Capítulo XVIII

Detención

EL POLICÍA apostado ante el pequeño hotel presentaba a la luz del sol de la tarde un aspecto adormilado, pero se enderezó y mostróse alerta cuando Shaw y Roger descendieron del coche y se le acercaron presurosos.

—Ambos están dentro —dijo espontáneamente.

—¿Tiene usted ojos en la espalda también? —replicó Shaw.

—Si se hubieran ido, yo habría sido informado.

—Así lo espero —bufó Shaw.

Fue el primero en entrar en el hotel. No había un alma en el reducido despacho; un letrero indicaba: Utilicen el timbre para llamar al servicio. Subieron la escalera. En el segundo rellano un policía informó:

—Sin novedad, señor.

—¿Sabe usted por dónde andan?

—El hombre está otra vez en la habitación de la chica... Se pasa allí la mayor parte del tiempo. —El policía sonrió—. La ocasión la pintan calva, diría yo.

—Nadie le ha pedido su opinión —contestó Shaw de mal talante.

Roger volvió a sentir el recrudecimiento de aquella tensión que con tanta frecuencia experimentara desde el hallazgo del cadáver de Denise Morrison. Además, por el camino, el recelo había invadido su espíritu. En modo alguno se sentiría mortificado personalmente si los barcos de la Línea Blue Flag informaban que no había novedad a bordo, pero de ser así crearía otros problemas, y los Flag, a buen seguro, se negarían a cooperar. Incluso empezaba a preguntarse si no existía la posibilidad de que Lancelot Smith padeciera, en efecto, alucinaciones, y aquellas muertes no tuvieran relación alguna con los barcos.

Llegaron a la puerta del aposento de la muchacha, el número 9.

Shaw llamó a la puerta con sonoros golpes.

No obtuvo una respuesta inmediata, pero percibieron un curioso rumor como si alguien suspirase entrecortadamente. Luego oyeron crujir y vibrar unos muelles de cama. Shaw repitió la llamada.

—¿Quién es? —gritó la voz del hombre que pretendía ser Benjamín Limm. Parecía falto de aliento, y se oían ahora otros ruidos de confuso ajetreo.

—El superintendente Shaw. Quiero hablar con usted.

—¡Regrese dentro de cinco minutos! —gritó Limm.

—Abra esta puerta dentro dos minutos o la echaré abajo.

Se oyó la voz de la joven.

—¿Qué pueden querer?

Limm no contestó. Roger oyó unas suaves pisadas al otro lado de la puerta, e instintivamente se puso en guardia. Lo mismo hizo Shaw. La puerta se abría hacia dentro, de modo que no se la podían echar contra la cara; pero acaso Limm, oliéndose el peligro, estuviera preparándose para embestirles.

Apareció en el umbral. La ira le teñía el semblante de un oscuro rubor. Vestía pantalón, camisa y calcetines.

—¿Qué rayos quieren?

—Saber quien es usted —repuso Shaw secamente—. Deje de hacerse el indignado. No es de nuestra incumbencia si usted y la chica quieren echarse una siesta. Lo que importa es proteger la vida de la muchacha. ¿Cómo se llama usted?

—¿Benjamín Limm? —interpuso Roger—. ¿O acaso Salomón Barring?

—¡Salomón Barring! —exclamó Doreen, casi sin aliento.

Del rostro del hombre se borró toda señal de ira. Roger se percató de que el otro no había contado con el descubrimiento de su verdadera personalidad, ni siquiera después de aquella perentoria llamada. El color huyó de su rostro y la agresividad de su cuerpo vigoroso se convirtió en consternación.

—Oh, no —murmuró Doreen—. No.

—No alterará usted los hechos... —empezó a decir Shaw, pero Roger le asió por el brazo y el otro se calló en el acto. Ambos coincidían muchas veces mentalmente, como Roger pudo comprobar en ocasión de la visita de Shaw a Londres.

Salomón Barring, alias Benjamín Limm, se apartó de ellos y quedóse mirando a Doreen. Algo casi patético trascendía de su actitud. Tendió los brazos hacia la muchacha con timidez, como si esperase una repulsa por parte de ella.

—Dorry, no es lo que tú supones —dijo roncamente—. No es nada de eso.

