7

La puerta se cerró con estruendo, y el ruido resonó en la sala vacía. Gunthar suspiró, apartó un plato y apoyó cuidadosamente la cabeza encima de la mesa. El único otro ocupante de la sala, una perra de caza tumbada al lado de un fuego mortecino, se levantó y atravesó la sala caminando delicadamente con sus largas patas; las uñas tintineaban sobre las losas de piedra. Se detuvo una vez para husmear un carnoso hueso tirado en el suelo y después continuó, dio la vuelta a la mesa y se aproximó a la silla de Gunthar desde atrás. Al llegar junto él, metió el hocico bajo el codo del hombre buscando caricias y, en vista de que Gunthar no reaccionaba, agitó la cabeza y lo despertó. El caballero rió, se irguió en la silla y se pasó, con gesto de cansancio, la mano por el ralo cabello blanco. La perra le rascó el muslo con una de sus grandes pezuñas.

—Sí, Milisant, es hora de irse a la cama. —Gunthar bostezó—. ¿Se han olvidado de ti? —El caballero retiró su silla y se puso de pie—. Vamos, tú a tu perrera y yo a la mía.

Gunthar atravesó la sala de banquetes seguido por Milisant y se aproximó a un ventanal que daba al patio. Lo abrió y salió a las almenas. Abajo, las fogatas casi se habían apagado y bañaban el patio con un pálido resplandor rojizo. Un puñado de soldados hacía guardia o realizaba sus rondas pero, por lo demás, todo era calma en la noche otoñal. En algunas ventanas del castillo se veía una débil luz amarilla. Gunthar aspiró profundamente los intensos aromas otoñales, la leña quemándose y los olores del bosque. Bajó la mano y acarició la cabeza de la perra.

—¿Lo hueles? —le preguntó—. Hace que mi viejo corazón se alegre.

Juntos recorrieron las almenas hacia la perrera, doblando torres y esquinas; en definitiva, haciendo «la gran ronda», tal como lo llamaba Gunthar, para respirar un poco antes de irse a la cama. Milisant trotaba obedientemente a su lado, acomodando su paso al de su amo. Durante el recorrido se toparon con unos cuantos solados de guardia, hombres y mujeres, que se cuadraban ante su presencia.

En el punto en el que el bosque más se aproximaba a los muros del castillo había una escalera que descendía de las almenas a un pequeño patio interior. Allí se encontraban las perreras, las cuadras y la casa de ahumado, donde se conservaban carnes y quesos. Cerca de allí, el castillo sobresalía para aprovechar un risco y formaba un ángulo. Gunthar se aproximaba a ese lugar cuando, de pronto, Milisant se le adelantó con la cabeza gacha y los pelos del lomo erizados. El caballero aflojó el paso y su mano buscó el pomo de la espada. Las antorchas situadas en esta sección del muro se habían apagado, pero el caballero distinguió una solitaria figura que bloqueaba el paso. Milisant gruñó amenazadoramente, y la figura giró en redondo, sorprendida.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Gunthar.

—Oh, lord Gunthar, sois vos —respondió la figura con aparente alivio. Entonces dio un paso adelante, hacia donde había más luz, pero los gruñidos de Milisant la detuvieron—. Soy Tohr —dijo desde la semipenumbra.

—Lord Tohr, ¿qué os trae por aquí? Pensé que ya os habíais retirado a descansar —dijo Gunthar.

—¿Acaso no soy libre de ir donde me plazca, lord Gunthar? —preguntó Tohr.

—Sí, sí, claro que sí —se disculpó Gunthar—. ¡Milisant aquí! —ordenó. Lentamente, la perra volvió a su lado y el hombre le rascó detrás de las orejas para calmarla.

—Hace una noche muy agradable —comentó Tohr, que se situó en la luz pero con una mano tras la espalda, y miró las estrellas—. En Neraka no solemos tener noches tan despejadas como ésta.

