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Lord Gunthar se inclinó hacia adelante en la silla y repiqueteó con una cucharilla la copa de plata colocada ante su plato. Entonces, se aclaró la garganta y se atusó sus largos mostachos grises, el símbolo de su origen solámnico. La copa estaba grabada con el símbolo del martín pescador y las rosa, y el mango, sobredorado con motivos parecidos, llevaba estampada una corona dorada. Aquellas figuras se repetían en su vieja armadura; en el peto, en las grebas que le cubrían las piernas y en la ancha filigrana de plata con la que se ataba el ondeante cabello gris. La rosa, el martín pescador y la corona se repetían en todos los objetos que lo rodeaban —en el respaldo de la silla de madera en la que se sentaba, en la empuñadura de la antigua espada que colgaba a su lado o, incluso, en el tapiz que, a sus espaldas, representaba escenas de caballeros montando a dragones realizado con hilos de plata y bordado de oro. Uno de ellos cabalgaba velozmente al frente de la batalla, portando en la mano una gran lanza plateada y sus mostachos se agitaban al viento. El caballero del tapiz era una versión más joven de Gunthar, pues lord Gunthar Uth Wistan, Gran Maestre de los Caballeros de Solamnia, era ya anciano, sus mostachos eran grises y, en el rostro curtido por la intemperie, se le marcaban profundas arrugas. La mano que sostenía la cucharilla y hacía tintinear la copa, la misma mano que antaño había blandido una espada en la batalla, temblaba ligeramente mostrando los primeros síntomas de perlesia.
Lord Gunthar dejó el cubierto al lado del plato y carraspeó. Entonces se levantó lentamente, con cuidado de descargar el peso del cuerpo sobre los pies antes de incorporarse, carraspeó de nuevo y se humedeció los labios con un sorbito de vino.
—Gracias a todos, damas y caballeros, por haber aceptado la invitación para asistir a este banquete con tan poca antelación —empezó a decir—. Estoy seguro de que os preguntáis por qué os he convocado aquí esta noche. Muy pronto lo sabréis. Mientras tanto, espero que disfrutéis de la comida del castillo Uth Wistan; hay mucha carne y también vino y cerveza.
Lord Gunthar sonrió y se acarició los mostachos, mientras sus ojos se alzaban hacia las vigas del techo ennegrecidas por el humo. Luego añadió:
—Hablando de cerveza, ahora recuerdo que en tiempos de la Guerra de la Lanza llamaron a mi puerta dos visitantes de lo más inesperado. En su momento, no comprendí la importancia de aquella ocurrencia del destino, porque eso es lo que era. Justamente acababa de ver partir a la flota hacia Palanthas y estaba cansado por el viaje. Esto sucedió durante la Guerra de la Lanza, justo antes de la batalla librada en la Torre del Sumo Sacerdote…
Lord Gunthar continuó explicando su historia, aunque pocos de sus invitados lo escuchaban. La mayoría de ellos ni siquiera se había percatado de que su anfitrión se había levantado: estaban demasiado ocupados en devorar las carnes asadas que tenían delante, en beber el vino que les era servido generosamente o en apostar por los enanos gullys y los perros que se disputaban los huesos y restos que les arrojaban. Gunthar se erguía ante ellos como un hombre que se irguiera ante el mar, y sus palabras se perdían en medio del ruido de su oleaje.
La mesa del Gran Maestre estaba situada sobre un estrado en la parte delantera de la sala, debajo del gran tapiz. A su lado se sentaban caballeros de cierto renombre, los que ocupaban los rangos superiores, pertenecientes a la Orden de la Rosa y los jefes de las Órdenes de la Corona y la Espada. A la derecha e izquierda de la mesa principal se habían dispuesto dos mesas muy largas; la de la derecha la ocupaban los Caballeros de la Corona, mientras que a la izquierda se sentaban los Caballeros de la Espada. Frente a la mesa de Gunthar había una cuarta mesa puesta para doce, aunque nadie la ocupaba. Las cuatro delimitaban un gran cuadrado interior que era un hervidero de enanos gullys y sabuesos del tipo que se utilizaba para cazar jabalíes y venados.
