Capítulo XXII

Asesino por odio

UN HOMBRE ayudó a Roger a desembarcar una vez llegados al Circular Quay. Sydney Cove aparecía abarrotado de gente, lo mismo que los terminales de Manley Ferry, Mosman Ferry y el marítimo, y por doquiera se dominase el puerto visualmente. Dos botes salvavidas del Kookaburra se encontraban ya cerca del desembarcadero. Alguien lanzó un grito de entusiasmo que fue repetido por la muchedumbre.

Un hombre de elevada estatura se acercó a Luke Shaw.

—Acabo de recibir un mensaje —anunció.

—¿Puede esperar?

—Marcus Barring ha sido visto.

Roger contuvo el aliento.

—¿Dónde? —preguntó Shaw suavemente.

—En las inmediaciones del Yacht Club, al otro lado del puente. Llevaba puestos los lentes de agua, pero se los quitó para vestirse. Antes de que nuestros hombres pudieran alcanzarle desapareció.

—¿Tiene idea de hacia dónde se dirigía?

—Según informes fue visto en Milson Point Station, en el andén de los trenes de la City.

Luke sólo tuvo un instante de vacilación. Al empezar a andar, Roger le dijo:

—Vamos. —Se metieron en un coche de la policía que aguardaba allí, y Luke ordenó al conductor:

—A la Ocean House, y apriete el acelerador.

—Bien.

—«Gallardo» —dijo Luke, dando una palmada con su mano derecha en la rodilla de su amigo—, logramos salvar ese barco y todo cuanto conduce. ¡Vaya si lo salvamos! Todavía no puedo creer que haya pasado el peligro. Mientras aguardábamos me imaginé el cuadro. ¿Y tú?

—Una tremenda explosión —murmuró Roger.

—¡Una explosión fenomenal! Pero ya ves, no ha ocurrido. —Shaw sacó cigarrillos y los encendieron. Todavía radiante se reclinó en su asiento. No era posible avanzar a gran velocidad a causa de lo denso del tránsito, la mayor parte del cual parecía dirigirse hacia el Cove—. ¿Crees que alguno de los Flag hablará? —preguntó.

—Quizá Gregory.

—Conozco una manera de obligarles —dijo Luke.

—¿Cuál?

—Dejar que Marcus Barring vaya a su encuentro. Cantarían, ya lo creo que cantarían.

—¿Eso es lo que estamos haciendo, no?

—¿Qué?

—Todavía no has ordenado a tus hombres que vigilen la Ocean House.

—Palabra que se me olvidó. —Luke extendió el brazo por encima del asiento vacío delantero y descolgó el radioteléfono. Tan pronto obtuvo respuesta bramó—: Charley, Marcus Barring se dirige probablemente a la Ocean House. Si aparece, permítele subir. «Gallardo» West y yo llegaremos dentro de cinco minutos. —Colgó y se reclinó contra el respaldo; su expresión era un poco menos radiante—. ¿Has pensado alguna vez en retirarte y hacerte detective particular, «Gallardo»?

—Aún no. ¿Por qué?

—Si cambias de opinión, notifícamelo. Formaremos sociedad. —Shaw aplastó su cigarrillo en el suelo y dirigiendo a Roger una mirada oblicua prosiguió—: Debo admitir, sin embargo, que contar con el apoyo de una organización oficial tiene sus ventajas.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó Roger.

Se expresaba casi indolentemente, experimentando una curiosa sensación de fatiga, aunque no había hecho esfuerzos físicos que la justificasen. Costaba reaccionar, percatarse de que la causa de aquella abrumadora inquietud ya no existía, que la pesadilla que significaba perder un barco con toda su carga humana se había esfumado. Casi se le escapó el principio de la respuesta de Shaw.

—Hacer que los otros se encarguen de las diligencias de rutina, telefonear a Londres u otros lugares.

—Telefonear a Lond... —Roger se incorporó—. ¿Lo has hecho? ¿Hoy?

