13
Habían transcurrido tres días desde que Valian Escu había dado con el cuerpo de Gunthar, tendido en la nieve. A sus pies encontraron la lanza rota y, a su lado, el noble sabueso que había luchado con Mannjaeger hasta la muerte. Amo y perro yacían juntos, y una suave y fría capa de blanca nieve cubría solemnemente sus figuras inmóviles; como debía ser. Cerca de ellos yacía la imponente mole del enorme jabalí con el cuerpo traspasado doce veces por la lanza de Gunthar antes de recibir el golpe de gracia en el corazón. Algunos se fijaron en el aciago número trece.
En un frío amanecer, el cuerpo del Gran Maestre fue sacado del castillo al patio, donde la nieve caía sobre las cabezas gachas y los hombros hundidos de los asistentes al funeral. En su mayoría eran simples campesinos y ciudadanos llegados de todos los rincones de la isla de Sancrist, pero otros habían cruzado mares para estar allí. Mensajeros montados a la grupa de dragones llevaron la noticia de la muerte de Gunthar a Ergoth del Norte y del Sur, a la isla de Cristyne, a Qualinost y a Palanthas, y los dignatarios de las tierras de Krynn más próximas habían respondido a la llamada. Podían verse Dragones Plateados volando en círculos en las nubes grises cargadas de nieve, y otros afirmaban que un solitario Dragón Dorado había sobrevolado las almenas por la noche. El día anterior habían llegado Dragones Azules que transportaban más Caballeros de Takhisis, así como las condolencias de su Comandante Suprema, lady Mirielle Abrena. Sir Liam Ehrling, destrozado por la muerte de su mentor, había permanecido encerrado en sus aposentos hasta la mañana del funeral.
Cuando las puertas se abrieron y aparecieron los portadores del féretro, el silencio se adueñó de la multitud. La nieve recién caída amortiguaba los pasos de los que portaban el cuerpo de lord Gunthar, que no descansaba en un ataúd sino en parihuelas de madera. Lo llevaban cuatro caballeros: los Caballeros de Solamnia, Quintan Estafermo y Elinghad Bosant; y los Caballeros de Takhisis, Tohr Malen y Valian Escu. Detrás de ellos, Meredith Valrecodo llevaba el escudo de Gunthar y, por último, Liam Ehrling su espada. Lord Gunthar estaba amortajado con un sudario blando adornado con rosas rojas y diminutas coronas doradas, y a sus pies yacían los trofeos conseguidos en su última batalla: los colmillos de marfil de Mannjaeger.
En silencio, lo depositaron sobre el suelo cubierto de nieve y, también en silencio, los asistentes fueron desfilando ante él y dejando rosas y otros objetos a su lado. Los copos que caían se posaban suavemente sobre el rostro, pero no se derretían, por lo que al final Gunthar parecía un anciano dios del invierno, dormido en su enramada cubierta de nieve y con ofrendas amontonadas junto a él. Liam permanecía a su cabeza y lady Meredith a sus pies, y ambos saludaban en silencio a todas las personas que se detenían junto al cuerpo de Gunthar. Pese a que luchaba por mantener la compostura, más de una lágrima corría por el severo rostro de Liam, mientras que Meredith daba rienda suelta a su dolor en un quedo llanto.
Cuando todos hubieron presentado sus respetos, los caballeros volvieron a levantar el cuerpo de lord Gunthar y regresaron con él al castillo, que ya no abandonaría nunca.
