Dos:
La esfinge
Si un león pudiera hablar, no le entenderíamos.
Wittgenstein
Se daba a sí mismo el nombre de Painter.
Era raro ver un leo tan al norte; Caddie nunca había visto uno. Los conocía únicamente por las ilustraciones de los textos escolares: un Sol amarillo, tierra amarilla, el leo de pie, a lo lejos, ante la puerta de una cabaña de turba, junto a una de sus esposas. Las fotografías estaban tomadas desde lejos y eran poco interesantes. Pero una vez había soñado con un leo. Su padre la había enviado a ver a uno por algún asunto. El leo vivía en un lugar de calor sofocante, revestido de asbesto, como para evitar que se consumiera a sí mismo. Ella jadeaba, tratando de respirar, mientras aguardaba con creciente temor a que el leo apareciera. Sintió el impacto de la comprensión súbita propia de los sueños: se había equivocado de casa, no debía estar allí, ésa no era la casa del leo sino la casa del Sol, por eso estaba tan caliente. Despertó cuando llegó el leo, alto como una torre; era sencillamente un león erguido como un hombre, pero el rostro le brillaba como oro fundido, y la melena clara le flotaba alrededor del cuello. Parecía enfurecido con ella.
Painter no era un león. No era como una torre; ella se mantenía a cierta distancia; sin embargo, él tenía un cuerpo macizo. Y no estaba enfurecido. Pasaba el tiempo encerrado en su habitación, o ante una mesa del bar, y no hablaba jamás, excepto raras veces con Hutt. Ella vio que recibía una llamada telefónica. Él dijo «Sí», manteniendo levemente apartado el receptor; luego se limitó a escuchar y colgó sin despedirse.
Esta noche estaba sentado ante una mesa que ella podía ver desde la puerta de la lavandería. Humosas lámparas iluminaban el bar, y el humo de los cigarrillos negros que el leo fumaba uno tras otro se elevaba a la luz de las lámparas y flotaba como una nube baja.
—Me pregunto dónde estará su esposa —le dijo a Hutt cuando apareció en la puerta de la lavandería—. ¿No están siempre acompañados por una esposa adondequiera que vayan?
—Preferiría no preguntar —respondió Hutt—. Y sería mejor que tú tampoco lo hicieras.
—¿Huele mal?
—No más que yo —Hutt sonrió con dientes desparejos y le arrojó una brazada de sábanas grises.
Hutt temía a Painter, era evidente, y no era difícil saber por qué. Las muñecas del leo eran cuadradas y sólidas como vigas, y los músculos del brazo se le deslizaban como una maquinaria aceitada cuando simplemente cogía un cigarrillo. Hutt tenía tan pocos clientes que por lo común se mostraba adulador ante cualquier cara nueva, pero no ante ésta. El leo parecía encantado.
Sin embargo, esa noche, más tarde, cuando ella salía para cerrar el establo de las cabras, vio que Hutt y el leo hablaban en el bar desierto. Hutt contaba algo con los dedos. Cuando ella pasó, ambos la miraron. Los ojos del leo eran dorados como lámparas, grandes como lámparas, y también fijos. ¿Qué quería de ella? Miró interrogativamente a Hutt, pero él apartó los ojos.
Los padres de Caddie habían sido profesionales —relaciones con las empresas—, y de niña solía decírselo a sí misma, como una princesa exiliada que declamara su alto linaje. No les había ido bien cuando se refugiaron de las guerras civiles que empezaron en el sur. Su padre se había cortado tontamente un pie partiendo leña, y la herida se le infectó y murió de ella con toda parsimonia, como si fuera lo mejor que podía hacer en esas circunstancias. La madre no había tardado en seguirlo. Una vez que acabó de hablar a Caddie de la riqueza, la comodidad y la estima de que habían disfrutado antes de que ella tuviera recuerdos precisos, empezó a renunciar a la vida. Una vez por mes el médico de la ciudad venía a verla y se marchaba. Tuvo un enfriamiento cuando nevó, en mayo, y murió de eso.
Caddie, de catorce años, tuvo entonces dos opciones: el prostíbulo de Bend, o un contrato de trabajo temporal. Casi se había decidido por el prostíbulo, y casi lo esperaba con la temerosa anticipación de una muchacha a punto de entrar en la universidad, cuando Hutt le ofreció un contrato de trabajo. En diez años, ella recuperaría la libertad y recibiría algún dinero. Para Caddie, perdida en los bosques del norte, esa suma era una fortuna.
Él cumplió en la cuestión del dinero. Todos los meses, Hutt y Caddie iban al despacho del juez de paz, y Hutt depositaba la cuota, y ella firmaba el recibo. Y siempre la trató como una criada. Caddie pronto supo que él prefería a los muchachos del ejército y a los ruidosos conductores de camiones, y eso estaba bien. El trabajo no le importaba, aunque era duro y continuo: lo llevaba a cabo con una especie de rápido desdén que fastidiaba a Hutt. Aparentemente él hubiera preferido que fuera alegre, además de fuerte y eficaz. Y cuando ella alcanzó cierto dominio de la rutina, de vez en cuando dejaba el trabajo. En todas direcciones había millas de bosques deshabitados adonde podía escapar, sola o con un caballo de carga, durante días.
Aprendió que tenía talento para soportar cosas: no sólo mochilas pesadas, noches frías o largas caminatas, sino también el peso de los días, la insatisfacción que llevaba siempre consigo como una carga, la espera. Porque eso es lo que estaba haciendo siempre, esperar. Se había convencido de que esperaba el fin de aquel contrato de diez años. Pero no era así.
