9

Durante la semana que transcurrió entre su llegada y el día de la cacería, los Caballeros de Takhisis empezaron a tantear a sus homónimos solámnicos; compartían alojamiento, rancho y se turnaban en las guardias. Al tercer día, un contingente de caballeros y damas de ambas Órdenes partieron para inspeccionar varios castillos próximos, incluyendo el castillo Kalstan, que era donde residía Liam Ehrling cuando no acompañaba a lord Gunthar. El Gran Maestre notó el evidente disgusto de Liam ante la idea de que sus antiguos enemigos hollaran su amado castillo y lo inspeccionaran detenidamente.

Dos Caballeros de Takhisis fueron enviados a Xenos para que comprobaran el estado del castillo y lo prepararan para la eventual llegada de lord Tohr. Xenos sería entregado a Tohr y se convertiría en la base de sus operaciones.

No obstante, la relación entre los miembros de las dos Órdenes, antaño enemigas, continuaba siendo distante. Gunthar y Tohr siempre estaban cerca para calmar los ánimos. La cacería del jabalí sería la primera prueba verdadera de la unidad de las hermandades.

La mañana de la cacería amaneció gris y fría, anunciando ya la llegada del invierno. Una densa y gélida neblina envolvía el castillo Uth Wistan, incluso las torres más altas, y daba a los grandes árboles que lo rodeaban la forma imprecisa de gigantes. El agua goteaba de los aleros y formaba charcos en el patio de las caballerizas, donde escuderos y caballos aguardaban, dando patadas en el suelo de adoquines. El aliento de los caballos les rodeaba las testas y sus arneses tintineaban en la quietud de la mañana cada vez que se movían. Los sabuesos temblaban de frío, apelotonados junto a los enanos gullys a la puerta de la perrera, lamiéndose sus húmedos hocicos y bostezando soñolientos. Garr se mantenía alejado de todos; una simple correa de piel muy mordisqueada le colgaba de su poderoso cuello y sus bigotes de color gris acerado brillaban por la neblina condensada. Ayuy se rascaba el gorro y mascaba la punta de su barba. Un gallo cacareó desganadamente.

El patio exterior ya estaba atestado de gentes procedentes de la campiña que rodeaba el castillo —campesinos, artesanos, granjeros y comerciantes—. Habían llegado visitantes de ciudades y aldeas muy distantes, de Garnet, Knas, Markennan y Gavin; habían llegado en carros, en caballos o a pie y pronto ocuparon todo el patio, teniendo que instalarse en los espacios abiertos entre el castillo y el bosque. Algunos erigieron tiendas multicolores para albergar las mercancías que esperaban vender, muchos otros fueron a contemplar la salida de los caballeros en toda su pompa y gloria, con la jauría y las lanzas, pero la mayoría estaba allí para echar un vistazo a los misteriosos Caballeros de Takhisis que recientemente habían llegado al hasta entonces bastión solámnico que había sido la isla de Sancrist.

Pese a que era una ocasión festiva —con malabaristas, cómicos y magos callejeros que entretenían a la multitud subidos sobre escenarios improvisados—, y que los comerciantes pregonaban desde sus tenderetes todo tipo de mercancías, desde botones a barriletes de vino, la fría y brumosa mañana amortiguaba todo sonido, y la gélida neblina ensombrecía el ánimo de muchos de los presentes. A los malabaristas se les caían los palos y las anillas, los juglares olvidaban versos enteros incluso de las baladas más conocidas, y los gritos de los comerciantes sonaban indiferentes. Muchas personas sacudían la cabeza consternados o hacían gestos furtivos para alejar los malos presagios.

