Uno:
La torre de las municiones

Loren Casaubon se consideraba un enamorado de la soledad. No había elegido la etología sólo por esa razón, pero le parecía que el hecho de que pudiera soportar —y creyera preferir— la compañía de lo salvaje y lo inhumano, era una ventaja. La vieja torre de las municiones, y sus nuevos feroces habitantes, a quienes Loren tenía que nutrir durante todo el verano, le convenían exactamente. Se había echado a reír cuando vio la torre por primera vez, y por otra parte había respondido en seguida a su solitaria intransigencia: sintió que había llegado a casa.

Como estaba escondida entre los últimos escasos pliegues de las colinas arboladas antes de que comenzara el terreno llano, la torre de las municiones, a pesar de sus treinta metros de altura, aparecía de golpe a la vista. Parecía brotar bruscamente del granito de la montaña para bloquear el camino, o haberse incorporado de pronto, arrancada del sueño por los pasos del hombre. Durante dos siglos no había tenido compañía humana. Las vastas llanuras picadas de marismas que se deslizaban desde las laderas hacia el mar, y que la torre custodiaba como la última atalaya de un belicoso señor de las cumbres, sólo estaban habitadas por seres salvajes.

El poco previsor pionero que había planeado esa empresa industrial abortada por las marismas, mucho tiempo antes, no había pasado de la torre y algunos pocos edificios externos de piedra. Todo lo que había sido hecho de madera había desaparecido. El canal con que había contado para comunicarse con el resto del mundo manufacturero había concluido a cuarenta millas de distancia. De todos modos, decidió Loren cuando vio la torre por vez primera, ese hombre había sido sin duda un soñador más que un industrial. La torre no era sólo una estructura puramente utilitaria, una fábrica de perdigones de plomo; tenía una forma alta y esbelta sólo para que el plomo fundido, vertido por cribas en la parte superior, llegara a formar, mientras caía, bolillas perfectamente redondas, como pesadas gotas de lluvia, antes de alcanzar un tanque de agua de refrigeración gradual, en la base de la torre. Pero el constructor había sido incapaz de resistir las evidentes asociaciones románticas y había construido, en realidad, un torreón de castillo, sombríamente gótico, con estrechas troneras ojivales y un remate almenado. Era una falsa torre feudal en un mundo nuevo, cuya única afinidad verdadera con los castillos reales era su razón de existir: la guerra.

Esa razón había desaparecido mucho antes. La ingeniosidad de la torre y de sus municiones de plomo había sido reemplazada tiempo atrás por ingeniosidades más espantosas. Hasta la llegada de Loren, no había tenido otra función que su absurdo pintoresquismo. Loren le encontró otro uso: la de servir de acantilado suplente a cuatro miembros de una raza casi extinguida de habitantes de acantilados. Alcanzó a sentir un movimiento dentro de la caja de cartón cuando la alzó del portaequipajes de la bicicleta. Puso la caja en el suelo y la abrió. En el interior, las cuatro aves blancas, erizadas y furiosas, graznaron roncamente. Vivas y en buen estado. Había sido toda una hazaña traerlas en bicicleta, pero no había otra manera de llegar a la zona; había tenido el corazón en la boca en cada desnivel, cuidadosamente sorteado, de ese camino de huellas profundas. Ahora se reía de sus propios escrúpulos. Sanos y vigorosos como jóvenes demonios, los cuatro pichones de halcón peregrino, dos machos y dos hembras, parecían criaturas dañinas a las que no se podía hacer daño. Los picos ganchudos y las frentes fieramente ceñudas desmentían la extrema juventud de las aves; los gritos eran furiosos y no lastimeros. Por supuesto, ellos no podían saber que se contaban entre los últimos de la especie.