Las damas, los caballeros y los delegados de aldeas, ciudades, países y naciones entraron en la vieja capilla tras los portadores del féretro y tomaron asiento en los bancos alineados a ambos lados del pasillo. Gunthar fue colocado sobre el altar situado debajo de un antiguo símbolo del Dragón de Platino, los portadores se retiraron y se sentaron en sus sitios correspondientes. Cuando finalmente todos estuvieron acomodados, la capilla quedó tan en silencio que se oía el repiqueteo de los cristales de hielo contra las ventanas. Fuera, la nieve se había convertido en aguanieve y los ciudadanos, aldeanos y campesinos de Sancrist empezaban a regresar a sus hogares, a las granjas, campos, casas y molinos que habían abandonado para presentar sus últimos respetos al señor del castillo Uth Wistan. Muchos no sabían qué les depararía el mañana, si los Caballeros de Solamnia perecerían con su Gran Maestre o si renacerían con la fusión de las dos Órdenes. Muchos de los que llenaban la capilla se preguntaban lo mismo.
Tan profundo era el silencio allí que varias personas se sobresaltaron cuando una puerta tras el altar se abrió con un fuerte chasquido. Por ella apareció un hombre encorvado por el peso de la edad, de rostro moreno y ajado, enmarcado por mechones de pelo gris que le caían formando ondas. El anciano cruzó la puerta, cojeando, apoyado pesadamente en un bastón y ayudado por una mujer más joven, ataviada con vestiduras de un blanco prístino pero sin adornos. Un simple prendedor sujetaba las largas guedejas de la dama de un negro azabache, en las que ya empezaban a aparecer las primeras canas, y que se desparramaban sobre los hombros. La suya era una faz de belleza clásica, con un orgulloso mentón y pómulos que algunos hubieran calificado de altaneros, y que la sabiduría y la edad no habían suavizado. Pero los negros ojos estaban desprovistos de luz. La mujer miraba al frente con una vacua expresión, y todos, incluso aquellos sentados al fondo de la capilla, supieron instantáneamente que era ciega. No obstante, de algún modo ayudó al anciano a bajar los peldaños y lo condujo al primer banco, donde tomó asiento al lado de Liam Ehrling.
La mujer se volvió, pero el anciano le mantuvo la mano apretada un momento más y le dijo con voz ronca y quebrada por el dolor:
—Gracias, Crysania.
—De nada, querido Wills —respondió ella.
Como por arte de magia, su melodiosa voz desterró de la capilla el ominoso silencio que se había adueñado del lugar con la entrada del cadáver de Gunthar. Pareció que, de pronto, los asistentes se relajaban, y se oyó el sonido de pies que se arrastraban, el estrépito de las armaduras al ser ajustadas y el crujir de las telas. Alguien tosió e incluso se escucharon algunos susurros.
—¿Quién es ese anciano? —preguntó Jessica Rocavestina en voz baja a la persona sentada junto a ella, un acomodado comerciante de la ciudad de Gavin.
—Wills, el antiguo ayuda de cámara de Gunthar. Debe de tener más de cien años. No sabía que seguía vivo —cuchicheó el hombre—. Y ella es lady Crysania. No puedo creer que esté aquí. Alguien me dijo que vivía en la isla, pero no sé dónde.
—¡Lady Crysania! —exclamó Jessica en un susurro.
No necesitaba que nadie le señalara a su heroína, Cuando era niña, Jessica había escuchado, embelesada, las historias y las baladas que se cantaban sobre Crysania y su amor por el oscuro mago Raistlin Majere, y soñaba con el día en que conocería a alguien por el que sería capaz de enfrentarse al Abismo. Para Jessica, el valiente sacrificio que Crysania había hecho por amor representaba el modelo que la guiaba, como un faro, por el árido desierto de su monótona vida.
Lady Crysania volvió a subir, lentamente y a tientas, hasta el altar en el que Gunthar yacía y, finalmente, tocó el borde del sudario. Entonces posó suavemente sus manos sobre las del caballero e inclinó la cabeza en callada plegaria. En la capilla se hizo de nuevo el silencio, pero esta vez era de paz, interrumpido ocasionalmente por un sollozo. Crysania levantó la cabeza y sonrió.
—Buenos días —dijo suavemente a la congregación.
Tan sólo unos pocos le devolvieron el saludo. Jessica contuvo el aliento; nunca había soñado con que un día podría oír la voz de lady Crysania. Pese a la solemnidad de la ocasión, el rostro de la dama casi resplandecía de júbilo.