En realidad, nadie esperaba que se diera caza a Mannjaeger, el jabalí de triste fama. La bestia no era de carne y hueso, por lo que las armas de hierro, madera o acero no podían hacerle ningún daño. Muchos de los nacidos en Sancrist estaban convencidos de que el jabalí era un espíritu maligno, un vestigio de la Era de los Sueños. Ciertamente, su poder destructor era legendario y, al igual que las colinas, Mannjaeger siempre había estado en la isla. Según la leyenda, el malvado soberano de los jabalíes era enorme, un gigante entre jabalíes, y sobre dos patas era tan alto como el más espigado corcel. Su poderoso lomo, cubierto de erizado pelo negro, se encorvaba como la giba de una ballena; sus ancas pelonas estaban cubiertas de garrapatas y presentaban las cicatrices de tantos lanzazos que hubieran bastado para abatir a un dragón. Se decía que sus colmillos de marfil, cada uno de casi un metro, constituían dos oscuras cimitarras gemelas capaces de traspasar incluso las cotas de malla forjadas en las montañas por los enanos. Algunas historias contaban que su cálido aliento transformaba la carne en piedra, mientras que otras sostenían que su siniestra y gélida mirada preñada de odio helaba la sangre de los hombres y transformaba al más bravo sabueso en un chucho gimoteador. Las flechas se convertían en humeantes cenizas al tocarlo, y sus pezuñas echaban chispas que provocaban incendios en los campos y en los graneros de los campesinos.

Muchos habían puesto a prueba su coraje y su buena suerte contra el terrorífico animal. Se rumoreaba incluso que el mismísimo Vinas Solamnus había intentado darle caza, pero sin éxito. Pero tal vez la víctima más conocida del jabalí fuese el abuelo de lord Gunthar Uth Wistan, el viejo Sigfrid Uth Wistan. Un cálido día de verano, mientras cogía bayas con sus nietos, el veterano lord del castillo Uth Wistan sorprendió al jabalí en un matorral de arándanos. Desarmado como estaba, luchó con bravura para salvar a sus nietos; ellos lograron escapar, pero él pagó con la vida.

Lord Gunthar recordó a su antepasado mientras se dirigía a las cuadras, al final de la cola de una ordenada fila de Caballeros de Takhisis y de Solamnia extrañamente apagados. El tiempo frío y brumoso también había afectado los ánimos de los caballeros, que parecían extrañamente reservados mientras recordaban las leyendas y los mitos sobre el ser al que pretendían cazar. No era que tuvieran miedo, pues la mayoría de ellos había luchado contra monstruos igualmente temibles, pero sentían que no era una buena ocasión para efectuar la batida. Creían que era precipitada y había sido mal planificada, y el mal tiempo reforzaba la sensación de que debería posponerse. En cuanto a Gunthar, su mayor preocupación era que el frío impidiera a sus sabuesos seguir el rastro del animal, pero estaba decidido a seguir adelante; sus caballeros necesitaban montar junto a sus nuevos compañeros de armas.

Cuando se aproximó a la puerta que conducía al patio de las caballerizas se oyó el clarín de una trompeta desde una torre. Como si hubiera hecho caso de la fanfarria, la bruma empezó a levantarse y reveló estandartes con los símbolos del martín pescador, espadas y rosas sobre campos de plata y azur que colgaban, majestuosos, de las torres. Pero, como signo del cambio, pendones negros y rojos colgaban entre los azules por primera vez, engalanados con imágenes doradas de calaveras, lirios y coronas de espinas. Al sonido de la trompeta los caballeros y las damas de ambas Órdenes salieron del castillo y ocuparon el patio, donde esperaban sus monturas.

Cuando le llegó el turno a lord Gunthar, los demás caballeros ya estaban a caballo y aguardaban su llegada en el gris amanecer. Lord Tohr Malen montaba un magnífico semental negro que su anfitrión le había cedido para la ocasión, mientras que Fawkes, el fiel criado de Gunthar, sujetaba la brida de su propio corcel tordo llamado Viajero. Sir Liam se encaramó a la silla de su montura, un zaino castrado de gran alzada, se encorvó y se arrebujó en una capa oscura con la capucha echada sobre el rostro para protegerse del frío. Su aliento, que brotaba de debajo de la capucha formando una especie de neblina, le daba la apariencia de un hechicero. Gunthar sintió más que vio los ojos de Liam fijos en él desde debajo del capuz. No había sido una semana fácil para Gunthar, que había visto a su estudiante favorito y sucesor pasear enfurruñado y alicaído por los corredores del castillo, convertido en un auténtico heraldo de la pesadumbre. Bueno, Liam tendría que aceptar que las cosas habían cambiado. Gunthar se golpeó los muslos con sus pesados guantes de piel y descendió los pocos escalones que lo separaban del patio.

El Gran Maestre montó mientras Fawkes sujetaba las bridas del semental. Viajero se agitó con inquietud hasta que el caballero cogió las riendas y lo controló. Entonces, ante un ademán suyo, Fawkes corrió hacia el establo.

