Cuatro:
Ve hacia la hormiga, oh haragán;
reflexiona sobre sus hábitos, y aprende

Si hubieran vivido en uno de los niveles inferiores, ya el Sol se estaría poniendo para ellos; y abajo, en el suelo, sólo se habrían visto unas pocas nubes moradas en un cielo de lapidaria claridad, si hubiese habido alguien para verlas, y no había nadie en los casi dos mil quinientos kilómetros cuadrados que medía la Reserva Génesis. Pero allí donde residían, sobre el nivel cien, aún podían ver las rojas llamas del Sol que no desaparecería durante algunos minutos de las terrazas superiores. A ninguna otra hora sentía más intensamente Meric Landseer la vastedad de la Montaña de Candy que cuando contemplaba, al atardecer, el ocaso que se extendía sobre la llanura y trepaba hacia arriba nivel por nivel.

La luz del Sol atravesó el vaso que sostenía en la mano, encendiendo una llama en el centro.

—«Eres la sal de la Tierra —leyó Bree—, y si la sal pierde sabor, ¿con qué la salarás?» ¿Qué significa?

—No lo sé.

Bree estaba sentada, erguida, en la silla de lona, con las atezadas piernas muy abiertas y las rodillas brillantes al Sol. Se rascó perezosa, abstraídamente, pasando las finas páginas con cantos dorados. Estaba desnuda, aparte de las gafas de Sol y los gruesos calcetines grises que le protegían los pies. El Sol, que hería longitudinalmente la absoluta claridad del aire, la dibujaba con gran exactitud: cada vello castaño de sus miembros castaños parecía grabado, cada lunar tenía un punto luminoso y una sombra; incluso las grietas diminutas de los labios plenos y entreabiertos se distinguían de la falsa humedad de la crema protectora que los cubría.

Meric amaba a Bree, y ella lo amaba, aunque quizás amaba más a Jesús. El Sol no hacía distinciones, y en verdad destacaba el cemento desnudo del borde del terrado tan amorosamente como el ámbar de la bebida de Meric o los miembros de Bree. Era imposible iluminar a Jesús: era, sentía Meric, una obscuridad fluorescente en el pequeño libro.

La sombra había ascendido hasta el nivel de ellos. Bree dejó el libro.

—¿Puedes verlos? —preguntó.

—No —miró la ondulante llanura, este año en barbecho, que se extendía hasta que la obscuridad la devoraba; quizás hubiera podido, con los ojos de las águilas que moraban en los techos más altos semejantes a acantilados: las había visto a la altura de su propio techo, flotando en corrientes complejas, acechando los movimientos de las liebres, que se movían como peces en el mar de hierba, abajo—. No, no puedo verlos —era imposible, para alguien que viviera allí, sentir miedo de las alturas, y Meric no lo sentía; sin embargo, a veces, cuando miraba hacia abajo experimentaba… ¿qué? ¿asombro? ¿sorpresa?… una emoción súbita que lo agitaba como una bandera.

—Hace frío —dijo Bree, casi con petulancia.

Un breve verano había ardido y pasado. Bree lo había tomado como un derecho, no como un regalo; siempre se sentía ofendida por la partida del Sol. Se puso de pie, envolviéndose en una larga túnica azul. Meric podía ver, muy abajo, en los terrados que sobresalían, a otros hombres y mujeres que se levantaban y envolvían en azul.

Con el brusco descenso nocturno de la temperatura llegaron los vientos. La Montaña estaba diseñada para no entrometerse en modo alguno con la Tierra, y para no hacer ningún daño al cuerpo de ella y a la piel de vida que se extendía sobre el suelo. Contenida en sí misma, la Montaña reemplazaba exactamente todo lo que usaba del cuerpo de la Tierra, tomando en préstamo y devolviendo agua y alimento con honesta contabilidad. Y sin embargo, el aire era perturbado por la masa de la Montaña; erguida en medio del océano de aire como una enorme mano de mortero, podía despertar y distorsionar vientos salvajes. Más o menos una vez por año, un vasto cristal fallado, color ámbar, era arrancado y llevado por el aire cientos de metros antes de aterrizar. Cuando esto ocurría, salían y recogían hasta astillas, las más pequeñas, volvían a fundirlas y las utilizaban de nuevo.

Pero no podían dejar de perturbar el aire. Un edificio de ochocientos metros de largo y casi la misma altura instalado entre ondulantes colinas de hierba no podía evitarlo: y no era Meric el único que sentía mala conciencia, y de alguna manera, pedía perdón al viento.

—Sin embargo allí están, ¿no es verdad? —dijo Bree; cerró las puertas del terrado, pero el viento había entrado y corría por el piso, alzando alfombras y cortinas de azul y haciendo vibrar los paneles—. Están allí, en alguna parte.

Encendió las velas de la mesa baja y acomodó los almohadones con sus pies enfundados en calcetines grises. Más allá del espacio de cristal, quizás muy lejos, las ráfagas de aire hacían difícil juzgarlo, hombres y mujeres cantaban un antiguo himno mientras regresaban del trabajo; Meric y Bree alcanzaban a oír la melodía, pero no las palabras.

—Esta noche empieza de nuevo tu show, ¿verdad? —preguntó Bree mientras Meric servía la sencilla cena—. ¿Habla de ellos?

—No. No tenemos películas ni videotapes. No serviría de gran cosa.

—Y sin embargo, la gente no sabe qué pensar —Bree recogió la túnica entre los muslos morenos y se arrodilló al modo japonés delante de la mesa—. ¿Está…? ¿Está bien que se instalen aquí?

—No son hombres.

—Sabes qué quiero decir. Está estrictamente prohibido el acceso a la Reserva, a las tierras que domina la Montaña de Candy, de vagabundos, cazadores, intrusos. De hombres.

—No sé. Se ha hablado de instalarlos en una reserva. Tienen que vivir.

—¿Te dan pena? —preguntó Bree.

—Sí. No son hombres. No tienen libertad de elección, me parece. No pueden decidir, como nosotros, no ser…

—Carnívoros.

—Eso es. No ser lo que son.

—Gracias te damos, Señor —dijo Bree, con sus largas pestañas bajas—, por los dones que nos has dado y que recibiremos en nombre de Jesús, amén; tomó el pan, lo partió, y se lo dio a Meric.

Cuando Meric había llegado, veinte años antes, tenía seis años, y la gran estructura no había estado habitada mucho más tiempo. Empezaba a dejar de crecer: nunca había de llegar a los doscientos niveles, ni se ajustaría, por lo tanto, a la exquisita maqueta hecha por Isidore Candy mucho antes de que se iniciara la construcción. Entre los recuerdos más profundamente grabados de Meric estaba la primera ocasión en que viera esa maqueta. En verdad, recordaba tan pocas cosas de su vida antes de la Montaña —esa vida fugitiva y desplazada de los refugiados que imprime a fuego una leve marca eterna de inseguridad en el alma pero deja pocos objetos estacionarios en la mente— que sentía su vida iniciada ante la maqueta.

—¡Mira! —había dicho su madre cuando la diminuta y exhausta caravana estaba aún a millas de distancia—. ¡Es la Montaña de Candy!

La enorme masa azul se elevaba a lo lejos como grandes espaldas que se alzaran de la Tierra, las espaldas esqueléticas de todos los grandes Titanes muertos resurgiendo a la vez. Y una vez que la vio sobre el horizonte, ya no dejó de verla, por más vueltas que diera el camino; era tan grande que pasó largo tiempo antes de que tuviera la impresión de haberse acercado. Pero creció, y tuvo que alzar cada vez más la vista para verla, hasta que llegaron a los anchos escalones de la base. El mar de hierba que habían atravesado rompía contra esos escalones en una espuma de hojas y flores que cubría el primer peldaño, al que no llegaba ningún camino ni terraza. Se quedó allí como en una costa escarpada. Cuando intentó mirar hacia arriba, sin embargo, los acantilados eran demasiado grandes para ser visibles. A su alrededor, la gente ascendía los escalones hacia cien entradas abiertas que aguardaban en el frente inconcluso: alguien le tomó la mano y él subió también, pero era la Montaña misma quien lo recibía.

Los pasos de la gente resonaron en el interior más inmenso que Meric hubiera visto o incluso soñado. Los ecos tenían ecos, y éstos otros ecos más leves. La caravana que llegaba se desparramaba sobre la gredosa piedra desnuda; unos se sentaban sobre los bolsos, otros caminaban o buscaban a sus amigos, pero no dejaban ninguna impresión en el espacio, no lo disminuían. Y sin embargo, al mismo tiempo todo el espacio estaba lleno de ruidos, gente, actividad, idas y venidas, porque en el atrio central había galerías y pasarelas, y las gentes se apretaban en las profundidades. Ahora que estaba en el interior, ya no se sentía en un acantilado junto al mar sino dentro del mar mismo, lleno de vida y movimiento y de cardúmenes ajetreados en todos los niveles.

Meric casi no se atrevía a andar. Había tantas direcciones adonde ir, todas ellas infinitas y ninguna marcada, que no parecía posible tomar una decisión. Luego apareció un foco: una niña, casi de su misma edad, vestida de azul, cuya piel morena era como la seda en las acuosas profundidades de ese mar sin Sol. Se movía entre los recién llegados como alguien perteneciente al lugar, como los que allí vivían y habían recibido a las personas tristes, cansadas y desalentadas con quienes él había viajado, que anhelaban convertirse en ellos. Y en ese momento Meric deseó todavía algo más: hubiera querido ser ella.

Nunca había dejado de quererlo del todo.

—Ven a ver —le dijo la niña, o quizás a él y también a otros que estaban cerca, adultos demasiado preocupados para escuchar lo que decía.

Y él fue con ella, directamente a través del lugar, hacia las profundidades, siguiéndola. Más allá del atrio central las paredes dividían el espacio en mitades y cuartos, una y otra vez mientras bajaban por una garganta que se estrechaba, y sin embargo las dimensiones del espacio eran siempre las mismas, pues la mayor parte de las paredes intercaladas eran transparentes, una trama abierta de tablones, pasarelas y plataformas suspendidas de cables. Metal, madera, cristal.

El lugar adonde ella lo condujo, lo sabía ahora, años más tarde, era el centro mismo de la Montaña. Allí, en una mesa, estaba la maqueta. Era menos la maqueta de un lugar que la idea misma de Lugar: un espacio infinitamente ordenado por simetrías de líneas, niveles, límites. Con gran lentitud fue creciendo en él la sensación de que esto era un modelo del lugar adonde había venido a vivir; de que esa densa acumulación de líneas muy juntas y espacios aserrados modelaban lugares suficientemente grandes, y aun inmensos, para vivir vidas. El atrio que había mirado con estupefacción, no hubiese contenido uno de sus puños en el modelo, ni él hubiera conseguido poner un dedo entre los pisos donde vivían y trabajaban multitudes. La pequeñez del atrio en el modelo era la cosa más enorme que había visto nunca. Aquí está lo grande que es, pensó. Los pisos y muros eran de materiales tan tenues que sólo agrandaban más la idea de espacio: alambres dorados, alfileres, escaleras hechas con una fina hoja de papel. Por esos escalones él había subido.

La niña indicó una fotografía colgada detrás de la maqueta. Un anciano con un sombrero muy usado y una camisa blanca arrugada con muchas lapiceras en el bolsillo, ojos más amables que los de Santa Claus y una barba, también como la de Santa Claus, que llegaba casi a la cintura.