—Y entonces el anciano dijo: «Traedme buena cerveza, la del barril que está en aquel rincón oscuro de las escaleras de la bodega» —continuó explicando Gunthar, riéndose entre dientes—. ¡No os podéis imaginar mi sorpresa! Quiero decir, ¿cómo, por Krynn, podía saber lo del barril bajo las escaleras? Desde luego, probablemente todos habréis oído que Fizban era en realidad Paladine, así que ahora es obvio cómo pudo saber que existía ese barril; pero, en esos momentos, me quedé desconcertado. Y, desde luego, había un kender con él…
Gunthar rió largamente al recordarlo. Sus ojos parecieron perderse en las humeantes sombras del techo. No acabó su historia, al menos no en voz alta; por las sonrisas que de vez en cuando curvaban sus labios, parecía que se la contaba a él mismo.
Pero nadie de importancia lo escuchaba. Mientras los caballeros jaraneaban y los sabuesos roían los huesos, los gullys lamían el vino derramado en las losas del suelo y Gunthar recordaba en silencio, un solitario gully permanecía de pie ante la mesa del Gran Maestre. Por su actitud embelesada se hubiera dicho que había comprendido lo que el anciano había explicado. Los enanos gullys ocupaban el escalafón más bajo de la creación y todas las demás razas de Krynn los despreciaban. Eran criaturas estúpidas, sucias, avariciosas y aviesas, rasgos todos ellos de los que los gullys se enorgullecían y cultivaban. En realidad, casi todo el mundo habría preferido ver su hogar infestado de ratas que de sucios enanos gullys. Pero lord Gunthar los toleraba y, ciertamente, proporcionaban diversión a los caballeros que asistían al banquete.
***
Era muy improbable que ese gully en concreto tuviera la más mínima idea de lo que decía Gunthar. Lo más probable era que hubiera comido algo que no le hubiera sentado bien (¡algo que también habría sido digno de figurar en los anales gullys!) y que estuviera esperando a que se le pasara. En cuanto a la sonrisa que se le dibujaba en el rostro, era como de un bebé humano en las mismas circunstancias. La confusión era debida a que, cuando le había asaltado la indigestión, estaba mirando de frente a lord Gunthar. Si, por el contrario, realmente era capaz de entender lo que había oído, la mención de cerveza y comida había captado su atención y simplemente esperaba oír estas palabras de nuevo.
Sea como fuere, cuando el anciano caballero volvió a tomar asiento, el gully también se desplomó en el suelo, como si fuera su imagen reflejada en un espejo de feria. Sus holgadas ropas cayeron a su alrededor y le dieron la apariencia de un saco de patatas medio lleno, rematado por una sucia cara en la que destacaban una nariz bulbosa y unos ojos grandes y lagrimosos de color pardusco. Se cubría la cabeza con un andrajoso gorro, hecho con pellejos de rata mal cosidos, que le daba el aspecto de alguien que acabase de levantarse de la cama.
Cuando acabó su relato, una nube de melancolía ensombreció los ojos de Gunthar. Su mirada vagó hacia la ventana que daba al patio oriental y suspiró profundamente, al tiempo que sacudía la cabeza.
—Estoy de acuerdo, milord —dijo el caballero sentado a su diestra, que había entendido mal la causa de la súbita tristeza del anciano—. Los jóvenes no respetan ni las viejas historias ni costumbres.
—¿Qué dices, Liam? —inquirió Gunthar, despertando de su ensoñación.
—Decía que las nuevas generaciones no tienen ningún respeto por las historias de los viejos tiempos —aclaró el caballero, mirando a los demás con rostro severo.
—Preferirían estar escribiendo sus propias historias, amigo mío —repuso Gunthar—, en vez de escuchar un refrito de todas nuestras viejas aventuras.
—Pero ¿acaso no aprendemos del pasado y aplicamos esta sabiduría al futuro? —preguntó Liam a su superior, que era mayor que él—. ¿Cómo pueden esperar triunfar en el campo de batalla si no escuchan a los que lucharon antes, y no aprenden de ellos?
—Las antiguas Órdenes están en decadencia, Liam. Las cosas ya no son como cuando yo era joven, ni siquiera como cuando vos erais joven. Las viejas lecciones ya no sirven. Tal como Sturm nos enseñó, las normas y los códigos son efímeros y deben ir evolucionando con el tiempo o se convierten en una carga inútil. El honor es la única cosa que permanece constante para un caballero, pese a los cambios. —Aquí Gunthar sonrió—. O para una dama —se corrigió al tiempo que echaba un vistazo alrededor de la sala, ya que casi la mitad de los asistentes al banquete eran mujeres. Algunas se sentaban incluso a la mesa de Gunthar.
