Capítulo III
ROGER volvió la página de un informe preliminar sobre el caso Denise Morrison medio arrepentido ya de haber decidido quedarse hasta la tarde. La tarea en perspectiva era mucha, pero la mayor parte de las diligencias tendrían que esperar a la mañana siguiente; hasta ahora nada justificaba requerir la presencia del director de la compañía naviera en su oficina. Kebble aguardaba la llamada del aeropuerto. Roger recorrió con el dedo la lista de las personas que habían «identificado» a la muchacha. Era curioso que nadie que de verdad la conociera se hubiera puesto en relación con la policía hasta última hora de la tarde, pues el Globe era un periódico de la mañana. Era asimismo curioso que nadie más la hubiera reconocido. No era una rareza encontrar en Londres chicas procedentes de Australia; de ordinario no tardaban en relacionarse con otras compatriotas. Existían hoteles y pensiones regentados por australianos, cuyos huéspedes procedían casi exclusivamente de aquellas tierras. Resultaba difícil creer que la muchacha no hubiera trabado amistades en Londres. En todo caso existía la hermana.
Sonó el teléfono de Kebble, quien lo tomó rápida pero tranquilamente.
—Kebble... Sí, en el acto por favor... Sí. —Hubo una pausa. Roger no alzó la vista a pesar de que su atención se concentraba intensamente en el joven sargento—. Deseo una información concerniente a un vuelo... Sí, es llamada oficial... Vuelo 107 a Australia... Sí. ¿Quiere usted informarse de si un tal Perce Sheldon figuraba entre los pasajeros?
Hasta aquí el sargento se había mantenido tranquilo, competente, sin ninguna clase de agitación y con la actitud propia de un hombre que sabe exactamente lo que quiere y como lograrlo. Un instante después su voz cambió tan radicalmente que Roger se irguió bruscamente.
—¿Qué?
Kebble se mostraba tan horrorizado como si le hubieran dicho que el avión se había estrellado.
—¿Está usted seguro?
Hubo otra pausa y luego, en voz más normal, preguntó:
—¿Cuánto hace que ha muerto?
De un salto Roger se levantó de su asiento.
—Comprendido —dijo Kebble—. Comuníqueme con la delegación de Policía del aeropuerto, por favor. Aguardo. —Cubrió el micro con la mano libre—. Sheldon murió en el aeropuerto. —Su voz delataba todavía su alteración.
—¿Cómo ocurrió?
—La telefonista sólo dice que cayó muerto.
Roger no pudo abstenerse de exclamar:
—¿Cayó muerto?
—Increíble, ¿verdad?
Roger guardó silencio.
—Debe ser una coincidencia —siguió diciendo Kebble.
—Puede ser —concedió Roger dubitativamente—. Cuando responda la policía, pregunte por Sandys.
—¿Hablará usted con él?
—Simplemente pídale que le dé detalles y anúnciele que usted y yo salimos ahora para allá. Ah, infórmese de si han hecho el traslado del cadáver. En caso negativo, dígale que no lo toquen.
—Vaya bollo que se armará en... —empezaba a decir Kebble cuando se calló y alzó el microteléfono—. ¡Oiga!... Soy el sargento detective Kebble y hablo en nombre del superintendente West de Scotland Yard... ¿Está ahí el inspector Sandys?... Por favor.
Mientras tanto, Roger se ocupaba en examinar el contenido de su pequeño maletín, siempre preparado para una urgencia. No faltaba nada; si alguna vez se veía precisado a usar, en el curso de un trabajo, cualquiera de los objetos que contenía, jamás descuidaba de tomar nota de ello a fin de reponerlo. Colocó la lupa en el lugar adecuado y tras cerrar el maletín volvióse.
Kebble estaba diciendo:
—...llegaremos dentro de unos cuarenta minutos. —Colgó—. El cadáver está depositado en la enfermería del aeropuerto.
—Debía habérmelo figurado —saltó Roger—. ¿Qué ha dicho Sandys? Echando chispas ante la idea de que haya gato encerrado, supongo.
—Pues... me dio esa impresión —admitió Kebble. Se puso en pie mientras Roger contorneaba el escritorio.
—Cogeremos mi coche —decidió este último—. Vaya a buscarlo y estaciónelo al pie de la escalera. Voy a meterles prisa a los de Fotografía.
Salió de la habitación anticipándose a Kebble, y se precipitó al ascensor con aquella viveza y aquel impulso que le eran característicos; una especie de alacridad disciplinada que se había convertido en una segunda naturaleza; de «movimiento continuo» lo había calificado Kebble, y el recuerdo de aquellas palabras le divertía. Poco de divertido encerraba este caso, y parecía como si su presentimiento de las dificultades que se avecinaban quedase justificado. Se preguntó si los años de experiencia dotaban al funcionario policial de una especie de presciencia.
