18

Las llamas del hogar casi se habían apagado. En la oscuridad de la noche, Milisant se levantó de su lugar junto al fuego y fue sigilosamente a la puerta, que estaba abierta. Los tres enanos gullys dormían entrelazados en el suelo y roncaban apaciblemente, aunque antes se habían peleado por una manta. Algo había despertado a Milisant, un ruido casi imperceptible que había alertado todos sus instintos caninos. La perra se sentó en el umbral de la puerta y escrutó la oscuridad, respirando el fresco aire de las montañas que, al salir de sus pulmones, se convertía en nubes de vapor que parecían nubarrones de tormenta. Su aspecto era adusto y brujesco, como el guardián de la guarida de un hechicero. Fuera, las aguas del arroyo borboteaban y murmuraban, reluciendo con brillo mercurial bajo la pálida luz de la luna.

De vez en cuando levantaba el hocico y husmeaba. La leve brisa le llevaba los habituales aromas de la montaña: roca y piedra, agua y nieve, hojas, árboles y raíces. La perra olía asimismo el nido del ratón en los juncos del techo, las pieles de conejo puestas a secar en la pared meridional, el cubil de la serpiente bajo la casa y, por supuesto, a los gullys.

Pero había un olor nuevo, un olor que la llenaba de inquietud. Olía como las cacerolas de cobre con las que los cocineros del castillo recogían la sangre de los animales que sacrificaban. Milisant sintió deseos de aullar, y este impulso se hizo más y más intenso a medida que la luna ascendía en el cielo. Sus instintos primarios se despertaron y la urgieron a lanzar el aullido de aviso a la manada para que la protegiera, a ella y a sus crías, de lo que acechaba allí fuera, en el bosque.

Llegó, furtivo, como una sombra, desde los árboles que crecían en la otra orilla del arroyo. A Milisant se le erizaron los pelos del lomo y se apartó de la puerta para refugiarse en las sombras de la habitación. El ser seguía avanzando y ya cruzaba el arroyo. Envuelto en ropas negras, se arrastró hacia la casa, se acurrucó al otro lado de la puerta, con la cabeza ladeada y husmeó. Milisant seguía oculta en las sombras, tan silenciosa como el mismo intruso, con los labios retraídos y enseñando los dientes. La perra recogió las patas bajo el cuerpo, los músculos se le tensaron como muelles de hierro y las pezuñas se clavaron en el suelo de tierra apisonada.

El intruso se irguió, avanzó y se detuvo bajo el dintel. Entonces, miró dentro y, al ver a los gullys apiñados y dormidos en el suelo, se le escapó una sibilina risita. Cuando se volvió Milisant le vio la cara y, por un momento, el coraje la abandonó.

No era un rostro humano. Bajo una holgada capucha asomaba un largo hocico de reptil. La cabeza estaba coronada por dos cuernos gemelos, arrollados sobre sí mismos, semejantes a los de un carnero, y la ropa que le cubría la espalda se agitó cuando levantó las alas. Una larga cola serpenteante se desembarazó de la capa con un violento movimiento y empezó a golpear el suelo excitadamente. El intruso dio un paso dentro de la habitación al tiempo que sacaba una daga de los pliegues de su vestido. Con un solo pensamiento en mente —proteger a sus amigos—, Milisant se lanzó silenciosamente sobre el draconiano. Pero un sexto sentido lo alertó y se volvió justo a tiempo de ver un enorme cepo de dientes amarillos que iba a apresarle el cuello. Milisant era una formidable perra de caza que, cuando se levantaba sobre las patas traseras, era casi tan alta como el draconiano; por eso, cuando chocó contra él su peso los levantó a ambos y los arrastró por la puerta hasta hacerlos caer fuera de la casa. Con un grito que era un estertor, el draconiano golpeó el suelo con los espolones; tenía la garganta atrapada en las poderosas fauces de la perra. En su agonía clavó la daga en una de las patas de Milisant, pero el can no lo soltó hasta que se quedó quieto. Antes de que la cabeza del reptil tocara el suelo, la carne se le convirtió en piedra. La perra lanzó un gañido y huyó con el rabo entre las piernas.