—¡Caballeros! ¡Damas! —gritó Gunthar con una voz resonante en medio de la niebla que se disipaba—. ¡Os deseo a todos una buena caza! Bebamos una copa de aguamiel caliente, como solían hacer nuestros padres.

Fawkes reapareció portando un gran cuerno de peltre humeante, grabado con imágenes de ciervos que saltaban y eran perseguidos por salvajes criaturas semejantes a sátiros armados con arcos. El criado tendió el cuerno a lord Gunthar, que se lo brindó a sus compañeros caballeros. Cuando hubo bebido, lo pasó a los demás.

Las Órdenes de Caballería estaban igualmente representadas en todo, con seis miembros de cada una. En nombre de los solámnicos, lord Gunthar era el líder, con Liam Ehrling, Quintan y Meredith Valrecodo. Elinghad Bosant actuaba en nombre de los Caballeros de la Espada y lady Jessica de La Fronda representaba a los Caballeros de la Corona. Lord Tohr Malen comandaba a los Caballeros de Takhisis, flanqueado por sus segundos, Alya Hojaestrella y Valian Escu. Por los Caballeros Negros también estaban presentes lady Cecelia y lady Delia Waering, hermanas de sangre y por sus votos de obediencia a Takhisis. El único representante de los Caballeros de la Espina era Trevalyn Kesper, ataviado de gris y sentado en su silla de cortos estribos como un escriba muerto de frío sentado en un taburete, con las rodillas junto al pecho y abrazándolas para darse calor.

Cada pareja de caballeros estaría acompañada por un escudero, que portaría las lanzas y proporcionaría otro par de ojos durante la cacería. Como los Caballeros de Takhisis no habían llevado con ellos sirvientes, sus escuderos serían hombres de armas del castillo. Asimismo, para disgusto de los caballeros, los seguirían varios enanos gullys que se ocuparían de los perros. La mayoría de ellos consideraban a los gullys más un estorbo que una ayuda, pero se consolaron pensando que los perderían de vista cuando la caza comenzara.

Gunthar eligió a Ayuy para que los acompañara. Mientras los demás esperaban que les llegara el cuerno, el Gran Maestre presentó el gully a Trevalyn. Pero éste, al que disgustaba tener que participar en un ejercicio tan vigoroso como una cacería, y encima con un tiempo de perros, se limitó a arrebujarse aún más en sus ropajes grises y no dijo ni media palabra. Gunthar se encogió de hombros y levantó una mano para llamar la atención de todos.

—Cuando el primer sabueso encuentre un rastro, el escudero más cercano tocará el cuerno —indicó Gunthar—. Al oírlo, interrumpid la cacería y dirigíos hacia el sonido. El bosque está entrecruzado por numerosos rastros de caza y es fácil perderse si no se conoce el camino. Si os perdéis y no podéis encontrar la senda del castillo antes del anochecer, haremos sonar el gran cuerno de la puerta de la torre a cada vuelta del reloj hasta que todos hayáis regresado o hasta que empiece la guardia nocturna. Si para entonces no habéis localizado la ruta de vuelta, encontraréis mantas y provisiones en las alforjas.

Entonces, lord Gunthar cabalgó hacia la puerta y los demás dieron la vuelta a sus monturas para seguirlo. La gente reunida en el patio dejó lo que estaba haciendo para mirar. Gunthar detuvo el caballo y se levantó sobre los estribos, se volvió de cara a los caballeros y gritó:

—¡Que los dioses os sean favorables y os den buena caza, caballeros! ¡Adelante! —Los trompetas situados en las almenas tocaron una fanfarria para acompañar la partida de lord Gunthar y los caballeros que salían.

La gente lanzó vítores y se apiñó para mirar, con la boca abierta, mientras que los enanos gullys y los perros tomaban la delantera, corriendo alrededor de las patas de los caballos y entre ellas para ponerse en cabeza. Los grandes sabuesos grises retozaban y brincaban con sus largas patas, ladrando como si rieran de alegría. Los escuderos, portando bultos y largas lanzas, flanqueaban el grupo de caballeros, aunque algunos cabalgaban a cierta distancia para llamar la atención de un grupo de damas envueltas en abrigos de piel que se hallaban reunidas cerca de uno de los escenarios. Cuando los caballeros cruzaron el patio al son de las trompetas, se armó un verdadero barullo en los puestos de los comerciantes: las cajas cayeron y las mesas volcaron, con lo que con pollos y niños salieron riendo y volando en todas direcciones, seguidos por una tropa de gullys hambrientos.