El ascensor se detuvo en un piso. Roger ascendió en él dos más y luego dirigióse con paso rápido al departamento de Fotografía. Éste no era el más espacioso del Yard, pero sí uno de los más activos.
El superintendente George Cole, hombre pálido y fláccido de abundante sotabarba, se hallaba ante un amplio tablero de dibujo, encima del cual se extendían una docena de copias fotográficas todavía húmedas. Volvió la cabeza al entrar Roger.
—¡Debí suponérmelo! —se lamentó—. Cuando digo las ocho treinta quiero decir las ocho y media.
—Es urgente, George —manifestó el superintendente.
—Nunca me cayó un trabajo tuyo que, en tu opinión, no lo fuera.
—Una monada de chica, ¿no te parece, George?
—A mí eso no me hace mella. Londres hierve de monadas, y la mayoría de ellas son australianas, si hemos de guiarnos por la Casa de Australia.
—Vino en el S. S. Kookaburra.
—Una monada de barco —dijo George. Su humorismo era de ese tipo.
—Otro de los pasajeros del Kookaburra ha muerto en el aeropuerto de Londres hace escasamente media hora —declaró Roger.
Cole abrió la boca estupefacto y tras humedecerse los labios exclamó:
—¡Vaya! ¿Cuál de ellos?
—El hombre que aparece a la derecha de la foto. ¿A qué hora podremos distribuir todas esas ampliaciones a las Divisiones?
—Los hueles, ¿no es eso? —dijo Cole—. Eres la maravilla de las maravillas. Veré de tenerlas listas a las siete y media.
—George, eres mucho mejor de lo que la gente opina. —Roger le dio una palmada en la gruesa espalda y lanzando un «gracias» por encima del hombro precipitóse fuera de la estancia.
Kebble aguardaba en la calle junto al «Rover» negro de su jefe.
—Conduzca usted —dijo éste.
La hora de mayor tránsito había pasado ya, de modo que en el Embankment no reinaba excesiva actividad. Kebble conocía a su Londres. Condujo, doblando esquinas y curvas, hasta alcanzar la autopista más allá de Knightsbridge, luego apretó a fondo el acelerador. Nadie tuvo motivos de protesta. Llegaron a la entrada principal del aeropuerto en treinta y un minuto, y se detenían ante la delegación de Policía del mismo a los treinta y cinco. En el momento en que Roger se apeaba del coche, un hombre asomado a una de las ventanas del primer piso le saludó con la mano.
—¡Ahora bajo! —gritó.
Medio minuto más tarde Roger hacía las presentaciones.
—El sargento Kebble, el inspector Sandys. Sandy, me apuesto cualquier cosa a que no has practicado indagación alguna.
—Pues te equivocas —respondió Sandy con sombría satisfacción. Era un hombre relativamente corto de estatura, de rostro color ladrillo, pelo rojizo que empezaba a tornarse gris, ojos castaños, pobladas cejas y multitud de pecas en la cara y las manos—. He averiguado a qué hora llegó, a dónde fue, con quién habló, qué comió... pero no pasa de ser una pérdida de tiempo. El pobre sufrió un ataque cardiaco.
—¿Quién lo ha dicho?
—Lo digo yo.
—¿Confirmado por el médico?
—Es sólo cuestión de tiempo —insistió Sandys.
—Nos evitaremos un sinfín de dificultades si estás en lo cierto —dijo Roger—. ¿Dónde está ahora el médico?
—Ocupado todavía con el cadáver —repuso Sandys—. Milagro es que no te hayas traído a tu patólogo domesticado en vista de la prisa tan desaforada que tienes.
—¿Crees que yo haría eso sin antes contar con el dictamen médico? —replicó Roger. Se encaminaban ahora hacia el principal edificio del aeropuerto, pasado la Aduana, hacia las escaleras mecánicas—. ¿Habló Sheldon con mucha gente?
—Quioscos de periódicos, camarera del snack-bar y un funcionario. Tenía ya el grueso del equipaje a bordo.
—¿Vino a despedirle alguien?
—Ni en el aeropuerto ni en la terminal.
—¿En qué vino aquí?
—Autobús de las líneas aéreas. —Sandys pareció todavía más satisfecho al poder proporcionar rápidas respuestas.
—¿Sabes si charló con algunos de los otros pasajeros?
—Imposible interrogarles —dijo Sandys—. El avión despegó sin él a la hora prevista. Se puede hablar con el piloto por radio si tan importante lo consideras.
