Capítulo XXI

La mina

—LUKE —dijo Roger—, una mina colocada en el casco del Kookaburra lo hundiría.

—Y produciría incalculables daños a los edificios cercanos —contestó Shaw rígidamente—. Tenemos todas las lanchas de la policía marítima y una docena de hombres rana de la Marina preparados para entrar en acción. Has insistido tanto respecto al pasado de Marcus Barring, que acabé por investigarlo a fondo. Es un experto submarinista y hombre rana. Ahora mismo voy al muelle circular, a que me recoja una lancha. ¿Vienes?

—Si no me esperas será la última vez que visite Sydney.

—Dejaré a tu disposición una lancha más pequeña. Podrás alcanzarnos —dijo Luke.

Roger depositó lentamente el auricular en la horquilla. Todo en él gritaba «¡Aprisa!»; pero Shaw y los otros estaban en mejores condiciones para hacer frente a los acontecimientos que se desarrollaban en el puerto. La labor suya primordial era los Flag. Raymond había recuperado su aplomo y contraatacaba. Mortimer tenía ahora mejor aspecto, como si acabara de ser rescatado del mismo borde de un precipicio. De pie junto a la ventana, Gregory, firme como un bloque, contemplaba el puerto.

—Entonces, en su opinión, lo ejecutará en esa forma —dijo Raymond con voz neutra—. Sé que la policía realizará todo lo humanamente posible para salvar el buque. Nosotros no podemos hacer nada en absoluto.

Roger, con voz fría y dura, repuso:

—No. No pueden hacer nada... salvo contratar los servicios de los mejores abogados de Australia para que intenten salvarles de una acusación por delito de asesinato en masa.

—No hemos cometido ningún crimen —protestó Raymond.

—Ni siquiera posee usted pruebas suficientes para formular una denuncia. Si lo que ha estado manifestando se filtra a los periódicos, entablaremos proceso por difamación contra usted, o contra Scotland Yard, por un millón de libras.

—No será necesario —dijo Roger—. Ustedes preocúpense de su defensa.

Vio que a su lado Gregory cerraba los puños. Gregory parecía el más fuerte, pero bien pudiera ser el más vulnerable de todos. Sería inútil tratar de acuciarle ahora, puesto que bajo la protección de su hermano y de su primo no se doblegaría. Esperar que se desmoronase era, de todas formas, una esperanza remota.

Roger se dirigió a la puerta. Ninguno de los otros volvió a la carga, pues aquella última embestida les dejó preocupados. Salió con el corazón abrumado por un sentimiento de total fracaso. El fracaso era siempre amargo. No había sido siquiera el primero en pensar en la posible existencia de una mina. Una vez ocurrida la idea, la cosa resultaba clarísima. Pero dado que no se habían tomado medidas con anterioridad a que se le ocurriera la idea de la mina, ¿qué posibilidades había de salvar al Kookaburra?

¿Qué posibilidad existía ahora?

Roger comenzó a reflexionar sobre ello, y la preocupación por su propio fracaso se desvaneció. Oprimió el botón de llamada del ascensor, el cual era lento en subir. Miró hacia una estrecha ventana que se abría en el descansillo, y de pronto se dio cuenta de que desde allí se divisaban los Heads. Acercóse a ella y recorrió con la vista la ciudad iluminada por el sol, deteniéndola en el puente y el puerto. Era un panorama insuperable que no interesaba ahora a Roger, pues sólo veía la nave que, acabando de atravesar la boca de los acantilados, se hallaba ya en pleno puerto.

Pequeñas embarcaciones se estaban aproximando al buque. Una muchacha le gritó:

—¿Baja?

Roger giró en redondo, precipitándose dentro del ascensor.

* * *

Jack y Jill Parrish, así como los demás pasajeros del Kookaburra, se hallaban sobre cubierta contemplando como se deslizaban ante sus ojos las bahías y calas, las pequeñas embarcaciones ancladas, los acantilados, las rocas. El sol era cálido, pero no ardiente. Un espectáculo en verdad hermoso.

Supusieron que el ajetreo a su alrededor se debía a los preparativos del atraque, aun cuando no ignoraban que habían de cruzar por debajo del puente, pues la nave fondearía en el muelle interior.

Luego, increíblemente, la señal de abandonar el barco interrumpió aquellos idílicos momentos. Seis pitadas breves y una prolongada, emitidas por la sirena del barco, rasgaron el aire. La última parecía no tener fin. Muchas de las lanchas venían hacia ellos, y Parrish reconoció una, perteneciente a la Marina, equipada para inmersiones profundas.

—No puede tratarse de nada serio —dijo Jill, medio asustada.

—Es serio, no cabe duda —afirmó Jack—. Ven.

Como en un sueño que se hubiera convertido en pesadilla, se precipitaron a sus camarotes a buscar los salvavidas. Aparecieron otros pasajeros, algunos intrigados, otros con aire de susto. Un joven oficial comentó:

—No hay por qué alarmarse. Hay sitio de sobra para todo el mundo, y la distancia es corta.

