Capítulo XIV

Recibimiento en Hong Kong

—EL CAPITÁN le envía sus saludos, señor West, y pregunta si le gustaría pasar a la cabina con él, ahora que nos estamos aproximando a Hong Kong. —El segundo oficial, un joven alto, de rostro amable y nariz aplastada, se inclinó sobre Roger—. Llegamos dentro de veinticinco minutos.

—Me encantará hacerlo —dijo Roger.

Varios de los pasajeros que venían con él desde Londres le miraron, pero ya sin sombra de envidia, todo el mundo sabía ahora de quién se trataba, y la habitual, pero a veces exasperante sensación de temor que produce la presencia a menudo bien recibida de un alto funcionario de la policía, saltaba a la vista. Atravesó el salón donde tres hombres y una mujer de mediana edad, ataviada como una jovencita, tomaban unas copas; luego entró en la cabina de los pilotos. Allí había más ruido, más vibración, y reinaba una atmósfera de organizada eficiencia. Delante aparecía el cuadro de mandos, tan enorme y complicado que daba la sensación de necesitar a un hombre con cerebro de robot para manejarlo.

El asiento del segundo piloto estaba vacío. El capitán volvió la cabeza e hizo una seña a Roger, indicándole tomara asiento, y se ladeó para estrecharle la mano.

—Siento no haber podido saludarle antes, superintendente.

—Celebro hacerlo ahora —repuso Roger.

—Nos honramos con su presencia.

Roger murmuró a guisa de excusa:

—No soy más que un simple policía.

El capitán sonrió.

—He oído mencionarle con otros títulos. —Miró al frente—. ¿Qué le parece eso, señor? La China roja y Hong Kong son carne y uña.

Al frente, más allá de un mar tan azul como el Mediterráneo, perfilábase una extensión de tierra. Los enormes peñones de Hong Kong y las islas que los circundaban ofrecían el aspecto de gigantescos diamantes al relucir bajo el sol. Multitud de embarcaciones de todos tamaños, paquebotes, mercantes, sampans, juncos de velas pardas, salpicaban las aguas. Mientras iban aproximándose Roger pudo reconocer lugares que a menudo había admirado en fotografía, pero jamás en la realidad.

—Volamos a poca altura sobre Victoria, la ciudad de la isla de Hong Kong —indicó el capitán—. Es famosa por sus barrios de chozas y por sus residencias en los picos, o, si lo prefiere, por William Holden y Suzie Wong. Más allá está Kowloon, en el istmo... vea, en este momento despega un avión.

Roger dijo:

—Lo veo. Supera en mucho a lo que esperaba.

—¿Es su primer viaje aquí?

—Sí.

—Acomódese y contemple el paisaje a sus anchas —aconsejó el capitán—. Procuraré no estropearle este momento con mi charla. Si desea que le aclare algo...

—Aquellas embarcaciones blancas... distingo unas cuatro o cinco —señaló Roger.

—Son los transbordadores de Hong Kong a Kowloon.

—Ah.

—Es y ha sido siempre una magnífica organización. —Tras un instante de silencio, mientras Roger se extasiaba, el capitán inquirió—: ¿Se queda aquí mucho tiempo?

—Unas pocas horas solamente. ¿Pilotará usted el avión hasta Darwin y Sydney?

—Éste, no. Quizás me destinen el vuelo de mañana. Desconozco quien se encarga de esta última etapa de hoy. Si dispone de un par de horas libres no deje de darse una vuelta por el lugar. Yo lo hago cada mes y todavía no doy crédito a mis ojos. Me despediré de usted antes de dejar el servicio señor.

—Muy bien —dijo Roger—. Gracias.

La isla parecía muy cercana, repleta de casas y de gente. Se disponía a levantarse cuando, de pronto, divisó un barco con chimenea blanca y pintada en ella una bandera azul. La visión de la contraseña fue para él como un choque físico.

Tanto el capitán como el segundo piloto le miraron extrañados. En tanto se dirigía de nuevo a su butaca no consideraba ya las islas ni el mar como lugares maravillosos, sino como el lugar donde el Kookaburra había atracado hacía una semana o diez días, donde todas las naves de la Línea Blue Flag atracaban. Desde su ventanilla oteó la superficie azul, tratando de localizar nuevamente el barco.