Los sonidos de la batalla despertaron a los gullys. Glabela fue la primera en llegar a la puerta, salió afuera corriendo y se encontró a Milisant encogida de miedo a la orilla del arroyo y a un draconiano muerto ante la puerta. La enana estuvo en un tris de derribar a Ayuy cuando se metió de nuevo en la casa para trepar al altillo y esconderse.

Lanzando una maldición por encima de su hombro, Ayuy salió afuera y casi tropezó con el draconiano tendido boca abajo. Entonces sonó un chillido en la casa, Ayuy giró en redondo y aún pudo ver cómo a Lumpo, de pie en el umbral, se le ponían los ojos en blanco antes de desplomarse como un saco de patatas.

Ayuy se puso en jarras y dio una fuerte patada contra el suelo.

—¿Por qué asustados? ¡Lacerto muerto! —gritó.

—¡Chsss! Quizá sólo dormido —siseó Glabela desde el altillo.

—Mira, muerto como piedra —insistió Ayuy al tiempo que propinaba un puntapié al draconiano. Inmediatamente lamentó haberlo hecho y se puso a dar saltitos agarrándose la punta del pie, machucada. El enano se dejó caer al suelo y se quitó el zapato, esperando ver el dedo gordo del pie hinchado como un melocotón. Luego, se lo metió en la boca y lo chupó como si se tratara del pulgar de la mano.

Entretanto, Milisant se había acercado a Ayuy cojeando. El gully, mientras se lamía el dedo, se puso a acariciarla y a darle palmaditas. La perra le hizo fiestas y meneó el rabo, tratando de no apoyarse sobre la pata herida. Cuando se dio cuenta, Ayuy se sacó el pie de la boca y le examinó las patas delanteras. Al retirar las manos, las tenía cubiertas de sangre.

—¡Yo asustada! —gimió Glabela.

—¡Cierra pico y ven aquí! —gritó Ayuy—. ¡Milisant herida! Trae medicina.

El gully ayudó a Milisant a entrar, cojeando, en la casa mientras le sostenía la pata herida y cuando pasó junto a la forma inmóvil de Lumpo, le dio una patada y le ordenó:

—¡Levántate! ¡Pon leña a fuego!

—¿Qué… qué? —murmuró Lumpo.

—¡Pon leña a fuego! —gritó Ayuy enfadado.

—No sé cómo —confesó Lumpo.

—Coge palo, enciende y sopla —le explicó Ayuy mientras ayudaba a la perra a tumbarse junto al hogar. Glabela bajó apresuradamente la escalera del altillo y corrió a buscar su bolsa.

—No sé cómo —gimoteó Lumpo.

—¡Haz! —bramó Ayuy.

Para su infinita sorpresa, Lumpo logró realmente avivar el fuego. Pocos minutos después, las cálidas llamas iluminaban la habitación. Ayuy limpió las heridas de Milisant con cuidado, tiernamente, mientras Glabela manipulaba varios amuletos, plumas y pequeños animales momificados que, a decir de la sabiduría popular gully, poseían poderes mágicos. La enana agitaba estos objetos en el aire y pronunciaba frases inofensivas, sólo deteniéndose de vez en cuando para asegurar a Milisant que se pondría bien muy pronto.

Ayuy cortó en tiras la manta de Navalre y con ellas vendó las heridas de la perra, tras lo cual la ayudó a acomodarse junto al fuego. Milisant golpeó el suelo con la cola y comió los restos de la cena que Ayuy le tendió. Lumpo se mantuvo en la esquina, con la boca muy abierta y sin perder de vista cada bocado que iba del plato a la boca expectante de la perra. De pronto Glabela lanzó un grito y agitó una pata de pollo frente a Milisant, tras lo cual retrocedió y contempló orgullosa al animal con las manos en las caderas.

—Ya está. Pata pollo siempre cura —afirmó.

Viendo que Milisant estaba bien atendida, Ayuy se acordó de su zapato y salió afuera para recuperarlo. Sentía el pie frío, especialmente el dedo gordo. El enano gully se quedó estupefacto al comprobar que el draconiano había desaparecido; sólo un montón de polvo señalaba el lugar que había ocupado. Ayuy recuperó el zapato y, sin dar la espalda al polvo, cruzó a trompicones la puerta, la cerró de golpe y empujó la mesa contra ella.