Gunthar cabalgaba a la cabeza, seguido por los caballeros en fila. Trevalyn Kesper cerraba la marcha seguido por una caterva de niños que cuchicheaban y se desafiaban unos a otros a lanzar piedras al caballero de gris. Trevalyn trató de desentenderse de ellos hasta que un asustado pollo fue a estrellarse contra su cabeza en medio de una explosión de plumas blancas. Los espectadores rodaron por el húmedo suelo, riendo histéricos, pero el caballero los dejó rápidamente atrás, con la dignidad herida y la barba llena de plumas.

Ayuy Cocomur corría de aquí para allá, atizando a los gullys en la cabeza con una fusta que alguien había desechado y azuzando a los perros con la punta de la bota, hasta que logró que todos sus pupilos abandonaran los muros del castillo. Uno o dos de sus congéneres eructaron plumas y ocultaron sus culpables sonrisas tras manos mugrientas. Los caballeros salieron detrás del último sabueso, seguidos por los escuderos, que tuvieron que bajar las lanzas para pasar bajo el dintel. Una vez fuera de los confines del patio, soltaron las riendas y galoparon a campo abierto. Ayuy suspiró y se apoyó contra el muro. Garr, el gran sabueso, se acercó a él y se quedó a su lado, con sus ojos soñolientos fijos en nada en particular, como si dijera «Cuando estés preparado para empezar en serio, házmelo saber».

Ayuy no pudo descansar mucho rato, porque muy pronto los perros y los gullys localizaron los puestos de los mercaderes montados fuera de los muros del castillo. Una estampida de ovejas estuvo en un tris de derribar el escenario sobre el cual un acróbata hacía un alarde de equilibrio sobre una escalera. El hombre cayó con un chillido dentro de un carro de manzanas.

—¡Comedores de setas! —renegó Ayuy al tiempo que echaba a correr pesadamente, blandiendo amenazadoramente la fusta en su manita. Entonces se volvió hacia el gran sabueso y le ordenó—: ¡Garr, encuentra, reúne!

Con un bostezo, Garr trotó hacia la muchedumbre. Pocos segundos después, gañidos caninos de dolor se oyeron por encima del ruido de la feria y los perros, apedreados por los comerciantes, aparecieron solos o en grupos y se reunieron cerca de la linde del bosque. A su lado trotaban enanos gullys con verdugones recientes.

Finalmente, todos se reunieron cerca del bosque: caballeros, escuderos, perros y gullys. La gente empujaba para tratar de vislumbrarlos, deseando estar cerca cuando soltaran a los sabuesos. Mientras tanto, la bruma seguía levantándose hasta que, como si el mismo Paladine —que pese a no estar ya en Krynn no había sido olvidado— diera su divina aprobación a la empresa, el sol se abrió paso y bañó el campo con luz escarlata y dorada. Los colores de las tiendas, de los estandartes y las banderas brotaron de la neblina, que pareció consumirse como una pesadilla.

Los caballeros empezaron a hablar con excitación de cacerías recordadas y olvidadas, los perros lanzaron gañidos y ladraron, los caballos patearon el suelo y pifiaron, impacientes por correr; el aire estaba saturado de sonidos militares y de olores de caballería. Gunthar sonrió ampliamente al ver a sus caballeros y a los Caballeros de Takhisis olvidar sus diferencias en la excitación del día.

El Gran Maestre se irguió sobre los estribos, hizo un gesto a un escudero próximo y gritó: «¡Soltad los perros!». El escudero se llevó una trompeta plateada a los labios, sopló y se oyó una melodía larga y trémula. La jauría estalló en aullidos y salió disparada hacia el bosque. Ayuy, que se agarraba a la correa de Garr y reía histéricamente, fue arrastrado a la maleza por el perrazo y desapareció en la penumbra. La muchedumbre rugió encantada.

