaron las células, y las células crecieron. Y ahí está él.

—¿Y cómo crecieron? Loren dice que los ciervos no pueden tener hijos con las yeguas. Ni los perros con los zorros. ¿Cómo puede ser, entonces, entre un hombre y un zorro?

—No es lo mismo. No se trata de óvulos y espermatozoides. Es distinto… Una mezcla.

—Sin óvulos ni espermatozoides —en los ojos de Mika había una chispa de diversión.

—Así es —él estaba resuelto a mantener la conversación en un nivel adulto.

—Una mezcla, como los leos. Crees en ellos, ¿verdad?

—Los leos. Hay muchos. Tienen padres. Y también óvulos y espermatozoides.

—Ahora los tienen. Pero así los hicieron al principio: con leones y hombres. Y el consejero es igual, sólo que es nuevo. ¿Cómo crees que consiguieron inicialmente a los leos?

—Óvulos y espermatozoides —dijo ella, abandonando la seriedad—, óvulos y espermatozoides. Hola, espermatozoides. Vamos a jugar a los mongoles. ¡Mira! —señaló con la mano enguantada; colina abajo, más allá de otra derruida pared de piedra, parecían costuras que recorrían toda la vasta propiedad, veían apenas a Loren que acababa de salir de la casona de piedra y barría el patio con una gran escoba; vestía la larga túnica azul, a la que llamaba su bata de maestro—. Mira. Un pobre campesino.

—Acaba de recoger la cosecha —Sten volvió el caballo; éste era su juego favorito, los juegos peligrosos eran los únicos que le gustaban.

—Pobre bastardo —dijo Mika—. Pobres óvulos y espermatozoides. Lo lamentará.

—Quemad a las mujeres y a los niños. Violad las casas y cabañas.

Tenía un nudo en la garganta, no sabía si de risa o de ferocidad. Golpeó los duros talones contra los flancos del pony. Mika ya estaba adelante, apretando las costillas del bayo con muslos fuertes y atezados («trigueños», decía ella; «de color de nuez» traducía Loren; «como una nuez —decía Sten—, está bien»). Volaba junto a la pared; Sten la pasaría. Lanzó el grito mongol y se inclinó sobre el perfilado caballo. El grito mongol era sólo un grito, sin palabras, sostenido mientras les duraba el aliento; entonces, continuaba Mika, con una nota alta y clara que ningún varón adolescente podía alcanzar, y cuando ella no podía más, él ya había recomenzado, de modo que el sonido era ininterrumpido, manteniendo así en alto el espíritu mongol y asustando a los pobladores. Galopaban tan juntos como podían, para ser un ejército, casi tocándose, y el ruido de los cascos era tan continuo como el aullido.

Llegaron juntos al muro derruido y lo saltaron, Mika bien sentada y confiada; Sten perdió el equilibrio y durante un espantoso segundo se quedó sin aliento. El pobre campesino Loren alzó los ojos. Llevaba leña a la casona, para encender el fuego durante las lecciones, pero cuando los vio, la dejó caer y se lanzó a través del patio, con la bata revoloteando, en busca de la escoba.

Ésta era la parte más temible: correr directamente hacia el patio, sin acortar la rienda, tan rápido como se atrevieran, ellos y los caballos, hasta encontrarse a punto de ser derribados por la excitación de los animales, y de asesinar al preceptor, a quien todos adoraban.

—Ah, no —gritó Loren—, no lo conseguiréis, este año no… —hacía volar la escoba alrededor, asustando a los caballos, que resoplaban y describían círculos levantando tierra con los cascos.

—Ríndete, ríndete —gritaba Mika, con la voz enronquecida por el grito de guerra, atacándolo con su pequeña fusta.

—Nunca, nunca, malditos bárbaros… —Loren sentía temor, por él y por los chicos, pero no estaba dispuesto a ceder, debía seguir el juego con tanta rudeza como ellos; dio a Sten un rápido golpe en el hombro con la escoba, el caballo retrocedió y giró, Mika rió y Sten cayó al suelo con un ruido que puso un nudo en la garganta a Loren.

—Campesinos uno, mongoles cero —dijo mientras corría hacia Sten y le impedía levantarse—. Un momento, veamos si se han roto los huesos de algún mongol.

—Estoy perfectamente —respondió Sten, con voz temblorosa—. Déjame tranquilo.

—Calla —le dijo Loren—. Estírate despacio. Está bien, ponte de pie. Vuelve a doblar las rodillas —tenía que hablar duramente, para que Sten no se quejara y se enojara luego con él—. Sí, estás bien.