—Es por el bosque —dijo Gunthar—. Filtra todo lo malo y lo deja todo limpio y nuevo. —Entonces suspiró y añadió—: Muchas veces me he preguntado cómo debe de ser Neraka. Siempre me la imagino como un lugar oscuro, con el cielo saturado de humo pestilente y dragones volando por encima, vigilantes…

—Ahora sólo es una ciudad —repuso Tohr—. No es tan distinta de cualquier otra ciudad, sólo que allí no acostumbramos ver las estrellas. Aquí hay tanta paz y tranquilidad… —Tohr suspiró—. En Neraka nuestro líder supremo, lady Mirielle Abrena, exige vigilancia continua y entrenamiento constante. Las calles tiemblan con las botas de las tropas que marchan por ellas.

—¿Cómo es ella? —inquirió Gunthar.

—¿Lady Mirielle? Muy parecida a vos, lord Gunthar. Está dedicada en cuerpo y alma a la Orden; es su vida —contestó Tohr, y sonrió—. Le sorprendió mucho recibir la carta en la que le proponíais la fusión de las dos Órdenes, porque justamente es lo que ella misma pensaba.

—¿De veras? —preguntó Gunthar sorprendido—. Entonces, ¿por qué tardó dos años en responder?

—Porque, al igual que vos, tuvo que vencer muchos prejuicios antes de decidirse. Debo admitir que cuando me comunicó sus planes, yo tuve mis dudas —dijo Tohr.

—Es difícil para las dos partes confiar —comentó Gunthar.

—Muy difícil —convino Tohr.

El Caballero de Takhisis se volvió, se apoyó en el muro almenado y contempló el oscuro bosque. Al mismo tiempo ocultó una mano en un costado.

—¿Qué escondéis? —preguntó Gunthar, sin poder contener su curiosidad ni la sensación de que había pillado a Tohr haciendo algo que no debía.

—¿Dónde? —inquirió Tohr.

—En la mano.

—Oh, ¿esto? —El caballero negro sacó un pedazo de papel doblado—. Es… En realidad no es nada. Sólo una nota que alguien me envió.

—Os ruego que me perdonéis, lord Tohr, pero debo pediros que me dejéis verla —dijo Gunthar.

De mala gana, Tohr le entregó el papel. Gunthar lo cogió y se acercó a una de las antorchas que aún ardía, lanzó una fugaz mirada al jefe de los Caballeros de Takhisis, lo abrió y leyó:

«Abandonad este absurdo proyecto y marchaos, o vos y vuestros caballeros sufriréis las consecuencias».

La nota no llevaba firma y había sido rápidamente garabateada en una página en blanco arrancada de la parte posterior de un libro. Gunthar sostuvo el papel contra la luz y vio la filigrana de un editor de Kalaman. A continuación, examinó la escritura, pero no mostraba características fuera de lo corriente ni un estilo identificable; cualquiera podría haberla escrito. Enojado, Gunthar arrugó el papel con la mano.

—¿Cómo la recibisteis? —preguntó.

—La encontré… clavada en mi almohada por una daga, cuando me retiré a mi habitación —respondió Tohr—. Aquí está la daga. —El Caballero Negro sacó un estilete del cinto.

—Es una de mis dagas. Pensé que la había perdido —dijo Gunthar. Con manos temblorosas cogió el arma, inclinó la cabeza cansinamente y lanzó un profundo suspiro, como si el peso de toda la ley de Krynn descansara sobre sus hombros.

—Lord Tohr, debo disculparme por haber desconfiado de vos —dijo finalmente—. Os habéis comportado honorablemente al tratar de ocultarme esta nota.

—No tiene importancia, lord Gunthar; probablemente es la vana amenaza de algún caballerete que ha bebido demasiado —replicó Tohr—. Sus prejuicios desaparecerán a medida que pase el tiempo y aprenda.

—Éste es el acto de un cobarde y no voy a tolerarlo. Pienso encontrar al culpable y castigarlo —prometió el Gran Maestre al tiempo que se guardó la nota bajo el cinturón.

