Cinco:
De la manada

Oh, lejos de aquí el Perro que es amigo del hombre.

T. S. Eliot

Blondie estaba muerta.

No lo comprendieron durante algún tiempo; hacían guardia junto al cuerpo que se endurecía, temerosos y confusos. Aunque en verdad era Duke quien había encontrado la carne, ella había sido la primera en comer. Él la había olisqueado y mordisqueado una o dos veces antes de que Blondie se acercara imperiosamente, conociendo bien sus derechos, y Duke había retrocedido.

Según esos mismos derechos, Sweets, que era la pareja de Blondie, hubiera debido comer en segundo término, antes de que comenzara la pelea, pero algo, algún olor que conocía, lo había puesto sobre aviso. Sweets había gruñido una advertencia a Blondie, gimoteando incluso para llamarle la atención, pero ella era demasiado vieja y orgullosa, y estaba demasiado hambrienta para escuchar. Duke era joven y fuerte; tuvo unos espasmos y vomitó con violencia. Blondie había muerto.

Hacia el anochecer, los demás empezaron a alejarse, cansados de esperar, y perdido ya el respeto al olor, en rápida desaparición, de Blondie; pero Sweets se quedó. Le lamió la cara rígida y manchada de vómito. Corrió un poco detrás de los que se iban, pero luego regresó. Permaneció largo rato junto a ella, con las orejas levantadas ante los ruidos lejanos y confusos. De vez en cuando uno de los miembros de la manada salvaje se acercaba y daba unas vueltas cautelosas alrededor de su antigua reina, no muy seguro de su poder ni del de Sweets. Éste los ahuyentaba, y ellos se mantenían a distancia: él estaba con ella; ella aún conservaba alguna autoridad, Sweets aún la compartía. Pero tenía el corazón frío, y estaba asustado. No tanto de los salvajes que, a pesar de sus aires, tenían tanto miedo de los hombres y de cruzar los límites del parque que nunca podrían ser los líderes. No, no de los salvajes; Sweets tenía miedo de Duke.

Sweets había olido la enfermedad y la debilidad de Duke; Duke no podría afrontar ahora una pelea. Se había ido a alguna parte, a esconderse y a recuperarse del veneno. Después vendría la batalla.

Los dos, privados de la reina que los había mantenido en paz, sabían, inquietos e inseguros, que la posición de ambos había cambiado, y que era preciso restaurarla.

Al alba, Sweets había dormido y la escarcha había borrado las facciones de Blondie. Sweets despertó, consciente sólo de una cosa: no de Blondie, sino del olor acre de la orina de Duke, y de la presencia próxima del doberman.

La batalla había comenzado. La manada había empezado a reunirse desde distintos puntos del parque; todos estaban flacos e inquietos por la llegada del invierno, y los ladridos se oían desde muy lejos en el aire frío. Eran de todos los tamaños y colores, desde una falderilla color blanco sucio y de escaso pelaje, con un inmundo moño rosado todavía en la cabeza, hasta un viejo mastín irlandés, enorme y estúpido. Cada uno tenía un lugar en la manada, no tanto por el tamaño o incluso por la ferocidad como por cierta índole de carácter que algunos poseían y otros no. Por supuesto, cada lugar era eternamente disputado; sólo Blondie, la vieja perra de caza, se había visto libre de desafíos. Entre Sweets y Duke la cosa estaba clara: uno de los dos sería el jefe. Pero para el perdedor continuaría la guerra, hasta que por fin uno de los demás retrocediera ante él. Así encontraría su lugar. Podría ser el segundo. Y también el último, si el valor le flaqueaba.

Si el valor le flaqueaba: cuando Sweets vio venir a Duke, de inmediato y sin vacilaciones, tuvo el brusco, abrumador impulso de gemir, arrastrarse hasta el doberman, ofrecerse a él, y olisquear la orina victoriosa de Duke en un éxtasis de entrega. Y entonces, rápida como la ira, llegó otra cosa, algo que reconstruyó todo su valor, le echó atrás las orejas, le desnudó los dientes, le erizó la piel para que pareciera más grande, le endureció los músculos y lo lanzó contra Duke como un latigazo.

La primera manada de Sweets había sido una familia china de la East Tenth Street, que lo había recibido, gordo y ahíto de leche, de su propia madre, la ovejera de la dueña de la casa, y había puesto en la puerta:

PROPIEDAD DEFENDIDA POR UN PERRO GUARDIÁN

Poco después, toda la manzana había sido desalojada por el gobierno, antes de que Sweets pudiera apoyar francamente al chico tímido y estudioso que era sin duda un jefe de manada. A veces, ahora, cuando buscaba entre las basuras del sur de la ciudad, podía oler en los basureros algunas leves reminiscencias de aquellos primeros años.

Los perros de la East Tenth Street que escapaban de los camiones de la perrera municipal eran perseguidos normalmente por las pandillas paramilitares, en nombre, según se decía, de una mejor higiene, pero principalmente para que los pandilleros dieran salida a su violencia. Sweets fue apresado, y habría sido destruido con el resto de los habitantes aterrorizados y hambrientos de la jaula, ni no hubiera tropezado con un destino que en la mayoría de los casos solía ser peor: fue elegido por el laboratorio de un centro de investigaciones, con otros, para ver qué se les podía enseñar que fuese de interés para esa raza que los perros habían adoptado como líder.

Esto era lo primero que recordaba Sweets, es decir, no con sus nervios y tejidos que nada podían olvidar, sino con el sitio de detrás-de-la-nariz, donde tenía ahora una nueva conciencia: el laboratorio de un centro de investigación. La ineluctable y dolorosa blancura de la luz fluorescente. Las brillantes tiras metálicas que lo sujetaban. La picazón de la cabeza afeitada en el lugar donde le implantaron los electrodos. Las manos fuertes, desinfectadas e indiferentes de la mujer negra que lo puso en libertad, después de que despertó, permitiendo que caminara, envarada y torpemente como un cachorro, hacia los brazos de la nueva ama.