—Él lo hizo —dijo ella, y él comprendió que se refería a la maqueta y también, en cierto modo, al lugar donde se encontraban—. Lo llamaban Isidore Candy. Yo me llamo Bree.

Mientras comían, Bree y Meric oían alrededor la interminable voz sin palabras del nivel y también, aunque demasiado baja, la de otros niveles. Los paneles de papel que era todo lo que convertía el espacio en algo propio, esos paneles, que hacían de cualquier espacio un espacio en este nivel, tenían todas las formas, extensiones y alturas, y vibraban como finos parches de tambor en respuesta a las voces, las reuniones de la gente y los ruidos de la actividad y la maquinaria, un ruido tan constante y de variaciones tan multiformes que en realidad no lo escuchaban, así como tampoco ellos eran escuchados.

—¿Cuántos son? —preguntó Bree.

—Nadie lo sabe con seguridad —comió un poco más del pan macizo que se desmigajaba fácilmente—. Tal vez unos diez.

—¿Cómo se llama? —dijo Bree—. Quiero decir, una familia de leones. ¿Usan la misma palabra?

—Pride[1] —dijo Meric; miró a Bree, en los ojos castaños con chispas doradas de Bree había una inquietud que él conocía bien, aunque no podía leerla ni sabía cómo disiparla, ¿era miedo?; ella había apartado los ojos—. Y ellos usan la misma palabra.

Ella se puso de pie, y él se aconsejó no seguirla con la mirada por la casa («casa», la llamaban, así como llamaban «oficinas» a los lugares de trabajo y «salones» a los espacios de reunión; sabían lo que querían decir). Algo había estado creciendo en ella durante todo el día; él podía darse cuenta por las pequeñas preguntas que le hacía continuamente, sin escuchar las respuestas de él.

En alguna parte sonaron campanas de cerámica, llamando a la reunión o a la plegaria.

—¿Hay reunión esta noche? —preguntó Meric; ¿por qué la ternura no tenía más poder sobre los estados melancólicos de Bree?

—No.

—¿Vendrás a ver el show?

—Supongo.

No era capaz de no mirarla, de modo que lo intentó de una manera que no pareciera suplicante, aunque suplicar era lo que él deseaba. ¿Suplicar qué, suplicar cómo? Ella se le acercó como si él hubiera hablado, y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

Meric era tan rubio, tenía el pelo de un oro tan claro, que en la cara de huesos afilados jamás le había crecido la barba; los cabellos se le abrían como el de una mujer alrededor de las orejas, y si no se afeitaba, un ligero bozo le crecía sobre el labio, pero eso era todo. Esto le gustaba a Bree: parecía tan limpio… Ella amaba las cosas que consideraba limpias, aunque no hubiera podido decir qué significaba «limpio» para ella. Tenía un rostro limpio. Se depilaba porque así se sentía más limpia. El sentimiento más suave y limpio que ella conocía era que él, levemente, con una exclamación como de gratitud o alivio, le pusiera allí la suave mejilla.

Pero no quería eso ahora. Lo había tocado porque él parecía necesitarlo. Bree no se sentía completamente limpia, lo que era parecido —aunque diferente— a la aprensión.

Volvió a sus escrituras, aunque no para leerlas, sino como si deseara interrogarlas ociosamente. Él se preguntó si Bree escuchaba las respuestas de Jesús con más atención que las suyas.

—¿Por qué quieres saber acerca de ellos? —preguntó—. ¿Qué te hacen sentir? Quiero decir, cuando piensas en ellos.

—No pensaba en ellos.

Tal vez era así. Tal vez no quería decir nada con sus preguntas. A veces hacía preguntas sin finalidad acerca de sus shows, o de las cosas técnicas con que él trabajaba, las cámaras, los videotapes. O sobre el tiempo. Tal vez era él quien pensaba en ellos constantemente, sin poder apartar la idea. Tal vez ella sólo reflejaba la inquietud que él sentía.

—«Cuidado, y mira bien —leyó Bree—, porque tu enemigo merodea como león que ruge, buscando a quién devorar

El Show del Aniversario comenzaba así:

El rostro amable, o más bien los ojos, de Isidore Candy, enormemente aumentados, llenaban las pantallas. El rostro se apartaba, de modo que el sombrero y la gran barba aparecían a la vista. Había una nota musical ascendente, una sola, que parecía salir de la escena mientras el rostro de Isidore comenzaba a retirarse con lentitud, hasta que era completamente visible. Por algún arte, la imagen parecía cargada de expectativa. Entonces, una voz de mujer, grave, casi solemne, recitaba sin prisa:

«Decía un viejo barbudo:

“Es como yo sospechaba:

dos búhos y una perdiz

un gorrión y tres gallinas

han anidado en mi barba”.»

En ese momento, la nota musical se desplegaba como un abanico en una armonía que cortaba el aliento, y la imagen cambiaba: unas águilas que anidaban en los acantilados, y las inconclusas cumbres de la Montaña abrían sus alas majestuosas a la madrugada y ascendían; una de ellas lanzaba una áspera nota, mientras las patas emplumadas y las grandes garras parecían aferrar el aire.

Era un momento que Meric amaba, no sólo porque estaba seguro de su efecto, de cómo prepararía al público, al comienzo del show, en el filo del ingenio, la sorpresa, el temor, la gloria, la calidez, sino también porque recordaba la fría madrugada en que había estado suspendido, mareado, en la media luz, entre las vigas, sosteniendo la cámara con dedos entumecidos, aguardando a que esas grandes naves vivientes de dentro del nido manchado de blanco, despertaran y se alzaran; y también la alegría con que se le elevaba el corazón junto a ellas cuando estaban volando a plena luz. No estaba tan orgulloso de cualquier otra imagen que hubiese concebido alguna vez.

El Show del Aniversario era todo obra de Meric. En cierto sentido, no tenía otro trabajo; se exhibía todos los años, el día del aniversario de Candy, y se cambiaba todos los años, a veces sutilmente, a veces en aspectos principales, para reforzar el efecto que Meric veía —o más precisamente, sentía— mientras iba y venía en el público multitudinario que lo con templaba cada año. Tenía muchas oportunidades para verificar esa reacción: incluso en el enorme anfiteatro con múltiples pantallas era necesario un mes de exhibiciones para que pudieran verlo todos los residentes de la Montaña, y casi todos ellos querían verlo.

Bree pensaba que era su único trabajo, aunque sabía de sobra que Meric pasaba la mayor parte del año ocupado con los videotapes educativos, una reseña regular de informaciones y la propaganda para el exterior. Pero éste era «su show». Él le preguntaba todos los años si el nuevo era mejor, y reía, encantado, cuando ella respondía que era maravilloso, pero que no había observado ninguna diferencia. Bree era su público perfecto.

Meric había adquirido, o quizás tenía instintivamente, un cierto poder sobre la progresión de imágenes que mostraba al público, sobre el ritmo de percepción del público, sobre el refuerzo —música, voz, distorsión óptica— que combinaría en la mente del público una serie de imágenes azarosas produciendo metáforas complejas o asombrosamente simples. Y lograba esto con los materiales más comunes; aunque todo era su obra, en otro sentido sólo una pequeñísima parte lo era, porque el show estaba compuesto de desechos de videotape o de viejas películas, antiguos documentales, fotos, objetos; un vocabulario que había reunido lenta y pacientemente con la misma ingeniosidad de ardilla con que se había construido la Montaña de Candy, agrupando y remendando a lo largo de los años. La voz que se dirigía al público, no como si hablara desde algún pilar invisible, sino como un brusco y poderoso movimiento de la mente del espectador, era la de Emma Roth, con quien Meric había trabajado en el departamento Génesis; una voz que había oído leyendo estadísticas administrativas ante un magnetófono, una voz que hacía convincentes los números. Una voz de bruja. Y ella no tenía la menor conciencia.

—Úsala —decía la voz de Emma a cada oído, mientras la gente miraba viejas imágenes de la construcción de la Montaña con los materiales más heterogéneos—; úsala, gástala, haz que sirva, hazlo sin ella —decía, como había dicho un día cuando Meric le pidió cinta óptica nueva; sin embargo, lo había dicho como si fuera una norma de vida, una fe con la que vivían.

Bree se entregaba a ese mosaico de palabras e imágenes como podía entregarse, a veces, a la plegaria; en realidad, el Show del Aniversario era esencialmente como una plegaria. En parte la asustaba, como cuando un maná negro parecía caer incesantemente sobre degradados e incendiados paisajes industriales, y los perros y los niños pálidos intentaban encontrar, entre las calles ennegrecidas, salidas que no existían, y el cielo mismo parecía pétreo y manchado, eternamente sucio, y Emma decía con un tono de voz sin reproche ni esperanza:

—Las calles de Edom se convertirán en pez, y el suelo en azufre; las tierras serán como pez ardiente. No se apagarán de día ni de noche, el humo ascenderá y ascenderá. De generación en generación permanecerán baldías; nadie pasará por ellas durante eternidades y eternidades. Serán llamadas el Reino de Nadie, y allí no habrá príncipes.

¡Eternidades y eternidades! No, era intolerable; Bree se cubrió la boca con las manos, esas manos listas para cubrirse los ojos si no podía tolerar las escenas de guerra: caras ennegrecidas, desesperadas, refugiados, centros de detención, el círculo desalentador de la desesperación por eternidades y eternidades… Sólo poco a poco se redimía: junquillos en flor, un capullo que se abría, las alas inquietas de una mariposa. La Reserva Génesis: dos mil quinientos kilómetros cuadrados sustraídos a Edom. El día nacía sobre ella, y sobre ella moría. La segura Reserva Transportada. Bree dejaba que las manos le volvieran lentamente al regazo. Emma leía las palabras de un antiguo tratado entre el gobierno federal y los indios, cediendo a éstos y a perpetuidad bosques, ríos y llanuras; hermosas promesas pasajeras. Los gobiernos habían hecho las mismas promesas a la gente de la Montaña de Candy, de modo que en las palabras de Emma había seguridad, y también advertencia. Luego, desde muy lejos, desde la deshabitada seguridad de la Reserva, se veía el hogar, azul y sombreado como una montaña, remoto, como si lo contemplaran los ciervos y los zorros. Emma repetía:

—Nadie pasará por ellas durante eternidades y eternidades. Serán llamadas el Reino de Nadie, y allí no habrá príncipes —y Bree no sabía si el nuevo sentido, que comprendía de un modo expresable, le daba ganas de reír o de llorar.

Retiro: eso había predicado Candy (sólo que era incapaz de predicar, aunque se hacía comprender, como el show de Meric):

Habéis hecho bastante daño a la Tierra y a vosotros mismos. Ese inmenso genio para la lucha: volvedlo a vuestro interior, y apartaos. Podéis hacerlo. Dejad la Tierra en paz: todos sus milagros ocurren cuando no estáis mirando. Construid una montaña y todos podréis ser reyes de los trolls. La Tierra, agradecida, florecerá.

Había pasado medio siglo y más desde la muerte de Candy, pero sólo había una entre mil montañas, o establecimientos, o arrecifes de coral, adonde Candy había imaginado que los hombres se retirarían, por el bien de la Tierra y su propia salvación. La construcción de esa Montaña había sido el esfuerzo mayor desde las catedrales; era una catedral; era su propio dios, aunque cada año Jesús era allí más fuerte.

Todos los milagros del Mundo.