—Me dicen que lord Gunthar murió luchando contra la bestia a la que llamaban Mannjaeger. Me dicen que lord Gunthar era un guerrero y que a él le hubiera gustado morir luchando —dijo Crysania.
Se oyó un rumor general de aprobación y Jessica vio que Liam asentía.
—No trataré de confortaros con tales frases —prosiguió la mujer—, pues no creo en ellas. —Todo el mundo guardó silencio.
»Gunthar no era un guerrero. Cierto que dirigió a los Caballeros de Solamnia durante dos guerras devastadoras y, probablemente, ningún otro líder desde Vinas Solamnus ha hecho más para mantener esta noble Orden unida frente a la adversidad. Pero, como todos sabéis, lord Gunthar raramente se ponía al frente de la batalla. No era un gran guerrero.
»Pero era un gran líder y dejó que otros más capaces que él lucharan con las armas por la causa del Bien.
»Yo estoy hoy aquí porque Gunthar Uth Wistan era un hombre de paz. Se dice que guiar a hombres en la guerra es fácil; guiar a hombres en la paz requiere coraje y fuerza y, sobre todo, honor. Cuando las guerras se terminan, los viejos guerreros decaen. Lord Gunthar Uth Wistan fue vuestro líder en más días de paz que de guerra, y nunca decayó. Si la Orden de los Caballeros de Solamnia está todavía viva es gracias a él.
»Muchos de vosotros honráis y reverenciáis a Huma, que luchó y murió para salvar Krynn de los ejércitos de Takhisis. Muchos de vosotros reverenciáis a Sturm Brightblade, que luchó y murió dando ejemplo de honor. Algunos de vosotros honráis a su hijo, Steel Brightblade, que antepuso su honor personal a la lealtad a la Reina de la Oscuridad, y luchó y murió por salvar a Krynn del caos. Me preguntó cuántos de vosotros realmente honráis a este hombre… —La voz de Crysania se quebró, pero las lágrimas no afluyeron a sus ojos ciegos.
»… a este hombre que luchó y luchó y luchó —continuó embargada por la emoción—, que nunca dejó de luchar para mantener vuestra Orden unida, pese al orgullo, la arrogancia y la estupidez de tantas y tantas personas que sería imposible nombrarlas. Gunthar libró batallas sin espada, sin honores, sin victorias. Muchas veces tuvo que combatir solo, contra la opinión de sus iguales. Y al final luchó solo para tratar de preservar lo que más estimaba, más incluso que su honor personal.
»Ahora, cuando nos disponemos a enterrar a este gran hombre, no finjamos que luchó en grandes batallas. Él no salvó el mundo, sino que lo preservó para que los supervivientes tuvieran un hogar al que regresar. Lord Gunthar era un hombre de paz, y en la paz, no en la guerra, realizó actos heroicos. Al igual que los grandes caballeros que murieron antes que él, Huma el Lancero, Sturm y Steel Brightblade, murió para uniros en un objetivo más importante que vosotros. No permitáis que haya muerto en vano.
Crysania inclinó la cabeza. Los portadores del féretro se levantaron de sus asientos al mismo tiempo, con ruido de espadas y de armaduras.
—Aquí acaba la línea de Gunthar Uth Wistan —invocó Crysania—. Ahora se reunirá con sus antepasados, con sus hijos y con su esposa. Encomendamos su alma a Paladine pero consignamos su cuerpo a la tierra. Nunca veremos otro como él.
Lentamente y con reverencia, los que llevaban el féretro ascendieron al altar y ocuparon sus sitios junto al cuerpo de lord Gunthar. Crysania descendió hasta el primer banco y ayudo a Wills a ponerse en pie; el viejo servidor y la antigua sacerdotisa de Paladine subieron los peldaños hasta una gran puerta de hierro situada a la derecha del altar. Cuando pasaron al lado de los portadores, éstos levantaron a Gunthar del altar. Las demás damas y caballeros asistentes se levantaron y empezaron a formar en los pasillos de la capilla, mientras que los que no pertenecían a ninguna Orden permanecieron sentados.