—Eres hermano de ellos, de los que mataron a Denise. Y yo... —Doreen se interrumpió, pareciendo que iba a romper en llanto. Luego una furia súbita hizo presa en la joven. Una extraordinaria belleza hacía resplandecer su rostro mientras se abalanzaba contra el hombre—. ¡Monstruo! —gritó con voz aguda y penetrante—. ¡Monstruo!

Le golpeó en la cara una y otra vez. El hombre encajaba los golpes sin retroceder ni hacer el menor gesto. Doreen siguió golpeándole hasta que aparecieron unos rojos verdugones, unos arañazos de un rojo más intenso; pero su amante no flaqueó. Doreen alzó de nuevo las manos para proseguir atacándole, pero las dejó caer súbitamente. Apartóse de la revuelta cama y se quedó mirando fijamente la pared.

—Dorry —suplicó Salomón Barring—. Escúchame.

—No quiero oírte.

—Dorry...

—¡Márchate! ¡Ojalá no te vea nunca más!

Salomón Barring cerró los ojos. Parecía haberse olvidado de los detectives y de todo cuanto le rodeaba, excepto la muchacha. Sus labios se entreabrieron, pero volvió a cerrarlos sin pronunciar palabra. Lenta y dolorosamente se volvió, aproximándose a los dos superintendentes. Era un movimiento de sumisión, de derrota absoluta. No habló, sólo hizo un breve y brusco gesto de asentimiento.

—Explíquese usted —dijo Roger.

—No... aquí, no.

—Sí, aquí.

El hombre empezaba a recobrar su belicosidad.

—No. Salgamos.

—No siempre ha de hacer usted su voluntad —dijo Shaw—. Tenemos prisa. Usted es Salomón Barring.

—Sí, lo soy.

—¿Por qué fingía ser otra persona?

—Porque... porque no quería viajar en un buque de la Blue Flag bajo mi propio nombre.

—¿Por qué usó el de Limm? —preguntó Roger.

—¡Por lo que más quieran! Hablemos de esto en el coche... en cualquier parte menos aquí.

—Le ordeno que hable —dijo Shaw con dureza.

Salomón Barring no disimulaba el deseo de arrojarse contra ellos, de hacer cualquier cosa para escapar; pero le bloqueaban el camino y eran hombres altos y vigorosos. Miró a la muchacha; ésta se limitó a cruzar la estancia, sentándose en la cama, de espaldas al grupo.

—Yo tenía la convicción de que mis hermanos estaban planeando alguna clase de atentado contra el Kookaburra —dijo al fin Salomón en voz muy ronca—. Algo que dijo Paul cierta noche en que había bebido más de la cuenta me hizo concebir sospechas. Ninguno de ellos quería explicarme nada. —Hizo una pausa, como si le agobiara el cansancio y permanecer en pie constituyera un martirio—. En la época de la anexión del negocio yo odiaba a la Línea Blue Flag tanto como mis hermanos, pero no podía continuar odiando toda mi vida. Ellos sí. Por eso abandoné Sydney y me fui a residir en el campo. No solíamos reunirnos muy a menudo, pero cuando lo hacíamos se suscitaba siempre este tema. Parecía que sus ánimos se enconaban más en lugar de calmarse.

—¿Y cuál era la actitud de su padre? —preguntó Roger.

—¿Papá? Papá sencillamente renunció —dijo Salomón—. La Línea Blue Flag le había dorado la píldora procurándole cierto bienestar, lo suficiente para vivir confortablemente. La pérdida de los barcos le perjudicaba en muchos aspectos, pero no le convirtió en mala persona. Lo peor del asunto fue que provocó la muerte de mi madre; las preocupaciones fueron excesivas para ella. En un determinado momento pareció como si toda la familia fuera a quedarse en la miseria, y mis padres habían heredado el negocio de sus respectivas familias. Era todo su mundo. Papá no pudo reaccionar en mucho tiempo. Partió hacia la costa norte de Australia occidental, se dedicó un poco a la pesca y se entretuvo negociando con nácar, pero transcurrieron años hasta recuperarse del golpe. A mí me hacía daño verle. A mis hermanos les enloquecía. Esa es la verdad: les enloquecía. Únicamente pensaban en vengarse.

Salomón se detuvo, humedecióse los labios y cambió la posición de los pies. Doreen continuaba sentada en la cama, ahora medio girada hacia Salomón. Roger extendió el brazo y atrajo una silla, empujándola en dirección a Salomón.