Meric había examinado todos los espectáculos de defensa de la Naturaleza del siglo pasado, extrayendo imágenes de pura maravilla. Bree jamás podía reprimir el llanto cuando, de la activa matriz de una antílope, con las patas separadas, surgía, luchando, la frágil pata delantera de una cría, y luego la cabecita indefensa, con los ojos enormes, muy abiertos por la fatiga y la capacidad de sentir, y la voz, como traída por una sostenida brisa de compasión y sabiduría, que susurraba apenas:

«La piedad, como un recién nacido desnudo.»

Y Bree renovaba sus votos, como hacían todos, en silencio, de que nunca, nunca haría daño conscientemente a una cosa viva creada por la Tierra.

Mientras subía en los lentos ascensores, Bree sintió que la huella de la impureza había desaparecido, lavada quizá por las lágrimas derramadas. Sentía un afecto grande y generalizado hacia la muchedumbre que viajaba con ella, paciente con el flemático ascensor, que era objeto de pequeñas burlas.

—Sube con verdadera gravedad —decía alguien.

—Está bien —decía otro—, la gravedad es su fuerza.

Bree sentía la proximidad y la calidez de sus cuerpos, y la sensación de que estaba envuelta por espíritus y por el aliento de todos. ¿Cuál era la palabra que empleaba la Biblia? Justificado. De este modo se sentía ella mientras ascendía la gran distancia hasta su nivel: justificada.

Meric y ella hicieron más tarde el amor, a la manera en que ambos habían llegado gradualmente a desearse más. Se acostaban muy cerca, casi sin tocarse, y con el menor contacto posible se llevaban mutuamente, con una lentitud que parecía infinita, a la consumación; cada roce, incluso con la punta de un dedo, constituía un acontecimiento largamente demorado. Conocían tan bien sus propios cuerpos, después de tantos años, desde que eran niños, que casi podían olvidar lo que hacían y crear, entre ambos, una especie de sueño o de ebriedad. En otras ocasiones, como en ésta, una paz los suspendía, juntos, en una fresca llama, donde cada uno casi olvidaba al otro, sintiendo sólo el final largamente retardado, volviendo a resurgir, de nuevo demorado y por fin inevitable, dado a cada uno de ellos en el vacío, como por un dios.

El sueño era solamente otro don de la mano izquierda del mismo dios después de esos esfuerzos casi inmóviles; Bree estaba dormida antes de apartar la mano de Meric. Pero por más que esperaba el sueño, Meric no se durmió, y le sorprendió descubrirse insatisfecho. Permaneció largo rato junto a Bree. Luego se levantó; ella hizo un movimiento, y él creyó que despertaría; pero Bree rodó suavemente hacia su lado y se acomodó de otra manera, con una satisfacción que por algún motivo encendió en su interior una chispa de ira.

¿Qué me ocurre?

Salió al terrado, el cuerpo bruscamente envuelto por el viento frío y que olía a salvia. La inmensidad de la noche por encima y por debajo de él, la proximidad de la guadaña de la Luna, y la distancia a que estaba el suelo le inspiraban claustrofobia; ¿cómo podía ser?

Muy lejos, quizá a muchos kilómetros, vislumbró por un momento una vacilante y diminuta luz anaranjada. Un fuego encendido en la llanura. Donde no debía encenderse nunca más un fuego. Por alguna razón, el corazón le dio un brinco.

Por las mañanas, Meric se movía cómodamente entre los mares de gentes que volvían del trabajo nocturno o iban al diurno, o salían de mil reuniones o misas, muchos con la misma insignia o con el símbolo de alguna cofradía o grupo de trabajo, o llevando las herramientas del oficio. La mayoría vestían de azul. Algunos, como él, estaban solos. No eran mares de gentes, entonces, sino gentes en un mar: un arrecife de coral, habitado por densas, diferentes poblaciones, que se cruzaban cortésmente en el camino sin enterarse jamás de las finalidades de los otros. Descendió cincuenta niveles: tardó más de una hora.

—Sabemos dos o tres cosas —le dijo Emma Roth mientras preparaba té en un minúsculo calentador—. Sabemos que no son ciudadanos de ninguna parte, al menos legalmente. De modo que quizás no se les puede aplicar ninguno de nuestros tratados con los demás gobiernos.

—¿Ni siquiera con el gobierno federal?

—Los que han sido creados iguales son todos los hombres —dijo Emma—. Y de todos modos, ¿qué podría hacer el gobierno federal? ¿Enviar a una pandilla de asesinos a matarlos? Aunque parece que eso es lo único que saben hacer en estos tiempos.

—¿Qué más se sabe?

—Dónde están, o dónde estaban ayer —Emma no era geógrafa; los mapas que tenía clavados en la pared eran viejos mapas de papel, con muchas correcciones—. Aquí —hizo una marca con un rotulador deleble; Meric pensó de pronto que cualquier marca que hiciera sería al fin y al cabo demasiado grande, y los cubriría a todos.

—Sabemos que son una sola familia.

—Pride —dijo Meric.

Los hundidos ojos grises de Emma le echaron una extraña mirada directa.

—No son leones, Meric. De veras. No lo olvides.

Encendió un cigarrillo, aunque en un cenicero vecino había una colilla casi extinguida. Fumar era quizás el único vicio de Emma; se entregaba a él firme y continuamente, como para insultar a su propia virtud, como una levadura. Casi nadie que Meric conociera fumaba; Emma era siempre criticada, sutil o abiertamente, por aquellas personas que no la conocían.

«Bien —decía ella, con la voz cascada por años de fumar—, hay tantos castigos esperándome en el Infierno que un pecado más no importará. Y además —era uno de los principios de la alegre religión que practicaba—, ¿por qué tanto temor al pecado? Como obra de Dios, el Infierno será el cielo disfrazado

Meric retornó a la cámara que intentaba reparar. Tenía por lo menos treinta años y era incompatible con casi todo el resto del equipo, aparte de que solía sentirse enfermo o, mejor dicho, una fatiga senil le impedía continuar. Pero él lograba que funcionara.

—Y se dedican, ¿cómo se dice eso, a la caza… la caza furtiva?

—No lo sé.

—Alguien tendría que averiguarlo —y en seguida añadió con la extraña e inadecuada sensación de que estaba revelando un secreto—. Anoche vi un fuego.

—Mucha gente lo vio. He recibido noticias así por correo neumático durante todo el día —con cómica oportunidad, el tubo que tenía al lado emitió el hipo característico, y ella extrajo el cilindro de gastado plástico amarillento; leyó el mensaje, entornando un ojo por el humo que se elevaba del cigarrillo, y asintió—. Es de la estación de guardia —dijo—. Y son cazadores furtivos —suspiró, y se secó las manos en la bata azul, como si el mensaje las hubiera manchado—. Han encontrado un ciervo muerto.

Meric advirtió su angustia, y pensó: nosotros somos casi cien mil; ellos no pueden ser más de una docena. Hay ahí dos mil quinientos kilómetros cuadrados. Sin embargo, podía sentir en Emma el mismo temor que sentía en Bree, y en sí mismo. ¿Quiénes eran para turbar de ese modo a la Montaña?

—Monstruos —dijo Emma, como respuesta.

—Escucha —dijo él—. Deberíamos saber más. No me refiero solamente a ti y a mí. Todos. Deberíamos… Yo te diré. Iré allí, con la H5 y algunos discos, y conseguiré alguna información. Algo que todos podamos ver.

—No serviría de nada. Son cazadores furtivos. ¿Qué más necesitamos saber?

—Emma, ¿qué te ocurre? Los lobos no son cazadores furtivos. Los halcones no son cazadores furtivos. Estás perdiendo el rumbo.

—Los lobos y los halcones —dijo Emma— no usan rifles —recogió el mensaje—: Muerto por una anticuada arma balística de gran calibre. Faltaban el corazón, el hígado, y la mayor parte de los músculos largos. El resto se encontraba en avanzado estado de descomposición.

Meric recordó una imagen del Show del Aniversario: un fragmento de una película casera de algún hombre muerto hacía mucho: cazadores, orgullosos, riendo, con ropas antiguas, rodeando a un ciervo probablemente muerto. De pronto, el ciervo se movía bruscamente, y un ojo le giraba y le brotaba sangre de la boca. Al principio, los hombres parecían sorprendidos; luego, uno sacaba un gran cuchillo, y mientras los otros permanecían cerca, valientemente, ante esa cosa casi muerta, degollaba al ciervo. Parecía fácil, como cortar una bolsa de goma. Brotaba sangre, mucha más de la que parecía posible. La voz de Emma decía:

«Así como hacéis a éste, el menor de mis hermanos, me hacéis a mí.»

Meric siempre (cada vez que, con repugnancia, pasaba esa escena en su taller) se preguntaba qué habían sentido esos hombres. ¿Algún remordimiento, al menos algún disgusto? Había leído acerca de la alegría de la caza y de la captura; pero eso ya había terminado, allí, en la Montaña. ¿Vergüenza? ¿Temor?

—Déjame ir —dijo—. Volveré en una semana.

—Cuídate. Están armados —Emma pronunció la palabra como si se necesitara valor para decirla, como si fuera obscena.

—Enemigo es el nombre de aquél a quien no conocemos —era un proverbio de la Montaña—. Tendré cuidado.

El resto del día se dedicó a preparar su equipo, probándolo una y otra vez, y reuniendo repuestos de emergencia y un rollo de alambre (expresión que usaba, sin saber lo que había querido decir antes, para pequeñas cosas que ayudaban a hacer reparaciones, a que todo sirviera). Por la tarde visitó a unos amigos, y tomó en préstamo algunos utensilios. Consiguió también un cuchillo con vaina.

Esa noche tampoco pudo dormir.

—Me da miedo —le dijo Bree—. ¿Cuánto tardarás en volver?

—No mucho. Una semana —le tomó la muñeca, lisa y obscura como una rama joven—. Quiero pedirte una cosa —dijo—. Si no regreso en una semana, envía un mensaje a Grady. Dile qué ocurre, y que venga si le parece conveniente.

Grady era un guardia rural con quien Bree había tenido un asunto; de piel atezada, como ella, pero espeso y sin humor, y tan duro y sincero como ella evasiva. Era miembro del pequeño grupo altamente adiestrado que llevaba armas en la Montaña: fusiles de lanzar redes y somníferos, únicamente destinados, en teoría, a los animales salvajes.

Animales salvajes.

—Grady sabrá qué hacer —dijo Bree, retirando la muñeca; no le gustaba que él la tocara cuando estaba dormida.

Él se había preguntado varias veces qué habrían sido, uno para el otro, Bree y Grady. Bree había sido sincera acerca de sus otros amantes. Pero cuando le preguntó por Grady, se limitó a decir «Grady era diferente», y apartó la mirada. Él hubiese querido hacer más preguntas, pero sintió que ella le había cerrado una puerta.

Meric quería ver. Quería entrar en la obscuridad, en cualquier obscuridad, en todas las obscuridades, y ver con súbita mirada de gato, sin que nada quedara oculto. Comprendió, en el instante en que Bree retiró la mano, que así era él: de naturaleza muy simple, pero jamás satisfecha. Hasta ahora.

