Capítulo II
LIMM había abandonado el despacho de Roger West.
Kebble daba fin a sus notas; las mecanografiaría él mismo o mandaría que lo hiciese otro al día siguiente. Ahora eran cerca de las seis, pero no daba la impresión de estar impaciente por marcharse. Se había abstenido de preguntarle a Roger su opinión, demostrando así un considerable tacto. Roger concluyó de firmar algunas cartas, tocó el timbre para que acudiera un mensajero y, mientras éste salía con la correspondencia, dirigió la mirada a Kebble.
—¿Qué opinión le merece Limm?
Kebble alzó la vista rápidamente.
—No veo razón para sospechar que sabe más de lo que ha dicho.
—¿Cree usted que sí sabe? —preguntó Roger.
Kebble se aventuró a decir:
—Me figuré que usted pensaba que sí.
—Todavía no —dijo Roger—. Simplemente creo que podría ser, basándolo en el principio de que no podemos descartar a nadie. —Prosiguió hablando como para sí mismo—. No nos está permitido presumir culpabilidad, ¿por qué entonces presumir inocencia? —Tuvo la esperanza de que su frase no resultara tan pretenciosa como se le antojaba a él—. Bueno, nos espera mucho trabajo. ¿Algún compromiso especial para esta noche?
—No, señor.
—Magnífico. —Roger extendió la mano en busca del teléfono al propio tiempo que añadía—: Lleve esa foto a la sección de Fotografía, encargue ampliaciones de todos los rostros, mande esta misma noche copias de las hermanas Morrison a todas las divisiones y condados. —Dirigiéndose al teléfono dijo—: Comuníqueme con mi esposa, por favor. —Y tras de colgar el auricular siguió diciéndole a Kebble—: Infórmese cerca de la compañía naviera respecto a dónde se encuentra en este momento el S. S. Kookaburra. Si está en Londres, póngase en contacto con la policía del puerto y la División del Támesis. Desearía entrevistarme con el capitán y la tribulación. Caso de no encontrarse el barco en Londres, entérese de dónde se halla. Luego procúrese una lista completa del pasaje, con las direcciones en Inglaterra de todos los pasajeros que desembarcaron en Southampton... o en cualquier puerto británico, en realidad.
Sonó el timbre del teléfono.
—¿Está todo claro?
—Creo que sí —repuso Kebble.
La mano de Roger se posó impacientemente sobre el teléfono.
—¿Lo cree?
—Sí, está claro.
—Ponga manos a la obra; luego venga a verme. —Roger levantó el auricular—. West... Oh, pásemelo... —Cambió de tono, pero éste era todavía vivaz—. Hola, Scoop. ¿Ha salido mamá?
Kebble, que en aquel momento cruzaba el umbral, se volvió para mirarle.
—Hola, papá —dijo Martin, llamado Scoop, el hijo mayor de Roger—. Sí, ha ido a casa de la señora Pollisters a no sé qué cóctel. Pero dijo que estaría de regreso a las siete.
—Comunícale que quizá yo llegue tarde —dijo Roger—. ¿Has pasado un buen día?
—Bastante bueno. Terminé el retrato, ese del vendedor de periódicos. Creo que ha quedado bien.
—Procura pintar a un millonario —le aconsejó Roger—. Es más fácil que te compre el retrato.
—¿No has oído nunca hablar del arte por el arte? —preguntó Martin con una sospecha de risa en la voz.
—Intenta vivir de él —replicó Roger—. ¿Cómo anda Fich?
Martin soltó una risita ahogada.
—Tiene un jaleo terrible. Le ha sacado las tripas a ese cacharro de «MG» y ahora no encuentra uno de los pistones, o no sé qué. Está que echa chispas.
—No te sulfures más —aconsejó Roger.
—No tendré ocasión de hacerlo. Papá...
—¿Qué?
—¿Qué sucede?
—Hombres malos haciendo de las suyas —dijo Roger cordialmente.
—No me despistes. ¿Se trata de esa chica? Me refiero a la que apareció retratada en el Globe de esta mañana.
