Capítulo V

Terror

—¡DIGA! ¡Diga! —exclamó Roger con afectada viveza—. ¿Me oye usted?

Tras otro intervalo, una voz de muchacha dijo roncamente:

—Sí; sí, le oigo. ¿Sabe usted... sabe usted algo de esa foto de mi hermana? —Las palabras fueron pronunciadas como con desgana, como si la muchacha estuviese demasiado cansada para articular con claridad.

Roger podía simular que ignoraba que la fotografía era la de la «hermana» de aquella muchacha, o bien darle a entender que estaba al corriente de muchas cosas. Las preguntas vendrían más tarde.

—Sí, lo sé —dijo—. ¿Dónde se encuentra usted?

Silencio.

—¿Me ha oído usted? —Roger se sentía defraudado, y le invadió el frío de la ansiedad. No existía posibilidad de dar con el teléfono que ella estaba utilizando a menos que indicara la central y el número.

La joven pareció ahogar un bostezo.

—No sé... no sé dónde estoy.

Casi producía la sensación de no saber lo que estaba diciendo, como si su mente, o su memoria, no coordinaran. Lo importante era encontrarla a ella, sin embargo; quizás no se les ofrecería otra ocasión como ésta.

—Señorita Morrison, escúcheme atentamente, se lo ruego —instó Roger.

Se oyó un ligero suspiro, como diciendo: «Sí».

—¿Hay un número en el teléfono que tiene usted delante?

—¿Un... qué?

—Un número.

Hubo una nueva pausa, y Roger se vio forzado a aguardar. Luego la joven habló y, por vez primera, parecía estar despierta.

—Sí, es Notting Hill 4785... creo que el último número es tres. Sí, es tres. Notting Hill 47853.

—Así sabría donde llamarla a usted en el caso de que se cortase la comunicación. —Roger se expresaba de manera desenvuelta, tranquilizadoramente—. ¿Le ocurre algo?

—Estoy... estoy asustada —dijo Doreen Morrison—. ¡He estado... estado asustada durante tanto tiempo! —Hubo otra pausa antes de que exclamara—: Y Denise, ¿está bien? Dígamelo, se lo suplico. ¿Cómo consiguió usted su fotografía? ¿De veras no le ocurre nada?

—Voy a explicárselo todo tan pronto como pueda —prometió Roger—. No me gusta extenderme demasiado por teléfono. ¿Telefonea usted desde su domicilio o de la calle?

—De la calle —contestó Doreen—. Me escapé de... —Se interrumpió exhalando una especie de suspiro ahogado—. Oh, por favor... —jadeó—, por favor.

Roger tuvo el convencimiento de que no se dirigía a él. Por vez primera su voz sonó apremiante y alarmada.

—¡Doreen! No se mueva de donde está. Me reúno con usted dentro de...

La línea quedó muerta, y transcurrieron unos quince segundos antes de que la voz, agitada, de la operadora, anunciase:

—Se ha retirado, señor.

—¿Habló usted con Información?

—Oh, sí.

—Comuníqueme con...

—El inspector encargado de este servicio está al habla, señor. —La telefonista enmudeció, y su voz fue substituida por la calmosa entonación de Robinson.

—Tengo dos patrullas y dos coches de la brigada móvil que se dirigen a la cabina. La cogeremos, no se preocupe.

—¿Desde dónde telefoneaba?

—De una cabina pública situada en la esquina de Nash Street, cerca de...

—Conozco el lugar —dijo Roger—. Me dirijo allá inmediatamente.

Dejó el teléfono, extendió la mano en busca del sombrero y precipitóse fuera del despacho. Un minuto más tarde se paraba ante la puerta del cuarto de sargentos más próximo. Al entrar, tres hombres ocupados probablemente en contarse un chiste picante, se enderezaron.

—Vaya uno de ustedes a mi despacho, de retén —ordenó Roger—. Advierta a la telefonista que le pase la comunicación de cualquiera que tenga algo que informar acerca de Denise Morrison. ¿Saben a quién me refiero?