—Sí, milord —asintió Liam y se llevó una copa de vino a los labios.
—Y, quién sabe si algún día, tal vez una de estas desastradas criaturas —dijo Gunthar englobando con un ademán a los veinte o más gullys que se revolcaban en el suelo con los perros—, ocupará un lugar en esta mesa.
Liam estuvo a punto de atragantarse y dejó la copa.
—O un kender. Que Paladine nos perdone si lo permitimos —añadió Gunthar en tono jocoso.
Liam palideció y ahogó una exclamación, ante lo cual Gunthar soltó una carcajada y posó la mano sobre el hombro de su amigo y compañero de armas.
—Oh, no os preocupéis, Liam. Mi destino no es realizar estos cambios. Tal vez, cuando yo me haya ido y vos ocupéis mi lugar en esta mesa, las circunstancias os fuercen a introducir drásticas alteraciones en nuestra antigua Orden. O, tal vez, el que tenga éxito lo hará. ¿Quién sabe? Yo me limito a especular; cosas más raras se han visto.
—Sí, milord —dijo Liam.
—Por ejemplo, fijaos en ése —continuó Gunthar en tono afable, al tiempo que pinchaba un pedazo de asado con el tenedor y señalaba con él al gully sentado en el suelo, delante de su mesa—. No es como los demás de su raza, tiene madera de caballero. Ved cómo sigue cada una de mis palabras.
—Creo, que está más interesado en la carne, milord —repuso Liam, que había notado que al enano gully se le hacía la boca agua al contemplar el pedazo de carne que el caballero agitaba en su dirección. Un largo hilillo de saliva le corrió por el mentón, se abrió paso entre su erizada barba y cayó en la camisa, añadiendo una mancha más a las otras miles que ya la decoraban.
—Tonterías. Entiende cada palabra que digo, ¿verdad hijo? —Gunthar formuló esta pregunta a gritos.
El enano asintió vigorosamente y la gorra de piel de rata le cayó sobre los ojos. Con un gruñido, el gully la agarró y, después de pegarle un mordisco, rodó de costado hacia atrás y derribó a un perro de gran tamaño, que le cayó encima. Otro gully, pensando que su compañero había atrapado algo sabroso, se lanzó sobre él. Ambos desaparecieron en un torbellino de cuerpos cubiertos de pelaje gris y holgadas ropas astrosas.
—Como vos digáis, milord —dijo Liam.
—¿Por qué tan formal esta noche, Liam? ¿Qué os ocurre? —inquirió Gunthar.
—¿Puedo ser franco?
—Podéis ser lo que queráis. Se supone que ésta es una ocasión festiva —bromeó Gunthar.
Liam contrapuso la jocosidad de su superior con una mirada dura. La sonrisa del anciano se borró de su rostro.
—Milord, creo que sois demasiado indulgente con estos jóvenes caballeros. Escuchad cómo alborotan; parecen simples aventureros en una sórdida taberna de una tierra sin ley. No tienen ningún respeto por vos ni por vuestra casa, y vos no hacéis nada cuando pisotean vuestra hospitalidad. Estos jovenzuelos abusan de los sirvientes de vuestra señoría de palabra y de obra, y vos no hacéis nada. Al contrario, organizamos fiestas a la más mínima oportunidad mientras la hermandad se deteriora.
—Bueno, yo pensé que… —quiso defenderse Gunthar, pero Liam continuó:
—El número de caballeros decrece y nos vemos obligados a reemplazar las bajas aplicando pautas cada vez menos estrictas. El resultado es esta… chusma. Y en vez de usar la Medida para imponer un poco de disciplina, vos les dais carta blanca.
Gunthar se levantó de la silla. Aunque era viejo, su estatura seguía siendo igual de imponente. Notando la súbita tensión, en algunas partes de la sala se hizo el silencio. El pequeño enano gully salió arrastrándose de debajo de una pila de perros y gullys, con su gorra de rata intacta aunque lucía nuevos agujeros. Entonces, volvió a sentarse en el suelo delante de la mesa principal y fijó una mirada expectante en su amo.
—¿Es cierto? ¿Creéis que soy demasiado indulgente? —preguntó Gunthar a sus compañeros de mesa en voz baja para que los demás no lo oyeran.