La mañana siguiente era fría para septiembre, y tan al norte casi helaba. Del lago, de los lanudos caballos de carga que Hutt tenía para alquilar y de los montones de estiércol brotaba un vapor blanco. Caddie podía ver su propia respiración en el establo de las cabras; un vaho se elevaba sobre los cubos de leche. Todo lo que estaba caliente, todo lo que venía del interior echaba humo.
Mientras regresaba con la leche, vio que Ruta y Bonnie, los caballitos de carga, retrocedían resoplando, apretujándose contra la cerca del corral. Se acercó, llamándolos, y vio que estaban asustados. Del otro lado del corral, Painter, el leo, fumaba apoyado en la cerca.
—¿Qué les has hecho? —preguntó, mientras dejaba la leche en el suelo—. ¿Los has molestado? ¿Qué ocurre?
—Es el olor —dijo Painter; hablaba con una voz fina y quebradiza, como si tuviera inflamada la garganta.
—Yo no huelo nada.
—No. Pero ellos sí.
¿Cuánto tiempo habría pasado desde que se viera algo parecido a un león en aquellos montes? El invierno pasado Barlo había visto un lince, y había hablado de él durante semanas. Y sin embargo, quizás en alguna parte dentro de Ruta y Bonnie, el miedo ancestral estaba todavía vivo, y era posible reanimarlo.
—El problema es —dijo Painter— cómo utilizar a estos malditos animales si los asusto mortalmente —tomó el cigarrillo entre dos gruesos dedos cubiertos de vello dorado y lo arrojó al suelo.
—Lo pasaremos bien.
—¿Vais a alguna parte, Hutt y tú?
—¿Hutt?
—¿Quiénes, si no?
—Tú y yo —dijo Painter.
Durante un rato, ella no dijo nada. El rostro de él parecía inexpresivo, quizá porque no era completamente humano, o tal vez porque, como los gatos, no tenía nada especial que expresar. De todos modos, si intentaba hacer una broma, no lo demostraba. Simplemente la miraba, echando vapor por las estrechas ventanas de la nariz.
—¿Qué te hace pensar que iré a alguna parte contigo? —preguntó Caddie; por primera vez tenía miedo de Painter.
Él encendió otro cigarrillo negro, con torpeza, como si el frío le hubiera entumecido las manos.
—Anoche te compré. Compré a Hutt tu contrato de trabajo. Ahora eres mía.
Al principio, ella lo miró con incredulidad. Luego sintió que una ola de furia crecía en ella, y echó a andar por el fangoso sendero hacia el hotel, sin recordar los cubos de leche. Luego se volvió hacia el leo.
—«Te compré». ¿Qué diablos quieres decir? ¿Te crees que soy un par de zapatos?
—Si me expresé mal, lo siento —respondió Painter—. Pero es legal. Está en los papeles, él puede vender tu contrato de trabajo. Hay una cláusula —abrió las fuertes manos; la carne se le retiró de las puntas de los dedos descubriendo unas uñas blancas y curvadas.
Ella se sintió confusa.
—¿Cómo Hutt pudo hacerme eso? ¿Por qué no me lo dijo?
—Tú le has vendido diez años de tu vida —dijo Painter— en un momento dado. Él es el dueño, puede vender. No creo que esté obligado a decírtelo. No está en los papeles, no me parece. Y de todos modos, no importa.
—¡Que no importa!
—A mí no.
Caddie quería correr en busca de Hutt, golpearlo, hacerle daño, suplicarle, quedarse con él.
Ruta y Bonnie habían dejado de moverse; sólo relinchaban de vez en cuando en el extremo opuesto del corral. Durante un rato estuvieron inmóviles, formando un triángulo, Caddie, los caballos, el leo.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —preguntó Caddie.
Esa noche, en el bar, los dos conductores de camiones y Barlo se mantuvieron alejados de la mesa donde estaba Painter, aunque lo miraban de soslayo, uno por vez; él no los miraba.
Los conductores venían del sur. Llevaban uniformes de alguna clase; Caddie ignoraba cuál, quizá los habían inventado ellos mismos. Contaban las historias habituales: los refugiados obstruían los caminos, había que esquivar los coches abandonados, las ciudades estaban cerradas como fortalezas. Hacía tiempo que ella no intentaba explicárselo. Allí abajo habían enloquecido, mucho antes de que pudiera recordar nada. El rostro de Painter no mostraba ningún interés por lo que decían. Pero no así sus orejas. Las anchas y erguidas orejas eran el rasgo más leonino, más animal de su extraña cabeza. En parte ocultas por el pelo espeso echado hacia atrás, se podía ver sin embargo cómo se alzaban y volvían hacia los hombres que hablaban, con una voluntad propia. Quizá él ni siquiera sabía que lo hacían; quizá sólo Caddie se daba cuenta. No podía dejar de mirarlo desde el mostrador; el corazón le subía y bajaba penosamente cada vez que lo miraba, sentado a la mesa, casi inmóvil.
—A nosotros no nos importa —dijo Barlo—. Somos independientes —esa pequeña porción de los bosques del norte se había separado de los Estados Unidos años atrás, y ahora era oficialmente parte del Canadá—. Tenemos nuestras propias normas.
—Así es —observó el mayor—, mientras no vuelvan a buscarnos.
—Los federales —dijo el más joven.
—Pues bien, a mí no me llevarán —dijo Barlo, sonriendo como si hubiera dicho algo inteligente—. Yo no iré.