—Ya te lo había dicho —respondió Sten, con dignidad y sin aliento.

—Así es —Loren se volvió hacia Mika.

—Ahora que los caballos están cubiertos de espuma, ¿estáis contentos? —ella sonrió—. Llevadlos a descansar. Y luego aprenderemos alguna cosa —empujó a Sten hacia el establo destartalado.

—Tal vez el año próximo, Gengis Khan.

—Loren —dijo Mika—, ¿ese consejero es lo que dice Sten?

—Díselo —pidió Sten, que deseaba al menos esa victoria—. De una vez por todas.

—Según los libros de genética, sí. Si quieres decir que es mitad zorro, vulpes fulva, y mitad hombre, homo más o menos sapiens, sea cual fuere el sentido de «mitad» en este contexto —respiró profundamente—, pues sí.

—Es absurdo. —Mika se deslizó fuera de la montura—. ¿Y por qué es consejero? ¿Por qué lo escucha papá?

—Porque es inteligente —dijo Sten.

Loren alzó la vista hacia las ventanas vacías, a prueba de balas, que podían verse en la L que formaba la casa.

—Supongo que sí —dijo—. O, como se decía hace muchos años, tonto como un zorro.

Reynard apartó la taza de café con una mano delicada y de larga muñeca.

—Si imaginamos —comenzó cuidadosamente a decir— que la conferencia es un éxito, que de algún modo se llega a la reunificación, o al menos a su principio, es acertado pensar que sea usted el candidato para dirigirla. Pero si cuenta con los auspicios del Sindicato de Ingeniería Social, entonces usted dirigirá el plan del sindicato, ¿no es verdad? Quiero decir, «poner el Mundo en marcha» y el resto de sus ideas.

—No esperaba que usted estuviera de acuerdo.

—¿Qué espera, entonces?

—No quiero que ellos me dominen. Por supuesto, tengo que firmar esa declaración. Pero deseo conservar cierta independencia.

Reynard fingió pensarlo un rato.

—Haga otra cosa —dijo finalmente—. Dígales que está preparando una declaración propia, exponiendo los propósitos de la conferencia. Y que desea que se agregue a la otra.

—No aceptarán.

—Puede asegurarles que no contradirá la declaración de ellos. Que firmará la otra si aceptan la suya. Si aún se niegan, arme una bronca. Denuncie la intransigencia del sindicato. Amenace con romper las negociaciones.

—Nada de eso servirá. Quieren la capitulación.

—Por supuesto. Y al final, usted capitulará.

—¿Qué ganaría? Dirán que estoy vacilando, maniobrando.

—Si dicen eso, admítalo. Es verdad.

—Pero…

—Escuche. Ellos saben que usted es el único representante posible de esta autonomía. Hágales saber que exige una medida de independencia: una declaración por separado. Si no quieren ir tan lejos, por lo menos le permitirán difundir públicamente la idea de que está negociando esa declaración.

—Parece muy poca cosa.

—Usted tiene la intención de firmar. Ellos lo saben.

Gregorius consideró esto, y se miró la mano, que temblaba.

—¿Y dónde está esa declaración? No esperarán mucho tiempo.

—Yo la prepararé. La tendrá mañana.

—Me gustaría discutirla.

—No hay tiempo. Puede creerlo: será bastante suave —se puso de pie; la secretaria, cuyo nombre era Nashe, vino hacia ellos.

—A propósito: ¿sabe que el SIS —le dijo Reynard— acaba de crear una rama militar?

—Algo he oído.

—Por supuesto, son pacifistas.

—Conozco los rumores.

—Aquí están los miembros del SIS, director —anunció Nashe.

—Cinco minutos —dijo Gregorius sin mirarla—. Ellos lo han desmentido. Han condenado explícitamente los asesinatos, el terror, las bombas, toda vez que se los ha querido implicar.

—Sí. Pero los rumores persisten —cogió el bastón—. Y me parecen tan eficaces como si fueran ciertos. ¿Hay otra salida? Preferiría no entretenerme con el SIS.

Gregorius rió.

—Me sorprende usted. Los odia, pero me enseña cómo rendirme a ellos.

—Odiar —dijo Reynard, sonriendo, con una larga sonrisa de dientes amarillos— no es en verdad la expresión más adecuada.