—Sí, señor. La chica no identificada de esta mañana.

—Exacto. Que le pasen a usted toda comunicación que esté relacionada con ella. Estoy interesado en cualquier persona que la conozca, ya sea con el nombre de Morrison o con el de Brown; y quiero poder hablar con esas personas esta noche mismo. ¿Comprendido?

Los tres hombretones asintieron en el tono vehemente de un escolar.

—Sí, señor.

Roger se marchó apresuradamente.

Un guardia, junto a su coche, le abrió la portezuela al verle llegar.

—Regresa a casa un poco tarde, señor.

—Si al menos regresara a casa —casi gimió Roger.

En realidad, sus palabras no significaban otra cosa que una reacción, pues su único deseo, en el curso de los treinta minutos que siguieron, era encontrarse cuanto antes en Notting Hill Gate. Si algo le sucedía a la otra hermana...

Seguro que no le sucedía nada.

Si Kebble, u otro cualquiera, le dijera eso a él, la inmediata y áspera respuesta suya sería: «¡No sea condenadamente imbécil!»

Claro que le sucedía algo.

Aún resonaban en sus oídos las palabras de la muchacha diciéndole que estaba asustada; aún podía oírla exclamar: «por favor, oh, por favor» en un tono de espanto y de desesperada súplica.

* * *

—Por favor —dijo Doreen Morrison, quebrándosele la voz—. Por favor, no me lleve otra vez al cuarto aquel.

El hombre inmóvil en la puerta de la cabina telefónica, un hombre de pequeña estatura, de fino y oscuro cabello, rostro delgado y pálido en el que se abrían unos ojos de azul deslavado, sonrió a la joven. Su sonrisa era encantadora; parecía destinada a liberarla de una abrumadora ansiedad.

—No tema —le aseguró—. ¿No desea volver a ver a su hermana?

—Sí, sí, pero usted me prometió que la vería esta tarde.

—Se ha visto obligada a retrasarse —repuso el hombrecito. Aprisionó el brazo de Doreen y lo mantuvo sujeto apretadamente bajo su codo, forzándola así a llevar su mismo paso; en caso de no hacerlo, la presión resultaría dolorosa. Ella no lo ignoraba, porque el hombre aquel la había sujetado de ese modo antes de ahora.

Avanzaron apresuradamente a lo largo de la angosta calle, Nash Street, una de las que se desviaban de la carretera principal de Bayswater. Las altas y estrechas casas formaban un apretado bloque. Las calles aparecían repletas de viandantes, la mayoría de raza negra. Nadie prestó atención a Doreen ni al hombre que la acompañaba. Doblaron la esquina de otra calle más angosta todavía. Aquí las opacas luces de las ventanas y las otras, algo más brillantes, de los faroles callejeros, iluminaban los ruinosos edificios, cuyos cuartos delanteros, pobres de mobiliario, albergaban multitud de inquilinos.

—Por favor... —empezó a decir Doreen.

El hombre le retorció el brazo. Un intenso dolor se lo recorrió de la muñeca al codo, ascendiéndole hasta el hombro.

—¡Oh!

—A callar la boca —ordenó el hombre bruscamente.

Pasó un coche. En él iban dos hombres con aspecto de policías. La miraron a ella. Doreen sabía que daba la impresión de ir alegremente del brazo de su acompañante. Éste le retorció el brazo de nuevo, y ella, involuntariamente, hurtó el rostro a la mirada de la policía, a causa de lo intenso del dolor.

El coche se encontraba ya a bastante distancia cuando a ella le fue posible volver a mirar ante sí. Por esta parte de la ciudad circulaba menos gente... se alzaban menos casas. Era una zona solitaria en la que quedaban pocos edificios de pie, tras del devastador bombardeo de Londres, ocurrido antes de que ella naciera.