—Sí. Para indagar si existía alguna prueba de que Smith fuera comunista. Recibimos una interesantísima información de tu ayudante Kebble, quien de todas maneras iba a llamarnos. Smith no estaba afiliado a ningún partido, pero guardaba unas notas, notas mezcladas con garabatos. Kebble encontró un viejo bloc en un cajón. Una de las anotaciones decía: Espero llamada del señor Raymond a las diez. Luego seguían unos dibujitos de esos que uno suele garabatear inconscientemente mientras se reciben instrucciones del jefe. Otra de las notas decía: ¿Atribuir tentativa de anexión a la C. roja?

Roger no se había sentido tan despierto en su vida.

—Date cuenta de lo que eso puede significar.

—Me doy cuenta. El rumor de la pretendida anexión por parte de los rojos partió de la Ocean House.

—Eso es precisamente lo que sugirió tu ayudante Kebble. Es listo ese chico. Si algún día desea venir a un país soleado, le proporcionaré un empleo en la barraca de la policía. Otro apunte decía: 1000 libras esterlinas para los BB.

—Los BB... ¡Los Barrings! —exclamó Roger.

—¿Quién si no? Y aquel mismo día Smith sacó del Banco mil libras en efectivo.

—Casi los tenemos en el saco —dijo Roger.

—Los tenemos.

Se hallaban ahora a la vista de la Ocean House, en la confluencia de la calle Hunter y Spring.

—¿Qué más te has olvidado? —preguntó Roger.

—Hablé también esta mañana con Fred Hodges. Ha logrado que el chino ése que casi liquidó a Doreen Morrison cantase de plano. El chino había recibido instrucciones de decir que era comunista y que recibía órdenes del otro lado de la frontera, de un lugar cerca de Cantón. La consigna la recibió de Marcus Barring. Se abstuvo de cumplirla por temor de que si se declaraba rojo sería deportado. Prefería vivir en una cárcel de Hong Kong. De modo que los Barrings, conjuntamente con los Flag, difundieron el rumor de esa anexión por los comunistas.

—Bien, bien —dijo Roger—. Excelente tapadera y excelente salida en el supuesto de despertar sospechas. Los Flag se valieron de los Barrings —concluyó al tiempo que el coche se detenía ante el rascacielos. Un hombre se adelantó a abrirles la portezuela.

—¿Ha llegado Barring?

—Ha sido visto en el chaflán de Spring y Hunter hace pocos minutos.

—Déjele subir —ordenó Shaw.

—Conforme.

Encontraron un ascensor esperando, casi hecho a posta. Se detuvieron dos veces durante la ascensión a la última planta. La puerta exterior de las oficinas de la compañía Flag aparecía abierta de par en par. Roger abría la marcha. La secretaria de Raymond les recibió con una sonrisa, sorprendida de verles, pero antes de que profiriera una palabra Shaw le tendió su tarjeta.

—¿Conoce usted a Marcus Barring?

—Sí, señor, le he visto alguna vez.

—Pues si se presenta hágale pasar en seguida al despacho del señor Raymond —dijo Luke.

—El señor Raymond ha dado orden de que no se le molestase.

—No esperaba la visita de la policía —replicó Shaw. Mientras seguía adelante, con Roger a su lado, añadió en un aparte—: Esa chica les pasará el soplo, pero no importa.

Abrió la puerta del despacho del presidente en el mismo momento en que sonaba el teléfono. Raymond Flag, sentado a su escritorio, con Gregory a la derecha y Mortimer a la izquierda, posaba ya una mano en el receptor. Como impulsados por un resorte levantaron la vista y la fijaron en Roger. Raymond vaciló y el timbre del teléfono continuó repiqueteando.

—Únicamente le llaman para anunciarle nuestra visita —dijo Luke Shaw.

Mortimer se puso en pie de un salto.

—No tiene usted derecho a irrumpir en este despacho.

—Sí, ya sé que están. —Raymond depositó el receptor lentamente y se echó atrás en su butaca. Se expresaba con una tranquilidad pasmosa.