Caddie, atareada, servía cerveza a los conductores, ponía whisky en el café de Barlo, freía bistecs. Eran las cosas que normalmente hacía Hutt; pero Hutt había ido al despacho del juez de paz para poner los papeles en orden y obtener un certificado de venta, llevando en la mejilla la larga y furiosa marca del anillo de Caddie.
Hasta esa mañana, Caddie había creído que conocía la estofa del Mundo. No le gustaba, pero podía soportarlo. Lo soportaba sintiendo por él poco más que desdén. Ahora, sin aviso previo, había cambiado de cara, abriéndose ante ella como un abismo vertiginoso, y le decía: el Mundo es más grande de lo que pensabas, más grande de lo que puedes pensar. No sólo Hutt la había engañado, y aparentemente sin que ella pudiera hacer nada, sino todo el Mundo. El miedo y la confusión que sentía estaban causados tanto porque la vida había traicionado el trato apresurado que había hecho con ella, como por encontrarse de pronto perteneciendo a un leo.
Perteneciéndole. No, no era así. Lavaba los vasos con rabia, frotándolos con el agua gris. No pertenecía a nadie, ni a Hutt ni ciertamente a ese monstruo. Nunca había tenido dueño; una de sus constantes réplicas a su madre, cuando intentaba que Caddie fuera una chica respetable a pesar del exilio y la pobreza era: «No eres mi dueña». Quizá alguna vez había pertenecido a su padre. En otro tiempo había creído sentirse atada a aquel hombre. Pero cada año lo recordaba un poco menos, y al fin él había muerto, liberándola.
—Las cosas se están poniendo calientes en la AN —dijo el conductor de más edad—. Muy calientes.
—No comprendo bien —dijo Barlo.
—Quieren unir todo de nuevo. El gobierno federal. La AN es como una vanguardia. Tal vez, no por mucho tiempo. Y si se unen, ¿adónde diablos irás a parar? Estaremos cercados.
—Bueno, aquí no nos enteramos de gran cosa —respondió Barlo, descontento.
Hubo un silencio, acentuado por el golpeteo de una ventana abierta. El leo hizo una seña a Caddie.
—Querría tabaco.
Los tres del bar se volvieron hacia él, y luego apartaron los ojos como un solo hombre.
—No queda —dijo Caddie—. El camión no vendrá hasta la semana próxima.
—Entonces, nos iremos mañana.
Ella dejó el vaso que estaba secando. Fue a sentarse al lado de Painter, bajo la lámpara, ignorando el silencio atento del bar.
—¿Por qué yo? —dijo Caddie—. ¿Por qué no un hombre? Podrías contratar a un hombre que hiciera todo lo que yo puedo hacer, y más. Y más barato.
Él extendió la mano y le alzó la cara, para mirarla. La palma era suave, dura, seca, y la tocaba gentilmente. Era raro.
—Prefiero que me atienda una mujer —respondió—. Estoy acostumbrado. Un hombre… sería más difícil. No comprenderías.
Ella había pensado que sentiría disgusto, repugnancia, cerca de él, o si él la tocaba. Lo que realmente sintió fue algo más directo: una especie de maravilla. Pensó en las criaturas de la mitología, las bestias mixtas que hablaban con los hombres. La esfinge. ¿No era la esfinge en parte humana, en parte león? Su padre le había contado la historia, la esfinge preguntaba a la gente una adivinanza y mataba a todos los que no sabían responder. Caddie había olvidado la adivinanza, pero recordaba la respuesta. La respuesta era el Hombre.
Hutt estaba sentado ante una mesa, junto a la puerta, con un café, y fingía estar sacando cuentas. Ella pasó y volvió a pasar junto a él trayendo cosas de la habitación de Painter, al fin lo ordenó todo minuciosamente y empezó a cargar los ponles.
—Has tenido suerte, de veras —dijo Hutt—. Los camioneros han dicho que en un mes, tal vez dos, cerrarán la carretera. No habrá más camiones. ¿Cómo podría pagarte? —la miró como pidiendo perdón—. ¿Cómo diablos haré para vivir?
Ella se limitó a cargar al hombro el último bulto, temiendo que si intentaba hablar no podría, que el odio que le tenía la dejaría sin aire. Recogió la carabina de Painter, de culata extraña, y salió.
Cuando Ruta y Bonnie estuvieron cargados, Painter intentó coger las riendas, pero Bonnie se asustó y retrocedió. Painter alzó un labio y emitió un sonido, un grito, un rugido de impaciencia. Podía haber apretado el cuello de Bonnie con un solo brazo, pero aparentemente logró dominarse y tendió la rienda a Caddie.
—Hazlo tú —dijo—. Sígueme. Yo iré delante, o nunca llegaremos.
—¿Adónde? —dijo ella, pero él no respondió; se puso la carabina bajo el brazo, y echó a andar con pasos cortos y firmes. Mientras caminaba, movía la desmelenada cabeza a los lados, quizá buscando algo, quizá obedeciendo a algún instinto.
Marcharon toda la mañana por el inconcluso camino de tierra que iba hacia el norte. Las topadoras amarillas estaban abandonadas, quizás desde hacía mucho tiempo. En apariencia ya no les interesaba abrir ese camino en la montaña… Por encima del sonido constante del bosque había un sonido que no pertenecía del todo al bosque, un ruido opaco y repetido, como el rápido tic-tac de un reloj gigante. Painter se detuvo y escuchó; movió la cabeza a un lado, y luego al otro. El ruido se hizo más claro, y él echó a correr hacia ella, bruscamente, indicándole que saliera del camino.
—¿Por qué? —dijo Caddie—. ¿Qué ocurre?