La Reserva Génesis ocupaba un sector del noroeste de la Autonomía del Norte, situado aproximadamente donde estaría el corazón en un cuerpo humano. Las carreteras de muchos carriles que la dividían en partes irregulares eran utilizadas ahora sólo por los cuervos, que partían caracoles dejándolos caer. Doscientos años antes había habido allí granjas, duras empresas yanquis en una frontera difícil. Jamás fueron lucrativas, y los granjeros las abandonaron en su mayoría a comienzos del siglo veinte, pero las casas de piedra que habían hecho mientras limpiaban los pedregosos campos para convertirlos en tierras de labranza, se veían aún aquí y allá, sin techado ni establos, habitadas por los búhos y las golondrinas. Nunca habían sido muy estimadas entre los efímeros sitios de vacaciones del siglo anterior; no había verdaderas montañas donde esquiar en el cruel invierno, y eran unas áridas y desapacibles tierras altas en verano. Sin embargo, según los recuentos, sus abigarrados bosques, sus campos pedregosos y sus praderas cubiertas de tupida vegetación albergaban más variedades de vida que la mayor parte de los otros sectores equivalentes. Y no pertenecían a nadie más que a ellos.

Meric no era un hombre acostumbrado a la vida al aire libre. Era una habilidad que pocos poseían en la Montaña, aunque para muchos tenía el valor de un ideal; se consideraba que exigía una muy cuidadosa pericia, como la cirugía. Sin embargo, Meric no lo pasó mal; la vida en la Montaña era suficientemente austera para que las raciones escasas de alimentos insípidos, las noches frías y las largas caminatas no parecieran demasiado duras. Así era, más o menos, la vida, la mayor parte del tiempo. Y la soledad, la sensación de que estaba absolutamente aislado en un lugar deshabitado que no deseaba su presencia, y que no se enteraría si él, por ejemplo, sufría una caída en las rocas y se rompía una pierna, la hostilidad de la noche y sus ruidos, que le interrumpían el sueño, todo parecía lo que debía ser. En la Reserva no tenía ningún derecho; sus príncipes, que velaban por ella, no eran, una vez dentro, nada.

El segundo día, al atardecer, los vio.

Se mantuvo bien alejado, oculto por un muro de piedra, no muy alejado de una elevación donde había un campamento. Sacó de la mochila una lente telescópica, y algo intranquilo, como si en la falsa proximidad de la lente ellos pudieran descubrirlo, los empezó a espiar.

Habían elegido una de las casas de piedra sin techo como base o para protegerse del viento. Desde el interior surgía el humo de un fuego. Alrededor se veían dos o tres tiendas, descuidadamente erigidas, un antiguo camión cerrado y despintado, con cuatro ruedas, una especie de carromato de circo de un tipo que no había visto nunca, y una mula maneada, que mordisqueaba la hierba. Y además una construcción, muy bien hecha, de cuerdas y palos, una especie de patíbulo, de donde colgaba, por sus delicadas patas traseras, un ciervo. Una cierva. Enfocando con cuidado, Meric vio cómo el cuerpo giraba lentamente en la brisa. No había otro movimiento. Meric se sintió como un voyeur que mira una habitación vacía, tenso, aguardando.

¿Qué fue exactamente lo que le hizo volver la cabeza con una exclamación sofocada? Quizá, mientras sus ojos estaban fijos en el campamento, los demás sentidos recogían del entorno datos mínimos que se iban sumando —sin que él tuviera conciencia— hasta que sonaba la alarma.

Detrás de Meric, a unos quince metros, había un leo joven, sentado en la hierba, con un largo rifle en las rodillas, que lo miraba fijamente sin curiosidad ni temor.

—¿Qué desean? —dijo fríamente Emma Roth, con la esperanza de indicar que no tenían ninguna posibilidad de sacarle algo.

Los tres agentes federales, a quienes no había invitado a sentarse, se miraban entre sí como tratando de decidir quién hablaría primero. Sólo el más delgado y resuelto, de traje obscuro, ajustado, que no había mostrado credenciales, se mantenía distante.

—Buscamos a un leo —dijo finalmente uno de ellos, mostrando una especie de carpeta o archivador a Roth, no como si quisiera que ella lo examinara, sino como un objeto ritual, un símbolo de su propia posición—. Tenemos motivos para creer que dentro de la Reserva hay un leo adulto que se hace llamar Painter. Es homicida y secuestrador. Todo está aquí —golpeteó con los dedos la carpeta—. Secuestró a una criada contratada al norte de la frontera y huyó al sur. Durante su fuga, asesinó con las manos —el agente exhibió las suyas propias, regordetas— a un funcionario de una partida oficial de búsqueda en otra misión.

—¿Lo asesinó en otra misión? —por Dios, odiaba la forma en que hablaban, como si no fueran ellos mismos, sino la manifestación dé alguna hosca y funesta deidad burocrática que se comunicaba a través de ellos, meros oráculos.

—Quiero decir que el funcionario tenía otra misión —aclaró el agente.

—Ah.

—Entendemos que hay que cumplir ciertas formalidades para obtener una autorización o un salvoconducto y entrar en la Reserva…

—No comprenden ustedes —Emma encendió un cigarrillo—. No hay formalidades. Lo que hay es una prohibición absoluta de entrar en la Reserva por cualquier motivo. Esto se funda en un protocolo firmado por el gobierno federal y el autonómico. Opera así: ustedes piden autorización para entrar en la Reserva o la Montaña en lo que ustedes llaman misión oficial; y nosotros negamos la autorización. Así se hace.

Esos protocolos y acuerdos habían costado veinte años de cohecho, presión pública y resistencia pasiva; Roth sabía dónde estaba.

—Perdón, directora —dijo el hombre de negro; era una voz suave y tensa, con un alarmante filo de furia reprimida—. Comprendemos la situación. Deseamos hacer una petición formal. Querríamos que escucharan ustedes nuestras razones. Eso es lo que el agente quería decir.

—No me llame directora —dijo Emma.

—¿No es ése su título, la descripción de la tarea que usted lleva a cabo?

—Mi nombre es Roth. ¿Quién es usted?

—Me llamo Barron —dijo él rápidamente, como si ofreciera a cambio del nombre de ella algo igualmente inútil—. Sindicato de Ingeniería Social, Proyecto de Especies Híbridas. Acompaño a estos agentes en carácter de asesor.

Debería haberlo imaginado. El pelo corto, el traje ajustado y descuidado, el aire de engranaje útil en una máquina todavía no construida.

—Bien —la palabra cayó sobre ellos con toda la carga de censura de su gran voz—. ¿Y qué razones son ésas?

—¿Qué sabe usted —preguntó el hombre del SIS— de la parasociedad que los leos han generado, desde que viven libres?

—Muy poco. Ni siquiera estoy segura de saber qué es una parasociedad. Son nómadas…

Con un gesto de «no importa» cuya impaciencia no pudo ocultar del todo, Barron empezó a hablar rápidamente, amontonando argumentos, enhebrándolos con alusiones a estudios, estadísticas y fallos de los tribunales que Roth ignoraba. Sin embargo, de ese rápido caudal de palabras, Emma pudo extraer algunos hechos, hechos que la pusieron incómoda.

Los leos sólo eran leales a su familia, a su propio orgullo. No se sabía si habían heredado esto de sus antepasados o si lo habían modelado conscientemente como parte de la sociedad de los leones; pero no sentían lealtad hacia la comunidad científica que les había dado vida, liberándolos luego para poder estudiarlos, y no permitían la presencia entre ellos de investigadores humanos que pudieran verificar hipótesis. Ninguna ley humana les concernía. No respetaban ninguna frontera. Y nadie podía determinar si esas actitudes eran deliberadas, o el resultado de una inteligencia demasiado imperfecta para comprender los valores humanos.

Curioso, pensó Emma Roth, «una inteligencia demasiado imperfecta»… ¿Y no podía tratarse también de un corazón demasiado grande?

A causa de la pequeña población, proseguía Barron, de la poligamia de los leos y de las familias numerosas, para los leos jóvenes era difícil aparearse. Normalmente, al llegar a la madurez se apartaban o eran expulsados del grupo, y obviamente vivían en un estado de tensión psíquica. La única lealtad que conocían, el contacto con la manada, se había roto. Los leos jóvenes, agresivos, dotados de enorme fuerza, de inteligencia subhumana, obligados a valerse solos en el Mundo, eran completamente incontrolables y muy violentos. Barron podía dar ejemplos de crímenes violentos, e índices de criminalidad comparados con los de grupos humanos similares, resistencia al arresto, por ejemplo, o ataques a agentes…

—El que usted persigue —interrumpió Emma—, ¿es uno de estos jóvenes?

—Eso aún no ha sido determinado.

—Es miembro de un pride, como saben —en el acto deseó no haberlo dicho.

Los agentes cambiaron miradas; era evidente que no lo sabían. Pero, ¿por qué debía ella mantenerlo en secreto? ¿Sólo porque la Montaña no daba ni siquiera un fragmento de información a esa sociedad externa de la que nada tomaba? De todos modos ya estaba dicho.

—¿Cómo supieron que estaba en la Reserva?

—No estamos autorizados a decirlo —respondió el hombre del SIS—, pero la información es digna de confianza —se inclinó hacia adelante, entrelazando los dedos; sus ojos parecían un arma que disparara una incesante honestidad—. Directora: comprendo sus sentimientos sobre la inviolabilidad de la zona. Los respetamos. Queremos ayudarla en ese sentido. Ese leo o leos transgreden esa inviolabilidad. Y ustedes son personas que aman la paz —aquí una fugaz sonrisa cómplice—, y en esto coincidimos, pues el SIS, por supuesto, es eminentemente pacifista. Pensamos que estos leos, que como hemos señalado son violentos y están armados, no pueden ser controlados por ustedes, gente pacífica y por tanto inadecuada. El gobierno federal le ofrece la posibilidad de suprimir esta intrusión. Por supuesto —terminó—, usted debe desear que la intrusión sea suprimida.

Por algún motivo, Emma vio en su mente los largos dedos pacientes de Meric Landseer buscando, con afinada sensibilidad, el fallo en una máquina anticuada, bien amada y muy usada.

—Y también podría señalar —agregó Barron, ya que Emma guardaba silencio—, que es parte de su acuerdo con el gobierno federal no hacer de la Montaña un refugio de criminales o transgresores de la ley.

—No los estamos escondiendo —dijo Emma—. Tenemos medios para controlarlos.

—¿Sí?

Sobre su escritorio estaba el despacho del guardia rural: …y la mayor parte de los músculos largos. El resto se encontraba en avanzado estado de descomposición… Encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.

—No hay manera —dijo— de que pueda emitir autorizaciones o pasaportes en mi propio nombre. Tendrán que esperar. Llevará cierto tiempo —miró a Barron—. No somos muy eficientes aquí para tomar decisiones —se puso de pie con una extraña inquietud; sentía una odiosa urgencia, y no quería demostrarlo—. Supongo que puede usted quedarse aquí unos días hasta que nuestros propios guardias rurales, y otros investigadores, retornen con lo que hayan averiguado. Tenemos una especie de alojamiento para huéspedes —se trataba, en realidad, de un sector reservado a la cuarentena, y tan alegre como una cárcel; a Emma Roth le parecía un lugar ideal; de mala gana consintieron en esperar.