Cuando el consejero se retiró sin despedirse, Gregorius volvió a sentarse en el profundo sillón delante del paisaje vacío del escritorio. Tenía que prepararse para recibir a la gente del SIS. Hablarían en esa jerga impenetrable, confusa como el latín monacal de los antiguos jesuitas, aunque la mitad había sido inventada ayer; hablarían de ergio-cocientes sociales y de campos de acción holocompetentes y todo eso, aunque lo que deseaban era bastante claro. El poder. Sintió, involuntariamente, un reflejo de aprensión: una contracción en el escroto.

En esas cosas era inapreciable Reynard. Y también misterioso. Conocía esas antiquísimas alteraciones de la médula y la corteza cerebral, las reconocía apenas las veía, aunque en realidad no las «veía». Sin dejarse confundir por las palabras, sabía cuándo un hombre estaba vencido o era invencible; cuándo el miedo se transmutaba, en el interior de un hombre, alquímicamente, en ira. Jamás se había equivocado. Convenía seguir su consejo. Había construido a Gregorius y destruido a sus enemigos.

Sin embargo, no podía estar seguro en lo que concernía al SIS. ¿Cómo podía una criatura que no era del todo un hombre decir algo justo y desinteresado acerca de una fuerza que proponía un mundo enteramente humano? Quizás en ese punto el zorro no era un consejero útil.

Y sin embargo, no tenía opción. No confiaba por completo en el zorro, pero no podía dejar de hacer lo que él le aconsejaba. Sintió una brusca marea de desesperación química. Malditos cristales. Miró el cilindro de plata en el escritorio; se movió para cogerlo, pero no lo hizo.

Tenía que ser firme con ellos. No le costaría nada ser intransigente por un rato. Quedaría claro entonces que él no les pertenecía, que no era algo que pudiesen meter en una ranura, o en cualquier otro sitio. Miró su reloj. Hoy no tendría tiempo para pasear a caballo con Sten. Se preguntó si el muchacho se sentiría decepcionado. Sin duda, no lo demostraría.

—Nashe —dijo con su voz hermosamente modulada—, diles que pasen.

Reynard no tenía otra idea de sí mismo que la idea que los hombres tenían de los zorros. Aparte de esto, carecía de historia: era el hombre-zorro, y los únicos otros hombres-zorro que habían existido eran los de las fábulas de Esopo y La Fontaine, los cuentos medievales de Reynard y el oso Bruin y el lobo Isengrim, y las leyendas de los cazadores de zorros. Le sorprendía la exactitud con que ese personaje se adaptaba a su propia naturaleza; o quizás él se había inventado esa naturaleza a partir de los cuentos.

Los guardias de la puerta no detuvieron el coche negro ni lo saludaron.

Los cazadores de zorros (como aquellos de las acuarelas que adornaban la casa de Gregorius) habían descubierto mucho antes una paradoja: en la Naturaleza, el zorro no tiene enemigos, ni es presa de nadie; ¿por qué, entonces, era tan eficiente para escapar, para evadirse? Solían decir que un zorro en fuga era capaz de saltar sobre una oveja hasta inducirla a correr, confundiendo así el rastro y extraviando a los sabuesos. Los cazadores de zorros concluían que, en realidad, el zorro disfrutaba tanto como ellos de la cacería, y que no huía por miedo sino por una habilidad natural que practicaba por sus propios motivos.

Y entonces perseguían al zorro hasta que caía, y los perros lo despedazaban, y el cazador le cortaba la piel del rostro, la «máscara» como se solía decir, como si el zorro no fuera lo que pretendía, y la exhibía en las paredes del salón.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el chofer cuando estuvieron lejos de la propiedad—. ¿Cederá ante el SIS?

—Así es. Nada de lo que yo le diga lo impedirá.

—Entonces, tiene que morir.

—Sí.

Reynard había tardado años en traspasar el poder del directorio a manos de Gregorius, en eliminar uno a uno los distintos centros de poder de ese gobierno tan vacilante como mal definido. Cuando él desapareciera, la única persona del directorio capaz de gobernar la Autonomía sería la delgada Nashe, que cuidaba la puerta.

Y por esa razón, después de años de abnegado servicio, ella había aceptado el plan de Reynard.

Por supuesto, ella no duraría mucho. Era sólo una criada, aunque capaz. Caería y no quedaría nadie: sólo algunas facciones, como la loca pandilla anarquista a la que pertenecía el chofer. Sería el caos. Era todo lo que él podía hacer por el momento.