Crysania abrió la puerta de hierro, donde ya esperaban sirvientes con antorchas encendidas. Éstos empezaron a descender por una escalera tallada en roca viva por debajo del castillo, seguidos por la mujer y Wills cogidos del brazo, los caballeros que portaban el cuerpo de Gunthar, los Caballeros de Solamnia y, finalmente, los Caballeros de Takhisis, que cerraron la puerta tras ellos. Las personas de la capilla se levantaron silenciosamente y emprendieron el regreso; los ciudadanos y campesinos a sus hogares, con los vehículos y los caballos que los esperaban, y los dignatarios procedentes de las tierras elfas, de Ergoth y de Palanthas a sus habitaciones de invitados del castillo. La capilla quedó de nuevo vacía y silenciosa, mientras que fuera el aguanieve se convertía en lluvia.
La escalera descendía más y más en una suave espiral. No parecía la de un calabozo; los peldaños eran anchos y había bastante distancia entre los muros, ya que había sido diseñada para permitir el paso de personas con una pesada carga. Los portadores de las antorchas descendían delante de lady Crysania, y había otros dos detrás de los Caballeros de Takhisis, pero los caballeros situados en el centro del grupo caminaban casi en total oscuridad. Éste era el caso de Jessica, que avanzaba en solemne procesión, con una mano rozando al caballero que iba delante al tiempo que notaba otra mano en su propio hombro. Nadie decía nada. Todos parecían absortos en sus propias cavilaciones y sólo se oía el sonido de los pies al arrastrarse y el ruido metálico de las armaduras.
Finalmente, la escalera desembocó en una sala larga y oscura. Por encima de las cabezas de los que iban por delante, Jessica vio a los que llevaban las antorchas. La trémula luz de las teas los precedía formando un gran arco en los muros y el techo del corredor. Entonces entraron en una cripta de piedra, de techo bajo, y se ocuparon de encender las antorchas que colgaban de apliques en la pared. Los caballeros y las damas entraron en fila en la cripta y allí se desviaron a izquierda o derecha. Jessica fue a la derecha y se reunió con los miembros de la Orden de la Corona que esperaban con las cabezas gachas. La dama se situó detrás de ellos y ocupó su lugar. Otros entraron tras ella, hasta que la pequeña cámara funeraria estuvo atestada. El aire quedó impregnado del olor a acero caliente y a cuero, y a Jessica cada vez le costaba más respirar.
El cuerpo de Gunthar fue depositado en un ataúd de piedra, cerca del centro de la cámara. Alrededor de él, en las sombras y en nichos en las paredes descansaban los sarcófagos de sus antepasados, sus abuelos y sus padres. El castillo Uth Wistan era más antiguo de lo que nadie podía recordar. Las grietas en los muros eran testimonio del Cataclismo que había asolado Krynn más de trescientos años antes, cuando se formaron nuevas montañas, se secaron mares y se destruyó la ciudad de Istar, donde el Príncipe de los Sacerdotes había hecho caer sobre él la ira de los dioses por su arrogancia.
Algunas personas afirmaban que la estirpe de los Uth Wistan se remontaba a la Era de los Sueños, y que había encontrado su inevitable final con el hombre que descansaba en el centro de la cámara, pues su esposa y sus hijos yacían a su alrededor, y sus espíritus habían partido antes que el de él para prepararle un lugar. Gunthar era el último de la estirpe.
Las damas y los caballeros no dejaron ni un espacio libre en la cripta. Muchos alargaron el cuello para ver el cuerpo del antiguo Gran Maestre, mientras que otros se alegraron de que las sombras ocultaran sus lágrimas. Al lado de lord Gunthar se veía a lady Crysania y, flanqueándola, a la guardia de honor; a su derecha estaban los líderes de los Caballeros de Solamnia y a su izquierda los de los Caballeros de Takhisis. Lady Meredith Valrecodo colocó el escudo de Gunthar sobre las rodillas del muerto y, a continuación, Liam Ehrling puso la espada sobre su pecho. Cuando retrocedió su rostro era una máscara pétrea. Crysania alzó una mano que temblaba visiblemente.