Para Roger era siempre un asunto delicado decidir lo que debía contar a sus hijos, o cuando debía frenarles en su natural curiosidad. Pero en el caso presente era absurdo andarse con rodeos.
—Sí —contestó simplemente.
—Es una condenada vergüenza.
—Eso es decirlo de una manera suave.
—¡Una chica tan bonita!
—No juzgues enteramente por las apariencias —dijo Roger automáticamente—. Scoop, tengo realmente que marcharme. No te olvides de decírselo a mamá.
Depositó el aparato en la horquilla, y se detuvo a contemplar el retrato de Denise Morrison tratando de imaginar cómo la juzgaría un muchacho de veinte años. «Una condenada vergüenza». Eso describía a Scoop; su rápido interés por los asuntos ajenos, su pronta compasión a pesar de un extremo alarde de dureza. ¿Qué diría si conociera la existencia de la hasta ahora silenciosa hermana?
Roger apartó a su hijo de la mente, escribió unas notas en un bloque y asió nuevamente el teléfono.
—Estaré ausente del despacho durante cinco minutos —dijo.
—Muy bien, señor.
Roger avanzó por el largo pasillo y ascendió un tramo de escaleras. Se movía con prisa contenida, síntoma de tensión, indicación de la vitalidad que le era propia; nunca podía llegar a un sitio o realizar tarea alguna lo bastante aprisa para su gusto. Llegó a la oficina de los sargentos, aquélla que correspondía a Kebble por derecho propio. Un hombre se hallaba al teléfono. Al acercarse Roger, el hombre estaba diciendo:
—No me culpes a mí, Kitty, culpa a su sentido del deber... ¡Muy bien! ¡Muy bien! Échele la culpa a mi nuevo jefe, el gran «Gallardo» West... Sí, West... Kitty. —El hombre continuó en un tono casi de espanto—: Eso roza el sacrilegio hablando de alguien de Scotland Yard. —Se rió—. Quédate en casa y sé buena chica por una vez.
Colgó.
Roger, cuya intención era enviar a un sargento a que comprobase los datos facilitados por Benjamín Limm, pasó de largo ante la puerta sin ni siquiera echar una mirada al interior del cuarto. De modo que Kebble había mentido en cuanto a no tener un compromiso para aquella noche. Un buen tanto a su favor. No tardó en volver sobre sus pasos, encontrándose con dos sargentos sentados en sendos taburetes ante unos altos y anticuados pupitres. Al verles se deslizaron de sus asientos y casi se cuadraron.
—¿Quién de ustedes no está ocupado? —inquirió amablemente Roger.
Uno de ellos, un hombre bajo y vivaracho llamado Scott, sonrió de lado.
—No me ocupa nada que no pueda esperar.
—Bien. Esto es todo cuanto puedo decirles acerca del señor Limm, ese caballero que vino a verme hace un momento. —Roger le tendió parte de las notas que llevaba—. Compruebe la dirección, el tiempo que ha residido en ella, y averigüe cuantos detalles pueda... todo muy discretamente. ¿Comprendido?
—¡Sí, señor!
—Llámeme tan pronto le sea posible —recomendó Roger—. Estaré en mi despacho por lo menos hasta las ocho. Si me he marchado ya, llámeme a casa.
—Así lo haré —prometió Scott.
Roger asintió y se fue. Al aproximarse a su despacho oyó sonar el timbre del teléfono insistentemente, a pesar de haber advertido a la operadora de su ausencia, y éstas raramente cometían un error. Con aquella actitud de prisa contenida que le era peculiar, abrió la puerta y cruzando la estancia descolgó el aparato.
—¿Diga?
—Oh, señor West, ya sé que me advirtió usted que estaría ausente, pero se da la circunstancia de que tengo un hombre en la línea que afirma ha de coger un avión dentro de cinco minutos y desea hablar con el funcionario encargado del caso relativo a la muchacha de la foto.
—Gracias —contestó Roger—. Hablaré con él.
Sin apenas intervalo se estableció la comunicación con el hombre. La primera cosa evidente fue que su voz se parecía a la de Limm en el sentido de que la pronunciación de las vocales era diferente de la inglesa normal. Al teléfono sonaba fuerte y áspera, y en eso difería de la del australiano.