A continuación, los caballeros espolearon sus monturas y se lanzaron en persecución de los canes. El caballo de guerra azabache de lord Tohr se alejó al galope por el camino de Gavin, mientras los otros tomaban senderos más estrechos. Muy pronto, casi todos los caballeros desaparecieron mientras se desplegaban a lo largo de kilómetros de oscuras y sinuosas trochas, rodeados por el impenetrable bosque en el que resonaban los aullidos y los ladridos de incertidumbre de los sabuesos que buscaban el rastro del jabalí. Al poco rato, sólo los gullys más robustos seguían, mientras que los demás regresaban sin ningún pesar a la feria.

Trevalyn Kesper no se había internado ni cien metros en el bosque cuando el caballo lo arrojó de la silla, y el hombre aterrizó en el suelo con un ruido sordo. No era nada extraño, ya que los Caballeros de la Espina eran magos y no estaban acostumbrados a los rigores de la monta. El caballo continuó adelante alegremente, al parecer dispuesto a no perderse la cacería pese a haber perdido al jinete. El mago se puso en pie y regresó al castillo con aire ofendido.

A medida que la mañana fue avanzando, la caza abarcó una zona de bosque cada vez más amplia. Lord Gunthar se quedó solo después de perder a su escudero al cruzar un torrente cubierto por una delgada capa de hielo. Al poco se encontró con Ayuy, que trotaba de vuelta por la senda portando en la mano una correa rota. Innumerables hojas y ramitas sobresalían de su gorro de rata.

—¡Hola papá! —El gully sonrió abiertamente y reveló unos dientes manchados de barro—. ¡Qué cacería!

Como en respuesta, un cuerno sonó furiosamente en algún lugar a su izquierda. «¡Ahí está!», exclamó Gunthar, que detuvo su caballo para permitir que Ayuy montara detrás de él. Ambos oyeron el sonido de los aullidos de los perros, que se perdía en la distancia. Cuando finalmente Ayuy estuvo bien instalado, Gunthar espoleó a Viajero y el animal se lanzó al galope por la senda. El caballero conocía perfectamente el camino, pues lo había recorrido muchas veces, incluso de noche, por lo que dio rienda suelta a su montura. El bosque desfilaba a su lado tan rápidamente que sólo era un borrón, y el viento les silbaba en la orejas.

Transcurrido un rato, Gunthar frenó al caballo bajo un enorme olmo para escuchar. Ayuy le rodeaba la cintura con tanta fuerza que casi le impedía respirar. Entonces, el gully señaló a su derecha. Al principio Gunthar no oyó nada; pero, después, tal vez los perros se acercaron, porque percibió débilmente el sonido del cuerno que tocaba un escudero.

—¡Ajá! —gruñó y ya iba a espolear a Viajero cuando Ayuy le tiró del codo y gritó:

—¡No, papá! ¡No, papá! Escucha.

Detrás de ellos sonaba otro cuerno, y otro a la derecha, y otro por delante. Los perros aullaban por todas partes, siguiendo un rastro, algunos se alejaban, uno se acercaba y otro cruzó la senda.

—Aquí pasa algo malo, hijo —dijo Gunthar a Ayuy—. No puede haber tantos jabalíes hoy en el bosque.

—Malo, papá, muy malo —convino con él Ayuy, al tiempo que se agarraba de nuevo a su amo.

A Gunthar le costaba respirar. De algún modo, el bosque parecía cálido y cerrado, y el aire demasiado enrarecido; o quizás era porque los brazos de Ayuy le rodeaban la barriga como tenazas. El Gran Maestre sintió los latidos de la sangre en las venas del cuello y el calor que le subía por las mejillas. La frente se le perló de sudor.

—Ayuy, hijo, afloja un poco —jadeó—. Déjame respirar.

Fatigosamente, Gunthar azuzó a Viajero, pero el caballo dio tan sólo unos pocos pasos vacilantes. El aire parecía enrarecerse por momentos y Gunthar oyó a Ayuy que jadeaba frenéticamente a sus espaldas. Era como si todo el aire del bosque estuviera siendo succionado, devorado o incluso absorbido de sus pulmones. Los sonidos de los cuernos y los perros fueron menguando y extinguiéndose, hasta que lo único que pudo oír fueron sus propios resuellos.