—Para nosotros significa un gran alivio que el S. S. Kookaburra no haya sido ni destruido ni averiado —dijo—. Celebramos poder felicitarles.

Gregory inquirió bruscamente.

—¿Han detenido a Barring?

—Sabemos dónde se encuentra —declaró Shaw secamente.

—¿Creen ustedes que se suicidará al igual que hizo su hermano en Londres? —preguntó Roger.

—¿O se limitan a esperarlo? —agregó Luke burlonamente.

—A menos que abandonen esta oficina en el acto, telefonearé al comisario de policía y formularé una denuncia contra ustedes, en el sentido de que se han excedido en el cumplimiento de su deber y se han mostrado descorteses hasta la insolencia —amenazó Mortimer. Sus pálidas mejillas se habían coloreado levemente—. Salgan de aquí en el acto.

Ni Roger ni Luke se movieron. Tras un momento de tirantez Mortimer extendió la mano en busca del teléfono. Casi inmediatamente se oyeron pesados pasos en el exterior; una mujer levantó la voz... y de nuevo sonó el teléfono, sobresaltando tanto a Mortimer que retiró bruscamente la mano. Roger y Shaw retrocedieron hasta la pared, al lado de la puerta. Raymond hizo ademán de coger el teléfono, pero antes de que pudiera asir el receptor se abrió la puerta de sopetón y Marcus Barring apareció en el umbral. Penetró en la estancia tras cerrar de un violento portazo. Casi sin transición tiró del cuchillo que llevaba en la pretina de sus tejanos.

—De modo que lo chivataron todo a la policía; no supieron aguantar hasta el fin —dijo sañudamente—. Voy a hacer ahora lo que debí hacer años atrás: rajarles el pescuezo en vez de aceptar su cochino dinero.

Dio otra zancada en su dirección. Tan petrificados se habían quedado los tres hombres que apenas si recordaban la presencia de los dos detectives.

Dirigiéndose a Mortimer, Barring le escupió:

—A ti primero, babosa; tú fuiste quien lo empezó todo. Tú...

—¿Qué es lo que empezó? —inquirió Luke Shaw secamente.

Barring giró en redondo, cuchillo en mano y ya embistiendo. Roger se adelantó sigilosamente y agarrando la mano libre de Barring se la retorció tan violentamente que el otro jadeó de dolor. Los dedos que sujetaban el cuchillo comenzaron a ceder. Moviéndose con automática rapidez Shaw le arrebató el arma y la arrojó encima del enorme escritorio, donde resonó al caer. Tirando de Barring, Roger le obligó a encararse con los directores al tiempo que le inmovilizaba el brazo en la espalda.

—Cuando hable usted con el comisario, señor Flag, de paso dígale que evitamos que les cortaran el cuello —dijo Shaw—. Entonces sí que nos la habremos ganado de verdad.

—Barring —preguntó Roger—, ¿le pagaron estos hombres para que llevara a cabo la voladura del Kookaburra?

—¡Y tanto que sí!

—¿Le pagaron a usted, y a su hermano, para volar el Koala?

—Sí, los muy cochinos. Eso hicieron.

—¿Le dieron a usted orden de que asesinara a Sheldon y a los otros en Londres, y a Sanderson en Hong Kong?

—A nadie me da órdenes —replicó Barring insolentemente—. Sheldon estaba al corriente de lo del Koala, pues intervino en el asunto. También sabía lo del Kookaburra. Se rajó, quiso detenernos y...

—¡Embustero! ¡Loco! —exclamó Mortimer chillando—. Lo niego, lo negamos todos. Nos odia a muerte, sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de destruirnos.

—Les va a destruir desde el banco de los testigos —afirmó Luke con suprema seguridad. Roger nunca le había oído expresarse de manera tan mordaz—. Me propongo acusarles de haberse confabulado para destruir un barco en alta mar. Eso bastará para empezar. «Gallardo», supongo que alguno de mis hombres habrán seguido a Barring aquí. Hazles entrar, ¿quieres?