El proceso de criar halcones peregrinos en cautividad y devolverlos luego a la libertad —una especie de cetrería al revés, que empleaba muchas técnicas de los viejos halconeros— se había iniciado años antes, durante la marea sentimental por la vida salvaje y el paisaje natural que había hecho inútil la palabra «ecología». Como todas las mareas sentimentales, había tenido una vida corta. El programa de cría de halcones había sido restringido, juntamente con otros mil programas más ambiciosos, pero no había muerto del todo. La cría de aves de cetrería era un arte tan exigente, un desafío tan compulsivo, que había sido capaz de perpetuarse a sí misma, como en el pasado. El pequeño grupo de aficionados a los halcones era una hermandad: el oficio era difícil, esotérico, absorbente, como el de los monjes Zen o los maestros de Go. Con certeza casi completa, sólo los esfuerzos de esta gente mantenían vivo al halcón peregrino; casi con igual certeza, si ellos abandonaban el oficio, la consecuencia sería la extinción. Los halconeros eran muy pocos, y las aves que devolvían a la libertad eran demasiado escasas para que pudieran aparearse fácilmente una vez liberadas. Algunos estudios que Loren había leído asignaban un veinte por ciento a la probabilidad de supervivencia de los grandes depredadores aéreos. Quizás la décima parte de los sobrevivientes se apareaba y reproducía. De modo que, sin Loren y sus colegas, sostenidos todos por fundaciones quijotescas o temerarios departamentos de universidades, el halcón desaparecería del continente. De alguna extraña manera, la más orgullosa e independiente de las criaturas aladas se había hecho parásita del hombre.

Sosteniendo horizontalmente la caja, Loren se inclinó para entrar en la torre por el arco de la puerta. En el interior, ni siquiera las estrechas y espectrales barras de luz solar polvorienta que salían de las troneras podían ocultar que la torre había sido ante todo una fábrica. La angosta escalera en espiral que conducía a la cima era de hierro; resonaba sordamente bajo las botas de Loren. Aún podían verse, a distintos niveles, los puntales de hierro de las plataformas. Desde cada nivel caía munición de diferente tamaño: de grano fino desde quince metros, perdigones más y más gruesos desde alturas mayores, y balas de mosquete desde la plataforma superior, todavía intacta, aunque una parte del muro almenado se había desmoronado y sólo quedaba la mitad del techo. Allí había construido Loren un alojamiento para las aves, una jaula con barrotes donde pasarían las primeras semanas. La había puesto frente al muro derrumbado, para que las aves pudieran ver sus dominios a pesar de estar enjauladas.

El viento arreciaba arriba: agitaba el espeso pelo negro de Loren y le hacía cosquillas en la barba. Sin prisa, abrió la caja y metió en la jaula los cuatro pollos de hinchado plumaje. Sintió los latidos de los corazones desbocados, y las jóvenes garras que le apretaban las manos con fuerza. Una vez adentro, dejaron de chillar; se irguieron y ordenaron las plumas alborotadas en una reducida imitación de lo que harían cuando fueran adultos.

De su abrigo de muchos bolsillos, Loren sacó unos alicates y varios trocitos de carne envueltos en papel. Con esos alicates los alimentaría y quitaría los desechos, exactamente como hubieran hecho los padres con los picos. Engulleron con avidez la carne cruda, con el pico muy abierto, y comieron hasta llenarse el buche.

Cuando terminó, cerró la jaula y trepó hasta la abertura. Entornó los párpados, protegiéndose del viento, y sus débiles ojos humanos recorrieron las quinientas hectáreas de campo, bosque, marisma y costa marina que serían el territorio de caza de los halcones. Creyó ver a lo lejos un leve destello blanco en el sitio donde comenzaba el océano. Probablemente había allí unas trescientas especies que sus aves podían cazar: conejos, alondras, cuervos, estorninos e incluso patos para las hembras más grandes y rápidas. «Halcón de patos» era el viejo nombre americano del halcón peregrino, usado por los granjeros, que disparaban contra él apenas lo veían, como contra un merodeador, y que llamaban «halcón de gallinas» al halcón de cola roja. Un punto de vista estrecho; ciertamente ni el peregrino, ni el casi extinto de cola roja habían vivido exclusivamente, y ni tan siquiera en medida importante, de aves domésticas. Pero Loren comprendía a los granjeros. Cada especie interpreta el Mundo en sus propios términos. Incluso Loren, que servía a los halcones, sabía que sus motivos eran los motivos de un hombre y no los de un ave. Miró alrededor una vez más, se aseguró de que nada faltaba a sus protegidos, que el bebedero estaba lleno (rara vez bebían, pero pronto empezarían a bañarse) y luego descendió con pasos que resonaban en la escalera de hierro, complacido por la idea de que ahora estaba instalado, con una tarea por delante, y solo.

Antes de traer las aves había arreglado la torre. Había traído provisiones para una estancia de tres meses: medicamentos, un saco de dormir, una estufa, una cocinilla, comida, dos escopetas y municiones. Durante el primer mes tendría que cazar para los halcones hasta que ellos mismos pudieran hacerlo. Si no se familiarizaban con la vista y el sabor de la caza, quizás no serían capaces de reconocerla como alimento. Podrían matar pájaros, impulsados por un poderoso instinto; pero quizás no sabrían lo suficiente como para comer lo que mataran. Loren tenía que proporcionarles presas recién muertas todos los días.