Quizás los viejos cazadores de zorros no se equivocaban tanto. Una criatura en equilibrio en un límite imposible, entre presa y depredador: una excelente escuela para el aprendizaje de la astucia y el arte de la preservación. Para no tener ningún honor, ninguno: ni la nobleza del depredador, ni la inocencia de la presa. Era suficiente. Si los hombres deseaban un animal así, él lo sería. Y les agradecía que le hubieran dado, al menos, los medios para sobrevivir.

—¿Cuándo? —preguntó el chofer.

—Mañana. Cuando salga a pasear con el muchacho.

—También a él lo mataremos.

—No. Del muchacho me ocuparé yo.

—No podemos. Es demasiado peligroso.

—Os he entregado a vuestro tirano. O me dejas a mí el muchacho, o no hay acuerdo —el chofer ahogó una exclamación de furia y golpeó el tablero, pero no dijo nada más.

A Reynard le sorprendían los fanáticos. Sorprendentes, pero simples: como ecuaciones, podría haber dicho, si hubiese sabido algo más que aritmética elemental, lo que no era el caso.

El videotape de Sten que Reynard había visto era inmensamente popular, lo habían mostrado una y otra vez en todas partes, hasta que las imágenes se obscurecieron y rayaron. Era tan bien conocido como una vieja plegaria, como un viejo homenaje. Sten, un chico desnudo de ocho o nueve años, un perfecto dios Pan con flores en el pelo y montado en un asno, encabezaba la marcha hacia un árbol de mayo, riendo, halagado y feliz. Sten vestido severamente de negro, en alguna reunión, con la mano de su padre en el hombro. Sten, en el campo de tiro con el arco, apuntando cuidadosamente, un poco demasiado inclinado, mirando de reojo una y otra vez, con suspicacia, a la cámara, como si su presencia lo distrajera. Sten de azul, jugando con otros niños; parecía haber un aura a su alrededor, una especie de campo de fuerza, de modo que aunque todos se amontonaban y corrían juntos, los demás daban siempre la impresión de ser sólo un séquito. El comentario era siempre un poema de alabanzas. No era extraño que el padre hubiese querido alejarlo de todo eso.

«Sten Gregorius —concluía el texto, después de describir su estirpe europea—, hijo de cien reyes

Reyes, pensó Reynard. Lo que quieren son reyes. La desesperanzada racionalidad de los directorios y las autonomías no satisfacía a nadie: querían reyes a quienes adorar y asesinar.

El día estaba más fresco. La tarde parecía transcurrir más rápidamente que la de la víspera. Por las altas ventanas de la casona, Reynard podía ver la Luna, alta ya, aunque aún brillaba el Sol. Una Luna de cazador, pensó, y buscó en sí mismo alguna obscura respuesta que no sabía si estaba allí, o en alguna parte.

No llevaba reloj; jamás había podido relacionar la geometría de la esfera con su sentido del tiempo. No importaba. Sabía que había llegado la hora, y aunque no creía que pudiera oír nada —y él no tendría que oír nada si el conductor y sus amigos hacían bien su trabajo—, las orejas se le estremecieron y enderezaron como si tuvieran voluntad propia.

Jamás había conocido una sala de estudio, y aquella peculiar constelación de olores —a tiza y a chicos y a viejos libros y magnetófonos, y a un corazón de manzana que se obscurecía en alguna parte— era nueva para él. Espió cuidadosamente los papeles, tocó las cosas. Había dos o tres redes de cazar mariposas en un estante. Sabía que Mika y Loren habían llevado las otras dos a un prado lejano. Eso le alegraba. Se sentía capaz de ocuparse de los tres al mismo tiempo; pero era mejor si no tenía que hacerlo.

Se sentó en una silla dando la espalda a un rincón y apoyó las manos en el bastón. Estaba mirando la puerta cuando se abrió bruscamente.

Sten, con el pecho agitado y los ojos muy abiertos, estaba en el vano de la puerta, con un arco tendido y la flecha apuntando contra Reynard.

—Estoy desarmado —dijo Reynard con su pequeña voz de papel de lija.

—Alguien lo ha matado —dijo Sten; se le notaba en la voz el violento filo de la sorpresa—. Creo que está muerto.

—¿Tu padre?

—Has sido tú.

—No. Fui a entregarle un papel. Y vine aquí a visitarte —la mirada de Sten era dura y asustada, y la mano que sostenía la flecha había empezado a temblar.

—Cuéntame. Deja el arco. ¿Qué ha ocurrido?