—Sweets[2] —le dijo—, Sweets, Sweets, Sweets, ven con tu madre.

Los experimentos para los que habían empleado a Sweets tenían como propósito mejorar las funciones del lóbulo frontal. El resultado se consideró un fracaso. Nadie era capaz de interpretar el electroencefalograma de Sweets; en cualquier caso, nadie confiaba ya en un electroencefalograma, y Sweets no se había desempeñado significativamente en ninguno de los tests creados para él. Aparentemente, no había habido ninguna mejora funcional, ni un aumento de la inteligencia eidética. Toda esa línea de investigación fue abandonada, como un error. Y Sweets, sin tener idea de lo que se proponían, y de que le habían cambiado no el alma —que había heredado de su madre, la ovejera gris, y de su padre, un perro callejero con un solo ojo— pero sí la mente, no habría pensado en decirles que había despertado, aunque hubiera sabido hablar. Se limitó a mover la cola frenéticamente ante su ama, una científica que lo adoptó después del experimento. A ella entregó Sweets una gran parte del amor que aún le quedaba.

La unión de los hombres y los perros había llevado siglos, hasta que los perros aceptaron a los hombres como si pertenecieran a la manada. En la ciudad, esa unión se deshizo en una sola década.

Era justo que las especies que habían optado por compartir el destino del hombre de las ciudades —los perros, los gatos, las ratas, las cucarachas, compartieran también su tragedia, como siempre habían hecho—; los perros, voluntariamente; los gatos, con aires de reproche; el resto a ciegas, pero habían muerto de hambre, habían sido bombardeados, quemados, sacrificados a las carencias y a las ciencias de los hombres junto con los hombres. Pero éstos habían cambiado rápidamente mucho más que sus especies compañeras. Las ratas, que con tanta precisión se ajustaban a las sucias costumbres ciudadanas y que contaban con la pereza de los hombres, habían sido bruscamente derrotadas por el ingenio humano, y habían desaparecido casi del todo: sólo ahora, cuando el hombre perdía el dominio del Mundo, y lo olvidaba a causa de la lucha mental que sólo él es capaz de emprender, las ratas habían empezado a regresar, en escala pequeña; Sweets y su manada lo sabían, porque les daban caza. Los gatos se habían dividido en dos clases a causa de la declinación de las ratas: una de delicados eunucos que se alimentaban de animales veinte veces más grandes, engordados para ellos y cortados en ordenados trocitos, y otra, mayor, de proscriptos que morían de hambre o helados o envenenados, a millares.

Por supuesto, mientras los hombres no abandonaran del todo las ciudades, las cucarachas florecían. Pero ahora, de pronto, ese día no parecía muy lejano.

En la Quinta Avenida, más allá de Harlem, los frentes renacentistas estaban manchados y las ventanas cerradas con hojas de acero o madera terciada. El parque que durante mucho tiempo había sido como una propiedad privada, estaba abandonado e invadido por la vegetación, y los escasos guardianes, armados con agujas eléctricas, se ocupaban principalmente de cuidar los patios de cemento abiertos durante el día para los niños que jugaban sombríamente con sus atentas niñeras entre los columpios tatuados. Poca gente se aventuraba en la parte más salvaje del parque, al norte de los museos, donde las enredaderas sofocaban los viejos árboles de nombres extraños, y las cizañas se apoderaban de los más jóvenes. Pocos, salvo si era indispensable. «Los perdimos en el parque», solía informar la policía provisional después de una pelea callejera con una u otra facción; entre la vegetación y las rocosas pendientes que a veces ocultaban heridos, y a veces cadáveres. Las ocasionales batidas de la policía descubrían normalmente en el parque a alguien muerto o escondido, y una cantidad de prudentes perros que se mostraban a lo lejos, jamás a tiro de rifle.

Allí vio Sweets por primera vez a Blondie: más allá del museo, en el límite sur del territorio.

Los espacios abiertos alrededor del museo eran ahora la plaza universal de los perros, a pesar de las advertencias policiales. Muy pocos se atrevían a pasar por el parque sin un perro. Sweets conoció muchos, tuvo miedo de algunos: sabuesos que se asustaban de las ardillas, tiesos dobermans y susceptibles pastores que sólo sabían jugar a Ataque y a nada más, torpes y malolientes san bernardos. Era un lugar desconcertante y agotador, un palimpsesto de reclamaciones que todos discutían. Sweets se sentía excitado y temeroso; tironeaba de la correa, ladrando locamente como un cachorro tonto cuando su ama, Lucille, lo llevó allí por primera vez. Y cuando lo dejó en libertad, se quedó paralizado, incapaz de separarse de ella, asaltado por tantos olores.

La gente suprimía cualquier idea clara que Sweets y los demás pudieran formarse acerca del lugar. Sweets merecía a esa weimaraner; estaba en celo y no deberían haberla llevado allí; pero ya que así había ocurrido, ¿por qué le habían arrebatado ese primer triunfo, el primero, sobre otros más grandes y mezquinos? La perra lo había elegido. Sweets no había tenido nunca una hembra, y su corazón era grande: hubiera matado por ella, y ella lo sabía. Pero llegó un hombre con grandes botas, y los separó a puntapiés, y dejó a Sweets sin alivio en mitad de su triunfo. Exaltado, zumbando de poder, un poder que parecía brotarle del lomo, se apartó y oyó que Lucille lo llamaba desde lejos. Todos se desvanecieron detrás de él, y él sólo sentía su propio olor; bajó la nariz hasta el suelo, con aire condescendiente, pero no le llegó nada. Subió hasta la parte más alta y Blondie salió de los arbustos a recibirlo. Él alzó la cabeza, decidió no ladrar. Se sentía temible, enorme, potente; y ella lo reconoció aunque no estaba en celo. Era más grande que él, pero en ese preciso momento ella sabía que él era más grande. Serena y admirativamente, aspiró el olor de Sweets. Y luego se echó de nuevo a terminar el sueño del que él la había despertado, dando unos golpes blandos con la cola sobre el suelo sucio.