Cuando Roger soltó a Barring, éste no hizo tentativa alguna ni de escapar ni de atacar a los Flag; se quedó inmóvil, mirándoles de hito en hito, como refocilándose de su caída.

* * *

Roger abandonó la Jefatura en compañía de Salomón Barring, alias Ben Limm, unas dos horas más tarde, y se metieron en un coche de la policía. El chófer sabía a dónde tenía que conducirles; Salomón no tardaría en reunirse con Doreen. Ahora, en un ángulo del coche, relajados los nervios, escuchaba a Roger.

—Su hermano ha confesado, y dudo que haya ocultado alguna cosa. Durante años los hermanos de usted eran como espinas clavadas en la carne de los Flag, y Mortimer intentó atraérselos mediante dinero. Dos años atrás la compañía pasaba por un mal momento a consecuencia de dos años sucesivos de escasa producción lanar y una disminución en las importaciones. La idea de hundir el Koala para cobrar el seguro resultaba atrayente, ya que se trataba de un barco viejo, asegurado por más de su valor. El propósito era hundirlo cerca de la costa, sin pérdida de vidas. Marcus asegura que falló algo en el mecanismo de relojería y la bomba estalló prematuramente.

—Ruego a Dios que así sea —exclamó Salomón Barring roncamente—. Pero los asesinatos de Denise y de Sheldon... ¿Qué les impulsó a cometerlos? ¿Qué locura les poseyó? —Los crímenes de sus hermanos le angustiaban.

—Marcus manifiesta que Sheldon, cómplice en el primer hundimiento, amenazó con revelarlo todo a la policía si se procedía contra el Kookaburra. Mortimer le había solicitado que incrementase el valor del seguro y Sheldon, adivinando la razón, se dispuso a impedirlo. Confiaba desbaratarlo todo sin tener que sufrir las consecuencias de su participación en el desastre del Koala. Ya sabemos lo ocurrido. —Hizo una pausa—. Había digital a bordo, y Paul era experto en utilizar una jeringa hipodérmica. Conocemos lo que siguió. Sheldon les dijo a los hermanos de usted que las dos chicas, Morrison y Neil Sanderson, el primer maquinista del barco, se hallaban al corriente del complot. En Londres, sus hermanos trataron desesperadamente de averiguar si las chicas lo sabían, pues ninguno de los dos quería matarlas. Marcus y Denise sostuvieron relaciones íntimas durante la travesía, relaciones que Denise no veía inconveniente en continuar una vez en tierra firme. Lo de señor y señora Brown era falso, naturalmente, pero no cabe duda de que Denise esperaba que Marcus se casara con ella. Luego sus insistentes preguntas despertaron sus sospechas y se produjo una disputa. Algo que ella dijo hizo creer a Marcus que Sheldon la había puesto en antecedentes, de modo que la mató. Le repugnaba matar a Doreen, pero era mucho lo que se jugaba. Los Flag les habían prometido entregarles uno de sus barcos por un valor nominal.

—De modo que fue por dinero —murmuró Salomón, abrumado.

—Sí. Los Flag compraron el odio de los hermanos de usted —repuso Roger—. Pero la semilla del mal siguió fructificando. Sheldon descubrió donde vivían, y ellos le intimidaron al extremo que optó por regresar a su patria. Sheldon juró no descubrir nada a la policía, pero no creyeron que cumpliera su palabra cuando se enterase que Denise había sido asesinada. Así pues, Paul mantenía vigilancia en el aeropuerto de Londres. Sin embargo, no estaba muy seguro de haber aplicado la digital a tiempo... sobre todo cuando Sheldon se dirigió inesperadamente a una cabina telefónica. De lo que pasó después ya tenemos conocimiento.

—Mis propios... hermanos —murmuró Salomón dolorosamente.