Sin embargo, ahora era demasiado tarde para salir; comenzaría la mañana siguiente. Había jugado con la idea de traer un halcón adulto adiestrado, y de cazar con él para los pichones; pero —aunque las inmensas dificultades de este plan le intrigaban— finalmente lo desechó: si por cualquier razón el halcón adulto no conseguía cazar lo suficiente, la culpa sería de Loren. La vida para la que tenían que prepararse los halcones era en verdad tan ardua que le exigía ahora una constante atención.

Se quedó largo tiempo en la puerta del edificio de piedra que había equipado para él, mientras el ocaso interminable se demoraba fundiendo el amarillo polvoriento en un azul luminoso. Mucho más arriba, en la torre, los halcones se alisarían las plumas, bajarían las bravías cabezas, callarían, y por fin dormirían. Loren no tenía en qué ocupar las noches, y aunque se dormiría temprano, para levantarse antes del alba, no dejaba de sentir una cierta ansiedad ante las horas vacías y obscuras que le aguardaban; una ansiedad que no tenía causa y de la que nunca era por completo consciente. Preparó minuciosamente una comida sencilla que comió con lentitud. Arregló las provisiones. Preparó la cacería del día siguiente. Encendió una lámpara y se puso a hojear las revistas.

Fuera quien fuese la persona que allí había acampado —el verano pasado, a juzgar por las fechas de las revistas—, era un lector, o por lo menos un devorador de imágenes: casi todas eran revistas ilustradas. Había dejado otras pocas huellas: botellas de vino rotas y latas vacías. Queriendo purificar el lugar para sus propios propósitos monacales, Loren había pensado al principio en quemar las revistas. Parecían una intrusión en la soledad a la que él pretendía, cargadas como estaban de deseos, necesidades y aburrimientos humanos. No las había quemado. Ahora, casi con culpa, empezó a mirarlas.

North Star era una revista del gobierno, que pocas veces se había molestado en mirar. Este ejemplar era voluminoso:

«Celebrando una década de paz y autonomía»

En la portada aparecía la orgullosa cabeza rubia del doctor Jarrell Gregorius, director de la Autonomía del Norte. ¿Doctor en qué?, se preguntó Loren. Un título honorífico, supuso, así como era honorífica la paz de los últimos diez años, sólo porque no habían sido de guerra total.

Diez años atrás, la partición del continente americano había puesto fin a la prolongada guerra civil. Casi arbitrariamente, como padres e hijos que disputan y se retiran a habitaciones separadas, cerrando con portazos, de la envejecida nación americana habían nacido diez grandes autonomías y varias más pequeñas, en su mayoría ciudades independientes. Ahora combatían de continuo entre ellas y con lo que quedaba de gobierno federal, árbitro presunto, pero en realidad una conspiración armada de viejos burócratas y jóvenes tecnócratas que intentaban desesperadamente conservar y acrecentar su poder, como un beligerante Sacro Imperio Romano dispuesto a sojuzgar los principados rebeldes. Para los jóvenes que pensaban como Loren, la larga lucha, que aún continuaba, había engendrado un gran bien: había detenido, casi completamente, el uniforme e insensato «desarrollo» del siglo veinte; había detenido la vasta máquina del Progreso, fragmentándola y (lo que no hubiera parecido posible en los viejos tiempos) obligando a las ruedas a dar marcha atrás. Los inmensos y prolongados sufrimientos que esta inversión habían causado a una nación altamente civilizada y que había dependido hasta entonces de la administración de los recursos, del desarrollo, del mundo de los artefactos, no podían alterar el placer de Loren cuando leía que en el desierto había aparecido un jardín, o cuando contemplaba la hierba que cubría en silencio las cicatrices de las bases militares y de los aeródromos minados.

Por esa razón, miró cordialmente al vano doctor. Si sólo la vanidad y la estupidez habían precipitado la partición; si sólo ellas mantenían con vida y en perpetua rivalidad a esas pequeñas e impotentes pseudonaciones, entonces una teoría de Loren (y no sólo suya) quedaba demostrada: incluso los defectos de una especie determinada pueden contribuir al conjunto de la vida de la Tierra.