Y ahora Blondie estaba muerta, asesinada —sólo él lo comprendía— por un trozo de carne que un hombre había envenenado; y Lucille se había ido. Unos hombres grandes, cuyos abrigos olían a miedo, se la habían llevado en mitad de la noche. Sweets, encerrado en el dormitorio, tenía que haber muerto de hambre, pero no fue así aunque Lucille, en el centro de reubicación, lloró al pensarlo; para ese momento él sabía bastante de puertas y cerraduras, y aunque ni sus dientes ni sus garras estaban hechos para eso, abrió la puerta del dormitorio y contempló el apartamento saqueado, por cuya puerta abierta entraban indeseadas brisas y fragancias de la noche.

Fue al parque porque no tenía ningún otro lugar adonde ir. Si no hubiese sido por Blondie, habría muerto de hambre ese primer invierno, porque ya no quería acercarse a los hombres ni volvería a esperar de ellos comida, consuelo o ayuda. Lo que era para los perros salvajes un derecho de nacimiento —nacer alejados de los hombres—, lo tenía Sweets merced al don de la memoria eidética que los hombres le habían concedido por accidente. Sabía que los hombres no eran ya de la manada. Si él pudiera, llevaría a la manada, a todos ellos, lejos de los sitios de los hombres, a algún otro lugar, aunque conocía un lugar así sólo como un santo conoce el cielo. Lo imaginaba, vagamente, como un parque sin muros, sin límites y sobre todo, sin hombres.

Si pudiera…

Cuando él atacó a Duke, el doberman no retrocedió. Tenía la cara negra y angosta descubierta, y la temible boca preparada. En cierta ocasión, Duke había matado a un hombre, o había ayudado a hacerlo, cuando era el perro de guardia de una joyería; la pistola del hombre le había arrancado la oreja que la agencia le había recortado cuidadosamente cuando era cachorro. Sólo tenía miedo de Blondie y de los ruidos violentos. Giraba para seguir haciendo frente a Sweets —que daba vueltas alrededor y amagaba un ataque— con el desesperado deseo de empezar la pelea, pero sin posibilidad de hacerlo porque ése era el derecho de Sweets.

Cuando por fin Sweets se decidió y atacó, la ferocidad de Duke lo dejó sin aliento. Lucharon boca contra boca, y sintió de inmediato el sabor de la sangre, aunque no las heridas de los labios y la cara. Hubo una serie de caídas que duraban segundos, como las de los luchadores: cuando Duke vencía, Sweets se detenía, paralizado, ofreciendo la garganta a los ávidos dientes de Duke, a punto de morderle la yugular. Entonces Duke se retiraba, y había una nueva confusión de músculos y gruñidos guturales, y era entonces Duke quien se quedaba paralizado. Duke era el más fuerte; su nerviosa energía, incrementada por el entrenamiento de la agencia, parecía incesante, y Sweets, sin poder evitarlo —también él había sido manipulado por los hombres— empezó a imaginar una posible derrota.

En ese momento, cuatro cartuchos de dinamita destruyeron un cuartel provisional de la policía en la Avenida Columbus, y el estruendo los golpeó como una bofetada.

Duke se separó, moviendo la cabeza aterrorizado, buscando el ruido para morderlo. Sweets, sorprendido pero no asustado, atacó otra vez y obligó a Duke a ceder; Duke, enloquecido, trató de huir, cedió nuevamente, y quedó debajo de Sweets, sometido.

Sweets permitió que se levantara. Debía hacerlo. Sintió el irresistible deseo de orinar, y cuando se alejó, Duke echó a correr. No fue muy lejos: ladró desde detrás de unos bancos verdes, en el camino interior, para que Sweets supiera que aún estaba allí. Aún pertenecía a la manada. Sólo que no era el jefe.

Sweets, con el corazón palpitante y una pata entumecida, y los labios que le ardían en el aire frío, inspeccionó su reino. Los demás se mantenían a distancia: eran apenas manchas obscuras en un mundo incoloro. Estaba solo.

En el cuartel provisional de la Avenida Columbus había cuatro policías y un solo detenido. Lo habían traído desde el norte, donde lo habían capturado, y lo llevaban a un sitio desconocido para los agentes, que eran municipales y no federales; sólo sabían que debía ser retenido y transferido. Y, por supuesto, que era necesario redactar un informe. Ése era el informe que el sargento había dactilografiado, con gran cuidado y dos dedos adornados por anillos, en seis finas hojas de papel de colores de confetti, cuando fue decapitado por el cajón del archivo metálico, K-L, donde habían escondido la carga, y que estalló volando como una flecha torpe y gruesa.

«Estatura: 1,85», había escrito. «Peso: 85.» No lo parecía: era fuerte, pero delgado y macizo. «Ojos: amarillos.» Casi podía sentir esos ojos extraños, detrás de él, en la celda, mirándolo. «Señas particulares.» El sargento era un hombre metódico y estúpido. Reflexionó. ¿Qué quería decir? ¿Particulares para su especie, o para los hombres? Había visto otros, en películas, y todos eran muy parecidos. No pensaba acercarse a buscar cicatrices o señas. La especie existía desde hacía casi medio siglo, pero sin embargo pocos hombres —y menos en las ciudades— habían tenido uno tan cerca como ahora el sargento. Eran tímidos, callados. Y estaban condenados a extinguirse.