—¡Lacerto marchar! —anunció, y sus compañeros lo miraron perplejos.

—¡Ves, yo decir! Yo decir que lacerto sólo duerme. Yo decir no muerto. ¿Qué hacemos ahora? —se lamentó Glabela desesperada.

—Nos vamos —anunció Ayuy—. Ahora. Vamos a Ciudad. Quedamos aquí demasiado tiempo.

—¿Ahora? —gimió Lumpo al tiempo que se frotaba la barriga.

—Ahora —replicó Ayuy. El gully recogió la bolsa de Lumpo de su escondite y se la tiró.

—Coge comida, tanta como poder llevar —ordenó.

—Necesito saco más grande —murmuró Lumpo tras echar un vistazo a su bolsa, en la que iba metiendo manzanas.

En cuestión de minutos estuvieron listos. Tenían las bolsas repletas de comida, y Lumpo había encontrado finalmente un gran saco de lona, que llenó con los tubérculos de la despensa que Navalre les había prohibido tocar. El gully se echó el saco al hombro, lo que le dio la apariencia de un pequeño y mugriento Santa Claus cargado con un saco de juguetes. Cuando todo el mundo estuvo listo, Ayuy apartó la mesa de la puerta. Milisant se levantó y cojeó hacia él.

—¿Qué hacer con ella? —inquirió Glabela.

Ayuy miró al sabueso a los ojos y lo inundó una pena tan intensa que se puso a llorar. No quería dejarla atrás, pero si se la llevaban era probable que no sobreviviera. Milisant ya le había salvado la vida dos veces y, a diferencia de la mayoría de gullys, Ayuy sí conocía el significado de la gratitud. Finalmente, y con mucha tristeza, tomó una decisión:

Milisant queda aquí. Cerramos la puerta. Navalre vuelve casa mañana y cuida Milisant. Él buen hombre, buen posadero.

Verdaderamente le rompió el corazón tener que empujar a la perra dentro de la casa y cerrarle la puerta en las narices. Milisant arañó la puerta y gimió, sin entender qué ocurría, pero las heridas le impidieron que la derribara para reunirse con los gullys. Glabela se subió a los hombros de Lumpo y consiguió echar el pestillo. Después, recogieron sus bolsas y, sin decir ni media palabra más, partieron.

Los aullidos de Milisant les persiguieron mientras descendían la ladera.

***

Un exhausto Navalre salió a trompicones del bosque que cubría el valle cuando faltaba poco para amanecer, pero no se detuvo. El miedo lo impulsaba a seguir. No temía por él, sino por los gullys que lo esperaban en la montaña. Era evidente que estaban metidos en algo mucho más siniestro que lo que había sospechado en un principio. Lord Gunthar y el papá de Ayuy habían muerto de manera demasiado parecida. Sea cual fuere la participación de los gullys, estaban en peligro, y él los había dejado sin protección.

Como clérigo de Chislev, Navalre había consagrado su vida a proteger y preservar a las criaturas y los bosques de Krynn. Poco después de ser ordenado, había sido nombrado vigilante de un lugar encantador situado en un remoto rincón de Solamnia, cerca de la ciudad de Kalaman. Durante el sitio de Kalaman los Caballeros de Takhisis extendieron su influencia por todo Ansalon, pasando las tierras a fuego y espada. Del sur llegó un grupo de caballeros acompañados de una banda de soldados draconianos, qué acamparon en su hermoso bosque y empezaron a talar para construir máquinas de guerra para sus ejércitos. Cuando tuvieron toda la madera que necesitaban, siguieron cortando árboles sólo por diversión. Después, prendieron fuego a los restos muertos y secos de sus estragos, y el fuego se propagó por todas partes. Navalre perdió su hogar, y el lugar quedó diezmado. Incluso en esos días, cuando aún conservaba sus poderes clericales, no había podido hacer nada. Navalre se trasladó a otro bosque, pero también éste fue víctima de los ejércitos de Takhisis. Cada vez que se trasladaba, ellos llegaban para destruir lo que Navalre tanto amaba, hasta que ya no quedaron más bosques a los que ir; Qualinost había sucumbido a manos de los Caballeros de Takhisis. Entonces, el vigilante huyó a Sancrist, el último lugar de Krynn en el que esperaba encontrar a los Caballeros de Takhisis y sus malvados draconianos, que odiaban toda forma de vida. ¡Pero éstos ya habían llegado!