Sin embargo, ahora podía ocurrir —la revista lo insinuaba en cierta medida— que la gente hubiera «aprendido la lección» y sintiese que era hora de considerar la posible reunificación del país. El mismo doctor Gregorius lo pensaba; Loren dudaba que la sangre y los odios se pudieran olvidar tan rápidamente. Independencia… La independencia política era un gran mito, y muy tonto; pero era menos nocivo que los mitos de unidad e interdependencia que habían conducido a las viejas guerras, y menos nocivo, sin duda, para el Mundo salvaje, que Loren prefería a las vidas y residencias de los hombres. Que los hombres fueran obligados a vivir de sus propios recursos; que recrearan el Universo en pequeña escala; que vivieran en el caos y perdieran así el poder colectivo de hacer daño al Mundo. Esto es lo que significaba, en la práctica, la independencia, a pesar de los extraños sueños con que se revestía en la mente de los hombres. Loren esperaba que durara. La gran Autonomía del Norte… Que dure muchos años. Hojeó rápidamente la revista y estaba a punto de arrojarla a la pila cuando una foto le llamó la atención.

Podía ser Gregorius de muchacho. Era, en realidad, su hijo, y había diferencias. En la cara del padre se adivinaba una frágil capacidad de mando; la del hijo, menos cincelada, con ojos más profundos, pestañas más largas y labios más llenos, parecía más temible y voluntariosa. Era un rostro imponente, pero no autoritario. Un joven dios impaciente. Se llamaba Sten. Loren abrió la revista y la apoyó en la lámpara. Después de desvestirse y hacer sus ejercicios, bajo la mirada del joven, apagó la luz; el joven desapareció en la obscuridad. Cuando despertó a la madrugada, aún estaba allí, pálido en la luz gris, como si él también acabara de despertarse.

Hay cierta locura menor inherente a la soledad; Loren lo sabía. Pronto empezaría a hablar en voz alta, no sólo con sus aves sino consigo mismo. Ciertos caminos de la conciencia se convertirían en caminos muy transitados porque no había otras conciencias que lo desviaran. Cien años antes, Yerkes —uno de los santos en el breve canon de Loren— había dicho que un chimpancé aislado no es un chimpancé. Lo mismo los hombres, aunque la memoria eidética y el misterio de la conciencia de uno mismo podían crear un otro, o una docena de otros, para acompañar a un hombre solo. Pronto Loren estaría viviendo solo y en compañía de varios dobles con los que podría reír, o charlar, y que podrían castigarlo, tiranizarlo, entretenerlo y endemoniarlo.

Al mediodía, abrió con el cuchillo de monte los cráneos de las tres codornices que había derribado y ofreció los sesos —el bocado más sabroso— a los halcones.

—Ahora bien, sólo hay tres para vosotros cuatro… Basta, ¿qué ocurre? Come, vamos; está bien, lo cortaré. Por Dios, qué modales…

Les permitió desgarrar el cuerpo de una codorniz mientras guardaba los otros dos para más tarde. Miró con fascinación la voracidad diminuta y experimental de los halcones. Alzó los ojos: densas nubes se acercaban desde el mar.

Al día siguiente llovió sostenida y sombríamente, sin pausa. Tuvo que encender la lámpara para seguir mirando las revistas; se caló un sombrero para protegerse de las gotas que caían del techado podrido. Una ardilla se refugió en la casa y pensó en matarla para los halcones, pero dejó que se instalase. En dos ocasiones chapoteó hasta la torre llevando un poco de carne y el resto de las codornices, y retornó a través de los charcos a su lugar junto a la lámpara.

Le fascinaban esas revistas con noticias de hacía un año que tan ansiosamente informaban sobre lo transitorio, suponiendo alegremente que las modas y preferencias del momento eran heraldos de un mundo nuevo y durarían para siempre. Se preguntó, mientras volvía las hojas húmedas, qué pensaría un hombre de, digamos, un siglo atrás, acerca de esas historias y alusiones crípticas. Estilo aparte, se parecerían mucho a las historias de su propio tiempo; eran portentosamente miopes. Sin embargo, reflejaban un mundo profundamente cambiado.

El SIS reclama la cuarentena de los leos en libertad. La lectura del texto no revelaba en parte alguna que SIS significaba Sindicato de Ingeniería Social. ¿Qué pensaría de esas siglas el lector?

¿Y qué podía pensar de los leos?

«Era un hecho conocido, por ejemplo, en los ratones y en los hombres; pero todo comenzó, realmente, con el tabaco

Empezaba el artículo. ¿Qué te parece?, preguntó Loren al lector del siglo anterior que había inventado. ¿Obscuro? ¿Misterioso? En realidad, era un cliché: todos los artículos acerca de los leos repetían ese tópico.