Sencillamente, el formulario no era adecuado para el detenido. El sargento sabía bien qué hacer si, por ejemplo, el nombre de un prisionero era demasiado grande para el espacio previsto en la hoja. También podía calcular pesos y estaturas, e inventar las deplorables circunstancias de un arresto. Señas particulares… Escribió: «Leo».

Sin duda alguna, era una seña bastante particular. El sargento la usó dos veces más: en «Alias» y en «Raza». Satisfecho consigo mismo, estaba a punto de escribir «Leo» por tercera vez en «Nacionalidad/Autonomía» cuando la carga estalló.

Dos de los tres restantes se encontraban en la recepción, y uno gritaba. El tercero estaba junto a la cafetera, al lado de la puerta del calabozo: intentaba ver por la ventanilla al extraño detenido. Ahora su cabeza, partida por el postigo, estaba encajada en la ventanilla; sus ojos parecían mirar el interior, desorbitados, sorprendidos.

El leo gritó de dolor y furia, pero no pudo oír su propia voz.

¿Qué había ocurrido? Las calles al norte de Cathedral Parkway estaban siempre mortalmente silenciosas en las noches de invierno como ésa; los ruidos más fuertes eran los propios, cuando volcaban cubos de basura y emitían ladridos de furia o de triunfo. Sólo ocasionalmente algún vehículo solitario y brillante recorría despacio las avenidas para imponer el toque de queda. Esta noche las calles estaban vivas; las ventanas se abrían y se cerraban violentamente, atronadoras sirenas y bocinas desgarraban el silencio, y las luces rojas, la obscuridad. En alguna parte, un edificio ardía, poniendo un halo de luz opaca en las calles. Se oían disparos, en explosiones aisladas y en bruscas ráfagas.

Ahora que Blondie se había ido, Sweets no tenía nadie que pudiera interpretar lo que ocurría, y decir sensatamente «huyamos» o bien «no importa, no es nada». Ahora todo tenía que resolverlo él mismo. La manada estaba dispersa a lo largo de dos o tres manzanas cuando Sweets empezó a desconfiar moviendo la cabeza de lado a lado, con las ventanas de la nariz muy abiertas, buscando a los otros. Cuando los encontró, tenían olor a miedo. Todos deseaban huir, y empezaban a volverse hacia la gran obscuridad del parque, en el sur. No obstante, Sweets siguió dando vueltas, inseguro, incapaz de recordar a cuál había visto y a cuál no. Duke, Randy, Spike, el sabueso, la pequeña Heidi, la hija de Blondie, algún otro… No pudo más. Echó a correr por la avenida, dispuesto a buscar cierto portal en la calle 110, cuando el tanque dobló la esquina y se le acercó.

Nunca había visto una cosa semejante, y se quedó paralizado. El gran cañón se movía de lado a lado y las orugas mordían el pavimento. Era como si el suelo tuviera la piel de gallina. El tanque zumbó, buscando con unas luces blancas, que cegaron a Sweets; luego avanzó hacia él, casi tan ancho como la calzada. Por encima del ruido se oía la voz susurrante de una radio; y en el último instante, antes de que lo embistiera, en la parte superior del tanque apareció una figura humana, como un juguete movido por un resorte. Eso restauró de algún modo la furia de Sweets; después de todo, sólo se trataba de otro hombre que pretendía hacerle daño. Saltó, casi con la rapidez necesaria; alguna parte sobresaliente del tanque lo golpeó arrojándolo a un lado. Se levantó y corrió en tres patas, mientras un miedo negro y una furia roja luchaban dentro de él. Corrió dejando un reguero de gotitas brillantes en la calle, hasta que el frío le cerró la herida. Corrió alejándose del parque, buscando la obscuridad, cualquier obscuridad. Esta obscuridad: un área de maniobras, una escalera, una puerta metálica falseada, y luego un sótano húmedo. Y silencio. Obscuridad. Ningún movimiento. Sólo el rápido murmullo de su propia respiración y el rugido de la furia que se alejaba.

Entonces la piel se le erizó de nuevo. Había alguien más en el sótano.

Las bestias heridas se ocultan. No era sólo porque él, un leo, jamás habría pasado inadvertido en las calles, y menos sin un abrigo, y con un brazo hinchado, inútil y posiblemente roto; y tampoco porque nada sabía de la ciudad. Había salido a la calle todavía ensordecido y deslumbrado por la explosión; el aire estaba lleno de humo. Oyó gente que gritaba y se acercaba. Luego el gemido de las sirenas. Necesitaba desesperadamente silencio, obscuridad, seguridad. Ese sótano era lo que estaba más cerca. Se arrancó la manga de la camisa con los dientes para que no le apretara el brazo; trató de no quejarse cuando dio contra algo y un dolor tibio lo inundó. Pasó todo el día sin moverse, acurrucado en un rincón frente a la puerta, mientras el dolor y la confusión se retiraban como un mar que aún podía lanzarle de vez en cuando una gran ola contra la costa de la conciencia y obligarlo a gritar.

Sólo cuando la noche llegó a borrar la luz gris que se filtraba en el sótano, pudo pensar otra vez. Estaba libre. O al menos no estaba en la cárcel. Esto no lo asombró, así como no se había asombrado cuando lo detuvieron. Ignoraba por qué el zorro lo había traicionado, pero estaba seguro de que así había empezado todo. Ningún otro sabía que se encontraba en la Reserva ni qué había estado haciendo en el norte; pero por lo menos podía imaginar el motivo de Reynard: su propio pellejo. No importaba, no por el momento, aunque importaría cuando volviera a encontrarse con Reynard. Ahora lo importante era salir de alguna manera de la ciudad.