Pese a su premura, Navalre necesitaba unos momentos de descanso, agua y algo para restaurar sus fuerzas. Encontrar agua era muy fácil, pues el lago se extendía entre él y la montaña, pero se vio en apuros para encontrar comida. No tenía tiempo para ponerse a buscar y ya había consumido la exigua ración de pan y miel que había cogido para el camino. No le quedaba otro remedio que seguir adelante, ya que el tiempo transcurría rápidamente.

En un punto, la senda describía una curva cerca del lago, donde la orilla estaba formada por un afloramiento de rocas planas. Desde allí era muy sencillo sacar agua del lago, por lo que era un lugar usado habitualmente por los visitantes del valle para aquel fin. Navalre se tendió sobre las piedras, bajo el sol de la mañana y, asomándose por el borde, formó cazoleta con las manos y se llevó el agua a los resecos labios. Primero bebió para apagar su sed y después para aplacar el aguijón del hambre. Cuando se hubo saciado, se quedó tumbado unos minutos, concediéndoles un descanso a los fatigados pies y contemplando su propio reflejo en el agua.

No le gustó lo que vio. Tenía un aspecto cansado, ojeroso y envejecido. Su barba era una maraña, pero eso era lo de menos. Las mejillas cubiertas por la barba se veían demacradas y los labios, delgados. Le sorprendió comprobar que tenía el pelo canoso; no recordaba que fuera así, aunque tampoco recordaba la última vez que se había contemplado. ¿Cuántos años habrían pasado?

Entonces, se fijó en el reflejo del cielo matutino. Blancas nubes de algodón se perseguían unas a otras en el nítido firmamento. Alrededor del lago se alzaban las montañas del color del granito y la piedra, así como del verde gris de los árboles de hoja perenne de las laderas más altas. La belleza y serenidad de la escena relajaron sus doloridos músculos y lo tranquilizaron, como si se tratara de un encantamiento. Los párpados empezaron a pesarle y a cerrarse, pero no era nada mágico, sino sólo agotamiento y ganas de dormir. Navalre luchó contra ello, sacudiendo la cabeza y echándose agua fría en la cara. El hombre lanzó bravatas y dio un grito ahogado, rociando el aire con las gotas de agua acumuladas en su barba.

—¡Estúpido! —se insultó a sí mismo—. Has estado a punto de caer… —Un leve movimiento en el reflejo del cielo atrajo su atención. Rodó sobre su espalda y miró arriba.

Allí, muy, muy arriba en el cielo azul volaba una brillante gotita de sangre; era Pyrothraxus, que parecía diminuto por la distancia. Navalre supo que era Pyrothraxus aunque nunca lo hubiera visto; no podía ser ningún otro. El ermitaño sintió que todos sus temores e inquietudes tomaban cuerpo. Los gullys estaban metidos en algo más siniestro que la muerte de un desventurado aghar. ¿Por qué si no los perseguirían los draconianos? ¿Por qué si no elegiría Pyrothraxus ese día para sobrevolar el valle, cuando nunca antes lo había hecho?

—¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer? —se preguntó Navalre en voz alta—. Sólo soy un hombre y estoy solo. —Espontáneamente se formó en su mente una visión de los gullys sentados a su mesa, con las caras manchadas de comida, y entonces supo qué debía hacer. Tenía que marcar el límite, pues ya no quedaban más bosques a los que huir. Nunca más se quedaría cruzado de brazos contemplando la destrucción de lo que tanto amaba y poniendo como excusa que era uno contra muchos. Toda su vida había observado los principios del equilibrio, pero sin entenderlos verdaderamente. Chislev enseñaba la filosofía conocida como Neutralidad, que era una filosofía del equilibrio, según la cual el Bien y el Mal deben existir ambos en contraste para que el equilibrio del mundo se mantenga. Navalre siempre había creído que aquello significaba que nunca debía tomar partido, que debía tratar por igual al Bien y al Mal. Pero entonces se daba cuenta de que lo importante era el equilibrio. Cuando el Mal amenazaba con conquistar el mundo era preciso ayudar al Bien para restablecer el equilibrio; cuando el Bien amenazaba con consumirlo todo en sus fuegos de rectitud, era preciso dar espacio al Mal para que respirara y creciera.