Él respondió con aquel sonido áspero, y la empujó por un desmoronado talud a una maraña de malezas y árboles caídos. Cuando Ruta y Bonnie tironearon de las bridas, negándose a bajar, él los azotó con la mano. El ruido creció. Painter aferró la carabina, mirando desde el escondite. Entonces, entre las copas de los árboles, moviéndose como una libélula fantasmagórica, apareció un helicóptero de color claro. Giró, graciosa y ominosamente; parecía examinar la zona dividida en partes, como si buscase algo. Luego, sin cambiar el ritmo del tic-tac, se retiró hacia el sur.
—¿Por qué te escondes? —preguntó ella—. ¿Están buscándote?
—No —ella no sabía que él podía sonreír; una sonrisa lenta y curvada.
—Pero no quiero que me encuentren. Ahora seguiremos.
A media tarde él decidió acampar en un claro bien abrigado, bastante apartado del camino.
—Come si quieres —dijo—. Yo hoy no comeré —se tendió cuan largo era sobre las calientes agujas de pino, alzó las piernas musculosas, apoyó la gran cabeza sobre el mentón y la miró trabajar; ella sintió sus ojos parecidos a lámparas.
—Te traje cigarrillos —dijo—. Encontré un paquete.
—No los necesito.
—¿Por qué dijiste que si no había más teníamos que partir?
—Por los hombres —respondió él—. No puedo soportar su olor. No el de los hombres mismos: el de sus habitaciones. No sé, el olor de sus vidas —los ojos empezaron a cerrársele.
—No es nada personal. Los cigarrillos ocultan el olor, eso es todo.
Las ranuras de los ojos se cerraron del todo, y volvieron a abrirse. Ella ya había comido y empacado, y él continuaba deslizándose dentro y fuera del sueño. Adondequiera que fuese, no parecía tener mucha prisa.
—Pereza —dijo, abriendo los ojos—. Ése es mi problema.
—Pareces estar cómodo —dijo ella.
Muchos días habían de pasar antes de que Caddie comprendiera que con frecuencia la mirada dura y directa de Painter sólo miraba el vacío: muchos días, hasta que en un acceso de rabia porque él la miraba tan intensamente le sacó la lengua y vio que él entornaba los ojos sin reconocer el insulto. No era un hombre; nada quería decir con aquellas miradas.
Un hombre, no. No era un hombre. Los hombres que había conocido, que la habían abrazado y manoseado de un modo insistente y suplicante; el chico negro con quien ella había hecho lo mismo poco antes… ellos eran hombres. Algo se rebeló dentro de ella contra un pensamiento que no quería admitir.
Al final de la tarde, Painter se mostró inquieto, y continuaron la marcha. Tal vez los caballos se habían acostumbrado a él; en todo caso, no se espantaban y ella podía caminar junto a Painter.
—No es por curiosidad —dijo, aunque sospechaba que estaba malgastando su ironía, o quizá por eso mismo—; y tú tienes los papeles y todo, pero sería agradable saber qué ocurre.
—No lo sería.
—Está bien —dijo ella.
—Mira —dijo él—, ese helicóptero que vimos estaba buscando a alguien. Yo estoy buscando a ese mismo alguien. No sé dónde está, pero tengo una idea, mejor —señaló hacia arriba— que la de ellos —miró inexpresivamente a Caddie.
—Si ellos lo encuentran primero, lo matarán. Si yo lo encuentro primero, quizá nos maten a los dos.
—A los dos —dijo ella—. ¿Y a mí?
Él no contestó.
¿Qué sentía ella por él? Odio: una chispa de odio, una especie de núcleo en fusión en el centro que encendía todo lo demás; odio porque él, con tan poca reflexión, la había arrancado de donde estaba… sí, en paz, al menos. Odio quizá a su propia impotencia, porque él no había sido cruel. La usaba para las tareas a que ella estaba destinada; figuraba en los papeles, eso era indiscutible, y él lo daba por sentado. Obviamente, él no podía mostrar una actitud falsamente cortés, ni siquiera si se le había ocurrido que eso a ella podía facilitarle las cosas.
Aunque no las habría facilitado. Ella se conocía bien.
Y sin embargo, él no la hacía trabajar como Hutt. No la espiaba con permanente suspicacia, tratando de arrebatarle cada fragmento de intimidad que ella se construía. No; Painter reconocía su competencia, no le pedía más de lo que ella podía hacer, sólo indicaba cuándo debían detenerse y hacia adónde debían ir, y le dejaba el resto, aceptando en cualquier circunstancia lo que ella decidía. Si ella se equivocaba en algo, él no mostraba jamás irritación o desdén; no le hacía ningún comentario, y permitía que ella enmendara sus errores.
Lentamente, sin elegirlo, resentida, Caddie empezó a sentirse parte de una empresa cuyos propósitos no podía imaginar. ¿Painter la había metido en esto deliberadamente? Ella suponía que no. Quizá no lo había pensado tanto. Prefiero que me atienda una mujer, había dicho. No comprenderías.
Y le había tocado la mejilla con la palma dura y seca.
—¿Tienes frío? —dijo él; el fuego ardía ahora en unas pocas brasas; el saco de dormir de Caddie era viejo, un desganado regalo de despedida de Hutt; no respondió, tratando de no temblar—. Maldita sea, tienes frío. Ven aquí.
—Estoy bien.
—Ven aquí.
Era una orden. Inmóvil, lo odió fríamente un rato, pero la orden se había quedado flotando en el aire, entre ellos, y por fin se acercó de puntillas sobre el suelo escarchado al bulto envuelto en un saco de dormir. Él la atrajo, instalándola eficazmente en el hueco del vientre delgado. Ella quiso resistirse, pero el calor que brotaba de él era irresistible. Hundió la nariz fría y húmeda en el pecho velludo, sin poder hacer otra cosa, y apoyó la cabeza en el duro antebrazo.