—Devolvamos este hombre al seno de Huma —dijo. Elinghad Bosant avanzó y se volvió de cara a las damas y los caballeros congregados. Entonces, empezó a cantar, y los demás pronto se le unieron. Jessica se dio cuenta de que conocía la letra, aunque no recordaba haberla aprendido.
Devuelve a este hombre al seno de Huma.
Deja que se pierda en el sol luminoso,
en el coro de aire donde se funde el aliento;
recíbelo en la frontera del firmamento.
Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada, en constelaciones de estrellas
donde la espada traza un arco anhelante,
donde nuestro canto se realza.
Concédele el descanso del guerrero.
Por nuestras voces alentados, por la música del mundo,
converjan los lustros de paz en un día
en el que habitar pueda las entrañas de Paladine.
Y guarda el último destello de sus ojos
en un lugar seguro, sagrado,
por encima de palabras y de esta tierra que tanto estimamos,
mientras de las Eras recuento pasamos.
Libre de las asfixiantes nubes de guerra,
como un infante que sano crece,
vivirá en un mundo eterno y brillante
donde Huma será el estandarte.
Cuando las últimas notas del cántico se fueron apagando en los corredores de piedra de la cripta, Elinghad inclinó la cabeza y volvió a su sitio. Entonces Crysania alzó las manos y gritó:
—Devolvamos a este hombre al seno de Huma, más allá de los turbulentos e imparciales cielos; que reciba el descanso del guerrero, y que la última chispa se pose libre de las asfixiantes nubes de guerra, sobre las antorchas de las estrellas.
La mujer dejó caer las manos a los costados y su largo cabello negro le colgó alrededor del rostro cuando inclinó la cabeza.
Lentamente los caballeros fueron desfilando ante el cuerpo de Gunthar y cada uno le presentó sus respetos a su manera, algunos con una rodilla hincada en el suelo en humilde oración, otros dejando un pequeño obsequio o un recuerdo. A Jessica le sorprendió que muchos de los Caballeros de Takhisis mostraran un pesar en apariencia sincero, ya que sólo habían conocido a lord Gunthar en calidad de enemigo. Uno a uno, las damas y los caballeros fueron abandonando la cámara y subiendo la escalera de caracol que conducía a la capilla para ocuparse de sus deberes.
Jessica fue una de las últimas en arrodillarse junto a la tumba del Gran Maestre. No estaba segura de qué debía hacer; sentía la necesidad de rezar, aunque no sabía a qué dioses dirigir su plegaria. Todos ellos habían abandonado Krynn durante la Guerra de Caos y su corazón era como una tumba, vacío y frío. Pero, como sabía que otros la miraban, susurró: «Descansad en paz, milord», y se puso de pie. Cuando dio media vuelta para marcharse, Crysania levantó la cabeza y sonrió con tristeza. Jessica se sonrojó y subió a toda prisa la escalera.
Al llegar a la capilla se detuvo. Comparado con la cripta, el aire de arriba le pareció fresco y vivo. La luz que se filtraba por las altas y estrechas ventanas de cristal era fría y gris, y una lluvia constante golpeaba el techo. De pronto, Jessica se sintió agradecida de estar caliente, seca y, sobre todo, viva. Sólo entonces, ya fuera de la cripta, se dio cuenta del horror que le producía el gélido aire sin vida de la tumba. Pensó en lord Gunthar, allí abajo, en su fría cripta, solo por toda la eternidad, y empezó a llorar por él. Largos sollozos la estremecieron. La dama se ocultó en el rincón más oscuro de la capilla, para estar a solas con su dolor. Se acurrucó junto a una columna que se alzaba entre dos bancos y lloró a mares.