En una de las casas se percibían dos ventanas iluminadas además del portal. El resto del edificio se hallaba a oscuras. El hombre empujó a Doreen hacia allí. A medida que se iban acercando el pánico la invadía, un pánico surgido del contenido terror que durante tanto tiempo no la había abandonado. Dos semanas pasadas en esa casa, poco menos que prisionera, en la creencia de que su estancia en ella ayudaba a Denise.

De pronto tuvo la espantosa certeza de que Denise ya no vivía.

En aquel instante, caminando contra su voluntad por las calles penumbrosas, se representó en la imaginación la fotografía publicada en el Daily Globe, y la vio más vivida que anteriormente. Denise estaba muerta; Denise, dormida, no había tenido jamás aquel aspecto.

Se hallaban próximos a la puerta principal. El hombrecito aflojó la presión de su mano porque llegaban ya. Impelida por el pánico y la desesperación, Doreen sintió renacer en ella el valor. Tenía que zafarse de aquel hombre. Denise había muerto, y Dios sabe lo que podía ocurrirle a ella.

Se soltó de un tirón y a la vez que empujaba al hombre le propinó un puntapié. El individuo se tambaleó, cayéndose de lado. Doreen echó a correr; la falda, dejándole al descubierto las esbeltas piernas, se le iba subiendo cada vez más arriba, permitiéndole una mayor libertad de movimientos. Una desesperada carrera. Pocos meses atrás había corrido las dos mil yardas en los campeonatos nacionales, en Adelaida, llegando tercera. Ahora se sentía volar. No se atrevió a mirar atrás por miedo a perder unos segundos preciosos. Ningún ruido de pasos perseguidores llegaba hasta ella. Cuando le empezó a faltar el aire invadióle una sensación de júbilo.

El hombre no la perseguía. El hombre...

El hombre apareció ante ella, emergiendo de una callejuela lateral. Tenía una mancha de sangre en la frente. No sonreía, y su expresión era asesina.

—¡No! —gritó la joven.

Trató de echarse a un lado, pero su perseguidor, adelantando una pierna, le hizo la zancadilla. Tomada por sorpresa, cayó fulminada. Su estupefacción y sobresalto fueron tan absolutos, que ni siquiera le dieron tiempo a sentir miedo. Dio de cabeza contra el suelo y perdió el conocimiento. No se enteró de que el hombrecito se inclinaba sobre ella y levantándola en sus brazos se perdía en la callejuela que conducía a la fachada posterior de los ruinosos edificios.

* * *

En la esquina de Nash Street, un coche de policía esperaba la llegada de Roger. Al aparecer éste, un sargento detective de la Divisional, hombre de unos cincuenta años, se aproximó e introdujo la cabeza por la ventanilla.

—¿Hubo suerte? —inquirió Roger.

—Todavía no —repuso el sargento sin darle importancia.

—¿Significa eso que la ha perdido usted? —replicó Roger con aspereza.

—No he podido perderla puesto que no la he encontrado —fue la respuesta del sargento. Era demasiado viejo en el oficio para dejarse impresionar por el mal humor de un oficial del Yard.

—¿La ha visto alguien? —insistió Roger.

—No estoy seguro —contestó el otro—. Los nuestros y los de la brigada móvil siguen varias pistas. Es sólo cuestión de tiempo, Super.

—Tiempo —repitió Roger como un eco. Su voz trascendía la amargura que le embargaba, y el sargento comprendió que algo muy grave sucedía, pero ignoraba de lo que se trataba. Sin embargo, la cosa no parecía inquietarle. Roger abrió la portezuela de su automóvil y se apeó. Era absurdo disputar con este hombre, que se limitaba simplemente a realizar un trabajo rutinario.

Sonó la radio de su coche: «Llamando al superintendente West. Llamando...»

Roger alargó el brazo, y cogiendo el auricular.

—West al habla.

—Aquí Información —dijo una voz masculina—. Hay dos mensajes para usted, señor. El sargento detective Kebble regresa ya del aeropuerto y le aguardará en el despacho hasta la hora que sea.