—¿Lleva usted la investigación del caso de la joven cuya foto publica el Globe?
Dicha fotografía había aparecido en todos los periódicos excepto en The Times; resultaba sorprendente la frecuencia con que era mencionado el Globe.
—Yo puedo decirle quién es —afirmó el hombre.
—¿Está seguro?
—Palabra que sí. No abundan las chicas como Denise Morrison. Vine con ella en el mismo barco, el S. S. Kookaburra, desde Australia. Sí, señor, estoy seguro. La acompañaba su hermana Doreen. Dígame, señor superintendente, ¿no le habrá ocurrido algo, verdad?
—Me temo que sí —repuso Roger con calma.
—Lo siento. Ojalá no tuviera que marcharme, pero he tenido tres meses de permiso por enfermedad y si no estoy de regreso el miércoles será a mí a quien le ocurra algo. Mi nombre es Sheldon, señor superintendente: Perce Sheldon. Procedo del sur de Australia, de Adelaida. Me dedico al ramo de seguros. Si en algo puedo servirle, ¿querrá usted comunicármelo?
—Sí —dijo Roger—. ¿Qué vuelo es el suyo?
—El vuelo 107 del aeropuerto de Londres —manifestó Sheldon—. Lo están anunciando en este momento. Espero que lo de Denise no tenga demasiado importancia. Fue muy agradable viajar con una preciosidad de chica como ella.
Colgó el auricular de golpe.
Roger dejó el suyo casi con la misma presteza, y tomó algunas notas antes de que se oyeran pasos en el exterior. Kebble había permanecido mucho rato en Fotografía, pero acaso se había detenido de paso en alguna otra sección. Al cerrar la puerta de golpe, con más fuerza de la necesaria, fruncía el ceño.
Roger finalizó de escribir sus notas.
—¿Qué sucede?
—Por cinco minutos no he podido encontrarles —repuso Kebble sombríamente.
—¿A quiénes?
—A los consignatarios. En este momento sólo queda el vigilante en la oficina. He perdido demasiado tiempo en informarme —siguió diciendo Kebble desconsoladamente. Su frente se combaba ligeramente hacia atrás, su mandíbula casi se unía con el cuello, y sin embargo no producía impresión de debilidad—. Pensé que podría serme útil averiguar el nombre del director, pero... —La nuez le tembló—. Se llama Smith.
—Ocúpese de él mañana a primera hora, antes que nada —dijo Roger—. Acabamos de tener confirmación de que la muchacha viajaba en el S. S. Kookaburra y de que se llama Morrison. He mandado a Scott a que compruebe la declaración de Limm. ¿Qué cuenta Fotografía?
—La foto estará a punto para el teletipo a las ocho treinta.
—¿Sin dificultades?
—El viejo George refunfuñó por tener que darle prioridad —dijo Kebble. Se hallaba de pie, muy erguido, ante Roger—. ¿Es tan urgente, señor?
Roger se reclinó en su asiento, una mano en el bolsillo del pantalón.
—Podría serlo. Si es así hemos tenido un buen principio y podremos empezar a actuar en serio por la mañana. En caso contrario... aquí no ha pasado nada. —Reflexionó sobre la malograda cita con Kitty, sobre como era Kitty, sobre como sería la desaparecida Doreen. De poco había servido la fotografía, pero la ampliación quizá resultase de utilidad. La desaparecida hermana le preocupaba y, en cierto modo, le atormentaba.
—Ya comprendo —dijo Kebble—. ¿De modo que es así como lo hace usted?
Roger lo oyó sólo a medias.
—¿Eh?
—No tiene importancia —se apresuró a contestar Kebble.
Roger hizo un esfuerzo por recordar las palabras del otro, y preguntó con una media sonrisa:
—¿De modo que así hago qué?
Kebble se sonrojó, lo que le hizo parecerse más a un pavo.
—No quisiera parecer impertinente, señor.
—¿Tuvo usted la intención de serlo?
—Claro que no.
—Entonces explíquese.
Kebble dejó escapar una risa más bien aguda.