—Mejor —dijo él.
—Sí.
—Dos es mejor.
—Sí —de alguna manera, sin que ella supiera cómo, unas lágrimas cálidas le asomaron a los ojos, y tuvo ganas de llorar; se apretó contra él para ahogar los bruscos sollozos; él no se dio por enterado; continuó respirando lentamente, con un ligero ronroneo.
Acababa de amanecer cuando despertó. Él había ido hasta el rápido torrente cerca de donde habían acampado. Caddie lo miró: el fino pelaje rubio le brillaba al Sol como si fuera de fuego. Se lavaba delicada, cuidadosamente, y ella lo observó desde el saco de dormir. El corazón le latía fuerte y acompasadamente, quizá porque estaba espiando al leo o por alguna otra razón. Él se inclinaba, recogía plateadas cintas de agua y se peinaba la melena con las manos. Luego, se frotó el cuerpo. Se inclinó a beber y cuando se incorporó le caían gotas de la barba. Mientras volvía al campamento, secándose con una vieja camisa de cuadros, ella vio que sobre los testículos, uno más bajo que otro, el pene pendía, envainado como el de un perro, entre el dorado pelaje.
Se pudo oír brevemente, desde algún punto del sur, el débil zumbido del helicóptero, como el primer trueno de una tormenta. Él miró arriba y se vistió de prisa.
Durante todo ese día, andando a su lado o adelante (porque ella era la que caminaba mejor, ahora lo sabía: la fuerza del leo no estaba hecha para la resistencia, o sus piernas no estaban hechas para andar, aunque ya no se detenía para largos descansos como antes), Caddie sintió el flujo y reflujo de un denso oleaje de sentimientos que le encendían la cara y los pechos. Trataba de apartarse de él cuando lo sentía, segura de que Painter podía leerle la cara; y trataba también de rechazar ese oleaje, sin saber qué era: se parecía a la claridad, a la resolución, aunque más obscuro. En una oportunidad, sin embargo, cuando él la llamó mientras ella se adelantaba en un ascenso difícil, se volvió para enfrentarlo y sintió que una marea indomable la arrollaba como una llamarada.
—Eres rápida —dijo Painter, y luego se detuvo; el pecho amplio se le movía rápidamente hacia adentro y hacia afuera.
Ella no dijo nada; sólo lo miró, dejando que él viera, si podía, pero los ojos serenos la derrotaron y se apartó, con el corazón palpitante.
Al final de la tarde llegaron a la cabaña.
Painter hizo que ella atara los ponles en el bosque, lejos del claro, y luego contempló la cabaña largamente, oculto entre los árboles: como si estuviese estudiándola con mucho cuidado; la construcción gris, las persianas cerradas, y los alrededores. Luego avanzó decididamente y abrió la puerta.
—Aquí no ha venido nadie —dijo cuando Caddie entró en la penumbra interior—. Nadie, desde hace semanas.
—¿Cómo puedes saberlo?
Él rió brevemente —un sonido áspero y extraño, apenas una risa— y recorrió con paso cauteloso las dos pequeñas habitaciones. A la luz de la tarde que se filtraba por las persianas, ella pudo ver que el lugar estaba bien provisto; no era la cabaña de un leñador sino algo especial: un refugio secreto que desde fuera parecía una cabaña común. Fue a abrir una persiana.
—Deja eso —dijo él—. Enciende el fuego. Hace frío aquí —examinó muebles y armarios, mirándolo todo, buscando algo que finalmente no encontró.
—¿Qué es esto?
—Brandy. ¿No lo sabes?
Él dejó la botella, sin interés.
—Vienes a encontrarte con tu alguien.
—Esperaremos. Él vendrá. Si puede —una vez decidido, dejó de merodear.
El fuego, una estufa de gas de garrafa, estalló cuando ella arrimó una cerilla, ardiendo con una llama azul. ¿Por qué, se preguntó, gas de garrafa en medio del bosque? Y pensó: por la misma razón que este lugar parece una cabaña cualquiera. El gas de garrafa no da humo. No se ve humo, no hay nadie en casa.
—¿Dónde estamos?
—Un sitio.
—Dime.
Parecía que el calor del fuego le ablandase el cuerpo. Se sentó ante él en un pequeño sofá, con las piernas abiertas y los brazos detrás del respaldo. Ella, en un impulso brusco, se arrodilló y empezó a desatarle las botas. Painter movió los pies para ayudarla, pero no hizo ninguna observación: lo aceptó como aceptaba todo lo que ella hacía por él.
—Dime —repitió Caddie, casi tímidamente esta vez, mirando la gran cabeza reclinada sobre el pecho; le sonrió y tuvo una vertiginosa sensación de osadía.
—Aquí —dijo él lentamente— viene, a veces, cierto consejero, un consejero del gobierno, cuando quiere alejarse de su trabajo o de la ciudad, y aquí podría venir si tuviera que dejar el gobierno. Nos encontraremos con él. Si tenemos suerte.
Era el discurso más largo que ella le había oído. Sin prisa, le quitó una bota y el calcetín húmedo, enrollándolo sobre el pie largo y firme.
—Y entonces, ¿qué?
—Este consejero —dijo él perezosamente, como si no le importara, mientras miraba cómo ella desprendía los tiesos cordones de la otra bota—, este consejero es amigo nuestro. Amigo de nuestra especie. Y el gobierno no. Y el gobierno, allí, acaba de caer, lo sepas o no —ella le quitó la otra bota—, en parte porque él lo ha derribado, por así decirlo, y por eso ha tenido que huir. De prisa.
