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—Aseguraos de hacerlo correctamente —dijo el bozak a sus subordinados kapaks, que se inclinaban sobre el cuerpo de Gunthar—. Debe parecer que ha muerto en un encarnizado combate.
Uno de ellos empezó a rociar la zona alrededor del perro muerto con la sangre que llevaba en una pequeña ampolla. Mientras tanto, otros tres draconianos cobrizos surgieron del bosque, arrastrando tras ellos algo muy pesado. Ya en el claro se detuvieron y se recostaron en su carga, jadeando, con las largas y bífidas lenguas fuera y las cortas alas agitándose en el aire.
—Así está bien —dijo uno de ellos sin resuello. Los demás lanzaron suspiros de alivio y se alejaron tambaleantes a cumplir otras tareas, dejando el cuerpo justo un poco apartado de la vereda frente al Gran Maestre.
Mannjaeger seguía infundiendo temor incluso después de muerto. Pese a que descansaba sobre un costado, la mole de su cuerpo recordaba la ladera de una montaña oscura e inquietante. La cabeza podría haber servido como ariete de una galera pirata de minotauros, mientras que la mirada que había en los ojos, incluso muerto, era capaz de petrificar una medusa. El pelaje bullía de piojos y otros parásitos que abandonaban el cuerpo del jabalí en busca de mejores pastos.
Uno de los draconianos arrastró la lanza de Gunthar del bosque, se acercó al jabalí y le clavó el arma al menos una docena de veces hasta hundirla en el pecho sin vida del monstruo. A continuación, sacó una botella de un bolsillo secreto del uniforme y vertió sangre seca sobre las heridas que acababa de causar al jabalí. Una vez hecho esto, rompió el astil de la lanza sobre su rodilla, cubierta por escamas de cobre, y la colocó cuidadosamente en la mano extendida de Gunthar. Mientras tanto, el bozak recorría el área musitando algo entre dientes y esparciendo polvo siguiendo algún tipo de pauta mística. Allí donde éste caía, las hojas y las ramitas revueltas por los movimientos de los draconianos regresaban a su lugar original, las huellas dejadas en la blanda tierra desaparecían, el aire se purificaba y el típico hedor metálico que desprendían los draconianos se disipaba. Después de completar el hechizo, el bozak metió las garrudas manos en las mangas de la túnica. Los demás finalizaron sus tareas y se perdieron en el bosque, dejando sólo al draconiano de bronce y a un kapak de cobre en la escena de la muerte de Gunthar.
—Y ¿ahora qué?, gran señor —preguntó el kapak.
—Nuestro trabajo aquí ha acabado —respondió el bozak desde debajo de la capucha—. Muy pronto mis espejismos y los de los otros desaparecerán, y los caballeros que persiguen jabalíes fantasmas abandonarán la caza y regresarán al castillo. Una vez allí se darán cuenta de que falta Gunthar y emprenderán su busca. Esto nos dará tiempo suficiente para recoger nuestra recompensa y marcharnos de este lugar.
—¿Y después? —inquirió el draconiano de cobre con una astuta mirada en sus rojos ojos.
—Y después nada, amigo kapak —gruñó el bozak—. Vosotros seguiréis con vuestros tejemanejes mientras que nosotros, los bozaks, seguiremos subsanando vuestros errores con nuestra magia.
—¡Errores! ¿Qué errores? Todo ha salido perfectamente, de acuerdo al plan. Ni siquiera hemos necesitado tu ayuda —protestó el kapak—. «El Primero» dice: «Id con los bozaks», y nosotros vamos con los bozaks.
—Y ha sido una suerte. Si no hubiera sido por mí, tú te hubieras olvidado por completo de nuestro amiguito gully —dijo el bozak, y se rió con sorna—. Ve y asegúrate de que sus heridas basten para matarlo, incluso sin el veneno. No podemos permitir que nadie sospeche.
Después de lanzar una mirada asesina a su superior, el kapak se sacó una vieja daga del cinto. La hoja estaba hecha con el colmillo de un jabalí, pulido hasta hacerlo tan afilado como una cuchilla. El draconiano se dispuso a cruzar la vereda, pero el bozak tiró de él con un excitado gruñido.
—¡Idiota! —gritó—. Echarás a perder mis hechizos de ocultación. ¡Da la vuelta! Y ve con cuidado.
Con una mirada iracunda, el kapak rodeó cuidadosamente los cuerpos, procurando no alterar con sus garrudos pies ni una sola ramita ni una hoja. Pese al poco elegante aspecto que le conferían sus grandes alas de reptil y la larga cola serpenteante que sostenía en alto para mantener el equilibrio, el kapak se movía con el mismo garbo y sigilo que un carterista de Palanthas. La punta de la lengua le asomaba con deleite al aproximarse a los cuerpos de lord Gunthar y el enano gully y pensar en la mutilación que iba acometer. Los draconianos eran criaturas crueles y malévolas que habían sido creadas artificialmente por los más oscuros hechiceros, que pervirtieron y mancillaron los huevos de los Dragones del Bien. Un poco de destrucción y mutilación gratuita no era un entretenimiento desdeñable para un ser con tal sed de mal. El kapak rió entre dientes mientras agarraba al gully por la muñeca y le daba la vuelta.