Con un grito, Sten dejó de apuntar a Reynard y disparó la flecha con toda la fuerza del arco. Dio contra un mapa de los viejos Estados Unidos, que una amarillenta cinta de celulosa sostenía contra la pared de piedra. Dejó caer el arco y cayó, casi sentado, de espaldas a la pared.

—Paseábamos a caballo. Yo quería ir a ver la presa de los castores. Dijo que no tenía tiempo, que daríamos el paseo habitual solamente. Fuimos por los bosquecillos junto al muro —tenía una cara por completo inexpresiva, indiferente—. ¿Por qué no quiso ir a la presa?

—No tuvo tiempo —la voz no se comprometía.

—No hubo ningún ruido. No escuché nada. Simplemente, de pronto se quedó… rígido, y… —hizo una mueca mientras la imagen mental se le aclaraba—. ¡Oh!, Jesús.

—¿Estás seguro de que ha muerto? —Sten no dijo nada; estaba seguro—. Dime, entonces: ¿por qué has venido? ¿Por qué no has ido a la casa? A llamar a la guardia, a Nashe…

—Tuve miedo —Sten alzó las rodillas y las abrazó.

—Pensé que me dispararían también.

—Podrían haberlo hecho —Reynard sintió un leve, incipiente regocijo; había corrido un gran riesgo, pues no conocía todos los hilos, pero las cosas le estaban saliendo bien.

Conocía a Gregorius, y había estudiado ese videotape, advirtiendo que el chico se apartaba de la mano del padre en el palco, observando cómo se dominaba a sí mismo, con ese dominio propio de la gente profundamente solitaria; y así había descubierto Reynard que no había afecto entre Gregorius y el joven heredero. Ningún afecto. Y cuando su padre yacía sangrando en el suelo, agonizante, el muchacho había corrido, temiendo por su propia vida, a pedir ayuda, pero sólo aquí. Aquí era su casa.

—Todavía podrían hacerlo —vio cómo el miedo, la furia, el ensimismamiento se alternaban en Sten; solo, terriblemente solo, Reynard lo sabía.

—¿Qué quieres ahora, Sten? ¿La venganza? Sé quién mató a tu padre. ¿Quieres continuar su tarea? Podrías hacerlo fácilmente. Yo te ayudaría. La gente te quiere, Sten.

—Déjame en paz.

—¿Es eso lo que quieres?

Durante largo rato, Sten no dijo nada. Miraba a Reynard, incapaz de apartar la cabeza, y trataba de penetrar en esos ojos castaños y sin pestañas. Luego:

—Tú has matado a mi padre.

—Tu padre ha sido asesinado por agentes del Sindicato de Ingeniería Social. Lo sé, uno de ellos era mi chofer.

—Tu chofer…

—Él lo negará. Dirá que tenía otras razones. Pero en los apartamentos de mi casa, que sin duda registrarán, encontrarán pruebas de su vinculación con el SIS.

Eran como los ojos de Halcón, pensó al principio, pero no lo eran. Detrás de los ojos de Halcón sólo había una inteligencia clara y una despiadada certidumbre. Estos ojos eran atentos, necesitados de algo, seguros sólo de que todo era incierto, animados por una chispa de profundo temor. Los ojos de un mamífero. De un pequeño mamífero.

—Está bien —dijo finalmente Sten—. Está bien —una especie de calma se había apoderado de él, aunque las manos le temblaban ahora.

—Has matado a mi padre. Sí. Apostaría que eso se podría probar. Pero no me has matado, aunque habrías podido —elevó una plegaria a Halcón: ayúdame ahora, ayúdame a tomar lo que quiero—. No quiero nada de ti, nada de esa venganza ni de esa tarea, nada parecido. Quiero estar solo. Deja que me quede aquí. No querrán matarme si no hago nada.

—Verdad. Supongo que es verdad —no se había movido; no había movido un pelo rojizo desde que Sten abriera la puerta.

—No haré nada. Lo Juro —le apareció un temblor en la voz, y tragó saliva, o lo intentó, para tranquilizarse—. Dame la casa y la tierra. Deja que me quede. Deja también que se queden Mika y Loren. Y los animales. Es todo lo que quiero.

—Si lo es —dijo Reynard—, ya lo tienes. Sólo tú podrías estar en estas tierras. Tienen tu marca —nada permitía traslucir o adivinar que esto fuera lo que esperaba de Sten, ni siquiera que alguna vez se le hubiese ocurrido la idea.