—¿Quieres un poco? —dijo Caddie, señalando la botella de brandy.
—No sé —respondió él simplemente; la miró mientras se movía por la habitación, buscando vasos, abriendo la botella.
Ahora —ella lo sabía— la miraba de otro modo. Sintió júbilo por haberse embarcado en esto; sintió el peligro como la quemadura del brandy.
—Caliente —dijo ella mientras le ponía el vaso en las manos, tocándole levemente los dedos; él alzó el vaso y lo apartó con rapidez, como si el vaso lo hubiera mordido.
—¿Por qué? —Caddie no se había sentado; caminaba por delante de él, con su propio vaso entre las manos, iba hacia atrás y regresaba—, ¿por qué no tienes cola?
—Los de cuatro patas —dijo él, mirándola— tienen cola. Yo tengo dos patas —la voz era más grave y sombría.
—No me podría sentar con una cola. Ha sido una suerte.
—Me gustaría tener cola —dijo ella—. Una cola larga y suave que se moviera… —movió las caderas.
Él se movió. Ella se apartó, con una voz brusca y urgente en los oídos: no puedes hacerlo, no puedes, no puedes, no puedes.
Painter empezó a levantarse. Parecía que estuviese haciéndolo por primera vez después de eones de reposo: el movimiento se concentraba en los músculos y alzaba el cuerpo; las manos se apoyaban en el sofá; era como ver una cosa inanimada que se vuelve deliberada y espantosamente viva en medio de un sueño. Cuando al fin se incorporó, la luz del fuego se le reflejó en los ojos, y un rojo encendido le brilló en las pupilas.
Ella estaba en un rincón, con el vaso delante del pecho, para protegerse.
—Espera —dijo Caddie, o intentó decirlo, pero sólo fue un sonido y él ya se había apoderado de ella: era inútil luchar porque él no podía hacer otra cosa.
Ella fue absorbida por su fuerza, pero él no podía hacer otra cosa, la tomaba porque no tenía ninguna opción, y ella le había hecho eso. Un olor violento brotaba del leo, denso como esencia de flores, mezclado con el olor del brandy derramado; Caddie alcanzó a oír la rápida respiración del leo; iba a tocarse el cinturón y tropezó con una mano de él. El corazón le dio un vuelco, y otra voz, más aguda, ahogó a la primera: lo vas a hacer, lo vas a hacer, lo vas a hacer.
—Sí —dijo Caddie; tironeó del cinturón, un botón cayó al suelo—. Sí.
Había pensado que un acto de rendición era lo único que necesitaba, que después la pasión le quitaría toda voluntad, toda conciencia, y que todo lo demás seguiría automáticamente. No había imaginado ninguna dificultad, sólo un acoplamiento rápido e ineluctable, como vientos contrarios en una tormenta. No fue así. Él no era un hombre; sus cuerpos no se adaptaban con facilidad. Fue como un parto, como un combate.
Y sin embargo encontró la manera, balanceándose a veces entre la repugnancia y el júbilo, de abrirse a él, ahogada a veces, sofocada como si él le hubiese hundido la cabeza bajo el agua; asustada a veces de que él llegara a matarla, casualmente, involuntariamente; capaz de maravillarse, a veces, de lo que estaban haciendo, como si ella fuera otra persona, sintiendo, como a través de otra piel, el áspero pelaje de los brazos y piernas de él, tan denso que casi se podía coger a puñados. En cada conjunción tenían que abrirse paso a través de capas de vergüenza, como capas de ropa; y sólo mediante desvergonzadas estrategias, sólo mediante un vigoroso y repetido acto de aquiescencia, ella consiguió traspasarlas, y con la voz ronca por el esfuerzo y el cuerpo resbaladizo por el sudor entró en ciudades desconocidas, jadeante, desnuda, asombrada.
Entonces se echó a llorar, sin saber por qué, con las piernas inertes, plegadas bajo el indolente peso del leo, apoyada contra un muslo ancho, estremecido como si hubiese corrido una milla. Tosía sollozos, sollozos como los de alguien que ha sobrevivido a una gran calamidad, que ha naufragado, ha sufrido, ha visto la muerte, pero contra toda probabilidad, sin ninguna esperanza, ha sobrevivido, ha llegado a la costa.
Hacia la madrugada, acurrucada contra Painter, Caddie soñaba con músculos, con las tensas piernas de sus esposas que soportaban el peso del leo, con los finos huesos y músculos de las manos de él, con sus propios delgados brazos envueltos por los de él, luchando contra los de él. La fatiga de sus propios músculos, de los nervios que se le contraían y relajaban, entró en el sueño. Soñó: lo hice, lo hice, lo hice. Despertó exultante por un momento y se acurrucó más estrechamente contra él: parecía dormir el sueño de la muerte. Soñó con aquella respiración tontoneante; crecía hasta ser inmensa y amenazadora hasta que de pronto ella despertó oyendo el pulso apresurado del helicóptero que se acercaba rápidamente. Se movió para despertarlo, pero él ya estaba despierto, con todos los sentidos apuntando hacia el ruido creciente. El ruido se convirtió en un rugido y el viento entró en la cabaña. Había aterrizado afuera.