—Para nosotros, los más jóvenes del Cuerpo, usted es una especie de leyenda, superintendente. Siempre consiguiendo lo imposible. Si actúa usted tan rápidamente como en este caso, significa que siempre les lleva un paso de ventaja a los otros... algo así como el movimiento continuo. Eso es todo lo que pretendía decir, señor.
—No está mal como coba —dijo Roger, en el fondo halagado—. La detección es, como el genio, una infinita capacidad de fijarse en las minucias. La cosa no puede ser más simple. —Tras una breve pausa añadió—: Haga el favor, telefonee al aeropuerto de Londres y averigüe si un tal Perce o Percival Sheldon iba en el vuelo 107 destino Australia.
* * *
Sheldon era un tipo alto, de unos cincuenta años, que empezaba a engordar. Su equipaje, salvo una cartera de mano y un impermeable que transportaba consigo, se hallaba a bordo del avión. Se le veía acalorado, con la frente moteada de sudor. El cuello de la camisa le quedaba grande, y llevaba torcido el nudo de la corbata. Al salir de la cabina del teléfono dio con su vientre prominente contra el tirador de la puerta, del cual se soltó en seguida; estaba demasiado habituado a tales inconvenientes para que les concediese atención.
La voz impersonal del amplificador anunció:
«Última llamada a los pasajeros del vuelo 107. Se ruega a la señora Georgina Thomas y al señor Percival Sheldon se presenten inmediatamente en la puerta de salida.»
Una mujercita que lucía como sombrero un montón de flores artificiales, se precipitó a través de la sala de espera; de su mano colgaba un bolso grande y reluciente que iba chocando contra sus rodillas, y bajo el brazo apretaba un paraguas. Una expresión de desánimo se veía en su semblante. Sheldon se dijo al verla: «Esa es Georgina Thomas. ¿Cuál será su punto de destino?» Apresuró el paso, cosa que por fatigarse fácilmente no le gustaba hacer. Reparó en un hombre enfrascado en la lectura del Globe y observó que, en la página vuelta cara a él, aparecía el retrato de Denise Morrison.
—Ojalá no le pase nada. —Tenía el hábito de hablar solo—. Ojalá yo haya actuado acertadamente. Yo...
Se interrumpió al dar un traspié y, vacilante, salió despedido hacia delante. A tal extremo perdió el equilibrio que fue a chocar contra una muchacha, la cual, a su vez, se tambaleó. Junto a ella un joven gritó:
—¿Qué demonios está usted haciendo?
Sheldon no lo oyó. Su cuerpo se doblaba hacia la gruesa alfombra roja. El dolor le atravesaba el pecho como si le hubieran clavado un cuchillo entre las costillas. Tan intenso era este dolor que le impedía gritar y hasta respirar, o hacer cosa alguna excepto abandonar su laxo cuerpo a su propio impulso.
—¡Cuidado! —gritó un hombre.
—Está enfermo —dijo una mujer con claro acento americano.
—¡Apártense!
Finalmente, Sheldon perdió el equilibrio por completo. Al desplomarse, su brazo derecho pegó contra un cenicero de pie alto, enviándolo a rodar junto con las colillas y la ceniza que contenía. Su cuerpo dio contra el suelo pesada y sordamente, y estremeciéndose quedóse inmóvil. Por entre sus entreabiertos labios se escapaba apenas el aliento. Tenía los ojos medio cerrados, vidriosos, sin vida.
—¡Que venga un médico! —exclamó un hombre apremiantemente.
—¿Un médico?
—Busquen a un médico.
—¡Doctor!
Un oficial del aeropuerto se acercó con la determinada actitud de una persona dispuesta a poner coto a todo aquel barullo. Un corpulento individuo se abrió paso por entre el grupo de curiosos y, adelantándose, dijo:
—Soy médico.
Éstas fueron las últimas palabras que oyó el moribundo Perce Sheldon. Parecían llevarle un cristalino mensaje de esperanza, pero mientras el doctor se inclinaba para examinarle, un espasmo de torturante dolor pareció partirle en dos el pecho, la cabeza y finalmente todo el cuerpo.