Entonces lo percibió, un sonido entre ladrido y resoplido, como una máquina hecha por gnomos que se hubiera descontrolado y corriera sola por el bosque. Las ramas crujieron y se partieron, y el suelo tembló como si algo enorme, oscuro y amenazador avanzara pesadamente por el bosque inmediatamente a la derecha de la senda. Gunthar sintió más que vio, una gran sombra maligna que se movía en el borde de su visión. El aire caliente y fétido le llevó efluvios de algo completamente salvaje e indómito. Era un olor que resurgía de sus recuerdos infantiles como un fantasma; el olor del día en que su abuelo murió.

Ayuy gimió y hundió el rostro en la espalda de Gunthar, mientras que Viajero brincaba y relinchaba histéricamente. El caballero luchó por dominarlo y, al mismo tiempo, controlar su propio terror. En realidad, no había esperado ver a Mannjaeger; la cacería era una excusa para ejercitar las habilidades caballerescas, y la posibilidad de conseguir carne fresca. Pese a que su abuelo había sido víctima del gran jabalí, incluso para Gunthar, Mannjaeger siempre había sido una criatura de leyenda, una oscura figura que poblaba sus sueños infantiles.

El monstruo pasó por su lado sin siquiera volver la cabeza para mirarlos. Era como una gran roca liberada de la ladera de una montaña, que avanzaba rodando, ajena a lo que la rodeaba, elemental, casi etérea. Cuando se perdió de vista, el caballero recuperó el habla, al igual que Ayuy.

—Por todos los engendros del Abismo —renegó Gunthar.

—Oh, malo. ¡Muy malo dos veces! —gritó Ayuy.

Gunthar agarró con más fuerza la lanza y espoleó al caballo. El bosque parecía cerrarse sobre ellos, tendía raíces en su camino para que Viajero tropezara y hacía oscilar ramas para que golpearan al caballero en los ojos. Al poco rato, volvieron a notar el aire enrarecido que rodeaba a la bestia. Oyeron sus gruñidos enfrente de ellos, entre la maleza, y el ambiente se cargó de tensión y miedo, como si se hallaran cerca de una tormenta eléctrica que avanzara lentamente. Gunthar hacía todo lo posible para que su montura siguiera adelante; pero, pese a ser un caballo entrenado para la guerra, en ese instante se negaba a dar un paso si oía el crujido de una ramita al romperse.

De pronto, la senda describió un giro inesperado, sorprendiendo a Gunthar, que se preguntó si no habría tomado un desvío equivocado. Fuere como fuere, el caballero percibió en la distancia un arco de luz dorada que señalaba el fin de la trocha. Al verlo, Viajero se lanzó al galope. Gunthar tiró de las riendas para frenarlo, pero fue inútil; el caballo parecía desesperado por alcanzar la luz. Gunthar renegaba, gritaba y tiraba de las riendas con todas sus fuerzas, pero el animal seguía galopando, agitando las crines y bufando.

Súbitamente una frondosa enredadera pareció materializarse delante de ellos; colgaba sobre el camino como una trampa colocada intencionalmente. Viajero agachó fácilmente la cabeza y pasó, pero Gunthar, montado en la silla y embutido dentro de la rígida armadura, no pudo agacharse lo suficiente. Desesperado, trató de apartarla con el astil de la lanza, pero falló por el temblor que le afectaba las manos. La enredadera se le enganchó bajo el brazo, Gunthar soltó las riendas y se agarró al cuerno de la silla para no caer. La enredadera se tensó y crujió; encima de sus cabezas se quebraron algunas ramas, y el gran caballo tordo corcoveó para desasirse. Fue más de lo que el anciano capitán pudo aguantar; los dedos le resbalaron del cuerno de piel cubierto de sudor y la enredadera lo derribó de la silla.

Los breves momentos que voló por el aire fueron muy extraños. Gunthar había cabalgado a lomos de un dragón durante la Guerra de la Lanza, y montar un dragón no era muy diferente a montar un caballo, si el jinete no miraba hacia abajo, claro está. Pero esto era distinto: primero, porque tenía a un enano gully que trepaba por su hombro; segundo, porque ya no llevaba ninguna silla entre las piernas, aunque éstas seguían arqueadas en pleno aire; y tercero, porque al darse cuenta de que volaba por los aires, su único pensamiento fue cómo aterrizaría.