Algunos chinos de la tripulación corrían con una finalidad deliberada.

Alguien se rió, dejando percibir una nota de histeria.

Otro gritó clara, estridentemente:

—¿Y los tiburones?

La señal de alarma, el joven oficial, la palabra «tiburones» y el pensamiento de que su ajuar, prácticamente todo cuanto poseía, se perdiera, se fusionó en la mente de Jill Parrish mientras se apresuraba conducida por su esposo, cuyos dedos le apretaban fuertemente el antebrazo. Los ruidos, tan frecuentemente escuchados en alta mar, de los botes de salvamento al ser bajados de los pescantes, se hicieron, de súbito, siniestros.

—¡Aprisa! —gritó Jill—. ¡Hemos de darnos prisa!

El pánico empezaba a hacer presa en ella y apenas podía respirar.

* * *

—Yo permaneceré a bordo —anunció el capitán por medio del altavoz—. Todos los pasajeros y miembros de la tripulación abandonarán el barco. Los oficiales pueden hacer lo mismo una vez cumplido su deber.

El sol calentaba. El muelle era hermoso. El puente se veía tan enorme que parecía indestructible. Los coches lo cruzaban raudos; de la lejanía llegaba el ruido de un tren.

Marcus Barrings alcanzó el Kookaburra diez minutos antes de que sonase la señal de alarma. Ya no estaba excitado, sino simplemente ejecutando un trabajo que tenía que realizar. Dispuso la mina en el casco del buque, a media distancia entre la quilla y el disco de máxima carga, casi a nivel del cuarto de máquinas, el lugar más vulnerable de todos. Tiró de la mina y no pudo moverla, siquiera, tan fuertemente adherida al casco estaba. Se alejó, nadando sumergido, hasta encontrarse fuera de la estela del buque; entonces emergió a la superficie. Flotando de espaldas se desprendió de su botella de oxígeno tamaño miniatura, pues de ser visto despertaría sospechas. Contaba por lo menos con veinte minutos de tiempo, y no tenía idea de que el puerto se hallase ahora hirviendo de hombres y embarcaciones que iban en su busca. Existía cierto peligro a causa de los tiburones, pero llevaba un cuchillo en el cinturón y los tiburones no le preocupaban. Tampoco le preocupaban los efectos de la explosión, que no le alcanzarían, puesto que debería producirse precisamente en el instante en que el barco pasara por debajo del puente de Sydney.

Todos los hombres rana, movilizados para aquella operación, conocían perfectamente su cometido y cuán desesperada era la situación. Sería casi imposible desprender una mina del casco del Kookaburra. Requeriría ser desarmada, tarea ardua y comprometida bajo el agua, y les constaba que, mientras durase el trabajo, sus vidas peligraban, pues en la coyuntura de estallar el artefacto volarían en mil pedazos.

Primero encontrar el maldito ingenio.

Seis hombres nadaban a lo largo de ambos costados del buque. Los más próximos a la popa protegidos por una cuerda salvavidas contra la succión de la hélice. Tenían que registrar la vasta superficie, pintada de rojo, del casco. Ni siquiera contaban con la seguridad de que la mina hubiera sido colocada en el punto en que lo haría un profesional. Los peces nadaban a su alrededor. En dos ocasiones, la larga y grisácea forma de un tiburón pasó casi rozándoles mientras trabajaban.

El jefe del equipo de hombres rana, Kenneth Hallam, fue el primero en distinguir en un costado la forma circular, como de plato, de la mina. Se acercó más a fin de asegurarse de que era el artefacto y luego soltó dos cápsulas de humo, las cuales ascendían a la superficie y, al entrar en contacto con el aire, desprenderían sendas columnas de humo blanco. Por descontado que otros componentes de su equipo acudirían inmediatamente a su ayuda, pero este trabajo tenía que empezarlo él sólo. Probó de desprender la mina, pero tal como había anticipado estaba demasiado fuertemente adherida al casco. La única esperanza consistía en desarmarla. Con gran calma empezó a preparar sus herramientas.

* * *

Roger divisó a Luke Shaw en una lancha, a cincuenta metros escasos de distancia. Fue a su encuentro y, tras arrimar su embarcación de costado, saltó de una a la otra. Por un momento el sol le deslumbró, y se protegió los ojos para mirar en torno. A corta distancia se alzaba el puente, y a unos cincuenta metros del mismo estaba virando el Kookaburra. Luego vio como arriaban al agua los botes de salvamento. Tuvo la sensación de que la maniobra se estaba realizando a una enorme distancia de allí. La realidad tenía algo de irreal.

Se reunió con Shaw en las bancadas.

Cinco minutos después, dos nubecillas de humo surgieron de la profundidad a la superficie.