Jessica Rocavestina se había unido a los Caballeros de Solamnia sólo dos años antes. Procedía de una acaudalada familia de comerciantes de Gavin, una ciudad de la misma isla de Sancrist, y era la penúltima de once hermanos. Se había hecho dama porque en casa no había lugar para ella. Jessica no deseaba casarse y tener a su vez once hijos; aspiraba a algo más, quería servir a una noble causa, tomar parte en una gran empresa. Si los dioses no hubieran abandonado Krynn, lo más probable es que hubiera acabado siendo sacerdotisa de uno u otro culto.
Cuando alcanzó la adolescencia sus dos hermanas mayores ya eran capitanas de sendos barcos mercantes en el negocio de su padre y tenían cierto éxito. Entre una travesía y otra empezaron a enseñarle las artes del manejo de la espada y del tiro con arco. Jessica demostró tener talento para las armas y esto, unido a su natural humildad y sentido del honor, llamó la atención de algunos Caballeros de Solamnia de la ciudad. Uno de ellos, sir Quintan, la animó a que ingresara en la Orden y apoyó su solicitud de ingreso. Jessica sabía perfectamente que en los viejos tiempos nunca la hubieran aceptado, pues no era agresiva por naturaleza; pero, después de la Guerra de Caos, la Orden tenía muchos huecos que llenar.
Casi inmediatamente después de ser aceptada fue enviada al alcázar de La Fronda. Dado que vivía sola en medio de una agreste comarca y que casi nunca la convocaban a los Grandes Consejos, Jessica no había tenido oportunidad de conocer a sus compañeros de Orden. Pero en el castillo por fin pudo ser dueña de su propia vida. Disfrutaba explorando las agrestes colinas de los alrededores, y el antiguo edificio le encantaba por su simplicidad y nobleza. Era el tipo de sitio al que las princesas de los cuentos eran exiliadas por sus crueles padres, lugares en los que solitarias princesas aguardaban la llegada de un noble caballero que las rescatara; sólo que entonces ella era el noble caballero. La dama se sentía hastiada y sola. El funeral de Gunthar le había hecho darse cuenta de cuántos de sus sueños y esperanzas no se habían cumplido; y de que nunca se cumplirían mientras permaneciera asilada en La Fronda o, puesto que los Caballeros de Takhisis iban a instalarse allí, en algún otro destino sin importancia, en alguna plaza mohosa, fría y húmeda.
Jessica oyó que la puerta de hierro se cerraba pero no le prestó atención, porque pensaba que nadie podría verla donde se ocultaba. Pero se trataba de alguien que no necesitaba ojos para ver. Jessica notó un leve roce en el hombro, se volvió rápidamente y se encontró con la última persona del mundo que quería que la viese así, débil y llorando como una niña.
—¡Lady Crysania! —farfulló—. Yo estaba… estoy…
—Estabais llorando —dijo Crysania—. Tal como solía decir un viejo amigo, incluso un gully sordo te hubiera oído.
—Lo siento —suspiró Jessica.
—¿Por qué? Las lágrimas os honran, si es que son vertidas honorablemente —replicó Crysania.
—Pero yo… —empezó a decir Jessica. Entonces cayó de rodillas y los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas—. Lloraba por mí —confesó—. También lloraba por lord Gunthar, por lo solitaria que debe parecerle la tumba, pero sólo porque es así como yo me siento. Cuando me uní a la Orden pensaba que podría hacer algo importante, soñaba con la gloria. Pero, desde que ingresé, lo único que he hecho ha sido trabajar en un desolado castillo durante días interminables, sola, exceptuando a un viejo enano que atiende a mi caballo.
—Yo me sentí como vos muchas veces —dijo Crysania—. En la larga marcha hacia las llanuras enanas me sentía sola en medio de la multitud. Pese a que amaba, amaba sola y, pese a que me esforzaba por llevar la luz a la oscuridad, me esforzaba sola y la oscuridad triunfó. Tuve que aprender que el momento aún no había llegado, y vos también debéis aprenderlo. —Crysania se inclinó para ayudar a Jessica a levantarse.