Pero el vuelo sólo duró unos pocos segundos más y no tuvo tiempo de prepararse para la caída. Mientras veía el suelo precipitarse hacia él a gran velocidad, el caballero se dio cuenta de que aún sujetaba la lanza y la tiró para no caer sobre ella. Ayuy continuó clavándole las uñas y arañándolo hasta situarse encima del pecho de Gunthar. El viejo caballero aterrizó de espaldas y, pese a que el gully era muy menudo, su peso hizo que se quedara sin resuello.

Ayuy chillaba, y continuó chillando incluso cuando ya llevaban varios segundos en el suelo. Chilló y chilló hasta que Gunthar pudo recuperar la fuerza suficiente para sacárselo de encima, pues Ayuy, aterrorizado, seguía aferrado a su pecho. Gunthar se irguió despacio, sintiendo punzadas que le recorrían la columna.

—Por la mañana pagaré por esto —se quejó el caballero.

—Muy malo —gimoteó Ayuy.

—Sí, muy malo. ¿Por qué tuviste que aterrizar encima del pobre papá? —preguntó Gunthar.

—Si Ayuy debajo, muy malo —respondió el gully—. Papá dos veces tan grande como Ayuy.

—Me siento como si acabara de perder en una justa de dragones —comentó Gunthar. Entonces miró a su alrededor e hizo un gesto de dolor al volver la cabeza—. ¿Dónde se habrá metido ese caballo loco? Pensé que se detendría al notar que caíamos. No es propio de él huir de este modo.

—Caballo ir por allí —dijo Ayuy, señalando hacia el reluciente arco que marcaba el fin de la vereda.

Gunthar se puso penosamente de pie, ayudado por un débil empujón del gully.

—Ya no soy tan joven como antes —dijo el caballero—. ¿Sabes cuántos años tengo, hijo?

—¿Dos más dos más dos?

—Exacto. Dos más dos más dos y muchas veces más dos. —Se llevó las manos a los riñones y se enderezó.

—Eso es mucho —dijo Ayuy con respeto—. Eres más viejo que el Gran Bulp.

—Soy incluso más viejo que estas colinas. Cuando yo nací esta tierra era llana. No había ni árboles ni montañas, sólo yo. Las colinas vinieron más tarde. —Gunthar gimió hasta ponerse completamente derecho.

—Vamos. Ahora nos vamos —dijo Ayuy.

—No, no. Por ahí no —protestó Gunthar al ver que Ayuy daba media vuelta.

—Camino para el castillo —dijo Ayuy, esperanzado.

—Pero tenemos que encontrar a Viajero, hijo. Tenemos que acabar la cacería. Un verdadero caballero nunca rompe el contacto con el enemigo tan fácilmente —dijo Gunthar.

Ayuy volvió al lado del caballero de mala gana, dando patadas a las hojas y agitando enfadado los brazos.

—Esto está mejor. Cabeza alta, hijo mío. Vas en camino de convertirte en un auténtico caballero. Veamos adónde conduce esta senda.

—Probablemente lugar muy malo —masculló Ayuy al tiempo que seguía a trompicones a su amo.

Después de avanzar por la desconocida trocha unos cien metros, se encontraron en un amplio claro bañado por una luz dorada tan brillante que Gunthar parpadeó. La bruma que flotaba en el aire le impedía determinar la posición del sol y saber el momento del día. En el aire se oía el zumbido de alas invisibles. Cuando Gunthar y Ayuy entraron en el claro, sus pies levantaron enjambres de saltamontes y de diminutos mosquitos con alas que parecían de encaje. La hierba era alta y de un verde dorado, al igual que los pétalos de la extraña maleza que crecían formando setos naturales a las orillas de un arroyo de aguas plateadas; las hojas eran doradas por un lado y verde bosque por el otro, y los matorrales estaban cargados de bayas plateadas y rojas. El aire era cálido y húmedo, más propio de un día de verano en Palanthas que de una mañana de otoño en la isla de Sancrist.

—Esto es increíble —dijo Gunthar—. He vivido aquí toda mi vida y nunca había visto este lugar. ¿O sí? —El caballero se atusó los bigotes y miró alrededor. Había algo que le resultaba muy familiar.

—Hace mucho tiempo —dijo Ayuy al tiempo que se rascaba el gorro de rata.

—No puedo ver bien con esta luz —comentó Gunthar.