Ayuy despertó con un alarido de terror tan intenso que el kapak quedó momentáneamente aturdido y estuvo a punto de soltarlo.
—¡No digo a nadie, papá! ¡No digo! —gritó el gully, tan dormido aún que apenas veía. Entonces, empezó a debatirse y lanzó patadas, al tiempo que sus pequeños pero peligrosos dientecillos amarillos, con los que intentaba morder la garra que lo sujetaba, relampagueaban.
Después de recobrarse de la sorpresa de encontrar al gully vivo, el draconiano trató de sujetarlo, al tiempo que evitaba sus dentelladas. Normalmente las mordeduras de gully no eran venenosas, pero dolían. Con un hábil movimiento el kapak volteó a Ayuy y lo alzó por un pie. Al igual que las llaves que solían emplear los luchadores minotauros, este contacto pareció ejercer un efecto calmante en el gully, que se quedó quieto, boca abajo y en silencio, mirando al draconiano con temor.
—Voy a desangrarte —dijo el kapak al tiempo que acercaba su daga con filo de colmillo a la garganta del enano.
—¡Espera! —ordenó el bozak en tono desabrido—. Idiota. No lo mates todavía.
—¿Por qué no? —gritó el kapak enfadado—. ¡Aclárate de una vez, boz!
—Averigua qué sabe. ¿No oíste lo que dijo? «No digo a nadie, papá». ¿Decir qué? —preguntó el bozak en apresurados y excitados susurros.
—Habla, rata —exigió el kapak—. ¿Qué te dijo Gunthar?
—Papá dice muchas cosas —respondió Ayuy con voz chillona.
—Ya sabes a qué me refiero —replicó el kapak, y lo zarandeó violentamente por la pierna—. ¿Qué se supone que no vas a decir? Habla antes de que te corte en pedazos.
—Mátame, nunca lo sabrás —susurró Ayuy.
El kapak se sobresaltó y su mandíbula de reptil, provista de colmillos, se abrió por la sorpresa. Demasiado lejos para oír, el bozak preguntó:
—¿Qué ha dicho?
—¡Éste no es un gully vulgar y corriente! —gruñó el kapak zarandeando a Ayuy con más fuerza si cabe que antes. Los dientes de Ayuy repiquetearon como unas castañuelas.
—¿Qué ha dicho? —volvió a preguntó el bozak.
—Que no hablará —respondió el otro draconiano sin dejar de zarandear a Ayuy.
—Entonces átalo. Nos lo llevaremos con nosotros a la montaña para… seguir interrogándolo —ordenó el bozak—. Si Gunthar sospechaba algo y hablo de ello con el gully, tenemos que saber qué le dijo para poder avisar a los otros. Destruid todos los caminos que conducen a la montaña. Ésta es la cuarta ley de Iulus. No puede haber ninguna pista que nos señale a nosotros y a quien nos contrató. Así es como debe ser: sin trazas ni testigos.
El kapak enfundó la daga a regañadientes y soltó una vuelta de una delgada cuerda que llevaba al cinto, sin dejar de sostener a Ayuy en vilo. Mientras, el bozak examinaba por última vez la zona para asegurarse de que no quedaba ninguna huella draconiana en la blanda tierra del bosque. Ayuy gimoteó débilmente, un poco aturdido por las sacudidas, y parpadeó, de pronto alerta y en silencio. Se oyó el crujir de unas cuantas hojas, como si una brisa invisible las agitara. El kapak se detuvo y husmeó el aire con la lengua.
De la densa maleza que crecía justo al lado de la vereda surgió una gran forma gris y borrosa. El kapak lanzó un grito de dolor y soltó a Ayuy, que cayó de cabeza. El gully rodó y se puso de pie; se llevó las manos a la dolorida calva con una mueca y gritó excitado:
—¡Milisant!
La perra tenía bien agarrada la cola del kapak y la sacudía como si fuera una serpiente, al tiempo que emitía un profundo gruñido gutural. Decía mucho de su fuerza y su ira que fuera capaz de zarandear al draconiano, que no cesaba de gritar, como un gnomo cuyos tirantes hubieran quedado atrapados en su propia máquina. El reptiliano cayó y empezó a patear y a clavar sus garras en la tierra del bosque, tratando de levantarse, y arruinando así todo el trabajo del bozak, que tanto se había esmerado para no dejar huellas.
Con un gruñido de rabia animal el bozak se lanzó a la refriega, pero volvió a brincar, esta vez de dolor, al recibir unas cuantas mordeduras en la mano. Milisant huyó con una voltereta y un agudo ladrido de victoria, seguida a todo correr por el gully. Los draconianos miraron, perplejos, el bosque y empezaron a echarse la culpa mutuamente.