—Considero que podría serlo —repuso Roger—. No obstante, media hora más o menos no hará ninguna diferencia.
—¡No me digas que empiezas a perder gas! —Tal perspectiva pareció deleitar a Sandys mientras subía un tramo de escaleras y señalaba un espacio acordonado de unos cuatro por seis metros.
—Ahí es donde cayó fulminado —dijo Sandys con una satisfacción todavía más intensa.
—Has debido tener doble vista —alabó Roger.
—Mi natural minuciosidad simplemente —se vanaglorió Sandys. Por primera vez desde que se lo presentaran, le pareció a Kebble que el inspector no trataba de tomarle el pelo al superintendente—. Jamás me han gustado estas muertes repentinas, «Gallardo». Insisto en que en un diez por ciento de ellas hay gato encerrado.
Llegaron al lugar acordonado con cuerdas blancas sujetas a unos postes que llegaban a la altura de las rodillas, postes que de ordinario se utilizaban para mantener la separación de los pasillos; nada sensacional había en ello, nada que pudiera llamar la atención. Sólo una joven pareja, de aspecto apocado, se hallaba contemplando el sitio.
Sandys empezó a relatar lo sucedido. La joven pareja tenía aire de estar profundamente interesada en su relato. Kebble estuvo tentado de hacer que se alejaran de allí, pero Roger West no parecía enterarse de su presencia.
—...sencillamente se desplomó —dijo Sandys—. Cayó y se apagó como una luz.
El joven apocado, de mentón huidizo y boca débil, cuyo aspecto de pollo competía con el de pavo de Kebble, murmuró:
—Disculpen.
Sandys le clavó la mirada, y su expresión era como para asustar incluso a un joven menos tímido.
—Esto es asunto oficial.
—Yo... pues... sí, me doy cuenta de ello, pero...
—Cyril —le interrumpió la muchacha—, no merece la pena perder más tiempo. —Era más baja que su flaco y manso compañero, robusta, de pelo negro, con un flequillo que prestaba a su cara redonda algo de la apariencia de una muñeca japonesa—. Vámonos.
—No, Sal, no puedo hacerlo.
—Cyril, por favor.
—Si puede usted ayudarnos en algo, le quedaremos muy agradecidos —interpuso Roger—. ¿Presenció usted el incidente?
—¿Incidente? —bufó la muchacha—. Vimos morir a ese hombre.
—Tiene usted razón, fue mucho más que un incidente. —Roger la contempló con gravedad—. ¿Presenció lo ocurrido antes de producirse la muerte del señor Sheldon?
La muchacha guardó silencio.
—Sí. —Declaró el apocado Cyril—. Lo presenciamos. Y no se desplomó de repente; anduvo por lo menos unos diez pasos tambaleándose antes de caer. Chocó contra mi novia; por eso nos fijamos tanto. Pero el caso es...
El semblante de Sandys no ocultaba el deseo de que el joven se encontrase a mil leguas de allí. Kebble estaba fascinado por la diferencia entre su actitud y la de West.
—Cyril, quizá aquello no fuera nada especial. Por favor, no des pábulo para que empiecen a circular rumores.
—¿Se trata de algo que vieron u oyeron ustedes? —preguntó Roger, dirigiéndose a la joven.
—Algo que vimos.
—¿Qué vieron ambos?
—Por mi parte no estoy demasiado segura —se excusó la joven.
—Sal, te consta tanto como a mí que viste lo sucedido. Son ustedes de la policía, ¿verdad? —le preguntó a Roger.
—Sí. —Roger extrajo un carnet del bolsillo de la chaqueta y se lo mostró—. Le presento al inspector Sandys, de la policía del aeropuerto, y a mi ayudante, el sargento detective Kebble. ¿Pueden darme sus nombres?
—Soy Cyril Gee —dijo el joven apocado, presentándose—. Mi prometida Sara Welling.
—Les doy la seguridad de que cuanto me digan referente a lo presenciado por ustedes será considerado asunto confidencial —prometió Roger—. ¿Qué fue, señor Gee?
—En realidad, sucedió en el snack-bar —declaró Gee con aire decidido—. El... el hombre que murió había encargado ensalada de fruta, helado y una taza de café. Estaba leyendo el periódico y de pronto vio algo en él que le interesó. Un individuo que se hallaba cerca se le aproximó y le hincó algo en el cuerpo. Estoy seguro. Casi se le echó encima, y con cierta violencia. Tenía la mano metida en el bolsillo, y de él salía algo, un alfiler o una aguja. El otro, que entonces estaba comiendo el helado, pegó un bote y se frotó el «anca»; pero el desconocido se había alejado.
—¡Cielos! —exclamó Sandys.