«Se sabía desde mucho antes que las paredes protectoras de las células se podían romper, digerir con enzimas, y que el material genético de las células podía recombinarse en células híbridas con las características genéticas de dos células deferentes, por ejemplo una de ratón y una de hombre. Podían hacerlo; pero no conseguían que el resultado creciera.»

Una chapucería, pensó Loren, incluso en una revista popular. Explicó en voz alta la fusión celular y la recombinación del ADN al abrumado lector, y luego continuó con el artículo:

«Entonces, en 1972 —justamente en la época del presunto lector— dos hombres de ciencia unieron las células de dos variedades de tabaco silvestre, una de hojas cortas y abundantes, y otra de hojas largas y escasas, y consiguieron que creciera una planta de hojas medianamente largas y abundantes, que más tarde se reprodujo naturalmente sin nuevas interferencias. Así nació una nueva ciencia: la diagenética

Las ciencias no nacen, se hacen, agregó Loren; y nadie, aparte de la prensa, ha llamado diagenética a una ciencia.

«En el siglo transcurrido desde entonces, esta ciencia ha alcanzado dos importantes resultados. Uno se refiere a los alimentos: trigos de alto valor en proteína, gigantescos y resistentes como las cizañas.»

E igualmente insípidos, añadió Loren.

«Plantas que dan nuevos frutos en las ramas y nuevos tubérculos subterráneos. Nueces del tamaño de pomelos, de cáscara suave.»

Y si alguien hubiese prestado atención; si alguien hubiera sido capaz de emplear la razón en esos años, en lugar de preferir los placeres de la guerra civil, la partición y el fanatismo religioso, las tierras bajas dominadas por la torre de Loren podían haber estado ahora cubiertas de huertos de nuecelo, o de campos de trigaña.

«El otro resultado fueron, por supuesto, los leos…»

Continuaba plácidamente el artículo. Y sin más explicación, después de haber cumplido con la obligación de informar, pasaba a explicar las complejidades de la propuesta del SIS. Quedó para Loren, durante el resto de ese húmedo día de encierro, la tarea de hacer comprender los leos al lector que él mismo había llamado y que aparentemente no quería marcharse.

Había habido experimentos de fusión celular con animales, primero vertebrados, y por último mamíferos. En la literatura abundaban los fracasos. Por sofisticada que fuera la técnica, la posibilidad estadística de un fracaso, dadas todas las posibles combinaciones genéticas, era virtualmente ilimitada; no hubiera sido sorprendente que sólo se encontraran caminos sin salida. Pero la vida es sorprendente; la creencia, común en tu época, de que toda forma de vida es básicamente hostil a cualquier otra, ha sido refutada hace mucho. En realidad, si lo piensas, es manifiestamente falsa. Las cosas vivas, nosotros, somos sólo un consorcio de muchas cosas vivas, en una especie de continuo debate parlamentario, dependientes unas de otras, viviendo unas de otras, interpenetrándose, así… así como esos halcones de la torre dependen de mí, y yo de ellos, aunque no es necesario que lo sepamos para seguir adelante…

Entonces, sucedió que los sabios (contentos por haber salvado al Mundo del hambre, explicó Loren), hábiles y con la ayuda de un creciente cuerpo de conocimiento teórico, crearon seres más grotescos que los exhibidos en cualquier circo de las viejas épocas. La mayoría murió horas después de abandonar la matriz artificial, incapaces de funcionar ni como uno ni como otro, o sobrevivieron en un sentido restringido, con una vida breve y estéril, necesitando permanentes cuidados.

Sin embargo, las células del león y del hombre se unieron como un apretón de manos, crecieron, y prosperaron. Y tuvieron hijos que eran como ellos. No había modo de explicar cómo esa unión había sido posible: no eran mayores las probabilidades de que un león se combinara con una mariposa.

Los leos habían terminado por creer que era el Sol, el padre Sol, quien les había dado vida y energía, diciéndoles creced y multiplicaos.

Loren dejó de pasearse por la pequeña habitación. Comprendió que había estado perorando en voz alta, sacudiendo los brazos y golpeando el índice derecho contra la palma izquierda para subrayar cada punto. Levemente confundido, se calzó las altas botas de goma y se lanzó a la lluvia para aclararse la cabeza. Era poco probable que, con ese tiempo, los conejos hubiesen visitado las trampas de alambre improvisadas (y sumamente ilegales), pero las revisó con cuidado. Cuando regresó, el cielo nocturno, como suspirando de alivio, había empezado a despejarse.