Nadie respondió. Casi todos parecían muy ocupados jugando con la comida de sus platos. Sólo dos tuvieron la suficiente confianza en sí mismos para devolver la mirada al Gran Maestre: una dama de rizos pelirrojos sentada en el extremo izquierdo de la mesa y un caballero de calva incipiente sentado a la diestra de Liam.
—¿Lo creéis así, lady Meredith? —preguntó Gunthar.
La dama abrió la boca para responder, pero volvió a cerrarla y se limitó a asentir, tras lo cual dedicó su atención al sirviente que le llenaba la copa de nuevo.
—¿Quintan? —inquirió entonces el Gran Maestre, volviendo la cabeza.
El caballero se alisó nerviosamente los pocos mechones de pelo que aún adornaban su calva y dijo:
—Por respeto a vuestra señoría… Bueno, pensamos que lo mejor sería… mmm… bueno, pensamos que podríamos… mmm…
—Creímos que no éramos quién para decirle a vuestra señoría cómo debía llevar los asuntos de vuestra propia casa —intervino Liam.
—Hasta ahora —concluyó Gunthar, y volvió a tomar asiento.
—Lo siento, milord —se disculpó Liam a media voz.
—Sí, sí, lo sé, Liam. No tenéis por qué disculparos. —Gunthar suspiró—. Quizá soy excesivamente indulgente, pero es sólo porque son muy jóvenes. A diferencia de la mayoría de nosotros, que desde el día que nacimos supimos que algún día seríamos caballeros, muchos de estos jóvenes nunca pensaron que se unirían a nuestras filas. Son los hijos y las hijas de la guerra y únicamente conocen el código no militar de la supervivencia. Creo que si los tratara con excesiva dureza, muchos de ellos nos abandonarían.
»Llegará el día, y creo que será pronto, en el que tendrán que aprender disciplina y dureza. Ahora vivimos en una paz relativa pero, como todos sabéis, en la guerra lo único que nos coloca por encima de los demás es la disciplina de nuestros hombres y mujeres en el campo de batalla. Nosotros luchamos, no como un cuerpo de soldados individuales, sino como una sola unidad, y esto sólo es posible gracias a nuestra incuestionable devoción a nuestro deber, tal como está definido en el Código y la Medida.
—Éste es nuestro mayor temor, milord —dijo Liam con vehemencia, y sus ojos negros relampaguearon—. Que cuando llegue el momento de someterse a la disciplina y acatar las órdenes, sean incapaces de hacerlo. Es mejor enseñarlos ahora, en tiempo de paz, que en el ardor de la guerra, cuando un error puede ser un desastre.
—Aprenderán por las malas o no aprenderán —arguyó Gunthar con paciencia—. Así funciona la nueva generación. Pero aprenderán la Medida y las razones que la apoyan en la práctica, no en libros ni a través de las charlas de viejos aburridos. Aquellos que sobrevivan serán auténticos caballeros.
—Pero ¿cuántos morirán, cuántas batallas perderemos antes de que aprendan? —protestó Liam.
—Sólo tenéis que ganar una batalla para ganar la guerra, Liam —dijo Gunthar—: la última.
Liam apartó la mirada porque ya no podía contener su enfado. Ninguno de los demás caballeros lo miró; todos picoteaban de su comida o fingían tomar sorbitos de vino. Unos pocos guardaban silencio tratando de entender la disputa entre sus mayores. Incluso los enanos gullys y los perros habían percibido la tensión en la mesa principal, por lo que aguzaron las orejas y esperaron que algo pasara.
Pero esperaron en vano. Mientras Liam recobraba la calma, la dama sentada al extremo de la mesa dijo:
—Milord Gunthar, este mes ya llevamos tres banquetes; en cada ocasión so pretexto de discutir algún aspecto de la revisión del Código y la Medida. Si al menos supiéramos por qué nos habéis convocado esta noche, tal vez los ánimos se calmarían.
—¿Calmar los ánimos, lady Meredith? ¿Qué es lo que teméis? —preguntó Gunthar.
—Milord, nos estamos perdiendo en lujos y festines —respondió Quintan, adelantándose a la dama—. Queremos lucha y aventura, y no más carne y vino. —Entre los jóvenes caballeros que escuchaban se oyeron muchas voces de aquiescencia, aunque tampoco faltaron los que reclamaron justamente más carne y más vino.
Meredith miró ceñuda a su compañero, pero dijo:
—Quintan tiene razón. Aquí hay muchos caballeros que necesitan un objetivo y todos nos preguntamos cuándo lo tendrán.