Sabía que había un río al oeste y que sólo se podía salir de la ciudad a través de ese río. No sabía en qué dirección estaba el río; en cualquier lugar hubiera distinguido de inmediato el este y el oeste, pero el furgón cerrado en que lo habían traído, la explosión y la maraña de calles lo habían perturbado. Y aunque pudiera localizar el río, ignoraba si era posible cruzarlo y de qué manera. Además, las patrullas recorrían las calles y avenidas, describiendo paralelogramos infinitamente minuciosos. No había afuera un solo camino que él pudiese encontrar.

Cuando cayó la noche empezó a oír los ruidos de la represalia contra quien había puesto la bomba en el cuartel: la pesada marcha de los tanques, la voz fría e insistente de los megáfonos. Los disparos. Los ruidos se aproximaron, como si lo buscaran. Empuñó la pistola que le había quitado a un policía muerto; esperó. No sentía ningún miedo, no podía. Pero la rabia no lo dejaba un instante. No había ninguna razón para permitir que volvieran a detenerlo.

Cuando el perro gruñó, le devolvió el gruñido. El perro calló. Quizás lo habían enviado ellos para que lo buscase. Pero este perro olía a miedo y a dolor, y jamás se le hubiera ocurrido a Painter disparar contra un perro, como fuera. Bajó el arma. Mientras no hiciera ruido —y si estaba herido y escondido, como Painter, no lo haría—, podía ignorarlo.

Sweets había pensado al comienzo: un hombre con un gato. Pero era un olor, no dos; y no el olor de un hombre, aunque se le parecía. Era grande, estaba herido y en un rincón; pero no era éste su lugar, este sótano. Sweets supo todo esto instantáneamente, aun antes de que sus ojos se acostumbraran al lugar y pudiera ver, por la luz gris que atravesaba una ventana alta y pequeña, al hombre —sus ojos decían «hombre» pero él no podía creer en ellos— sentado, con el torso erguido, en el rincón. Sweets se retiró en tres patas, con el cuello erizado, hasta el rincón opuesto. Trató de bajar la pata lastimada pero, cuando se apoyó en ella, le dolió. Intentó echarse, y no pudo. Giró, gimiendo, tratando de lamerse la herida y morder al dolor.

La ventana se iluminó cuando un estrépito de motores se acercó por la calle. Sweets mostró los dientes y empezó a gruñir, sin poder evitarlo, como respondiendo al gruñido de los motores.

Hombres —dijo—. Hombres.

No —dijo el otro—. Estamos seguros. Descansa.

El gruñido que se había apoderado de Sweets se redujo a un gemido. Descansaría. La luz se desvaneció de la ventana y el ruido se alejó. Descansar… Sweets enderezó las orejas y prestó atención. El otro…

El otro todavía estaba inmóvil en el rincón. El arma brillante le pendía flojamente de la mano. La luz se le reflejaba en los ojos, como los de un perro, cuando movía la cabeza. ¿Quién era?

¿Quién eres? —dijo Sweets.

Sólo un nuevo amo —dijo el otro.

Sweets respondió:

Ya ningún hombre es mi amo.

Tú me seguías —dijo el leo—, mucho antes de que siguieras a los hombres.

(Pero no lo «dijo»; ni siquiera Painter, que podía hablar, se hubiera dicho que ambos estaban hablando. Ambos se sorprendieron un momento ante esa comunicación, que tenía la claridad inmediata, sin palabras, de un apretón de manos o de un golpe aplicado con furia.)

Estoy solo y herido —dijo Sweets.

Solo, no. Aquí estamos seguros, al menos por el momento. Descansa.

Sweets seguía mirándolo fijamente; su conciencia, asustada, desesperada, trataba de seleccionar alguna orden que pudiera seguir entre la confusión de temores, iras y esperanzas que le volaban desde detrás de la nariz, por el espinazo, hasta las puntas de las orejas. El olor del leo decía «Aléjate y ten siempre miedo de mí». Pero le había ordenado que descansara y se sintiera seguro. La pata herida le decía «Espera, recobra las fuerzas». Y finalmente los torrentes de sentimientos empezaron a fluir juntos en un mismo río cuyo curso era una orden: «Ríndete».

Se echó en la actitud de sumisión que pudo conseguir con tres patas, y se acercó al leo, centímetro a centímetro, emitiendo pequeñas voces de cachorro. El leo no respondió. Sweets sintió esa indiferencia como una gracia que descendiera sobre él: no habría disputas, al menos mientras Sweets lo aceptara como amo. Poco a poco, con los ollares abiertos, listo para apartarse si lo rechazaban, lamió la gran mano apoyada sobre la rodilla, probándola, aprendiendo algo más sobre la naturaleza del leo, estudio que le absorbería la mayor parte de su tiempo, aunque aún no lo sabía. No fue rechazado, de modo que se deslizó cautelosamente en el hueco entre las piernas de Painter, y se acurrucó allí, todavía preparado para retroceder ante el menor signo. Pero no hubo tal signo. Encontró la forma de acomodarse sin que la pata le doliera más. Empezó a temblar con violencia. El leo apoyó una mano en él y el temblor cesó, después de recorrerle la cola que golpeó dos, tres veces contra el pie de Painter, Durante un rato tuvo las orejas erguidas y las ventanas de la nariz dilatadas. Luego apoyó la cabeza contra los duros músculos del muslo de Painter, con la nariz colmada de aquel intenso e indefinible olor. Sweets se durmió. Painter se durmió.

Los ruidos de una búsqueda casa por casa, cada vez más cerca, los despertaron justamente poco antes del amanecer.

Entonces, ningún lugar es seguro —dijo Painter.

Sólo el parque —dijo Sweets—. Iremos allí.