Roth, con una lentitud que evidentemente les irritaba, empezó a enviar mensajes y a llenar formularios. Pensaba: cuando las bacterias te invaden, invades conscientemente tu propio cuerpo con antibióticos. Ninguna de las dos cosas es agradable. Un gramo de prevención vale por un kilo de curación. Aceptó sombríamente extender esos pases, muy restringidos. Quizás, después de todo, pensaba Emma, la curación no será necesaria. Perdónanos nuestras transgresiones, rezó, así como nosotros perdonamos a nuestros transgresores, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal…

La criatura que Meric contemplaba era joven. No habría podido decir por qué eso era obvio. Estaba tan quieto que Meric tuvo la tentación de ponerse de pie y acercarse sonriendo. Ignoraba qué podía sentir cerca de un leo; había visto fotografías, por supuesto, pero eran en su mayor parte vagas y distantes y sólo había sentido curiosidad. No había esperado, entonces, que su primera impresión fuera de profunda, incomparable, serena belleza. Era una belleza extraterrena que producía un efecto desconcertante, como el horror a lo extraño; pero era indudablemente belleza.

—Hola —dijo, sonriendo; Meric advirtió que la breve palabra y la fatua expresión no tenían ningún sentido para el leo; ¿cómo acercarse a él?—. No pienso hacerte ningún mal —tampoco podía, incluso estaba indefenso; se preguntó si era posible que él lo comprendiera; ¿y si no era posible?, ¿por qué había pensado que podía ser invisible para ellos?, y, en definitiva, ¿qué había venido a buscar?

El leo se puso de pie, y sin saludos ni preludios fue con pasos breves y seguros hasta donde estaba Meric, agazapado junto a la cerca de piedra. Se aproximó con la incontenible deliberación de las cosas malas en los sueños, directamente hacia Meric, y Meric, como en un sueño, no pudo moverse ni gritar, aunque sentía algo parecido al terror. Estaba a punto de protegerse la cara con los brazos y lanzar ese grito que interrumpe las pesadillas, cuando el leo se detuvo y con curiosa delicadeza le quitó de la mano la lente telescópica. La examinó atentamente, apartando con un vigoroso movimiento una mosca que le rondaba la cara. Luego se la devolvió.

—No es nada —dijo Meric—. Una lente —ahora el leo estaba bastante cerca para que Meric oyera el leve silbido del aire que aspiraba regularmente por las angostas ventanas de la nariz; el olor, como el rostro, era raro e intensamente real; y sin embargo no era lo que él esperaba, no era monstruoso.

—¿Qué querías ver? —dijo el leo.

Al principio Meric no pensó que estuviera hablando; la voz del leo era débil y entrecortada, como la de un adolescente con un resfriado. Además, él había esperado que el leo le hablara en alguna lengua misteriosa, alguna forma de discurso tan extraña y única como la criatura misma.

—A ti —dijo Meric—. A todos vosotros —empezó a hablar rápidamente sobre él mismo, la Reserva, la Montaña; pero en la mitad el leo se alejó y se sentó en la cerca de piedra; con el rifle sobre las rodillas, miró colina abajo hacia el campamento.

Allí, donde no había habido nadie, estaban ahora los leos. Uno, con una larga bata, como una criada de años atrás, y una especie de turbante en la cabeza, estaba en cuclillas junto a la puerta de la casa sin techo. Otros, más pequeños, aparentemente niños, iban y venían cerca de ella (¿por qué suponía que el de turbante era una hembra?). La prole corría, jugaba, luchaba, regresaba junto a ella, se aquietaba. Ella parecía pasiva, como si no los tuviera en cuenta. Parecía mirar a cierta distancia. En un momento, alzó las manos para protegerse los ojos. Meric miró también y vio a otros dos, con largas batas y rifles terciados a la espalda, y otro más atrás, con ropas corrientes en apariencia, vestido como el que estaba junto a él. Uno de los que llevaban turbante traía varios conejos entre los brazos.

El leo de la cerca los miró con interés. Las ventanas de la nariz se le abrían y cerraban, y las anchas orejas venosas se volvían hacia ellos. Si era un guardia, pensó Meric, no miraría a los leos; estaría atento a cualquier otra cosa. Por lo tanto, no era un guardia. Daba, sin embargo, la impresión de estar pendiente de algo. Todo lo que ocurría más abajo le interesaba. Sin embargo, no intentaba acercarse a los demás. Parecía haber olvidado completamente a Meric.

Preguntándose si el leo se ofendería, esperando que no fuera así, sin saber cómo preguntarlo, Meric volvió a mirar por la lente. La hembra de la puerta estaba inmóvil pero atenta, mientras los otros entraban en el campamento. Cuando estuvieron bastante cerca como para saludar, no saludaron. El macho —el que no tenía una larga bata— se acercó y se sentó juntó a ella, bajando graciosamente hasta el suelo. Ella alzó el brazo y lo apoyó en el hombro de él. En un instante quedaron tan inmóviles que parecían haber estado así durante horas.

Meric movió levemente su campo visual. Podía verse apenas a alguien en la puerta rota; aparecía y desaparecía; luego salió y se apoyó en la jamba de la puerta, con los brazos cruzados.

No era un leo, sino una mujer humana. Asombrado, Meric la examinó con interés. Parecía estar cómoda; los leos no le prestaban atención. Llevaba el pelo negro corto, y Meric podía ver que sus ropas eran fuertes, pero viejas y gastadas. Aunque no se hablaron, la mujer sonrió a los que llegaban; cuando el leo de los conejos los arrojó al suelo, ella se arrodilló, sacó un cuchillo tan usado que era sólo una línea y empezó, sin vacilar, a despellejarlos. Era algo que Meric nunca había visto, y que ahora observó fascinado. La lente creaba la ilusión de que miraba algo en otra parte, en otra dimensión; pues de otro modo no podría haber mirado cómo la muchacha cortaba la piel con destreza y luego la arrancaba, como si estuviera desvistiendo a un niño que surgía rojo y huesudo de sus pañales. Pronto los dedos de la muchacha estuvieron manchados de sangre; ella se los chupó descuidadamente.

El leo que estaba cerca de Meric, sentado en la cerca, se puso de pie. Aparentemente, estaba muy emocionado. Echó a andar colina abajo con deliberación —ninguno de ellos parecía poder hacer nada sino deliberadamente— pero luego se detuvo. Permaneció inmóvil un rato, y luego regresó, volvió a sentarse y continuó esperando.

Caía la tarde. La casa sin techo arrojaba una larga sombra tenue sobre la hierba inclinada; más lejos, los bosques estaban obscuros. De vez en cuando, bandadas de estorninos remontaban el vuelo y volvían luego a un bullicioso descanso. No había otro ruido que ése, y el del viento.

En un acceso de valor, sintiéndose bruscamente capaz en la luz incierta, Meric se puso de pie. Ahora estaba a la vista de los leos. Uno lo miró, pero no pareció alarmado. Sin otra opción —se había puesto al alcance de la percepción de los leos como un nadador vacilante que se zambulle en el agua helada— recogió la mochila y echó a andar, lenta y deliberadamente, imitando sus francos movimientos, hacia el campamento. Miró al leo de la cerca, hacia atrás: lo miraba, pero no se movió para seguirlo o detenerlo.

La noche, en la Montaña de Candy, estaba tan llena como el día de una ruidosa y constante actividad. No había un momento en que la máquina se detuviera, porque era preciso hacer muchas cosas, continuamente, a fin de que sus habitantes pudieran sobrevivir. Grandes sectores estaban a obscuras; sólo signos, señales luminosas, franjas fosforescentes indicaban los pasillos y caminos entre los salones. Donde se necesitaba más luz, la había, pero era cuidadosamente regulada. La energía era en la Montaña exactamente la suficiente para abastecer las necesidades; sin desperdicio, como la comida.

Bree Landseer estaba despierta en su cama, en la obscuridad. No necesitaba luz ni la utilizaba. Oía los diálogos en el sistema de intercomunicación múltiple; el rezongo de los ascensores hidráulicos; el chisporroteo de una lámpara de soldar que alguien utilizaba en el nivel superior, de la que brotaban a veces breves pavesas ardientes que podía ver desde la ventana. Voces: la imperfecta acústica le traía a veces una palabra ocasional, clara como esas chispas, a través de los tabiques de papel y de azul que limitaban su casa: cuidado, la escoba, las novenas, el miércoles, taza, nunca más, un poco más, si fuera posible… ¿Dónde eran esas conversaciones? Imposible saberlo.

Si había habido alguna vez una institución donde la vida transcurriera como en la Montaña, en nada se parecía a las del Mundo exterior. No era una prisión, ni la casa de una gran familia, ni una granja colectiva, ni una comunidad de ninguna clase. No era un monasterio, aunque Candy había conocido y reverenciado la dura y eficiente orden benedictina. Sin embargo, había quizás una institución a la que se parecía: las antiguas comunidades religiosas irlandesas que jamás habían oído hablar de Benedicto y rara vez de Roma, pero generaban incesantemente procesiones de obispos, santos, monjes, monjas, ermitaños, locos y gente común, reunidos en torno de algún lugar sagrado y construyendo celdas, capillas, murallas protectoras, torres, catedrales. Sí, era así. En la Montaña nadie se azotaba ni se bañaba alegremente en salmuera por el bien de su alma; pero todos habían rechazado igualmente el Mundo, aun cuando amaban —no menos, sino tanto más— el Mundo y todas las cosas que en él vivían, reptaban y volaban. Eran tan diversos, excéntricos y personales, y estaban tan solos ante Dios como aquellos viejos irlandeses en sus colmenas; y se reunían del mismo modo, con la gozosa certidumbre de que eran pecadores que merecían lo que poseían, pero nada más. Y estaban igualmente seguros de que el Mundo los bendecía por haber renunciado a él. ¿Cuál era el santo, se preguntó Bree, que mientras rezaba una mañana, con ambos brazos abiertos, vio que una avecilla se le posaba en la mano, y para no molestarla continuó su plegaria hasta que el ave le anidó en la mano, y así permaneció (sostenido por la gracia) hasta que los polluelos rompieron el cascarón y aprendieron a volar? Bree se rió. Un milagro como ése le hubiera encantado. Estiró los brazos sobre la áspera tela de la colcha.

Era en noches como ésta que Meric y ella, envueltos por el delicado tejido de los ruidos de vida de la Montaña, hacían el amor a su sosegada manera. Ella abrió la bata azul y tocó delicadamente su propia desnudez, siguiendo con atención, hasta el final, los largos estremecimientos que sus dedos iniciaban. Meric… Como la gracia, esas deliciosas sensaciones le fueron substraídas bruscamente. Meric. ¿Dónde estaba? Allí afuera, en la obscuridad sin límites, estudiando a esas criaturas. ¿Cómo reaccionarían? A ella le parecían peligrosas, impredecibles, hostiles. Deseó —con tanta fuerza que el deseo era una oración— que Meric estuviera ya en la seguridad de la Montaña.

Se entregó a la ansiosa tensión de su cuerpo; giró de lado y elevó las rodillas. Tenía los ojos completamente abiertos, y escuchaba ahora con mayor atención los ruidos, analizándolos. Y —en respuesta a su plegaria, estaba segura— separó del ruido ambiente unos pasos que se acercaban, cuyo sonido se alteraba de un modo familiar mientras Meric giraba en las esquinas. Eran sus pasos. Se incorporó y lo vio, pálido como una vela de cera, en la obscuridad de la casa. Meric depositó su carga en el suelo.

—¿Meric?

—Sí. Hola.

¿Por qué no se acercaba? Bree se levantó, envolviéndose en la bata, y caminó de puntillas sobre el suelo frío para abrazarlo y darle la bienvenida a la seguridad de la Montaña.

Cuando lo aferró advirtió el olor, tan acre que dio un paso atrás.