—Sí, sí, lo sé. Nos ocuparemos de ello cuando haya tiempo —dijo Gunthar.
—¡Cuando haya tiempo! —susurró Liam incrédulo.
—Todavía queda mucho por hacer aquí —prosiguió el Gran Maestre—. No podemos enviar a nuestros hombres por toda la creación en pos de un objetivo, no cuando el peligro acecha en nuestra puerta trasera.
—¿Peligro? —preguntó Liam.
—¿Habéis olvidado a Pyrothraxus? ¿El dragón que domina toda la mitad septentrional de la isla de Sancrist, incluyendo la tierra de los gnomos? Tal como dijo el hombre sabio, nunca es prudente dejar fuera de nuestros cálculos a dragón vivo.
—Si estáis tan preocupado por los gnomos, podríamos enviar algunos caballeros para que los rescataran —sugirió Meredith.
—O tal vez para que rescataran al dragón de los gnomos —dijo Quintan. Gunthar resopló y se oyeron risitas por toda la sala.
—No deberíamos enojar al dragón —les reprendió Liam—. Él nos deja en paz, casi siempre, y todavía no somos lo suficientemente fuertes para desafiarlo. No hay ninguna necesidad de atraer su ira hacia nosotros ahora.
—Liam tiene razón. Por el momento, vigilaremos, defenderemos, fortificaremos nuestros castillos del norte y enviaremos tropas —dijo Gunthar.
—¿Tropas? ¿Qué tropas? —inquirió Meredith—. Pese a la relajación de las normas de admisión, no es nada fácil reponer nuestras filas.
—Ésta es la razón por la que os he invitado esta noche, para discutir la revisión de la Medida en lo que se refiere a la admisión de caballeros a nuestra Orden —anunció Gunthar, y Liam y muchos otros refunfuñaron.
Ya era la segunda vez en un mes que lord Gunthar los hacía acudir desde sus castillos para celebrar un banquete y discutir el tema. La primera vez no se había llegado a ningún acuerdo, y la mayoría de ellos temía que lo mismo ocurriría esta vez. Lo cierto era que a muchos de los caballeros ni siquiera les importaba. Gunthar era conocido en todo Krynn por su buena mesa, y nadie rechazaba una invitación para cenar en su castillo, incluso si esto suponía aguantar un rato los desvaríos del viejo. A cambio, recibían una suculenta comida, además de todo el vino y la cerveza que pudieran consumir. Así había sido en los dos últimos años, y los más jóvenes esperaban que las cosas no cambiaran. Pero los veteranos estaban descontentos y empezaron a cuchichear y a dirigir alguna mirada de preocupación a Gunthar.
—Antes de que empecéis a quejaros, os diré que lo que voy a proponer esta noche tiene sus precedentes. No me estoy escudando en el pasado y no diré nada más hasta después de la cena, cuando el Gran Consejo se reúna. Ahora disfrutad de la carne y del vino, que hay en abundancia.
Los jóvenes caballeros vitorearon a Gunthar.
—Bueno, al menos lo último sí lo oyeron —susurró Gunthar al oído de Liam y, pese a él, el caballero no pudo evitar soltar una risita.
»No os enfadéis conmigo, viejo amigo —continuó el Gran Maestre—. Os necesito a mi lado, necesito vuestra fuerza de voluntad y determinación para que me ayudéis a salir de ésta. Mis revisiones del Código y la Medida serán mi regalo de despedida para la hermandad, pero es una tarea que consume gran parte de mi tiempo y de mis energías. Si vos no me ayudarais con los asuntos cotidianos de la Orden, me sería imposible. No podría haber elegido mejor protegido, mejor estudiante y mejor amigo.
El rostro de Liam se suavizó al oír estas palabras. Gunthar estudió con ojos de padre el rostro de su amigo y vio al joven caballero que había sido veinte años antes, aunque en ese momento los primeros cabellos grises ya cubrían sus sienes. Con el altivo mentón, las severas cejas y los ojos negros y reflexivos, Liam siempre había sido el prototipo del hombre serio. Algunos de los jóvenes lo apodaban «La Roca», porque incluso cuando estaba enfadado su rostro parecía estar tallado en mármol. Tan sólo una ligera vibración de las aletas nasales y el temblor de sus largos y negros mostachos solámnicos traicionaban sus sentimientos, ya fuera alborozo o enojo. Gunthar sabía que lo que la mayoría tomaba por actitud distante no era más que la forma que tenía Liam de demostrar su devoción. No obstante, el Gran Maestre confiaba en que un día Liam aprendería a ser más compasivo y a ver las cosas desde ambos lados, en vez de ver el mundo sólo en blanco y negro.