Kebble empezó a sentirse agitado.
Mirando fijamente a Sara Welling, Roger le preguntó:
—¿Presenció usted también ese hecho, señorita Welling?
—Sí —afirmó ella angustiadamente—. Sucedió tal cual lo cuenta Cyril. Lo espantoso...
Se interrumpió.
—Lo espantoso —continuó el apocado Cyril Gee— es que no le dijimos nada al gordinflón. No nos atrevimos a hacerlo. Se trataba de un hecho tan extraño y el tipo que le pinchó desapareció tan rápidamente... Era más bien bajo y pronto se perdió entre el gentío. Y el muerto... ¿Dice usted que se llamaba Sheldon?
—Sí.
—Bien, pues engulló el resto del helado y se apresuró a salir —prosiguió Gee—. Sal y yo lo comentamos durante un buen rato. No sabíamos que hacer.
—La verdad es que vacilamos —añadió la muchacha con amargura.
—¿Quién no? —dijo Roger apresurándose a tranquilizarla—. ¿Reconocerían ustedes a ese individuo de volverlo a ver?
—Ya lo creo —aseguró Gee.
—Sí —dijo Sara Welling con idéntica firmeza.
—Sandy —dijo Roger al policía del aeropuerto—. Si hubo pinchazo habrá dejado alguna señal. ¿En qué lado fue, señor Gee?
—En el derecho —indicó Gee.
—Gracias. Sandy, haz el favor de entrevistarte con el médico, ¿quieres?
—Ahora mismo. —Sandy se alejó a paso rápido.
—Su información, señor Gee, puede ser de una importancia incalculable —dijo Roger—. No poseemos razón alguna para creer que la muerte del señor Sheldon se deba a otra cosa que a causas naturales; pero en un caso como éste todo lo que parezca inexplicable requiere ser examinado a fondo. ¿Quiere usted completar su declaración con todos los detalles que sepa, y el sargento Kebble tomará nota? ¿Tienen ustedes mucha prisa?
—Únicamente vinimos a comer y a presenciar la salida del avión —dijo Gee—. No tenemos prisa alguna, ¿verdad, Sal?
—Supongo que no —convino la muchacha resignadamente.
—Procúrense un rincón tranquilo, tomen una copa a cuenta de Scotland Yard y díganle al sargento todo cuanto sepan del caso —propuso Roger—. Les veré de nuevo antes de que se marchen.
Saludó con la cabeza y alejóse. A poca distancia, en la misma sala, ahora atestada de público, se alineaban algunas cabinas telefónicas. Penetró en la más próxima y marcó Whitehall 1212.
—Aquí Scotland Yard. ¿En qué puedo servirle?
—Comuníqueme con Información —pidió Roger.
Su voz pareció estimular a la telefonista.
—¡En seguida, señor! —Transcurrió más tiempo del supuesto, y Roger volvió la cabeza. Mientras miraba a Kebble y a la joven pareja se fijó en un hombre de corta estatura que parecía muy interesado en el grupo, y se preguntó si por casualidad aquella cabina sería la misma utilizada por Sheldon.
—¿Señor West? —Información respondía al fin.
—Póngase en contacto con la policía de la City y dígales que necesitamos la lista completa de los pasajeros, junto con sus respectivas direcciones en Inglaterra, del vapor S. S. Kookaburra, que rindió viaje en Southampton hace unas cuatro semanas procedente de Australia —especificó Roger—. Incluida también la oficialidad. Necesitamos dicha información esta misma noche. Pertenece a la línea Blue Flag, con oficinas en Throgmorton Street. El nombre del director es Smith.
—Comprendido —repuso Información—. ¿Dónde debo llamarle?
—Estaré en mi despacho dentro de poco —dijo Roger—. No permita que le pongan obstáculos. Han muerto dos pasajeros de ese barco, uno de muerte violenta, y el otro es posible que también. No quisiera que les ocurriera algo al resto.
Al dejar el teléfono pasó por un momento de intensa ansiedad, casi de alarma, pues, ¿cómo saber si no habría muerto ya algún otro pasajero?
—¡Qué tontería! —exclamó en voz alta, y emergió de la cabina irritado consigo mismo, pero como envuelto en sombras de presciencia y con la efigie de la hermana de la joven muerta claramente grabada en su mente.
* * *
Doreen Morrison seguía aún dormida, pero su respiración era más fuerte. De cuando en cuando se agitaba; uno de sus movimientos separó de ella la sábana y la manta, dejando al descubierto un hombro intensamente blanco a la luz septentrional que invadía el mísero cuarto.
Poco después sus párpados se agitaron y abriendo los ojos quedóse mirando vacuamente el deslucido techo.