(Esa comunicación no sería frecuente entre ellos, porque no era algo deliberado, sino más bien una especie de chispa que saltaba entre ambos cuando una carga de emoción, reflexión o necesidad alcanzaba cierto nivel. Sin embargo, fue suficiente para mantener sutilmente aliados y de un mismo parecer al hombre-león y al antes-perro. Es un don, se dijo Painter cuando más tarde pensó en esto, un don de nuestra alteración a manos de los hombres, un don del que ellos nunca se enteraron y que probablemente habrían tratado de retirar de haberlo conocido.)

Salieron a la fina niebla de la madrugada. Sweets, rápido y asustado, todavía cojeando, se detenía cuando estaba fuera del halo de olor del leo, daba unos pasos nerviosos y sólo continuaba cuando comprobaba que el otro lo seguía. En cierto momento se perdió, luego encontró huellas de la manada, marcas que eran para él como el murmullo de una conversación distante para un hombre; las siguió, el rastro se hizo más claro y finalmente los pilares de piedra del portal asomaron en la niebla. Entre ellos había una forma negra, móvil, que lo llamaba. ¡Duke! Sweets ladró de alegría y corrió a su encuentro, sin sentir el dolor de la pata, olisqueándolo y dejando luego que él lo oliera de un extremo al otro, para que se enterara de sus aventuras.

Duke no se acercó al leo; se quedó bailoteando en lo alto de la colina mientras Sweets y Painter se deslizaban entre las hojas húmedas y podridas, por debajo del estropeado puente barroco, y a través de la alcantarilla llegaban a la seguridad —la más perfecta que Sweets conocía— de su refugio más secreto, donde no había estado ningún hombre, donde había nacido la salvaje prole de Sweets y Blondie, y adonde ella había querido ir cuando agonizaba.

Ahora es tuyo —dijo; y el gran animal que había encontrado se dejó caer agradecido entre malolientes desechos, aferrándose el brazo herido y sintiéndose indeciblemente seguro.

Había comenzado el invierno. Sweets lo sabía, como Painter; los demás meramente lo sufrían.

Uno por uno llegaron a aceptar a Painter como miembro de la manada, siguiendo así el ejemplo de Sweets. Por la noche se reunían a su alrededor en el refugio, que en realidad era la ruina hundida de un rústico pabellón donde en un tiempo se reunían los ancianos para jugar a los naipes y a las damas y hablar de lo mal que andaba el Mundo. Incluso había un anuncio, perdido en alguna parte, entre malezas y enredaderas, que restringía el acceso en beneficio de los ciudadanos de la tercera edad. Los pilares que lo sostenían habían cedido como piernas de ancianos, y el techo abovedado había caído de lado sobre el suelo, creando una cueva muy baja. La manada se agrupaba en montón, abrigándose con sus propios cuerpos. Painter, una enorme masa en medio de todos, dormía cuando ellos dormían y se levantaba cuando ellos se levantaban.

Sweets y él proveían a las necesidades de la manada. Painter era más fuerte que ellos, y Sweets podía cazar tan bien como cualquiera, pero también podía pensar. Ambos llevaron a cabo el robo del zoológico, que les rindió varios cartilaginosos kilos de carne de caballo destinada a los pocos felinos, seniles de puro aburrimiento, que aún eran mantenidos en jaulas. Ambos dieron los golpes que, párrafo tras párrafo, empezaban a adquirir importancia en los periódicos de la ciudad: Painter era el «hombre grande y robusto» que había robado dos cuartos traseros de res al proveedor de un restaurante —acosado por un perro furioso— y luego había echado a andar por la nieve con la carne al hombro, casi ochenta kilos de carne y hueso: si el carnicero no lo hubiera visto, no lo habría creído.

Si en Painter o en Sweets hubiese habido una parte mayor de alma humana, habrían considerado asombrosas la sociedad que habían creado y sus propias aventuras, que parecían relatos a la vez conmovedores y sensacionales; habrían recordado el rostro de la mujer alta a quien Painter despojó con delicadeza de un enorme abrigo de piel de conejo, que a partir de entonces llevó siempre encima, cada vez más sucio. Se habrían detenido en el momento en que Painter, en el zoológico, estuvo cara a cara con un león y lo miró: el león abrió las fauces y mostró los dientes, sin saber por qué lo miraban, pero reconociendo un olor al que debía responder, mientras Painter abría los labios como un eco.

No recordaron nada de esto, y si lo hubiesen recordado, habría sido de un modo que los hombres jamás podrían entender. Cuando, mucho más tarde, Meric Landseer intentó narrar la historia de Painter, poco logró averiguar sobre esa época. Painter la había relegado al olvido. Había sobrevivido. Eso era lo que podía hacer, y a eso se había consagrado.

Sweets y Painter se comprendían cada vez mejor.

Painter sabía que era preciso encontrar un camino que llevase fuera de la ciudad; sabía que era imposible pasar mucho más tiempo en el parque, ahora de árboles desnudos, sin que lo vieran y apresaran. Ignoraba en cambio que no se había hecho una búsqueda a fondo porque el viejo edificio donde había estado prisionero, debilitado por la explosión, se había desmoronado, y como nadie parecía decidido a excavar los escombros, se presumía que el leo había quedado sepultado bajo toneladas de ladrillos y yeso cubierto de empapelado. Sabía que Sweets, como él, quería escapar del parque; Sweets reconocía que la manada sólo lograba sobrevivir allí por la negligencia y la tolerancia de los hombres, y que eventualmente sería perseguida, muerta a tiros, aprisionada o trasladada en furgones, si antes no moría de hambre. Se resolvió entonces que si Painter se marchaba, la manada lo seguiría. Sweets, agradecido, puso en manos de Painter la carga del liderazgo, y con ella, su corazón. No tenía idea de qué era la libertad que Painter prometía, ni intentaba imaginarla. Cuando aceptó al leo como amo, todas las preguntas quedaron respondidas para siempre.