Él tenía sobre Caddie una mano que significaba, ella lo sabía, silencio. Se volvió, agazapado y sigiloso, hacia la puerta, que estaba cerrada. Unos pies avanzaron sobre las agujas de pino hacia la puerta, con un sonido que no habrían podido oír si no hubiesen estado tan atentos. Alguien empujaba la puerta, se detenía, golpeaba, aguardaba, golpeaba con impaciencia, volvía a esperar; luego pateaba la puerta con un súbito crujido. Por un momento ella vio a un hombre recortado contra la mañana; vio que vacilaba escrutando la obscuridad, vio que tenía un arma en las manos. Entonces Painter, de pronto, estalló junto a ella.
No vio que Painter se moviese, ni tampoco lo vio el de la puerta; pero hubo un grito ronco y una ráfaga de movimiento y el intruso emitió un sonido, un sonido que Caddie jamás olvidaría, el grito asombrado y desesperado de la presa atrapada. Painter tenía sujeta la cabeza del hombre entre los antebrazos. El hombre cedió de pronto, y se derrumbó con la cabeza suelta sobre el cuerpo.
Painter, con las piernas muy abiertas, lo sostuvo con rudeza; jugaba con él, pensaría ella más tarde, como un gato, volviéndolo a un lado y a otro, como comprobando si quedaba alguna vida en él. Al fin lo soltó. «Bastardo sin Sol», dijo, o ella pensó que lo había dicho. Más allá, en el claro diminuto, las palas del helicóptero rotaban perezosamente, deteniéndose.
—Adelante TK24 —decía la radio—. Adelante TK24, ¿ha llegado a 01? —hablaba en rápidos y ásperos estallidos; todas las inflexiones se perdían en un aura de estáticos; al no recibir respuesta de TK24 (que estaba muerto) empezó a hablar con algún otro; la voz del otro no se podía oír; era sólo pausas, breves o largas.
—Aceptada la petición de regresar a la base… No, no ha sido comprobado. No responde todavía… Negativo, negativo. Lo sabrá usted antes que nadie… Así lo entiendo. La cabaña era su 01. Después, el avión caído —una risa, ahogada por los estáticos—. Del gobierno. Una auténtica antigüedad. No puede haber ido muy lejos… Positivo, ése es el 02 de TK24, y pronto tendremos noticias… Bien, positivo, cambio. Adelante TK24, TK24…
En el lustroso asiento del helicóptero había mapas forrados en plástico transparente. En uno de ellos había círculos de lápiz rojo: un círculo tenía la inscripción 01. El otro, 02; y por lo que podía ver Painter en el mapa, estaba a unas diez millas, en la cima de una empinada elevación.
Caddie se acercó pasando lentamente al lado del cuerpo doblado de TK24, sintiéndose como si hubiese entrado en otra persona, o en algún lugar completamente ajeno, sin posibilidades de retorno.
—Lo has matado.
—Te quedarás aquí —dijo él—. Allá en la montaña hay un avión caído. Puede que sea él. Si no lo es, volveré esta noche o mañana.
—No.
—Coge mi rifle.
—Sí. Pero iré contigo.
Él la miró un instante, la miró… de un modo nuevo, por el nuevo lazo… Pero no. Ella sintió una ola glacial de algo parecido al desaliento. Él parecía igual. Nada había cambiado, no para él. Su entrega había sido para nada, para nada… Él se alejó.
—Trae los caballos, entonces. Los llevaremos hasta donde sea posible.
Quizá él no estaba hecho para andar, pero menos aún para trepar. Sólo su energía lo impulsaba hacia adelante, su energía y una tenaz resolución que ella no se atrevía a perturbar, excepto para decirle cuál era el camino más fácil. Él la seguía. En una oportunidad, ella se adelantó demasiado, lo perdió de vista y no pudo oír que se acercara. Volvió sobre sus pasos y lo encontró jadeante, descansando, con la espalda apoyada contra una roca.
—Mona —dijo—. Una verdadera mona. No tengo tu fuerza.
—Fuerza —dijo ella—. Hace dos horas mataste a un hombre, con las manos, en unos diez segundos.
—Lo vi primero. A él le hubiera llevado menos. Tenía una pistola —por primera vez desde que él había puesto en ella sus ojos amarillos, en lo de Hutt, la noche en que la habían vendido, Caddie sintió que intentaba leer en ella—. Quieren matarnos a todos, ¿sabes? Están intentándolo.
—¿Quiénes?
—El gobierno. Los hombres. Tú —los ojos del leo no dejaban de estudiarla—. No les servimos. Peor que inútiles. Intrusos. Ladrones. Polígamos. Y nos negamos a que nos esterilicen. No tenemos nada bueno. Ellos nos han creado, y quieren anularnos. Cuando nos atrapan.
—¡No es justo! —ella sintió horror, y vergüenza—. Cómo pueden… Tenéis derecho a vivir.
—No sé si tengo derecho —se puso de pie, evitando la mirada de ella.
—Pero estoy vivo. Pienso seguir así. Vamos.
El gobierno. Los hombres. Tú. Entonces, ¿qué podía esperar de él? ¿Amor? El leo la había comprado, y los hombres cazaban a los leos. No eran de la misma especie. Ella y él nunca, nunca podrían estar realmente unidos. Él podía usarla o no, a su aire. Caddie trepaba furiosamente con lágrimas (de rabia o de piedad por ella misma o por él, no lo sabía) que se quebraban en estrellas en la mañana helada.