—Y yo he de partir, ¿no es verdad? Y rápidamente, pues ya no tengo un chofer. Yo conduzco despacio —se puso lentamente de pie: una pequeña criatura.

—Si tienes prudencia, Sten, no es necesario que seas depredador ni presa. Tienes poder; quizá más del que piensas. Empléalo sólo para eso, y estarás seguro —miró las paredes de piedra; el frío de la tarde hacía el lugar sombrío y fragante—. Seguro como las casas.

Sin despedirse, salió por la puerta del frente. Sten, acurrucado todavía junto a la puerta trasera, escuchó el incierto plañido del coche de tres ruedas; y cuando desapareció, se puso de pie. Ahora temblaba francamente. Tenía que ir a la casa, alertar a la guardia, contar lo ocurrido. Pero no que había venido aquí; diría que se había quedado con su padre, tratando de curar sus heridas…

Por la puerta abierta pudo ver, muy lejos, a Mika y a Loren que atravesaban el campo; Mika corría, fastidiando a Loren, que la seguía con cuidado; llevando las botellas que guardaban los especímenes. Las redes eran como pequeñas y extrañas banderas. Todo su ejército. ¿Cuánto podía decirles? ¿No todo? ¿Debería guardarlo siempre para sí? Las lágrimas le asomaron a los ojos. ¡No! Tenía que ir de inmediato a la casa, antes de que lo vieran o vieran el caballo.

Cuando se tranquilizó ya estaba en el césped, junto a la percha manchada de blanco donde se encontraba Halcón, ordenándose tranquilamente el plumaje. Parecía enorme en el ocaso que se profundizaba; el pecho amplio era liso y suave, como un lugar donde apoyar la cabeza de un bebé.

¿Cómo soportas cada día?, pensó Sten. ¿Cómo toleras no ser libre? Enséñame. ¿Cómo haces para estar atado? Dime.

—Sten se quedará tranquilamente en la propiedad —dijo Reynard a Painter—. Durante un tiempo, por lo menos. Se acusa de la muerte de Gregorius al Sindicato de Ingeniería Social, que por supuesto lo negará vigorosamente. Y mi pobre chofer, que quizás odiaba al SIS más que a Gregorius, no saldrá jamás de la prisión. Yo puse en sus habitaciones los documentos que hacen de él un agente del SIS. He proporcionado al SIS buenas razones para asesinar a Gregorius: la declaración que escribí en su nombre, y que por supuesto él nunca vio, era una violenta denuncia del SIS, y contenía algunas bastante sorprendentes premoniciones de que dar ese paso podía costarle muy caro. Esa declaración será considerada como el conmovedor discurso póstumo de un mártir de la independencia. La Conferencia de Reunificación no se celebrará. Ni este año ni el próximo. Nadie confiará más en el SIS: una organización capaz de asesinar a un jefe de Estado por un desacuerdo no puede ser árbitro de la paz y la unidad. No considero imposible, sin embargo, que el gobierno federal intente de alguna otra forma conseguir poder en la Autonomía. Habrá pretextos…

Caddie lo escuchaba con fascinación, aunque no comprendía mucho. Él parecía tener sólo cierta reserva de voz, que se consumía mientras hablaba, reduciéndose a un leve murmullo; sin embargo continuaba hablando, de los crímenes y traiciones que había cometido, sin emoción, diciendo terribles ironías sin una sombra de Ironía. Painter escuchaba atentamente, sin hacer comentarios. Cuando Reynard concluyó, sólo dijo:

—¿En qué me beneficia?

—Paciencia, querida bestia —susurró Reynard, poniendo una mano delicada junto a la grande de Painter—. Aún no ha llegado tu hora.

Painter se irguió, mirando al zorro. Caddie se preguntó cuántos hombres los habrían visto juntos. ¿Quizá sólo ella? Era todo tan extraño que apenas llegaba a entenderlo.

—¿Adónde irás ahora? —preguntó Painter.

—Me ocultaré —dijo Reynard—. En alguna parte. Hay un límite a sus posibilidades de perseguirme, en esta región. ¿Y tú?

—Iré al sur —respondió Painter—. Mi familia. Ya es tarde.

—Ah —Reynard pasó la mirada de Painter a Caddie y nuevamente a Painter—. Justamente al sur de la frontera está la Reserva Génesis —dijo—. Buena caza. Nadie podrá hacerte daño allí. Ve por ese camino —miró a Caddie—. ¿Y tú? —preguntó.

—Al sur —dijo ella—. Al sur también.