—Sois terco, amigo mío, terco y tan rígido como un príncipe elfo —prosiguió Gunthar—. Amáis tanto la Orden que no queréis que cambie, pero sin cambios, un organismo vivo se anquilosa y muere. La hermandad de caballeros es algo vivo, como un viejo árbol del bosque, más grande que nosotros dos, más viejo y más importante. Si permitimos que viva, respire y crezca, pervivirá cuando nosotros ya no estemos. Vos y yo podemos destruirlo, ahogarlo con nuestro amor, tal como ocurrió en el pasado, antes de la Guerra de la Lanza; grandes hombres, que tenían las mejores intenciones, trataron de reforzar la Orden haciéndola cada vez más rígida. Fue necesario que un modesto caballero, Sturm Brightblade, se sacrificara en la Torre del Sumo Sacerdote para que nos diéramos cuenta de que sin el juramento Est Solarus oth Mithas, «El honor es mi vida», la Medida no tiene sentido.
—Ya he oído esto antes —dijo Liam y sonrió pacientemente.
—Bueno, pues oídlo de nuevo y entendedlo mejor, Liam. Aunque no os enseñe nada más, espero al menos enseñaros esto: un caballero honorable hace lo correcto incluso sin la Medida. La Medida es esto. —Gunthar chasqueó los dedos—. No es nada sin el honor.
»Estos jóvenes caballeros fueron admitidos por su sentido innato del honor. Para la mayoría de ellos no fue algo que tuvieran que aprender de otros, como nosotros, sino que lo aprendieron solos, tal como hizo Sturm. Desde luego son indisciplinados, pero yo no los calificaría de chusma. Cuando llegue el momento, su honor les será muy útil. Debéis aprender a confiar en la nueva generación, Liam, y a poner vuestras esperanzas en ellos en vez de creer que son incorregibles.
Liam enarcó las cejas ante aquellas palabras y se volvió para mirar a la bulliciosa horda que llenaba las mesas de Gunthar. La salsa les goteaba por el mentón y si levantaban continuamente las copas no era tanto para brindar como para que se las volvieran a llenar. Gritaban, reían, se gastaban bromas entre sí; en resumen, armaban jaleo, arrojaban huesos y trocitos de comida a los enanos gullys y a los perros, y apostaban sobre cuál de ellos se haría con un hueso determinado y cuánto tiempo podría conservarlo. Muchos de ellos eran solámnicos de nacimiento, lo que en el pasado era un requisito imprescindible para ingresar en la Orden; pero en ese momento ya no, por lo que el número de caballeros originarios de Abanasinia, Ergoth del Norte, Kalaman, Tarsis y de las tierras de vecinas de Balifor crecía rápidamente; incluso había un bárbaro del salvaje este. Muchos de ellos tuvieron que abandonar su hogar para huir de los grandes dragones y de los nuevos dragones que asolaban las tierras de Krynn. Casi todos habían sido niños durante la guerra de Caos, y la contienda los había marcado, los había obligado a crecer demasiado pronto y eso se les notaba en los ojos: alegres y llenos de regocijo y buen humor un momento, y tristes y resignados un instante después. Vivían sólo el presente, porque sabían que sus días podían estar contados.
—Además —continuó Gunthar—, si los convoco tan a menudo es para vigilarlos. —El anciano sonrió y añadió—: No soy tan tonto como creéis.
—¡Milord! —exclamó Liam.
—No, no, no tenéis que fingir —dijo Gunthar—. Sé que pensáis que me he convertido en un viejo blando, o tal vez incluso que chocheo.
—¡Lord Gunthar! Yo nunca he dudado de…
—Sí, lo habéis hecho, y no habéis sido el único. Y después de esta noche aún dudarán más de mí. ¡Mirad! —exclamó de pronto Gunthar, cambiando de tema y señalando al gully con el gorro de pellejos de rata—. Mi pequeño amigo ha recuperado su gorro.
El Gran Maestre levantó su copa en un mudo brindis dirigido al mugriento enano sentado en el suelo frente a él. La desaliñada barba del gully se abrió en una ancha sonrisa, y el enano se sonrojó hasta la punta de las orejas.