—Un rasgo bueno tuvieron —prosiguió Roger—. Su tremenda lealtad a la familia se sostuvo hasta el fin, y nunca quisieron perjudicarle a usted. Según Marcus, Paul prefirió suicidarse antes que ser interrogado y obligado a confesar... estaba convencido de que confesaría, le faltaba entereza. Dudo que jamás sepamos a ciencia cierta por qué se mató Lancelot Smith. Conocía la causa del hundimiento del Koala y evidentemente le atormentaban los remordimientos.

—Creo adivinar lo ocurrido —dijo Salomón—. Le conocía bien. Tenía un profundo sentido de la lealtad y le asqueaba cualquier abuso de confianza. Los crímenes pesaban sobre su conciencia, pero no era capaz de traicionar a los Flag. No olvidaría nunca que, a pesar de su aspecto, le habían procurado aquel empleo en Londres. —Luego de una pausa prosiguió—: ¿Hay algo más?

Se encontraban ahora en pleno tránsito, al final de la calle de Elizabeth, un tránsito espeso y ruidoso del que no hacían el menor caso.

—El primer síntoma de complicación se produjo cuando su hermano Paul recibió una nota diciéndole que alguien a bordo del Kookaburra conocía su participación en el siniestro del Koala —explicó Roger—. Comenzó a registrar los camarotes en busca de escritos a fin de examinar las letras, y se apropió de la cartera de un pasajero de edad con el propósito de registrarla. Esta cartera fue hallada en su camarote y, sospechoso de robo, le despidieron. Marcus se fue con él. Extraña persona su hermano Marcus. Cuando pasó a aliarse con los Flag se mantuvo leal a ellos hasta que consideró que le habían fallado. Sin ir más lejos, una semana atrás les llamó cerdos asesinos, y juró que no les dejaría un barco en pie, sólo para despistarme y desviar mi atención de la Ocean House.

Una niebla de lágrimas empañó los ojos de Salomón.

Poco después el coche se detuvo frente al hotel, en cuya escalera Roger divisó a Doreen Morrison. Cuando Salomón descendió del vehículo la chica fue corriendo a su encuentro, con los ojos brillantes y los brazos extendidos, indiferente a los transeúntes.

—Condúzcame al Wentworth —indicó Roger al chófer.

Por lo menos, Salomón y Doreen no tardarían mucho en olvidar.

Aquella noche se encontraba en el vestíbulo del hotel cuando se recibió una llamada telefónica para el señor Jack Parrish. Vio a un hombre alto y bien parecido alzarse de una mesa, a la que estaba sentado en compañía de una atractiva rubia, diez o quince años más joven que él. La manera en que Jill Parrish contempló a su esposo reveló a Roger que su luna de miel estaba muy lejos de haber terminado.

Al subir a su habitación, más tarde, Roger encontró un cablegrama y una carta; la carta era de Janet. Abrió primero el cable y leyó:

Enhorabuena de todos incluido el comandante stop Sam Hackett contrajo matrimonio en Tours.

KEBBLE

Roger emitió una risita.

Abrió la carta de Janet con el corazón latiéndole más aprisa de lo normal, cosa extraordinaria en un hombre que llevaba casi veinticinco años casado. La primera decía:

Cariño, siento haberte interrumpido en el aeropuerto, todavía no me lo he perdonado...

Él le había chillado... y era ella quien se excusaba. Janet recordaba muy claramente el incidente; pero él, hasta este momento, lo había olvidado. Al menos, él no tenía por qué decírselo.

...y serás un tonto si no te tomas como mínimo una semana del permiso que te debe el Yard para echarle un vistazo a Australia. Me dolería que te perdieras eso, a pesar de mucho que te echo de menos.

Los chicos dicen que escribirán mañana...

Roger volvió a leer la carta, dio unos pasos hacia la ventana y quedóse contemplando el tráfico que se dirigía al puente, las parejas diseminadas en el pequeño parque, el resplandor de las luces de neón; y, a lo lejos, una mancha luminosa en el puerto, allí donde el S. S. Kookaburra estaba atracado sano y salvo.