—Nuestros caballeros son jóvenes, lord Gunthar, y fogosos como sementales. Debemos darles rienda suelta si no queremos quebrar su espíritu. No hay necesidad de que una única voz despierte más suspicacia y desconfianza de la que ya existe —apremió Tohr.

—Veo que pensamos de manera similar —repuso Gunthar con una sonrisa—. No obstante, creo que últimamente he sido demasiado indulgente y esta nota es la prueba de que hay que hacer algo.

—Os ruego que esperéis un poco. Dejad que nuestros caballeros tengan tiempo para conocerse y que las barreras de sus prejuicios sean menos insalvables —suplicó Tohr.

—De acuerdo —cedió Gunthar, que enderezó la espalda y apretó las mandíbulas—. Voy a seguir vuestro consejo; no mencionaré este asunto hasta después de la cacería. —Entonces, sonrió ampliamente y posó una mano sobre el hombro de lord Tohr—. Venid, amigo mío. Iba a devolver esta señorita a la perrera. ¿Os gustaría ver mis otros ejemplares?

—Me encantaría —aceptó Tohr e inclinó la cabeza—. Verdaderamente son los sabuesos de más fina estampa que he visto.

Dicho esto, ambos caballeros continuaron recorriendo las almenas, seguidos de cerca por Milisant.

—Son mi orgullo y mi alegría —le confió Gunthar con una sonrisa radiante, al tiempo que empezaba a bajar la estrecha escalera que conducía al patio interior—. Os mostraré al mejor de ellos, un héroe en la caza del jabalí, el gran Garr. En el pasado no pudimos organizar una buena batida contra Mannjaeger porque no teníamos el perro adecuado, pero ahora está Garr. ¡Él acorralará a Mannjaeger!

Muy excitado, Gunthar quiso volverse para ver la reacción de su invitado y se saltó un peldaño. El anciano caballero se tambaleó y pareció que se iba a caer desde más de doce metros de altura contra el patio de piedra, pero Tohr lo cogió rápidamente por el cinto y lo puso a salvo. Ambos se apoyaron contra el muro interior, y Gunthar estrechó al otro caballero, más joven y fuerte, contra su pecho. El corazón del viejo Gran Maestre latía desbocado.

—Gracias, amigo mío —consiguió decir.

—Lord Gunthar, si pretendíais poner a prueba mis buenas intenciones, podríais haber esperado a llegar a los últimos escalones —comentó Tohr en tono de chanza mientras ayudaba a Gunthar a recobrar el equilibrio—. Debo confesar que… no me gustan las alturas.

Cuando su respiración se normalizó, Gunthar siguió bajando la escalera, aunque con más cuidado esta vez y sin volverse al hablar. Detrás de ellos, Milisant descendía los escalones como buenamente podía. Gunthar expuso en detalle el pedigrí de Garr así como los osos, jabalíes y venados que había cazado, y las esperanzas que tenía puestas en la próxima batida. Cruzaron el patio y saludaron con la cabeza a un par de sirvientes que encontraron jugando a dados frente a la puerta de la perrera.

—Encontramos a una rezagada en la sala de banquetes y quiere volver junto a sus compañeros —les dijo Gunthar a modo de saludo.

—Sí, milord —respondieron los mozos al tiempo que se ponían de pie y abrían la puerta. Del interior se escapó una cálida vaharada de fétido olor a perro y a gully. Uno de los mozos tomó una antorcha de un aplique y fue el primero en entrar.

—¿Habéis tenido suficiente comida esta noche, Fawkes? —preguntó Gunthar al mozo de más edad.

—Ya lo creo que sí, milord —respondió el hombre y se dio satisfechas palmaditas en el estómago—. Ven aquí, Milisant, bonita. —La perra entró.