Eso era, en verdad, lo que Sweets siempre había querido.

El túnel no estaba muy al norte de la planta de carne envasada que la manada solía visitar por la mañana, muy temprano, para arrancar trozos de carne y sebo de los cubos de basura, hasta que los hombres armados con largos palos amenazantes salían a perseguirlos. Habían evitado el lugar desde que uno de los miembros de la manada había sido acorralado y golpeado a muerte con esos palos. Pero Sweets recordaba el túnel. Tenía una boca obscura cerrada con barricadas: en la parte superior había luces anaranjadas que se encendían y apagaban una a una. Las calles de la ciudad convergían en el túnel desde varias direcciones, entre muros de piedra, y se hundían en sus fauces. Sweets nunca se había preguntado adónde iba el túnel, aunque en una ocasión había visto entrar a un policía en motocicleta, que no volvió a salir.

Cuando el invierno era ya viejo y sucio en la ciudad, Painter se decidió por el túnel, entre todas las salidas que Sweets y él habían investigado.

Su aliento y el de Sweets ascendían, blanquecinos, en el aire claro, antes del amanecer. Painter miraba el túnel, al amparo del borde del muro de piedra. Una cadena de luces pálidas corría por el centro. Painter no sabía mejor que Sweets adónde iba el túnel, pero suponía que a la Autonomía del Norte; de todos modos el camino llevaba hacia el oeste, hacia las tierras incultas, y ésa era, por el momento, toda la libertad que necesitaba imaginar.

¿Por qué no había guardianes, como en los puentes? Quizá estaban en el otro extremo. O tal vez se trataba de alguno de aquellos viejos puestos de guardia que habían sido descuidados y reemplazados por anuncios amenazadores:

PROHIBIDO EL ACCESO

TRÁNSITO CERRADO

LOS INFRACTORES SERÁN ARRESTADOS Y DEPORTADOS

GOBIERNO REGIONAL PROVISIONAL

No estaba en la naturaleza del leo preocuparse por los peligros, amenazas o castigos. Trató de imaginar lo que ocurriría cuando todos se encontraran en el túnel, pero no apareció nada. Se limitó entonces a esperar que la manada se congregase.

Habían venido de noche, por caminos distintos, aunque nunca separados de los olores de los otros; se detenían para marcar el camino, o para investigar olores, olores de comida, de ratas, de seres humanos. Avanzaban en cuadrilla por tres calles laterales. En la vanguardia estaba Sweets, junto a Painter, muy nervioso por la forma descubierta con que se movía pero nada dispuesto a alejarse de él. Ahora que la luz aumentaba se movía con inquietud, marcaba una y otra vez algún sitio, manteniendo la nariz en alto en busca de noticias de los demás. Llegaban de a uno, dos o tres, inquietos por encontrarse tan lejos de los olores hogareños al romper el día; Duke estaba particularmente excitado, y volteaba su única y orgullosa oreja buscando ruidos.

Painter esperó hasta que no vio en Sweets ninguna resistencia a seguir adelante (Painter nunca había contado la manada y tampoco los conocía a todos; sólo Sweets sabía si faltaba alguno) y descendió hacia el túnel pisando con firmeza la nieve sucia y amarillenta. La manada lo seguía, agrupada ahora; el túnel no les gustaba, pero preferían la obscuridad al trecho expuesto. Painter rompió una parte de la podrida barricada de madera; algunos de ellos se habían deslizado ya por debajo, o habían pasado por encima. Estaban dentro del túnel, moviéndose rápidamente a lo largo de los muros de cerámica clara. El ruido de las uñas de los perros y el ruido acompasado de las botas de Painter eran fuertes, distintos, intrusos en el silencio.

El túnel era más largo de lo que Painter esperaba. Se volvía y revolvía en curvas amplias y sinuosas, como si estuvieran en el interior de una vasta serpiente; las luces amarillas brillaban, como correspondía, debajo de las escamas. Pensó que estaban acercándose a la salida cuando acababan de dejar atrás el punto central, sin saber que junto a la marca de ese punto —una borrosa línea blanca que indicaba el centro del río— había una alarma conectada con una garita policial junto a la boca del túnel.

Sweets corría adelante, sabiendo que después de algún recodo debería ver la luz del día. Quería llevar a Painter hasta ella; pero al mismo tiempo no deseaba alejarse de él. Y además debía tener en cuenta a la manada: era imposible evitar que se detuvieran y ventearan el aire cuando atravesaban las zonas obscuras en que las luces no funcionaban. Lo mejor que podía hacer era correr al frente para obligarlos a continuar; y en una de las ocasiones en que se adelantó, oyó por primera vez la motocicleta que se acercaba por el túnel.

Se quedó absolutamente inmóvil, con el pelaje erizado y las orejas echadas hacia atrás. Cuando los demás lo alcanzaron, el ruido era ya evidente. No, vamos, dijo Painter, y continuó, con Sweets detrás y la manada detrás de Sweets. El ruido creció acercándose. Duke pasó al lado de Sweets, con un olor tembloroso y violento. El ruido los envolvió cuando llegaban a un recodo; Sweets no podía oír otra cosa, aparte de la orden de continuar dada por Painter.

Mientras giraban, el estrépito se abrió insoportablemente en abanico, y la moto negra, conducida por un jinete con casco, se lanzó contra ellos. Quizá había esperado que el motivo de la alarma fuera otro. Iba demasiado rápido; se echó atrás, frenó; la máquina se detuvo con algunas explosiones intermitentes, se deslizó de lado contra los animales. Un doberman negro volaba por el aire contra él.