Mucho más tarde, mientras se movía con dificultad en los confines del saco de dormir, vio ascender en el cielo el cuerno de la Luna entre nubes fugaces. No había dormido, aún bajo la tensión de un día de encierro. Le había explicado el Sindicato de Ingeniería Social a cierto John Doe, vestido con un traje marrón del siglo veinte, y que llevaba gafas. Comprendió que esa criatura, inventada por él ese mismo día, se había instalado allí permanentemente para compartir su soledad.

—Bienvenido al club —dijo en voz alta.

De nuevo llovía suavemente cuando Loren, a fin de mes, fue en bicicleta desde la torre hasta la ciudad más cercana. Necesitaba algunas provisiones, y podía haber correspondencia para él en la lista de correos. El viaje tenía también el carácter de una celebración: mañana, si el día era bueno, como prometía, abriría definitivamente la jaula. Los halcones echarían a volar o, por lo menos, podrían hacerlo apenas estuvieran a punto los imperativos físicos ordenados dentro de ellos con tanta precisión. De ahora en adelante, él sería sobre todo un observador, a veces un criado, quizás un médico. Ellos serían libres. Durante cierto tiempo, retornarían a la torre donde habían sido alimentados. Pero entonces, si no parecían enfermos o heridos, no los alimentaría. Su tarea de padre había terminado. Los dejaría sin comer hasta que salieran de caza. Sería duro, pero era imprescindible: el hambre los impulsaría a la libertad. Y dentro de dos o tres años, cuando llegaran a la madurez, si no habían sido derribados a tiros, envenenados, atrapados por los cables eléctricos, o no habían caído en cualquiera de los mil infortunios comunes a las aves de rapiña, quizá dos de ellas volverían a la torre, al farallón substituto, a criar una joven camada. Loren esperaba estar allí para verlos.

El pequeño motor de la bicicleta, que Loren apagaba cuando el camino le permitía pedalear, tosió un momento mientras las llantas levantaban alas resplandecientes de los charcos; de vez en cuando el poncho se le hinchaba y revoloteaba alrededor en la húmeda brisa, como si estuviera erizando el plumaje antes de alzar el vuelo. Cantaba: sólo él toleraba aquella voz discordante, pero nadie lo escuchaba ahora. Se interrumpió, como si le hubiesen ordenado que se callara, cuando el enfangado camino de tierra desembocó en la brillante carretera asfaltada que llevaba a la ciudad.

Tomó un desayuno de fiesta —los primeros huevos frescos en un mes— y bebió ruidosamente verdadero café de una taza pesada y blanca. El periódico que había comprado hablaba de acontecimientos locales, sobre todo, y de algo que parecía propaganda de la Federación. Estas tierras más meridionales de la Autonomía del Norte estaban cerca de las ciudades costeras que, como los antiguos Estados Vaticanos, se apretujaban alrededor de la capital, protegidas allí por el gobierno. Y la voz de la Federación era más poderosa que su alcance legal. Un llamado del presidente a la cordura. Rió y resopló, satisfecho; luego fumó un cigarro barato que le quemaba la boca agradablemente, con un dejo de ciudad y humanidad.

Había una sola carta para él en el apartado de correos. Tenía el discreto logotipo de la fundación semi pública para la cual trabajaba.

«Querido Mr. Casaubon:

»Esta carta notifica a usted formalmente que ha quedado sin efecto el Programa de Propagación en Cautividad de la Fundación. Le rogamos que no tome en cuenta cualquier instrucción o encargo previo de la Fundación. Lamentamos, naturalmente, todo inconveniente que pueda causarle este cambio de programa. Si desea usted instrucciones acerca de la devolución de equipos o medios, por favor, escríbanos.

Suyo, D. Small, supervisor de programas.»

Era como si se hubiese encontrado, sin saberlo, en uno de esos armarios de las viejas ferias que de pronto quedaban sin suelo ni paredes, mientras uno caía rodando. Todo inconveniente

—¿Puedo usar el teléfono? —preguntó al encargado de correos, que ordenaba sacos de cereal.

—Por supuesto. Está allí. Hum… No es gratis.

—No. Desde luego. Cobro revertido.

El hombre no aceptó esto; continuó mirando a Loren con cara expectante. Con una brusca oleada de furia, Loren masticó su cigarro, mirando indignado al hombre y buscando dinero. Encontró medio dólar de acero y lo golpeó contra el mostrador. El dinero de la Fundación, pensó.

—El doctor Small, por favor.

—El doctor Small está de conferencia.