La perrera era una sala cerrada, oscura y de techo bajo que parecía extenderse en las sombras como si fuera una catacumba. Pero, a diferencia de éstas, el aire era cálido y seco, aunque ciertamente hedía con el penetrante olor de los canes y los gullys. El suelo era de piedra y estaba cubierto con paja, cortezas y huesos muy mordidos. La mayoría de los perros dormía en una gran pila en el centro de la sala, de la que sobresalía aquí y allí un piececito con gruesos dedos o una mano de dedos regordetes que se agitaban en algún sueño gully; pero, a un lado, cerca del muro, descansaba, acurrucado, un perrazo descomunal. Cuando Gunthar, lord Tohr y el mozo entraron, el animal levantó su enorme cabeza del suelo y los miró, soñoliento, con ojos castaños que parpadeaban. Milisant trotó hacia él meneando todo el cuerpo, se tendió de espaldas frente a Garr, exponiendo el pelaje de un gris ligeramente más claro del vientre y le lamió la cara, limpiándole los bigotes. El perro aceptó las atenciones de la hembra haciendo gala de noble paciencia.

—Éste es Garr —anunció Gunthar con orgullo.

—Realmente es un animal espléndido —dijo Tohr en tono de respeto.

El can cerró los ojos como si se dignara a aceptar el cumplido, bajó la cabeza y husmeó las orejas de Milisant, la cual le mordisqueó sus propias orejas amigablemente; después, apoyó el mentón sobre sus pezuñas y se quedó dormido.

—Nunca habrá otro como él —susurró Gunthar.

—¡Milisant, mala! —dijo una voz a sus espaldas.

Un menudo enano gully, que se cubría la cabeza con un gorro de pellejos de rata, se abrió paso a empujones entre las piernas de los caballeros y entró en la perrera. Al oír su voz, la perra se levantó, pero se quedó donde estaba, con la cola entre las patas.

—Miro por todas partes —dijo el enano gully—. Miro dos sitios. Dos sitios muchas veces. —El gully se acercó a la perra y le dio palmaditas en la cabeza con su rechoncha mano. Pese a que abultaba el doble que él, Milisant le hizo fiestas.

—Lord Tohr, permitidme que os presente a mi perrero, el señor Ayuy Cocomur —dijo Gunthar.

—Oh, hola papá —dijo Ayuy—. No lo veo al entrar. Encuentro a Milisant. Ahora dormir. —El gully se dejó caer al lado de Garr y se dispuso, justamente, a dormir.

—¿Lord Gunthar, por qué permitís que los gullys duerman aquí? Estoy seguro de que su hedor echa a perder el olfato de los sabuesos —se quejó Fawkes.

—El señor Ayuy conoce las normas —respondió Gunthar—. Todos deben bañarse regularmente y cada día durante los tres días anteriores a la cacería. Ayuy, te presento a lord Tohr Malen. Lord Tohr es un caballero que se quedará con nosotros un tiempo.

Ayuy permaneció sentado en el suelo, mirando a lord Tohr. Parecía fascinado por la armadura del Caballero Negro, decorada con calaveras, espinas y lirios así como con el dragón de cinco cabezas que simbolizaba a Takhisis. El gully se rascó la cabeza a través del gorro de rata como si tratara de recordar algo; luego, se puso de pie lentamente y se arregló sus holgadas ropas alrededor del cuerpo.

—Encantado de conoceros —dijo y tendió su mano a lord Tohr.

—Un enano gully ciertamente notable —comentó Tohr entre dientes mientras estrechaba con cautela la sucia manita del gully—. Tienes un nombre muy interesante, Ayuy. ¿De dónde viene?

—Cocomur es muy antiguo y pres… pres… algo. Tiene dos generaciones —dijo Ayuy con orgullo.

—Me refería a tu nombre de pila. ¿Por qué te pusieron «Ayuy»?

—Todos los aghars tienen un nombre cuando nacen. Yo tengo nombre. Hermano tiene nombre. Mamá tiene nombre. Todo el mundo tiene nombre. ¿Por qué te pusieron a ti nombre?