—Estoy perfectamente —dijo éste con aspereza. Levantó los hombros, adoptando una postura erguida—. Me enteré, por un amigo mío de aquí, que tenían esos empleos en el Kookaburra, y me sentí alarmado. Siempre me había asaltado el temor de que ellos tuvieran algo que ver con el hundimiento del Koala. Explotaban una línea de motoras en la isla de Heyman por aquel entonces, a menos de cincuenta millas del lugar donde naufragara el barco. No me explicaron las razones que tuvieron para enrolarse en el Kookaburra, de manera que reservé un pasaje. Pedí prestado a Ben Limm su pasaporte; simplemente pegué mi fotografía en lugar de la de él. Limm está buscando uranio cerca de Cape York, y no lo necesitaba. La fecha de expedición era más o menos válida, y nadie lo advirtió. No quería que Paul y Marcus lo supieran con antelación. No se enteraron de que me hallaba a bordo hasta muchas horas después de haber zarpado.

—¿Cómo reaccionaron? —preguntó Roger.

—Me aseguraron que mis sospechas eran infundadas, que se hallaban dispuestos a trabajar para la Blue Flag en lo futuro. Me dieron su palabra de haber dado al olvido sus ansias de venganza.

—¿Les creyó usted?

—No.

—¿Tuvo alguna prueba de lo que estaban planeando?

—Realmente no lo sé —contestó Salomón con desaliento. Volvióse para fijar la vista en Doreen, como si la forma en que ella le miraba ahora le hubiera hecho receptivo. Sus ojos adquirieron brillo y su voz se hizo más firme.

—Al término de la travesía vieron entrar a Paul en las cabinas del pasaje, y se encontró una cartera, perteneciente a un pasajero, en su propia litera. El pasajero no quiso denunciarle, y Paul tuvo que abandonar el buque en Southampton. Marcus se marchó con él. Prometieron cuanto se les ocurrió a Denise y a Doreen, y aunque yo intenté disuadirlas no quisieron escucharme. Cuando descubrí la fotografía de Denise en el periódico sentí la imperiosa necesidad de saber lo que le había ocurrido a Doreen, de suerte que fui a verle a usted, superintendente. No podía contar toda la verdad, pero dije cuanto pude. Yo no creía que Paul fuese un asesino. Incluso ahora apenas puedo creerlo.

Doreen se levantó de la cama, muy despacio.

—Ha dicho usted que no sabe si en realidad vio alguna prueba contra sus hermanos —insistió Roger.

—Pensé que quizás habían decidido robar a los pasajeros a fin de crear problemas desagradables a la compañía —dijo Salomón—. Ahora salta a la vista que no se reducía a eso, y que el hecho de entrar en los camarotes y robar aquella cartera podía formar parte de su plan. En cuanto al motivo que les indujo a matar a Denise, e intentar hacer lo mismo con Doreen, y por qué mataron a Sheldon... lo ignoro. En Londres... —vaciló otra vez, dirigiendo una mirada en torno. Ahora Doreen estaba al alcance de su brazo. Extendió la mano, que la joven estrechó—. La verdad, en Londres no sabía qué hacer. Le dije a usted quien... quien era Denise. Yo esperaba... rogaba a Dios que mis hermanos no anduvieran mezclados en su muerte; ahora conozco la verdad. Lo único que por mi parte cabía hacer era tratar de prestarle ayuda a Doreen. Estaba plenamente convencido de que ella tenía que saber la causa de todo aquello, aun cuando no se diera cuenta. Usted —miró a Roger—, usted me pidió que la obligara a hablar, pero no hacía falta persuadirla. Doreen no recuerda nada que pueda servir de ayuda, eso es lo peor. ¿Puedes, Dorry?

—¡Si al menos pudiera! —exclamó la muchacha. Su voz era más enérgica, y su actitud mostraba una recobrada firmeza—. Me estrujo el cerebro, pero no logro recordar una sola cosa que me haya dicho alguien acerca de esos dos. Ben —no pareció darse cuenta de que estaba llamándole por su nombre falso—. ¿Por qué no confiaste en mí?

—¿Me habrías creído? —preguntó Salomón—. ¿Habría sido realmente mejor que conocieras mi identidad? Me empeñaba en hacerte recordar porque parecía ser la única manera a mi alcance de evitar que te hicieran daño.

Su actitud, sus ojos, su voz, todo decían: «Porque te quiero tanto.»