—Jesús —dijo—. ¿Qué…?

Meric desempacó sus aparatos. Tenía la cara tan lisa y delicada como siempre, pero las arrugas y los pliegues parecían más profundos, como si estuvieran llenos de polvo negro. Sus ojos eran enormes. Se sentó con cuidado, mirando alrededor como si nunca hubiese visto antes ese lugar.

—Por fin —dijo ella, insegura—, por fin has vuelto.

—Sí.

—¿Tienes hambre? Debes de tener hambre. No lo había pensado. Espera, espera —lo tocó, para que se quedara, y fue rápidamente a cortar pan y preparar té—. ¿Estás bien?

—Sí. Muy bien.

—¿No quieres bañarte? —le preguntó mientras traía los alimentos.

Él no respondió; buscaba en su mochila los discos y leía los rótulos. Prescindió de la bandeja que ella le puso al lado y se acercó a la mesa de compaginación. Bree se sentó junto a la bandeja, confusa y algo asustada. ¿Qué le había ocurrido para que se condujera de modo tan extraño? ¿Qué le habían hecho, qué horrores le habían mostrado? Meric eligió un disco y lo insertó; luego, con gestos precisos, encendió y ajustó la máquina.

—Apaga la luz —dijo—. Te mostraré.

Ella lo hizo, y se apartó de la pantalla, que se iluminaba y cobraba vida, sin saber si quería ver.

La voz de una muchacha surgió de los altavoces.

—… y adondequiera que ellos vayan, iré yo. Lo demás ya no me importa. He tenido suerte…

Bree miró la pantalla. Había una mujer joven, de pelo negro, corto. Estaba sentada en el suelo, con las rodillas alzadas, y arrancaba briznas de hierba entre sus botas. De vez en cuando miraba hacia la cámara con cierta osadía tímida, animal, y volvía a apartar los ojos.

—Dios mío —dijo Bree—. ¿Es humana?

—No —dijo la muchacha, en respuesta a una pregunta que no escucharon—. No me importa la gente. Creo que nunca me gustó mucho —bajó la vista—. Los leos son mejores que la gente.

—¿Cómo llegó a eso? —preguntó Bree—. ¿La raptaron?

—No —respondió Meric—. Espera.

Movió una palanquita y la muchacha se movió velozmente, como una marioneta; después saltó hacia arriba y desapareció. Hubo un destello de nada, y Meric redujo la velocidad. Había una tienda, y ante ella, un leo. Bree se cerró más la bata, como si la criatura pudiera verla. La mirada era fija e inmutable; ella no sabía qué expresaba, ¿paciencia? ¿ira? ¿indiferencia? Extraña, imposible de leer. Bree podía verle los músculos de las piernas, cortas y gruesas bajo los ordinarios tejanos, y los de los hombros anchos. Al principio pensó que usaba guantes, pero no, eran las toscas manos del leo. Sostenía un rifle, tranquilamente, como si fuera una llave inglesa.

—Es él —dijo Meric.

—¿Él?

—Se llama Painter. O ella lo llama Painter. Los otros no. No usan nombres, me parece.

—¿Has hablado con él? ¿Sabe hablar?

—Sí.

—¿Qué te ha dicho?

Meric invirtió el disco cuando el leo empezó a alejarse de la tienda. Se encontraba en el umbral de la puerta y miraba a los seres humanos desde su limbo electrónico.

¿Qué había dicho?

Cuando Meric se acercó adonde estaba el leo, grande, sereno, de pie, a la luz del ocaso, él no le habló. Meric, en un tono amable y neutro, intentó hablarle de la Montaña, y de las tierras que pertenecían a la Montaña.

—De ustedes —dijo el leo—. Está bien —era como si lo perdonara por el error de la propiedad.

—Queríamos ver —empezó Meric, y se interrumpió; se sentía ante una inteligencia tan sutil y poderosa que tenía en el pecho un vacío aprensivo—. Quiero decir, preguntar para qué habían venido. Por eso estoy aquí. Solo. Desarmado.

La muchacha que había visto, y las otras hembras, se habían retirado al amparo de la casa sin techo, no asustadas sino como si Meric fuera un fenómeno sin interés, que el macho podía encargarse tranquilamente de alejar. Dentro de los muros, alguien reavivaba un fuego: el humo se elevó encendido por las chispas. Los menores seguían jugando en silencio, algo más lejos. Miraban hacia él de vez en cuando, y dejaban de jugar.

—Pues bien, ya has visto —dijo el leo—. Ahora puedes irte.

Meric bajó la mirada; no quería parecer arrogante, y además no era del todo capaz de afrontar la mirada del leo.

—Allí se preocupan por vosotros —dijo—. En la Montaña. No os conocen, no saben cómo sois, cómo vivís.

—Leos —dijo el leo—. Así vivimos.

—Pensé —prosiguió Meric (era agotador estar así, cara a cara, en el límite, y ser un intruso, y al mismo tiempo tratar de ser cuidadosamente amistoso, amable)— que tal vez pudiera hablar con vosotros, tomar algunas vistas… de la forma en que vivís… para mostrárselas a los demás. Para que… —iba a decir «puedan tomar una decisión»; pero eso parecería ofensivo, y en ese momento comprendió además que era también imposible: la criatura que tenía delante no permitiría que nadie tomara una decisión acerca de él—. Para que todos puedan ver —terminó de prisa.

—¿Ver qué?

—¿Te importaría que me sentara? —dijo Meric; dio dos pasos hacia adelante, con mucho cuidado porque no sabía en qué momento podía atravesar alguna frontera inviolable y ser atacado, y se sentó; eso era mejor, le daba al leo una posición de superioridad; Meric se había vuelto absolutamente vulnerable, no podía ser ninguna amenaza allí, en el suelo; y sin embargo, ahora estaba verdaderamente dentro de sus fronteras; ensayó una sonrisa—. La caza ha sido buena —comentó.

Pasaría bastante tiempo antes de que Meric supiera que estas astucias de la conversación no tenían para los leos ningún sentido. Entre los hombres, iniciaban una charla, tranquilizaban al interlocutor, llenaban un vacío; eran como un contacto o una sonrisa. El leo no respondió. No le habían hecho una pregunta. Así dijo el hombre. El leo suponía que era verdad. No se preguntó por qué el hombre lo había dicho. Decidió olvidarlo por el momento, y se alejó hacia la cerca, dejando a Meric sentado en el suelo.

Se acercaba la noche. Resolvió quedarse donde estaba todo el tiempo que pudiera, hundirse en el suelo, volverse invisible. Adoptó una posición yoga que podía mantener sin esfuerzo durante horas, y en la que incluso podía dormir. Si ellos se dormían, y lo dejaban dormir allí, por la mañana sería una presencia establecida y podría comenzar.

¿Comenzar qué?

La muchacha lo tocó y él despertó, sin saber por un instante dónde estaba. Había en el aire un olor a humo, a quemado.

—¿Quieres comer? —dijo ella; le ofreció un plato con trozos de algo de color pardo.

Luego ella también se sentó, cerca, como si no supiera cómo podía responder.

—Es carne —dijo él.

—Desde luego —asintió ella, en un tono alentador—. Está muy buena.

—No puedo.

—¿Estás enfermo?

—Nosotros no comemos carne.

—Un hueso roto, blanquecino, emergía de uno de los trozos.

—Entonces come hierba —dijo ella, y se levantó para marcharse; él vio que había rechazado un gesto amable, un gesto humano, y que ella era la única que podía ofrecerle comida, y también hablar con él—. No, no te vayas, espera. Gracias —se sirvió un trozo, recordando cómo ella había separado la carne de la piel, a tirones—. Es sólo que nunca lo hice.

El olor, obscuro, ardiente, distinto, era atractivo, atractivo como el pecado. Mordió, esperando sentir náuseas. La boca se le llenó bruscamente de líquido; estaba comiendo carne. Se preguntó cuánta tenía que comer para que fuese una comida normal. El sabor evocó alguna antigua memoria; quizá una memoria racial, o simplemente un momento de su infancia olvidada, antes de la Montaña.

—Está buena —dijo, masticando con cuidado, entre relámpagos de horror y culpa; estaba seguro de que no podría retener la carne, de que vomitaría, pero su estómago no decía eso—. ¿Crees —agregó, apartando el plato— que me hablarán?

—No. Quizá Painter. Los demás no.

—¿Painter?

—El que estuvo hablando contigo.

—¿Es… bueno, el jefe, o algo así?

Ella sonrió, como si supiera interiormente que la pregunta de Meric era tan descabellada que resultaba divertida. No respondió.

—¿Cómo estás aquí? —preguntó Meric.

—Soy suya.

—Quieres decir, ¿como una criada?

Ella estaba sentada y arrancaba briznas de hierba entre sus botas. Había perdido el hábito de la explicación. Y lo agradecía, porque eso era inexplicable. La pregunta no significaba nada. Como un leo, no la tuvo en cuenta. Volvió a ponerse de pie.

—Espera —dijo él—. ¿Les molestará si me quedo?

—No, si no haces nada.

—Dime. El que está colina arriba… ¿cuál es su misión?

—¿Su qué?

—Quiero decir, ¿por qué está allí y no aquí? ¿Es un guardia?

Ella, súbitamente grave, dio un paso hacia él.

—Es el hijo de Painter —respondió—. El mayor. Painter lo ha puesto afuera.

—¿Puesto afuera?

—Él todavía no comprende. Trata de volver.

Miró hacia la obscuridad, como si fuera el rostro vacío de alguna tristeza imposible de resolver. Meric observó que no podía tener más de veinte años.

—Pero ¿por qué?

La muchacha se apartó.

—Quédate si quieres —dijo—. No hagas movimientos bruscos, ni saltes de un lugar a otro. Ayuda cuando puedas. No les importará. Y no trates de comprenderlos.

Empezaron a levantarse justamente antes del amanecer. Meric, entumecido pero alerta después de un sueño liviano y alucinado, los vio aparecer en la mañana azul, sonora de pájaros. Estaban desnudos. Se reunieron en silencio, en el patio, grandes, indistintos, con los niños entre ellos. Todos miraban al este, aguardando.

Entonces Painter salió de la tienda. Como si eso fuera una señal, todos empezaron a salir del campamento, con lo que parecía cierto orden. La muchacha, también desnuda, era la última, pero delante de Painter. Meric tenía el corazón henchido; sus ojos devoraban lo que veían. Se sentía como un hombre que de pronto ha salido de un sitio pequeño y obscuro y ve la ancha extensión del Mundo.

Más allá del campamento, el terreno descendía, en el este, hacia un rápido torrente que corría entre matorrales y ciénagas. Todos se encaminaron al torrente, los niños corriendo delante. Meric se puso de pie, acalambrado, preguntándose si podría seguirlos. Lo hizo, a lo que le parecía una respetuosa distancia. Mientras tanto examinaba las rarezas de sus cuerpos. Si ellos eran conscientes de su presencia, o de su propia desnudez, no lo demostraban; en verdad, no parecían desnudos como los seres humanos, es decir flacos, pelados, indefensos, con la carne suelta estremeciéndose al andar. Los leos parecían vestidos con su carne como con una armadura. Una especie de pelaje, un vello rubio, grueso como un paño, crecía entre las piernas de las mujeres: no daba una impresión de pelo sino de vaguedad. La marcha hacía que los músculos se les movieran visiblemente bajo la piel; los muslos sólidos y las anchas espaldas cambiaban sutilmente de forma mientras avanzaban resueltamente hacia el agua. En el este, un abanico de rayos blancos brotó de pronto detrás de las bajas barras de los cirros enrojecidos, subiendo hacia la obscuridad azul. Todos alzaron el rostro.