Duke, enloquecido por el ruido, había atacado. Debía haber huido; no sabía cómo. Sólo sabía cómo matar a lo que le atacaba. El ruido lo atacó y saltó furiosamente para acabar con él. Se lanzó con la boca abierta y la máquina giró como un animal aterrorizado. Duke, la moto y el hombre cayeron, describiendo violentos golpes circulares contra la pared. El ruido murió.

Vamos —dijo Painter, echando a correr—. Corre, no te detengas.

Sweets corrió, con una furia ciega detrás de los ojos; no sabía cuántos de los demás lo seguían, no le importaba, no recordaba ya hacia dónde corría ni para qué. Sólo sabía que mientras huía, una parte de su ser quedaba enredada y destrozada junto a los restos de la moto y el cuerpo roto de Duke, el bravo Duke, el loco Duke.

A lo lejos apareció un semicírculo de luz.

Uno tras otro, salieron huyendo del túnel, espantados, Heidi, la faldera, Spike el sabueso, Randy y los salvajes. Finalmente, todos emergieron, saltando, corriendo de nuevo hacia adentro, y volviendo a salir. Todos menos Duke.

Painter salió, con el ancho pecho palpitante y el arma en la mano. Volvía la cabeza de un lado a otro, buscando amenazas. No había ninguna.

Sweets se precipitó sobre él, gimiendo, perdido ahora en un súbito dolor, enredándose en las piernas de Painter, deseando que Painter de algún modo lo absorbiera, le curara el dolor y la furia.

Todos menos Duke —decía, todos menos Duke.

Pero Painter sólo chilló una vez, impaciente, quitándoselo de entre los pies; luego echó a andar por la avenida desierta.

Vamos —dijo—. Pronto, fuera de aquí. Sigue.

Sweets sabía que sólo podía hacer eso, seguir; que ésa era la respuesta a cualquier miedo, a cualquier dolor. Sigue. Avanzaron cierto tiempo antes de que Sweets empezara a ver el lugar adonde los había conducido Painter.

Años atrás, durante las guerras, esa franja de la ciudad había sido desalojada, como una tierra de nadie entre la ciudad rebelde y la Autonomía del Norte. Incluso entonces no había sido necesario evacuar a mucha gente; hacía ya tiempo que la ciudad era un fracaso. Ahora parecía tan desierta y abandonada como si hubiera estado debajo del mar. Las calles demarcaban los viejos rectángulos entre los cariados edificios; pero las únicas caras visibles eran aquellas sonrientes, rotas o cubiertas de herrumbre, pintadas en los enormes anuncios de productos que ya no se fabricaban.

Sweets no podía leer, y Painter no vio los nuevos anuncios de que la Autonomía del Norte era ahora un protectorado federal, ocupado por tropas federales, y donde se necesitaba un pasaporte federal. Lo único que ambos sabían, con certidumbre creciente, era que no habían escapado de la ciudad. Avanzaban y las manzanas de edificios se sucedían una tras otra, idénticas. El cielo era más grande, y los edificios más bajos; pero era siempre la misma ciudad abandonada. Cuando en el silencio Painter escuchó, arriba, el rápido, insistente tic-tac, que lo perseguía desde hacía años, no se sorprendió. No miró hacia arriba ni buscó algún refugio, aunque Sweets levantó las orejas y miró a Painter, listo para correr y esconderse en cualquier momento. El helicóptero se detuvo, miró y se alejó.

Un oficial transmitió por radio lo que veía: un hombre grande, quizá no fuera un hombre, caminando por la calle con decisión, hacia el norte.

—Lleva un montón de perros alrededor.

—¿Perros? Cambio.

—Perros. Gran cantidad. Cambio.

Painter llegó a un valle que no era posible atravesar: el tajo de una derrumbada autopista. Giró hacia el noroeste, caminando por el borde del terraplén. Allá lejos se alzaba el horizonte, el verdadero horizonte, el de la Tierra, perfiles erizados de unos árboles sin hojas, la leve elevación de una colina parda, el pálido Sol que manchaba de amarillo una capa de nubes de invierno.

Allá —dijo Painter—. La libertad que te prometí. Ve hacia allá.

No sin ti.

Sí. Sin mí.

Había máquinas que se acercaban, a través del laberinto de piedra. Venían sin duda hacia ellos; las únicas cosas vivientes de alrededor. El resto de la manada había huido por las calles perpendiculares. Muy alto, el helicóptero observaba al hombre grande con abrigo de piel y al perro que lo acompañaba. El helicóptero veía dónde se encontrarían con los coches patrulla; en el acceso empinado que llevaba a la autopista. Vio cómo convergían unos hacia otros.

Los coches patrulla treparon hasta alcanzar a Painter y Sweets. Se detuvieron, con chirrido de neumáticos. Salieron hombres armados que gritaban. Painter dejó de caminar.

Vete —dijo—. Ve adonde te dije.

Sweets estaba paralizado, partido en dos, deseando morir junto a Painter, pero abrumado por la orden de marcharse. El resto de la manada había huido. La mente, tan tensa que parecía que iba a rompérsele, le insistía en que para seguir a su amo, ahora, tenía que huir, hacer lo que no podía. Debía huir.

Painter empezó a descender hacia los hombres que aguardaban. ¿Por qué había pensado que podía escapar, que había algún lugar adonde ellos no pudieran ir? Arrojó el arma, que repiqueteó sobre la piedra y por un instante giró como una peonza. Nunca había escapado. Sólo, y por un tiempo, había pasado inadvertido.

Sweets vio que Painter alzaba lentamente los brazos mientras se acercaba a los hombres. Antes, antes de que ellos lo rozaran, antes de que hicieran lo que fuese con él, dio media vuelta y echó a correr. Se encaminó al norte, rápido, obligándose a correr, a traicionar; traición, traición, traición, le decían los pies mientras golpeaban la dura, interminable piedra de la calle.