—Soy Loren Casaubon. El doctor Loren Casaubon. Llamo de larga distancia. Insista, por favor.

Hubo una larga pausa, entre los espectros de otro centenar de voces y el tic-tac y el zumbido vacío de la distancia.

—¿Loren?

—¿Qué diablos pasa? Hoy he venido por primera vez a la ciudad…

—Lo siento, Loren. No ha sido decisión mía.

—¿Quién ha sido el idiota, entonces? No se puede interrumpir una cosa así por la mitad. Es un crimen, es…

—Hubiera debido esperar antes de llamar, pensar en algún argumento.

Se sintió bruscamente inseguro, vulnerable, como si en cualquier momento pudiera empezar a tartamudear y a llorar.

—¿Qué razón…?

—Hemos sufrido grandes presiones, Loren.

—Presiones. ¿Presiones?

—En este momento hay gran oposición a este tipo de programas de conservación de especies salvajes. Nosotros trabajamos con dineros públicos…

—¿Te refieres al SIS?

Hubo una larga pausa.

—De alguna manera, consiguieron revisar nuestros libros. Loren, todo esto es muy confidencial —la voz era ahora más baja—. Se ha estado gastando dinero en programas que podrían considerarse, bueno, poco importantes —se aclaró la garganta como para acallar las objeciones de Loren—. Pudo haber estallado un escándalo. Sí, de veras, querían que fuésemos un ejemplo para todos. La Fundación no podía permitirlo. Aceptamos cooperar, ¿sabes?, racionalizar nuestros programas, recortar los gastos…

—Bastardo —no hubo respuesta.

—Mis aves morirán.

—Demoré todo lo que pude el envío de la carta. ¿No has completado el programa del primer mes? Hice lo posible, Loren.

La voz de Small era tan débil que Loren se apaciguó. Se enojaba con el hombre equivocado.

—Sí. El programa se cumplió. Y si pasara dos meses más con ellos, quizás, quizás, repito, podrían estar preparados para sobrevivir. No aseguro nada.

—Lo lamento.

—Me quedaré, doctor Small. No he recibido esa carta.

—No hagas eso, Loren. Me pondrías en situación difícil. Este acuerdo es muy reciente. La gente del SIS es muy… minuciosa. Te podrían perjudicar.

Hasta ese momento, no había pensado en él mismo. De repente, el futuro se abría delante de él como una desierta carretera asfaltada. No había muchos puestos de trabajo para etólogos huraños, solitarios, furiosos, con diplomas incompletos.

—Escucha, Loren —el doctor Small empezó a hablar con rapidez, como para impedir cualquier objeción, como si se apresurase a dar un regalo a un niño al que acababa de hacer llorar—: Me han pedido especialmente que busque un, bueno, una especie de preceptor. De carácter especial. Alguien como tú, que pueda cazar, andar a caballo y esas otras cosas, pero con buenas calificaciones académicas. La decisión está, en gran parte, en mis manos. Dos jóvenes, un muchacho y una chica. Un muchacho y una chica especiales. Excelentes beneficios.

Loren no dijo nada. Aunque comprendía, naturalmente, que lo estaban sobornando. Le disgustaba la idea, pero algún obscuro y temeroso egoísmo le impedía rechazarla airadamente. Se limitó a esperar.

—El problema es que tendrías que empezar inmediatamente.

—Aún no había capitulado.

—Quiero decir, ahora mismo. Este hombre no está acostumbrado a que no se le atienda.

—¿Quién es?

—El doctor Jarrell Gregorius. Los chicos son sus hijos —ése tenía que ser el golpe, el golpe maestro; y por una extraña razón que Small no podía conocer, lo fue realmente.

Con la sensación de que estaba desgarrándose alguna parte viva de él mismo, la lengua, o el corazón, Loren respondió con una voz inexpresiva:

—Necesitaría ciertas condiciones.

—¿Aceptas?

—De acuerdo.

—¿Qué?

—¡Dije que sí! —y luego, en tono más conciliador—: He dicho que estoy de acuerdo.

—Tan pronto como puedas, Loren —Small parecía profundamente aliviado; casi cordial.

Loren colgó. Durante el retorno, entre finos velos de niebla, Loren alternaba la furia ciega con una especie de expectativa que le devoraba el corazón.