Meric sabía que consideraban el Sol como un dios y como un padre. Sin embargo, no advirtió que se tratara de un ritual de culto. Entraron en el torrente hasta que el agua les llegó a las rodillas y se lavaron. No eran abluciones rituales, sino una cuidadosa higiene. Las mujeres lavaban a los niños y a los varones, y los niños mayores a los menores, inspeccionando, frotando, alzando agua a puñados para lavarse unos a otros. Una hembra frotaba calmosamente a la muchacha, que se esquivaba y hacía muecas por la energía del tratamiento, con el cuerpo enrojecido por el frío. Painter estaba inclinado, con las manos en las rodillas, mientras la muchacha y otra hembra le lavaban la cabeza y la espalda: sacudía la cabeza para quitarse el agua; se secaba el rostro. Un niño intentó agarrarlo por el cuello y Painter lo empujó hacia un lado, con rudeza, de modo que el niño cayó bajo el agua; Painter lo alzó y lo volvió a meter en el agua mientras le frotaba la cara. Era imposible saber si era juego o ira. De vez en cuando gritaban, por el frío del agua, o el exceso de fuerza del frotamiento, o quizá sólo por gritar: porque apareció un ascua de Sol, y luego el Sol se elevó, y los gritos aumentaron.

Era risa. El Sol les sonreía, convirtiendo en plata fundida el agua que les corría por los cuerpos dorados, y ellos reían ante el rostro del Sol, elevaban una formidable oración de risa.

Meric, en la costa, se sentía fatigado y sucio, pero privilegiado. Se había preguntado cómo esa muchacha podía elegir ser una de ellos cuando era evidente que no podía; cómo negaba gran parte de su propia naturaleza para vivir como ellos vivían. Veía ahora que no era así. No había hecho más que estar con ellos, imitándolos, como un perro que intenta agradar a un hombre amado, contradictorio, caprichoso, parecido a un dios; porque a pesar de toda la abnegación o las contrariedades, no hay ninguna otra cosa que valga la pena. Las contrariedades, el apartamiento de su propia especie, no eran nada en comparación con el privilegio de oír y compartir esa risa tan elemental como el canto del cuervo o el sabor de la carne.

Cuando regresaron al campamento, permanecieron desnudos, secándose a la caliente luz del Sol. Al fin la muchacha se vistió, y empezó a preparar el fuego. Si miraba a Meric, no parecía verlo; participaba de la indiferencia de los demás.

Sin embargo, cuando él se movió, nadie dejó de advertirlo. Cuando sacó pan y frutos secos de su mochila, los ojos de todos lo miraron. Cuando preparó el equipo de grabación, todos siguieron sus movimientos. Lo hizo lenta y abiertamente, mirando sólo la máquina, para hacerles sentir que nada tenía que ver con ellos.

Painter había entrado en su tienda; y cuando Meric llegó a la conclusión de que sus aparatos funcionaban, se puso de pie cuidadosamente, sintiendo las miradas de los otros, y se dirigió a la entrada de la tienda. Se inclinó, tratando de penetrar la obscuridad interior, en vano. Pensó que quizás el leo advertiría su presencia y acudiría a la puerta, aunque sólo para pedirle que se marchara. Pero nadie lo tomó en consideración. Sintió la indiferencia del leo, tan total que se hacía tangible. Él no estaba presente, ni siquiera para sí mismo; sólo era un ojo atento, una temblorosa brújula sin un norte.

—Painter —dijo por fin—. Quiero hablar contigo —había pensado fórmulas más corteses; parecían insultantes, aun suponiendo que el leo las interpretase como expresiones de cortesía.

Aguardó en el silencio. Sentía sobre él las miradas de todo el grupo.

—Pasa —dijo la débil voz de Painter.

Alzó la cámara con la palma húmeda y abrió la tienda. Entró.

Bree miraba la pantalla. El Sol relucía a través de la tela, de modo que el interior era de color ocre obscuro; las paredes brillaban y los objetos del interior estaban en la sombra, con los contornos resplandecientes, como si toda la escena estuviera dentro de una brasa. El leo era una vasta obscuridad iluminada desde atrás. La cámara estaba abierta al máximo, de modo que la luz era excesiva: las motas de polvo flotaban como diminutos insectos brillantes y los ojos del leo eran dulces, húmedos, vivos.

—No tenías que haber comido esa carne, Meric —dijo Bree—. No era necesario. Les podías haber explicado…

Meric no dijo nada. El peso de la ignorancia de la mujer acerca de él, una ignorancia que él nunca podría disipar, le oprimía el corazón.

—¿Qué quieres? —dijo el leo.

Durante largo tiempo no hubo respuesta. El leo no parecía esperarla. Luego Meric, levemente, fuera del micrófono, dijo:

—Pensamos que matar animales está mal.

El leo no cambió de expresión, ni pareció interpretar la frase como un desafío. Meric agregó:

—No lo permitimos en ninguna parte de la Reserva.

Bree esperaba que el leo argumentara, que dijera, por ejemplo:

«Todas las cosas vivas comen otras cosas vivas.»

O:

«Tenemos tanto derecho a cazar como los halcones y las libélulas.»

O:

«¿Qué derecho tiene usted para decirnos qué debemos hacer?»

Ella tenía razones en contra y explicaciones. Sabía que Meric también. Quería que todo se le explicase al leo.

Pero éste dijo en cambio:

—Entonces, ¿por qué has venido solo?

—¿Cómo dices? —se oyó la voz de Meric, distante, confundida.

—He dicho por qué has venido solo.

—No comprendo.

—Si no permites una cosa que yo hago, debes venir con alguien más para impedir que la haga.

En la medida en que se podían leer sus emociones, el leo no parecía agresivo; había hablado como si estuviera señalando un hecho que Meric no había tenido en cuenta. Meric murmuró algo que Bree no pudo entender.

—Tengo que atender a mis necesidades —dijo el leo—. Esto no tiene nada que ver con esas… nociones. Tomo lo que necesito. Lo que debo tomar.

—Tienes derecho a eso —respondió Meric—. Tanto como necesites para vivir, pero…

El leo continuó, casi sonriente:

—Sí —dijo—. Derecho a lo que necesito para vivir. Esa parte es mía. Y otra para mis esposas y mis hijos.

—Está bien —dijo Meric.

—Y otra parte como, bueno, pago por lo que he pasado, por lo que soy. Una compensación. Yo no pedí que me hicieran.

—No sé —dijo Meric—. Pero eso no es todo; hay todavía una parte a la que no tienes derecho.

—Esa parte —respondió el leo— eres libre de quitármela. Si puedes.

Hubo otro largo silencio. ¿Estaba asustado Meric? Bree pensaba: ¿por qué no habló?

—¿Por qué no le explicaste? —susurró—. Tenías que haberlo hecho.

Meric movió una palanca que congeló la mirada fija del leo, y las doradas motas de polvo que revoloteaban en torno. Durante el largo camino de regreso se había preguntado cómo explicarles a Bree, a Emma, a todos. Durante toda su vida había sido alguien que explica, expresa, describe, transforma; un instrumento a través del cual pasaban los acontecimientos, y se hacían significativos en la forma de razones, nociones, programas. Pero no tenía forma de explicar qué le había ocurrido en el campamento de los leos, porque ese acontecimiento no pasaba de largo; nunca lo abandonaría; estaba en su poder.

—No tenía nada que decir —respondió a Bree.

—¡Nada que decir!

—Él tiene razón —razón, razón, qué sin sentido—. Porque si queremos que no lo haga, tenemos que obligarlo. Porque… —no había palabras para decirlo; no era posible expresarlo con palabras; se sentía sofocado, como suspendido en el vacío.

Cuando Bree había empezado a leer la Biblia, después de su romance con Grady, y a pensar y hablar acerca de Jesús, había intentado hacer sentir a Meric lo que ella misma sentía.

«Es ser bueno», le había dicho. Meric hacía lo posible por ser bueno, amable, como Cristo; pero nunca había sentido, como Bree, que eso fuera un don, una intensa felicidad, un lugar donde vivir. Y ahora hubiese querido decir que sus sentimientos en la tienda de Painter eran similares a los que ella había tenido cuando conoció a Jesús, cuando ardía constantemente y lloraba, cuando no lo podía explicar.

Pero ¿qué podía significar esto para Bree? El dulce Jesús, el amante que nada le pedía sino estar junto a ella, andar y descansar a su lado… ¿Qué tenía que ver con esa cosa cruel, devoradora y sin palabras que se había apoderado de Meric?

—Es como Jesús —dijo, avergonzado.

Sentía las palabras como polvo en su boca. Oyó que Bree respiraba con fuerza, escandalizada. Pero era verdad. Jesús tenía dos naturalezas, la de Dios y la de hombre; la parte divina ardía a través de la carne hacia sus adoradores, quemándolos. Painter también tenía dos naturalezas: a través de su voz débil, tensa, se expresaba el Mundo obscuro e indiferenciado, las bestias sin voz. Ése era el Mundo que Candy nos había instado a abandonar y del que Jesús nos había prometido liberarnos; ese viejo Mundo retornaba para apoderarse de nosotros, nos hablaba, nos reclamaba. Era como si los pesados Titanes, que olían a tierra, hubiesen retornado para vencer por fin a los dioses de designios nebulosos; como si se hubiese cerrado el círculo que parecía una espiral ascendente; como si un Mesías a la inversa hubiese venido a destrozar para siempre toda inútil esperanza.

Como si, como si, como si. Meric apartó la vista del rostro de la pantalla y soltó un suspiro profundo y trémulo. Las lágrimas le quemaban las mejillas sucias. Al igual que en la tienda de Painter, las cadenas cayeron. Nada que decir, sí; finalmente, nada que decir.

Incapaz de dejar de mirar la pantalla, a pesar de una repugnancia tan honda como el horror, Bree recordó, sin desearlo, la canción infantil que todavía se cantaba a veces antes de dormir: Los pequeños le pertenecen; ellos son débiles pero él es fuerte. Se estremeció ante la blasfemia implícita, y se sintió como si saliera de un sueño opresivo.

—No importa —dijo—. De todos modos, pronto se habrán marchado.

—¿Qué quieres decir?

—Grady me lo dijo —continuó Bree—. Hay gente del gobierno federal aquí. Uno de esos… animales cometió un crimen, o algo por el estilo. Los federales quieren ir a arrestarlo, o expulsar a todos los demás, o algo por el estilo.

Él se puso de pie. Ella apartó la vista.

—Grady irá con ellos. Sólo esperaban que regresaras. ¿Qué haces?

Meric había empezado a abrir armarios, a buscar ropa y equipo.

—No he regresado —dijo.

—¿Qué quieres decir?

Él anudó los cordones de un par de gruesas botas, para poder llevarlas.

—¿Tienen pistolas? —preguntó—. ¿Cuántos son? Dime.

—No sé. Creo que tienen armas. Grady irá con ellos. Todo está bien —Meric parecía enojado; ella quería tocarlo, calmarlo; pero no se atrevía—. Has regresado —dijo.

Meric tomó una manta acolchada.

—No —dijo—. Vine a buscar cosas —metió rápidamente en la mochila una cinta óptica, lentes, diversos objetos—. Pensaba quedarme una o dos noches. Hablar con Emma —dejó lo que estaba haciendo, pero no la miró—. Despedirme de ti.