Encontraron el 02 cómodamente encajado entre los árboles, al final de un claro de piedras. Tenía las alas plegadas, como un ave en reposo; pero había pedazos del avión violentamente diseminados por el prado, y las alas no eran plegadizas. Painter se acercó con paso cauteloso. Las largas sombras del bosque se deslizaban por el campo, más rápidamente a medida que el Sol se hundía. Una ventana rota del avión reflejó vivamente el último Sol. La quietud era completa; el avión caído parecía incongruente allí y sin embargo adecuado, como un galeón en el fondo del mar. No había piloto, vivo o muerto: nadie. Painter permaneció inmóvil un tiempo junto al aparato, moviendo lentamente la cabeza, absolutamente atento; luego, como si hubiera visto un camino, se lanzó hacia el bosque. Ella lo siguió.
No fue directamente al árbol; era como si supiese que tenía que estar allí, pero no exactamente dónde. Se detenía con frecuencia, se volvía, y giraba de nuevo. El largo ocaso azul apenas entraba en el bosque, y tenían que avanzar despacio entre la maleza. Pero ahí estaba: un viejo monarca destronado mucho antes, hueco y sin copa, entre los pinos enhiestos. Los insectos y los animales habían depositado las entrañas polvorientas del árbol delante de la abertura.
—Buenas tardes, consejero —dijo el leo suavemente.
—Si se acerca, disparo —dijo una voz delicada en el interior del tronco—. Tengo un arma. No lo intente…
—Cuidado, consejero.
—¿Eres tú? ¿Painter? Por Dios…
Caddie se había acercado, detrás de él, y miraba hacia el hueco. En la estrecha cavidad había un hombrecillo. Las gafas, con una lente rota, le brillaron un instante; también la pequeña pistola que tenía en las manos.
—Sal de ahí —dijo Painter.
—No puedo. Tengo algo roto. El pie, en alguna parte —la voz del hombre era débil y áspera, como papel de lija de grano fino, por el miedo, el frío u otra razón.
—Estoy helado.
—No podemos encender un fuego.
—Hay un calentador de pilas en el avión. Tal vez funcione —dijo el hombre, y ella advirtió en la voz de él que estaba temblando.
Painter se alejó hacia la penumbra azul, dejándola sola junto al árbol. Se quedó allí, en cuclillas, alerta, un poco asustada; quienquiera que estuviese buscando a este consejero, pronto vendría y lo encontraría.
—No tienes un cigarrillo —dijo el árbol.
Era sólo una observación, sin esperanza, y ella casi rió, porque tenía: era el paquete que había traído en el bolsillo de la camisa para Painter, una vida antes… Se lo dio, con una caja de cerillas. Él gimió aliviado. A la breve y temblorosa luz de la cerilla, Caddie alcanzó a ver una cara pequeña y alargada, el pelo rojo, corto y grueso, una breve barba roja. Las gafas brillaron y desaparecieron.
—Y tú, ¿quién eres?
—Soy de él. Sí, de él. Contratada, desde ahora hasta…
—De ninguna manera.
—¿Cómo?
—En contra de la ley. Ningún leo puede emplear a un ser humano. Nadie te obliga. «Ningún ser humano podrá pertenecer o estar subordinado u obligado a un miembro de otra especie». —Una risa como un pequeño ladrido, y el hombre retornó a su agotado silencio.
Painter regresó con el calentador, ya encendido, que brillaba sombríamente. Lo puso ante la abertura del árbol y se sentó; se había despojado de la tensión, como de una prenda de ropa, y se movió con una gracia pesada para acomodarse en el suelo.
—Caliéntate —dijo suavemente—. Te llevaremos abajo. Al pie de la montaña. Entonces hablaremos —cerró los ojos, parecidos a joyas a la luz del calentador, y luego los abrió lentamente.
—Dice que no puedo pertenecerte —dijo Caddie—. Según la ley.
En ese momento Painter podía estar expresando desdén, celos, indiferencia: ella no podía saberlo. La mirada del leo era tan vasta como inexpresiva.
—Esto calienta —dijo Painter; se rascó, cuidadosamente, y se durmió.
—Por supuesto —dijo la pequeña voz burlona dentro del árbol—, es el Rey de los Animales. O un pretendiente. Pero eso nunca interesó a los hombres, ¿verdad? El hombre es el Rey de la Creación.
Painter era ahora un bulto completamente inmóvil. La ley. ¿Qué podía importar? El lazo que los unía, y que Caddie había creado entregándose por completo, pues no disponía de ninguna otra herramienta, no se podía deshacer; ni siquiera él podía, pensó ella, orgullosamente.
—Supongo —dijo el hombre— que una persona podría dejar de ser el Rey de la Creación. Renunciar. Y ser una bestia —un martillo minúsculo golpeaba dentro del muslo de Caddie, allí donde Painter se había apoyado.
—Sólo una de sus bestias. No sé —se movía dentro del árbol, tratando de liberarse.
—Por supuesto, él siempre ha sido mi rey. A pesar de la frecuencia con que le he fallado —un leve grito de dolor.
—O lo he engañado. Ayúdame.
Ella se acercó al árbol y él le tendió una mano increíblemente pequeña, de palma obscura, con una muñeca larga y fina como un manojo de ramitas. Si él no la hubiese aferrado con fuerza, como un niño, ella habría dejado caer la mano, asustada. Él se movió hacia la abertura, y ella pudo ver cómo el hombre se esforzaba y sonreía torciendo la boca, de brillantes dientes amarillos.
—¿Quién eres? —dijo Caddie.
Él dejó de moverse, pero no la soltó. Sus ojos, castaños y tiernos detrás de las gafas, la estudiaron un rato.
—Es difícil decirlo con exactitud.
¿Sonreía? Ahora ella estaba cerca de él, y alcanzó a distinguir un olor que antes sólo había sido parte del olor del bosque. Distinto y familiar.
—Es difícil decirlo. Pero puedes llamarme Reynard.