—Pero ¿por qué te llamaron «Ayuy»? —preguntó Tohr lentamente.

—Mamá tenía que llamarme algo. No podía llamarme «¡eh, tú!» —respondió el gully un poco enfadado.

—Ya veo, pero lo que quería decir es…

—Así se llama mi hermano —interrumpió Ayuy.

—¿Cómo? —inquirió Tohr.

—Ehtú, Ehtú Cocomur —respondió Ayuy.

Lord Tohr lanzó una mirada de exasperación a Gunthar, que trataba de disimular una sonrisa.

—Tal vez yo pueda ayudar —se ofreció el Gran Maestre, adelantándose y posando una mano sobre el hombro del irritado caballero—. Ayuy, cuéntanos la historia de cuando tu madre te puso el nombre.

—Buena historia, papá. Mi favorita —dijo Ayuy con una sonrisa. Se dejó caer al suelo y se recostó en el pecho de Garr—. Veamos, nazco hace mucho, dos veranos creo. Mamá me sostiene cuando tía Upsi dice: «¿Qué nombre para el lindo muchachito?». Mamá no sabe, se encoge de hombros y me deja caer de cabeza. ¡Plop! Entonces mira hacia abajo y dice: «¡Ay huy!». Ayuy.

Se oyeron unos aplausos aislados en la pila de perros del centro de la sala. Durante la conversación algunos gullys que dormían allí se habían despertado y, por lo visto, aquella historia debía de ser una de sus favoritas, porque continuaron aplaudiendo, aunque la mayoría seguía dormida. Ayuy saludó con la cabeza y les sonrió.

—Bueno, basta ya de historias —dijo Gunthar con un bostezo—. Es hora de irse a la cama. Buenas noches, Ayuy.

—Buenas noches, papá —respondió el gully al tiempo que se estiraba y bostezaba, entonces se acurrucó contra Garr y el perro puso la cabeza sobre el muslo del enano.

—Y recuerda, baño general tres días antes de la cacería —dijo Gunthar.

—Sí, papá. Dos días —murmuró Ayuy soñoliento.

Gunthar y lord Tohr regresaron a sus habitaciones, discutiendo asuntos de las tierras y los castillos que debían alojar a los diferentes caballeros, así como las formalidades necesarias antes de proceder a la fusión de las dos Órdenes. Finalmente, llegaron al ala de invitados y Gunthar se detuvo frente a la puerta de los aposentos de Tohr.

—Sigo preocupado por la nota —confesó antes de irse—. Quizá debería apostar a un soldado ante vuestra puerta. Alguien de quien me pueda fiar.

—No es necesario, lord Gunthar —repuso Tohr—. No creo que corra un peligro real y si me equivoco, bueno… —El caballero dio unas palmaditas a la maza que llevaba al cinto—. Todavía soy lo suficientemente joven para blandir a la vieja Belle.

—¿Llamáis Belle a vuestra maza? —preguntó Gunthar—. Qué interesante; mi esposa se llamaba Belle.

—Sí, lo sé. Os doy el pésame por su pérdida.

—Gracias, Señor —dijo Gunthar—. Belle tuvo una vida plena. ¿Sabéis una cosa? Ésta era nuestra habitación. Cuando murió, me fue imposible quedarme y me trasladé a una alcoba más pequeña y confortable en otra parte del castillo.

—No os culpo. Supongo que los recuerdos que os trae esta estancia aún están muy frescos en vuestra memoria —comentó Tohr en tono comprensivo.

—Sí. Buenas noches de nuevo —dijo Gunthar—. Vamos, Milisant. Pero ¿dónde se ha metido?

—La dejamos en la perrera, ¿recordáis? —contestó Tohr.

—¿De veras? —inquirió Gunthar realmente sorprendido—. Ah, sí, claro. Qué estúpido soy. Buenas noches otra vez. —El Gran Maestre dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Lord Tohr meneó la cabeza y cerró la puerta lentamente.