—Sólo una pregunta más —dijo Roger—. ¿Sabe usted por qué sus hermanos no le atacaron?

Tras un largo silencio Salomón Barring contestó:

—No podían hacerlo. Sería lo último que se les ocurriría. La familia les importa muchísimo. En ninguna circunstancia me matarán. Y darían igualmente por sentado que yo soy incapaz de perjudicarles. —Enderezó los hombros—. ¿Se asegurará usted de que Doreen esté a salvo durante mi ausencia, verdad?

—¿A dónde se propone usted ir? —inquirió Luke Shaw.

—¿No van a llevarme con ustedes?

—Le vigilaremos estrechamente, desde luego; pero permanecerá aquí hasta que hayamos aclarado ciertos puntos —dijo Luke—. Por ahora, aunque continúe usted siendo sospechoso, carecemos de pruebas incriminatorias.

—Lo mejor que puede hacer es estimular la memoria de Doreen —dijo Roger enfáticamente—. Aunque solamente recuerde una palabra o dos pueden significar una ayuda. Otra pregunta ahora.

—¿Cuál?

—¿Sabe usted dónde podemos encontrar a su hermano Marcus?

—De saberlo, yo mismo les conduciría hasta él —declaró Salomón Barring—. Pero no lo sé.

* * *

Luego que Shaw y Roger abandonaron el cuarto transcurrió algún tiempo antes que reanudaran la conversación. Roger se sentía extrañamente afectado, tanto por la historia en sí como por la reconciliación entre el hombre y Doreen. El evidente amor que se profesaban encerraba una condición de espiritualidad que le infundía respeto.

—Creo que decía la verdad —comentó Shaw bruscamente, mientras atravesaba el vestíbulo del hotel.

—Me sorprendería que no fuera así —admitió Roger—. ¿Cuánto tardarás en verificar la identidad del verdadero Limm?

—No demasiado —repuso Shaw—. Pondré manos a la obra tan pronto llegue al despacho. ¿Se te ocurre alguna idea?

—Ninguna. Lo único que deseo ahora es tener lo más pronto posible la respuesta de esos barcos —dijo Roger.

—Debieran estar al llegar. —Shaw echó por la acera de la calle de Liverpool, vio la riada de tránsito que les separaba del parque y haciendo una mueca propuso—: Llegaremos antes andando que en coche.

—Conforme —se avino Roger—. ¿Sabes lo que no hemos tenido tiempo de hacer?

—Digerir el resultado de la conferencia con los Flag —contestó Shaw, asintiendo—. Veremos lo que nuestro subconsciente ha hecho al respecto. Cuando se las cantaste claras se achicaron en seguida.

—¿Acaso demasiado pronto? —quiso saber Roger.

—No seas complicado. Mira —añadió Shaw—, no hablemos hasta llegar al despacho. Aquí no podemos conversar.

Tenía razón. Las aceras aparecían más llenas de transeúntes que la calzada de vehículos. El constante zumbido de los motores se mezclaba con el golpeteo de los pies de la multitud que regresaba a sus casas después del trabajo. Shaw abría la marcha con Roger a la zaga, tanta era la gente que les dificultaba el paso. En cierto modo resultaba un descanso aquella actividad y estímulo físicos, pues la mente reposaba. Anduvieron un largo trecho, dejando atrás los comercios, y finalmente desembocaron en una estrecha calle que conducía a la sede de la Policía. Casi desierta, la calle era como un remanso de paz. Penetraron en el patio de aparcamiento del edificio y se metieron en un lento ascensor. Shaw tamborileaba con los dedos de una mano sobre el dorso de la otra, delatando así su impaciencia. Emergieron del ascensor en la tercera planta y se encaminaron directamente a su despacho. Estaba vacío. Los papeles de encima del escritorio se veían ordenados, y sobre una carpeta se destacaba una nota escrita a lápiz, muy semejante a la que podría haber dejado Kebble en el despacho de Roger. Shaw la cogió casi con indiferencia y empezó a leerla. Su rostro cambió de expresión asombrosamente.

—¡Cerdo asqueroso! —gruñó roncamente—. Marcus Barring ha telefoneado, dejando un mensaje dirigido a nosotros dos. —Roger cruzó la estancia en dos zancadas y leyó la nota, en tanto Shaw proseguía—: Afirma que el Kookaburra no volverá a atracar nunca más. Y, o poco conozco a Barring o cumplirá lo que dice.