¡El SIS! Si el antiguo gobierno federal era el Sacro Imperio Romano, el Sindicato de Ingeniería Social era los jesuitas del gobierno: propagandistas expertos, abnegados, devotos, militantes, legítimos defensores de fines que justificaban los medios. Loren discutía vivamente con ellos en voz alta, con esos decididos «voceros» mal vestidos y de pelo rapado que había contemplado en las revistas; y discutía con tanta más violencia porque ellos lo habían derrotado, y con toda facilidad. ¿Y por qué? ¿Para qué? ¿Qué mal habían hecho sus halcones a los planes y programas de esa gente? Como no deseaba el poder para él, Loren no concebía que alguien recurriera a la mentira, la componenda, la sinuosidad, el desdén por la razón, todo para conquistar el poder. Si se podía mostrar a un hombre la justicia de un caso (y ciertamente Loren tenía la justicia de su parte) y no la defendía, ese hombre le parecía a Loren un tonto, un loco o un criminal.

Desde luego, la razón era precisamente lo que el SIS pretendía defender: la cordura, el fin de las disensiones fratricidas, el retorno a la planificación central y la cooperación racional, el uso inteligente del planeta para beneficio de los hombres. El Mundo es nuestro, afirmaban, y tenemos que hacerlo funcionar. Humilde y abnegadamente, se habían impuesto la tarea de proteger a la humanidad del peligro de los hombres. Y a Loren le parecía tan terrorífico como irritante lo bien que se desarrollaba la contrarreforma: el SIS había terminado por parecer la mejor y la última esperanza en un Mundo desesperadamente inclinado a la autodestrucción.

Loren admitía —al menos para sus adentros— que su propio Paraíso secreto, y que crecía en secreto, se fundaba en la tendencia autodestructiva del hombre, o al menos, en esa tendencia tal como se manifestaba en sueños e instituciones. Se trataba para él de una evolución controlada. El SIS la consideraba una locura curable. Y lo mismo pensaban muchos ciudadanos temerosos, hambrientos, desesperados, más numerosos cada día. El SIS era la serpiente de dulce voz en ese difícil nuevo Edén; y el viejo Adán, cuyo largo y pecaminoso reinado sobre una creación esclavizada parecía casi concluido en una expiación de sangre y derrota, volvía a gustar la tentación del poder.

Al atardecer esperó en la cumbre de la torre el regreso de los halcones. Había construido una caja con los restos de las cajas más pequeñas, y tenía también un guante de halconero y una caperuza. Había traído la diminuta caperuza con la idea de pasar las largas noches adornándola con bordados y plumas entretejidas. Ahora la sostenía en la mano, sin saber si representaría para el ave la traición o la salvación.

Los halcones no le prestaron atención cuando retornaron, uno a uno, a la torre. Era un objeto del Universo, ni halcón ni víctima, y por lo tanto irrelevante: no podían saber que le debían la vida. Los halcones no tienen dioses.

Aparentemente no habían comido. No tenían los buches hinchados. Tardaron largo tiempo en instalarse, estaban hambrientos e inquietos; pero cuando el Sol ensangrentó el oeste, empezaron a calmarse. Loren eligió al más pequeño de los dos machos. Para atarle las alas utilizó un calcetín, con el extremo cortado. Lo tomó y le deslizó el calcetín en el cuerpo antes de que el ave reaccionara. Chilló una vez, y las demás se incorporaron como formas negras a la última luz, listas para echarse a volar. Volvieron a aquietarse después de expresar su indignación; para ese entonces el hermano estaba atado y encapuchado. No le dieron importancia.

Loren reunió sus escasas posesiones personales en la habitación donde había esperado pasar el verano: las escopetas, las ropas, los cuadernos de notas. Que se ocuparan ellos de las provisiones. Si querían revisar sus gastos, podían hacerlo sin él.

El ejemplar de North Star estaba todavía junto a la lámpara, abierto en la foto de Sten Gregorius. Debajo, en el suelo, se encontraba la caja con el halcón peregrino. Un tributo al joven príncipe. De todos modos, ese halcón sobreviviría: sería cuidado y alimentado. Los tres de la torre, libres, sin embargo, quizá no sobrevivieran. Si pudieran elegir, ¿qué vida elegirían?

Y él mismo, ¿qué vida elegiría?

Se puso el sombrero. Aún había luz suficiente para volver esa misma noche a la ciudad. No quería despertar allí por la mañana; no podría soportar ver a los halcones que dejaban la torre urgidos por el hambre. Era mejor partir ahora mismo, y calmar su furor pedaleando. Tal vez, más tarde, podría dormir.

Apagó la lámpara y arrojó la revista a un rincón, con las demás.

Está bien, pensó. Le enseñaré. Le enseñaré.