—Bien.

—Un tal señor Lancelot Smith irá a entrevistarse con usted dentro de una media hora, provisto con la lista de pasajeros y oficiales del S. S. Kookaburra. Olvidaba decirle que este mensaje proviene de los de la City, señor.

—Muy bien —dijo Roger—. Gracias. —Colgó el microteléfono sintiéndose algo menos sombrío. Se había perdido el rastro de la muchacha, la cual, no cabía duda, se hallaba en peligro. Se apartó del teléfono en el instante en que, detrás de él, se detenía un coche. Reconoció a un sargento de la brigada móvil, pero lo curioso es que el agente iba solo.

Éste, al descender del vehículo con evidente prisa, reconoció a su vez a Roger.

—Buenas noches, señor. Puede que sepamos ya donde se esconde la muchacha.

El corazón de Roger empezó a latir con fuerza.

—¿Dónde?

—Iba con mi compañero y vimos a la muchacha y a un individuo que responde a la descripción circulada anteriormente, esa del tipo del aeropuerto de Londres, señor. Un hombre bajo, pálido, pelo oscuro y ralo. Le acompañaba una muchacha rubia. Andaban muy juntos. Sin embargo, ella no parecía pasar un buen rato.

—¿Dónde se encuentra el otro sargento?

—Les sigue los pasos. Están en Johnson Street.

—Condúzcame allí, ¿quiere? —dijo Roger. Vio brillar los ojos del sargento y de pronto recordó como se llamaba—. Charley, dé la noticia a los demás y vayamos derechos a Johnson Street.

—¡Al punto! —Charley rezumaba satisfacción.

Roger se introdujo en el coche con el sargento, el cual arrancó con el ímpetu de quien está dispuesto a estrellarse contra cualquier obstáculo sobre ruedas que le saliera al paso. Doblaba una esquina, otra esquina, conduciendo con la habilidad natural del verdadero experto.

—Descríbame a la muchacha —ordenó Roger.

—Rubia, un metro sesenta y dos de estatura aproximadamente, buena figura, algo gordezuela de pantorrillas... un poco vago, ya sé, pero también lo era la descripción que nos dieron.

—Podría ser ella —admitió Roger. Cayó en la cuenta que, a su paso, muchas personas de color se paraban a mirarles, sin duda a causa de la velocidad que llevaban. Doblaron otra esquina, evitando por un pelo el encontronazo con un ciclista. Roger se mordió el labio. El conductor disminuyó considerablemente la marcha y al alcanzar la próxima encrucijada rodaban a paso de tortuga. Del umbral de una casa sumida en tinieblas emergió un hombre.

Roger reconoció en él a un sargento de la brigada móvil, quien antes de que los otros le dirigieran la palabra se apresuró a decir:

—Están en la casa de enfrente.

—¿Seguro? —inquirió Roger.

—Totalmente. Dos guardias locales vigilan la puerta trasera, señor.

La casa de enfrente tenía encendidas luces en dos ventanas de la planta baja, pero el resto del edificio se hallaba sumido en la oscuridad, salvo la puerta de entrada, donde a través de los cristales opacos transparentaba débilmente una luz.

—Voy allá —dijo Roger—. Déjense de ceremonias si se arma jaleo.

El sargento que le había conducido hasta allí se apresuró a decir:

—Permítame acompañarle, señor.

—Esta vez no. —Roger sonrió, y alejóse en la penumbra. Tal era su tensión en aquellos momentos que sólo actuando podría calmarla.

El sargento estaba en lo cierto: aquel no era un trabajo para un oficial de graduación. Pero Roger experimentaba un extraño sentimiento, como de hallarse personalmente involucrado en la cuestión y no podía reprimir el impulso de ir allí solo. Era como si aceptase la plena responsabilidad de procurar que a Doreen Morrison no le persiguiera la misma fatalidad que a su hermana.