En ese instante, el Mal amenazaba con destruir el último hogar de Navalre. Había tenido que huir por medio continente y ya no tenía ningún lugar adonde ir. Era posible que no representara nada importante en el esquema general de las cosas, o podía significar la diferencia entre que la paz regresara al bosque o que el Mal cayera sobre él y destruyera su hogar, pero tenía que tratar de salvar a los gullys. Navalre se puso de pie de un salto y se abrió paso entre los juncos. Aún tenía que recorrer muchos kilómetros para llegar a la montaña y a su cabaña.

Durante todo el día caminó deprisa, cruzando los puentes por los que había pasado sólo un día antes. Al aproximarse a su casa, ya avanzada la tarde, apretó el ritmo pese a su cansancio. Cada zancada que daba le costaba un gran esfuerzo. La montaña había vencido sobre su cuerpo; Navalre ya no sentía las piernas, los pulmones le dolían por el frío y notaba los brazos tan cansados que hubiera tirado el bastón si no fuera porque lo necesitaba para apoyarse. Hora tras hora tenía que enfrentarse a su sentido común, que parecía gritarle: «¡Y todo esto por una panda de gullys!».

Finalmente, llegó al último puente, sólo tenía que andar un poco más siguiendo el arroyo. ¿Cuántas veces había recorrido ese mismo camino sin darse cuenta de que era una distancia tan grande? Navalre tenía la impresión de que nunca volvería a ver el tejado de su casa, pero al doblar el recodo allí estaba, a la sombra de la haya. Todo parecía en orden y no se veían signos de violencia; sin embargo, un profundo y lastimero aullido borró todas sus dudas.

—¡Milisant! —jadeó, y corrió hacia la cabaña—. ¡Ayuy! ¡Glabela! ¡Lumpo! —gritó al acercarse. Descorrió el pestillo y abrió la puerta. Milisant salió cojeando y se puso a husmear el suelo alrededor de la casa.

El ermitaño reparó inmediatamente en los vendajes en las patas delanteras de la perra, se arrodilló junto a ella y los examinó. El can casi se los había arrancado a mordiscos para poder lamerse las heridas, que todo parecía indicar que habían sido causadas con un cuchillo. No tenía ningún sentido. ¿Qué había ocurrido?

Milisant estaba decidida a seguir algún rastro, y Navalre se las vio y se las deseó para meterla de nuevo en la casa. La noche prometía ser fría, por lo que rápidamente encendió el fuego. La luz de las llamas reveló más misterios. La casa había sido saqueada, pero en vez de llevarse objetos de valor le habían robado toda la comida excepto los potes de miel colocados en la repisa de la chimenea. El barril de harina seguía intacto, pero había desaparecido todo lo que estuviera ya preparado para ser consumido. También habían desaparecido los efectos personales de los gullys. Mientras hacía la masa del pan y le daba forma, Navalre reflexionó sobre el rompecabezas que tenía ante sus ojos. Milisant, sentada junto a la puerta, gemía.

El ermitaño despachó una frugal cena consistente en pan y miel. No tenía sentido; si los gullys habían sido capturados por los draconianos ¿quién había vendado las heridas de la perra y la había dejado encerrada dentro? Ya había acabado de comer y estaba recogiendo cuando, de pronto, lo vio todo claro.

¡Los gullys seguían vivos! Habían escapado. Un eufórico Navalre empezó a dar vueltas por la habitación, tan excitado que se golpeaba una palma con el puño. Milisant seguía gimiendo.

—Sí, hubo una lucha y te dejaron encerrada porque estabas herida y querías seguirlos —dijo muy serio—. Iremos tras ellos, pero ahora está demasiado oscuro. Por la mañana… —El hombre bostezó y empezó a trepar al altillo.

»Si tú y yo no somos capaces de dar con tres enanos gullys, no tenemos ningún derecho a llamarnos perros —rió mientras se tiraba sobre la cama.

Poco después, sus ronquidos sacudían las vigas del techo. Milisant se tumbó al lado de la puerta con el hocico entre las patas y los ojos abiertos. La perra se lamió los vendajes un rato y gimió suavemente hasta bien entrada la noche.