—Lo siento, lady Crysania —se disculpó Jessica al tiempo que se enjugaba las lágrimas y trataba de recobrar la compostura—. He sido una egoísta al derramar lágrimas por mí. Hubiera debido llorar por lord Gunthar.
—¿Por qué? Cuando lloramos por los muertos, en realidad lloramos por nosotros, por nuestra pérdida y no por la suya, y por el miedo que sentimos nosotros por la tumba, no por el suyo. Las lágrimas que habéis vertido no son un deshonor para vos —dijo Crysania—. Todos lloramos en la oscuridad.
De pronto, Jessica estrechó las manos de Crysania, hincó una rodilla y suplicó llorando:
—Por favor, milady, permitid que os sirva.
—Tenéis deberes y responsabilidades aquí —respondió Crysania.
—Van a trasladarme —dijo Jessica rápidamente—. Van a entregar mi castillo a los Caballeros de Takhisis. De momento, no tengo deberes y si vos pidierais que…
—Paciencia, muchacha, paciencia —dijo Crysania suavemente, pero con firmeza—. Aún tenéis que hacer mucho aquí.
—¿A qué os referís? —preguntó la dama.
—Venid, tomad mi brazo y caminad conmigo —dijo Crysania.
Juntas salieron de la capilla y recorrieron un corredor con ventanas que daban al patio. La lluvia caía como una cortina gris y casi les impedía ver la muralla. Unas confusas sombras hacían guardia en sus puestos en las almenas.
Mientras recorrían el castillo, Jessica esperaba que Crysania dijera algo más, que acabara la reflexión que había iniciado en la capilla, pero en vez de eso la antigua Suma Sacerdotisa de Paladine charló sobre temas triviales, interesándose por el nombre de la dama y por su familia, así como por el castillo en el que vivía. Jessica contó a Crysania lo mucho que amaba la vieja fortaleza que se caía a pedazos; pese a su soledad, le gustaba la paz y tranquilidad que había encontrado en La Fronda.
Finalmente, llegaron a las habitaciones de invitados del castillo. Crysania se detuvo frente a una de las puertas y buscó a tientas el pestillo con bastante torpeza. Hasta este momento, Jessica casi había olvidado que lady Crysania estaba ciega. Con delicadeza guió los dedos de su heroína al pomo y Crysania sonrió.
—Gracias. Me ha gustado conoceros, Jessica Rocavestina —dijo—. Espero que hablemos de nuevo antes de que me marche.
—También yo lo espero, milady —respondió Jessica con una inclinación de cabeza.
Crysania volvió a sonreír y abrió la puerta. Mientras la mujer entraba, Jessica pudo echar un vistazo dentro de la alcoba. Justo frente a la puerta había un lecho de gran tamaño, con gran profusión de mantas caídas al suelo. La puerta ya se cerraba cuando de detrás de las mantas se alzó la testa de un enorme tigre blanco, que miró a Jessica soñoliento. La dama se quedó sin respiración ante la repentina aparición y estuvo a punto de lanzar un grito, pero entonces se dio cuenta de que no era un tigre sino un hombre. Éste se levantó cuando entró Crysania; luego, la puerta se cerró, y Jessica ya no vio nada más.
Jessica inclinó la cabeza y, abatida, se marchó arrastrando los pies. Cuando, finalmente, llegó a su propia habitación, sonó la llamada para el almuerzo, pero la dama no tenía apetito. En vez de ir, entró en su pequeña alcoba y se sentó en la cama, en la oscuridad, mientras que otros caballeros pasaban precipitadamente ante su puerta, en dirección al comedor. Los caballeros charlaban, reían, se gastaban bromas y discutían, como era su costumbre. Los ecos de la cripta aún no se habían apagado y la vida en el castillo empezaba a volver a la normalidad.