Una ola de miedo le contrajo el corazón.

—¿Despedirte de mí? —dijo.

—Ahora he de marcharme de prisa —continuó Meric—. He de llegar hasta ellos antes que Grady y esos otros —aún no la había mirado—. Lo siento, Bree —dijo de modo rápido, cortante.

—No —dijo ella—. ¿Qué ocurre?

—Tengo que volver con ellos. Volver y… registrarlo todo. Para que la gente pueda ver —se echó la mochila al hombro, y se llenó los bolsillos con el pan que ella le había servido—. Y ahora debo ir a advertirles.

—¡Advertirles! ¡Son ladrones, son asesinos! —dijo Bree—. ¡No deben estar aquí, tienen que marcharse, tienen que acabar con eso! —Meric se había girado para marcharse; ella le aferró la manga—. ¿Qué te han hecho?

Él se limitó a apartarse, con el rostro contraído. Salió del apartamento a los anchos y bajos corredores que atravesaban el nivel. Por las largas hileras de ventanas penetraban barras de luz de Luna. No había otra luz. Sus pasos resonaban en el silencio, pero los pies desnudos de Bree no hacían ruido.

—Meric —dijo ella—. ¿Cuándo volverás?

—No lo sé.

—No vuelvas con ellos.

—Debo hacerlo.

—Deja que vaya Grady.

Él se giró.

—Dile a Grady que no vaya —dijo—. Habla con Emma. Dile que no permita la entrada de esos hombres en la Reserva. Son ellos los que no deben estar aquí. No tienen derecho.

—¿Que no tienen derecho? —Bree se detuvo a cierta distancia de él, como si fuera peligroso.

También él se detuvo, sabiendo que todo lo que había dicho estaba equivocado, sabiendo que le estaba haciendo daño, avergonzado pero indiferente.

—Adiós —dijo, y giró por el pasillo que conducía a los ascensores nocturnos.

Ella no lo siguió.

Él continuó el camino de descenso nocturno de la Montaña, obedeciendo a los espectrales signos luminiscentes, cambiando de ascensor; los diurnos estaban cerrados. En cada nivel de cambio debía elegir el camino al siguiente, yendo hacia abajo, de lado a lado, como una hoja en lenta caída. Cuántas veces había soñado que recorría de noche espacios semejantes, encontrando niveles desconocidos, viendo con sorpresa pero sin asombro lugares que jamás había visto, vastas e insensatas divisiones del espacio, salones inaccesibles, grandes máquinas a medio construir, procesiones de rostros ignorados, mientras el buen camino lo eludía constantemente y reaparecía de otro modo… ah, ahora recuerdo… hasta que, oprimido por la confusión y el misterio, despertaba.

Despertaba: mientras descendía, le parecía que la Montaña había perdido toda su solidez, y era ahora tan ilusoria como un pensamiento, una noción. Las continuas, sensatas, largamente pensadas divisiones del espacio, el aspecto sencillo y honesto de las máquinas, las largas trampas de Sol con pantallas negras, las superficies desnudas, las señales del trabajo y el arte que les habían dado vida; todo era tenue, con la falsa solidez de los sueños. Él ya no cabía en la Montaña, vasta como era.

Salió a través del enorme, ventoso atrio central, entre pilas de provisiones y materiales. El atrio estaba siempre repleto de cosas que se transformaban entre las manos de los artesanos: madera en paredes; metal en máquinas; suciedad en limpieza; inutilidad en uso; uso en desperdicio, y desperdicio en nuevos materiales. Ante él se alzaba el frente transparente, de varias plantas de altura, hecho de piedra, acero y losas verdes de vidrio moldeado, con fallas por las que se podía ver una Luna verde y torcida que brillaba fríamente. Salió.

La Luna era blanca y redonda. La hierba se inclinaba, plateada como si la segase el viento. A sus espaldas, la Montaña callaba, turbando apenas el aire; sus luces discretas no competían con la Luna.

Certidumbre. Eso era lo que Painter le ofrecía; sólo que no la ofrecía; la tenía, meramente. Certidumbre después de la ambivalencia, la duda, la inseguridad. Painter pedía a Meric —no, no pedía nada, no podía pedir, no le interesaba, y sin embargo proponía la cuestión— que destronase al rey que tenía dentro, el viejo Adán de quien Jehová decía que debía gobernar toda la Creación. Porque el Rey Adán no estaba destronado ni siquiera en la Montaña; estaba sólo en el exilio. Todavía orgulloso, ansioso, entronizado en su solitaria superioridad porque no había un nuevo rey que recogiera la corona abandonada.

Ese rey había llegado. Aguardaba afuera, en la obscuridad; su reino oculto era como un sol encapuchado. Meric lo había visto y se había arrodillado ante él, besándole las manos fuertes, avergonzado, aliviado, asombrado por la gracia.

Abandonad todos vuestros bienes, decía el leo a los hombres. Abandonadlo todo, venid, seguidme. Meric bajó los anchos escalones hacia la hierba susurrante, y sin mirar atrás, se encaminó en línea recta hacia el norte.

Se llevaron a Painter a fin de ese mes, un día gris y muy frío en que los escasos copos de nieve flotaban en el aire como polvo. El plan de Barron era rodear a todo el grupo de leos, si era posible, y negociar un arreglo, llevándose en custodia al llamado Painter y disponiendo el desplazamiento de los demás, bajo vigilancia, hacia el sur, en la dirección general del Capitolio y los nuevos centros de internamiento. Pero ese hombre, Meric Landseer, había estropeado el plan. Él, y ese joven leo surgido de la nada. Debía haber sido una cosa sencilla, limpia, precisa: sorpresa, negociación, reinstalación. Se convirtió en una guerra.

Durante cierto tiempo, pareció que los leos estaban huyendo de ellos por las estribaciones de las montañas que constituían el límite norte de la Reserva. Barron decidió que si las montañas les impedían avanzar hacia el norte, podría lanzar hacia adelante a algunos de los suyos, rápidamente, y cortarles el paso con un desplazamiento en forma de C, mientras las montañas les cortaban la retirada. Pero cuando lo hizo, la lenta caravana giró súbitamente hacia el norte, hacia las laderas cubiertas de pinos. Sin embargo, a Barron le habían dicho que no les agradaban las montañas. Quizá Meric Landseer había influido sobre ellos.

Había un río, y más allá una súbita montaña. Abandonaron el camión y el carro junto al río. Se disponían a cruzar cuando Barron y el guardia rural se acercaron. Los agentes federales aguardaban, ocultos, con las armas preparadas. Barron llamó a los leos por un megáfono, imponiendo condiciones y ordenando que arrojaran sus rifles. Los leos no se movieron. El guardia rural, Grady, empuñó el megáfono. Gritó el nombre de Meric, le dijo que no se metiera, que no fuera un tonto y se alejase. No hubo respuesta. Las hembras, con obscuras batas largas, eran apenas visibles sobre la hierba parda y obscura.

Barron, hablando con calma pero con autoridad por el megáfono, y Grady, que llevaba un arma pesada y corta, como un trabuco, empezaron a caminar hacia el río. Los leos entraron en el agua. Barron se apresuró. Suponía que el más alto, el que llevaba ropas corrientes, era el que buscaban. Lo llamó por su nombre y ordenó que se rindiera.

Entonces vio por el rabillo del ojo una figura que se movía rápidamente entre el bosque, a la izquierda. Vio que tenía un rifle. Un leo. ¿Quién era? ¿De dónde había venido? Grady se arrojó al suelo, arrastrando a Barron. El rifle del leo disparó, con un sonido opaco, y luego se escuchó una aguda ráfaga disparada desde el sitio en el que los agentes se hallaban escondidos.

El joven leo pasaba de un árbol a otro, volviendo a cargar el viejo rifle, y disparando. Hubo un grito o un chillido detrás de Barron: alguien había sido herido. Barron alcanzaba a vislumbrar al leo cada vez que se atrevía a alzar la cabeza. El megáfono estaba caído a algunos metros. Se arrastró hasta él y lo recogió. Gritó al leo joven que arrojara el rifle, o los agentes tirarían a matar. Los leos ya estaban vadeando la sombría corriente con el agua hasta el pecho, y llevando a los niños en vilo. Painter estaba de pie en la costa, con Meric y alguien más: la chica que habían visto durante la persecución, sin duda la que habían raptado.

De pronto el leo joven con el rifle echó a correr, a inhumana velocidad, en descubierto, poniéndose entre el grupo de leos en fuga y los agentes federales. Detrás de Barron, las armas dispararon. El leo contestó al azar, y Barron y el guardia rural se aplastaron contra el suelo. El leo corrió hacia unos arbustos. Por un momento pareció que tropezaba y caía; se arrastró hasta los arbustos y volvió a disparar. Los federales cubrieron de fuego los arbustos.

Luego hubo un sonoro silencio. Barron volvió a alzar los ojos. El joven yacía boca arriba. Painter había echado a andar, solo, hacia donde estaban Barron y el guardia rural. El rifle le colgaba de la mano. Barron creyó escuchar una voz débil, la voz de la muchacha, que lo llamaba. Con mano temblorosa, Barron tomó el megáfono y gritó:

—Baje el rifle, no tema, no le haremos daño.

El leo no miró hacia los arbustos donde había caído el leo joven; se acercaba a paso firme, sin soltar el rifle. Barron insistió en que lo soltara. Una y otra vez. Se volvió y ordenó a los agentes que no disparasen sus armas.

Al fin el leo arrojó el rifle, o lo dejó caer, como si no tuviera importancia. En el río, el hombre entraba en el agua, trayendo a la chica; ella se resistía, trataba de volverse, luchando contra el hombre y llamando al leo. Pero el hombre la obligó a continuar. Algunos de los leos habían llegado ya a la margen opuesta y trepaban, con manos y pies, la cuesta obscurecida por los pinos. De pronto, el guardia rural se puso de pie y alzó el arma corta y gruesa.

Apuntó por encima de la cabeza del leo. Se oyó un sordo estallido, y sobre la cabeza de Painter, como un halcón, apareció de pronto una pequeña nube amorfa. Un grito se alzó en el río: un grito de la muchacha. La nube se abrió en una red de mallas finas y fuertes, unida todavía al arma del guardia rural. Descendió perezosamente sobre el leo, quien sólo la advirtió cuando cayó sobre él. Trató de evadirse, rugiendo, tironeando, mientras Grady estiraba la red desde el otro extremo gritando al leo que no se moviera. El leo tropezó, con las piernas enredadas en las mallas elásticas. Trató de alcanzar su cuchillo, pero tenía los brazos inmovilizados. Rodó al suelo, con la red sobre la cara. Grady corrió hacia él, y con rapidez y eficiencia, como una araña competente, aseguró las ataduras.

Barron vio a los dos seres humanos que llegaban a la costa opuesta. La nieve caía lentamente. ¿Qué les ocurría? ¿Adónde creían que iban?

Llegó hasta donde estaba el leo, quieto ahora. Grady decía, en tono a la vez tranquilizador y triunfante:

—Ya está bien, ya está bien.

—¿Qué has hecho? —dijo Barron al leo—. ¿Qué demonios crees que has hecho? Tengo a un hombre muerto aquí —por algún motivo, la conmoción quizá, parecía furioso.

Si no hubiera estado allí el guardia rural, habría pateado una y otra vez al leo.