—¿Ves eso? —exclamó Shaw—. Han encontrado la mina.

—Luke —dijo Roger—, es una temeridad que las embarcaciones, aparte las útiles, permanezcan demasiado cerca. ¿Por qué no haces retroceder a tus hombres?

—¿Retrocedes tú? —inquirió Shaw casi truculentamente.

—No, pero...

—Cálmate —dijo Shaw bruscamente.

Vieron como los botes salvavidas se alejaban y como el barco aminoraba la marcha casi hasta pararse, se acercaba peligrosamente al puente, escoltado por las embarcaciones de la Marina, las cuales no se despegaban de sus pintados costados.

* * *

En tierra, la policía y las patrullas militares y navales ordenaban alejarse a los bañistas y a los surfistas de las playas más expuestas. La explosión podía dar origen a una ola que anegase las calas y ocasionara muerte y destrucción. Arriba, el puente era cerrado al tránsito, con gran fastidio de millares de motoristas. Un trozo de escoria proyectada al aire por una explosión era factible que ocasionara desgracias entre los que transitaban por aquella elevada vía.

* * *

Todavía flotando de espaldas en el agua Marcus Barring observó que el Kookaburra se hallaba virtualmente parado y deslizándose hacia el atracadero. Luego, volviéndose cara abajo, comenzó a nadar en dirección a las rocas más próximas. Mientras trepaba echó una mirada en torno, espantado por el espectáculo que ofrecían la multitud de embarcaciones y los botes salvavidas, pues indicaba que la alarma había sido dada.

—Les ha entrado canguelo —exclamó en voz alta—. Los muy cerdos se han vuelto gallinas. ¡Ya os daré yo, gallinas!

Instintivamente se llevó la mano al cuchillo que pendía del cinturón. Luego se acurrucó y quedóse observando fijamente las maniobras, hasta que, de manera gradual, volvieron a brillarle los ojos. El Kookaburra iba apartándose muy despacio del puente, con agobiante parsimonia.

—Jamás podrán salvarlo —musitó—. Jamás podrán salvarlo. No les queda ni diez minutos.

* * *

Con las cabezas juntas y los cuerpos diagonalmente separados uno del otro, dos hombres pataleaban para mantener su posición en el agua tranquila. A veces, al pasarse una herramienta, sus dedos se rozaban. La mina tenía un aspecto tan inocente que se diría un plato voluminoso adherido al costado del barco. Uno de los hombres taladraba con pericia profesional, consciente de que si el artefacto contenía un dispositivo que funcionara por contacto no habría forma de impedir que les hiciera papilla. Tanto las embarcaciones de la Marina como las de la policía habían recibido la orden de alejarse a zonas más seguras. Luke Shaw se lamentaba amargamente de esta orden. Roger sólo le oía a medias, tan absorto estaba contemplando el desarrollo de las operaciones en el lugar de peligro.

Los dos hombres rana, uno de ellos Hallam, no podían, no se atrevían a apresurarse. Una vez más apareció la oscura forma de un tiburón, que tras dar unas vueltas se alejó indolentemente.

Un silencio cayó sobre la multitud que observaba expectante, agrupada en los barcos, en las rocas, en la playa. El Kookaburra cortaba las tranquilas aguas con orgullosa dignidad. En muchos corazones se elevaba una súplica porque todo acabara felizmente; en el de Marcus Barring un ansia furiosa del momento en que se produjera el estruendo y el humo y el agua ocultasen el barco, y luego, una vez despejada la atmósfera, ver como se hundía.

El capitán y la oficialidad se hallaban en el puente de mando. En la sala de máquinas los jefes y tres maquinistas se encargaban de apartar lentamente la nave del puente.

—Estoy pasando el peor rato de mi vida —murmuró Luke Shaw—. Si al menos pudiéramos ver lo que están haciendo. Desde aquí se tiene la impresión de que no hacen maldita la cosa. Daría un Potosí por meterme yo.

—Te comprendo —repuso Roger—. Nos sentiríamos más tranquilos si supiéramos como...

Un buceador rompió la superficie del agua al costado del buque.

Momentos después emergía otro. Luke se llevó los prismáticos a los ojos y se quedó inmóvil.

—Hombres rana —anunció, como si eso no fuera evidente a simple vista—. Uno de ellos levanta algo en el aire. La...

Un súbito estallido de aclamaciones partió de la lancha de la Marina. Los hombres rana empezaron a nadar, sin prisas, hacia ella, mientras las aclamaciones iban en aumento.

—«Gallardo» —dijo Luke Shaw, apagada la voz por la emoción—. Lo consiguieron.

Bajó los prismáticos; luego lenta y deliberadamente tendió su mano derecha. Mientras Roger la estrechaba, sintiéndose casi débil por el alivio que experimentaba, Luke agregó:

—Ahora sólo nos falta encontrar a Barring y ajustar las cuentas a los Flag.