Ayuy parpadeó y escrutó el claro pero, como buen gully, se fiaba más de su sentido del olfato.

—Huele a hadas —dijo.

—Sí, realmente parece algo élfico, ¿verdad? —dijo a su vez Gunthar—. ¿Es una mata de arándanos eso que veo?

—Definitivamente hadas —dijo Ayuy, husmeando otra vez—. Muchas hadas. Dos más dos más dos.

—Ciertamente parece haber mucha paz. No recuerdo haberme sentido tan en paz. Es muy extraño, me siento tan soñoliento… —dijo Gunthar con un gran bostezo.

—Hadas muy malo. Ahora nos vamos. Vamos al castillo —apremió Ayuy al tiempo que tiraba de la mano de su amo.

—¿Cómo he llegado aquí? —murmuró Gunthar apoyado en su lanza—. Estaba buscando algo. ¿Qué era?

—Nada. Vamos —insistió Ayuy.

—¡Mi Medida! —exclamó el caballero—. ¿Dónde la he metido? —Gunthar palpó las bolsas que llevaba al cinto y bajó la mirada hacia Ayuy—. Tasslehoff Burrfoot, ¿has cogido tú mi Medida?

—¿Qué? ¡No! Yo no —respondió Ayuy con voz preñada de miedo.

—Di a lord Derek que éste no es el momento de intrigas políticas. ¡Necesitamos a todos los caballeros que puedan valerse para defender Palanthas! —gritó Gunthar. Entonces giró sobre sus talones y se internó en el claro. Ayuy lo siguió.

Al acercarse al arroyo, Gunthar se quedó paralizado a media zancada. El lugar quedó de pronto callado, silencioso, y una nube tapó el sol y oscureció el aire. Gunthar parpadeó y retrocedió, confuso, mientras levantaba la lanza en actitud de defensa, amenazando al aire vacío.

Y entonces la vio: una gran forma peluda bajo los árboles del bosque, al otro lado del calvero. Parecía un trozo de montaña que hubiera adquirido vida y hubiera descendido de las tierras altas. Su lomo se elevaba en una giba cubierta de erizadas cerdas, tan alta como la cabeza de un hombre adulto, y su testa era tan grande como un barril de encurtidos. La bestia miró fijamente a Gunthar y pareció bostezar, dejando al descubierto los largos y relucientes colmillos de marfil, que eran armas tan afiladas como la hoja de una daga elfa. Los ojos, rojos y porcinos, parecían arder bajo la sombra de la mole de su cuerpo. Cuando estaba quieto era semejante a una piedra inanimada, pero cuando se movía era tan imparable como una avalancha, y la hierba e incluso los arbustos y los matorrales se doblaban ante su impetuoso avance. Rápidamente, casi antes de que en la ofuscada mente de Gunthar se formaran pensamientos de peligro, el jabalí cruzó el claro y se desvaneció en la penumbra del bosque.

El caballero, perplejo, retrocedió y estuvo a punto de dejar caer la lanza al tropezarse con Ayuy. Lentamente los sonidos habituales del mágico claro estival regresaron.

—Papá, vamos —susurró Ayuy, pero Gunthar no respondió. En vez de eso contempló otra forma peluda que surgía de la espesura, casi en el mismo lugar donde había visto a la primera. Era más pequeña y corría con la nariz pegada al suelo. Por un momento Gunthar se quedó confundido, pero entonces la figura levantó la testa y lanzó un largo y lastimero aullido.

—¡Garr! —gritó Ayuy.

El perrazo atrasó las orejas y corrió, siguiendo el rastro del jabalí.

—Ha dado con su pista —dijo Gunthar—. ¡Por todos los dioses, ahora lo tiene! ¡Vamos, hijo, sígueme!

La excitación de la caza infundió juventud y vigor al anciano caballero. Todos sus dolores y achaques se esfumaron tras ver a la presa y a su perro que había encontrado el rastro. Gunthar cruzó el prado con grandes zancadas y atravesó el arroyo, sin que el peso de la armadura le dificultara los movimientos. Se sentía como si tuviera alas en los pies y volara, como si fuera a alzarse del suelo y a flotar en brazos del viento. La pesada lanza para jabalíes, con su travesaño de hierro justo por debajo de la cabeza de acero, levantaba un surco en la hierba delante de él.