Ahí estaba, solitario, en un malecón que emergía de tierra firme. Por las cercanías pasaba una vía férrea.

«Sujétense los cinturones de seguridad, por favor», se oyó por el altavoz.

El agua producía la impresión de ascender a su encuentro para engullirlos; de pronto, el avión dio unos saltos y luego se deslizó a lo largo de la pista asfaltada, flanqueada por las aguas azules. La azafata se aproximó a decirle:

—Le está esperando un mensajero, señor West. Deseo que el resto de su viaje le sea agradable.

—Lo será si es como éste. —Roger le estrechó la mano.

Fue el primero en salir al dorado sol de la tarde. Al pie de la escalerilla, aun antes de ser colocada en posición, aguardaba un hombre alto, de rostro risueño —Luke Shaw, del Departamento de Investigación Criminal de Sydney— e iba acompañado de otro hombre alto, delgado: Fred Hodges, de la policía de Hong Kong.

Se estrecharon las manos, mutuamente encantados de verse, y se encaminaron a un coche de la policía. De repente, Roger exclamó:

—Me vais a hacer picadillo. Limm y Doreen Morrison vienen a bordo de este avión, y no quiero que anden por ahí solos.

—Tengo aquí a tres de mis hombres que han estudiado sus fotografías —dijo Hodges tranquilizadoramente—. ¿Es que no puedes descansar ni una hora?

—Si me dejan.

—Le he dicho a Luke que te olvides del Kookaburra mientras permanezcas aquí —prosiguió Hodges—. Él te pondrá en antecedentes durante el trayecto a Sydney. Está al corriente de todo lo que aquí hay por ver.

—No le digas eso a «Gallardo» West —protestó Shaw—. Querrá verificarlo con sus propios ojos. —Estaban acomodándose en el coche—. Llegué ayer, «Gallardo», al objeto de revisar todos los pormenores que pude con los consignatarios de la Blue Flag, en Hong Kong. Esa oficina es la segunda en importancia. Según sabes, la central radica en Sydney.

—Pues eso no le ha impedido recorrer la isla de Hong Kong... y sus clubs nocturnos. ¡Qué aficionados son esos australianos a ver piernas! —Hodges soltó una carcajada—. Veremos de combinar...

Se interrumpió bruscamente. Luego, sin dejar de mirar al otro lado de las pistas, le gritó al chófer chino:

—Da la vuelta, Ling. —Y a renglón seguido agregó—: Acabo de echarle el ojo al tipo más indeseable de todo Kowloon, un verdadero virtuoso del cuchillo. —Dirigiéndose de nuevo al conductor ordenó en tono acuciante—: Persiga a aquel ciclista...

El ciclista se hallaba a unos cien metros de distancia, cerca de los edificios del aeropuerto. Dos automóviles y una furgoneta de bomberos se interponían en el camino del coche de la policía. Roger sintió deseos desesperados de saltar del vehículo y echar a correr hacia los pasajeros, los cuales emergían ahora del edificio del aeropuerto y avanzaban en dirección a los autocares, señalados con el rótulo «Excursiones especiales». El ciclista se encontraba más cerca de aquéllos que del coche de la policía cuando aparecieron Ben Limm y Doreen Morrison.

—¡Dale al claxon! —rugió Hodges.

El conductor sorteó el último coche, la mano en el claxon. Tanto los pasajeros como los empleados del campo se sobresaltaron al oír aquel ruido estridente, y miraron hacia atrás. El ciclista se dirigía ahora derecho a Limm y su compañera. A Roger le pareció que les separaban muchos kilómetros de distancia y se sintió incapaz de socorrerles.

Al aproximársele el ciclista, Limm dio un salto y se situó delante de la joven. A despecho de la distancia que los separaba, Roger vislumbró el destello acerado de un cuchillo. Al instante, dos hombres surgieron del grupo próximo a Limm y la chica, y se abalanzaron sobre el agresor. Entablóse una lucha, feroz como una pelea de perros rabiosos. Uno de los hombres se hizo atrás; la sangre fluía de una tremenda herida en su mano izquierda. En el mismo momento en que frenaba el coche de la policía, el ciclista cayó, chocando su cabeza contra el duro suelo. El cuchillo se escapó de su mano.

Hodges respiraba jadeantemente.

—Ya te dije que cuidaríamos de esa joven —fue su único comentario.

Doreen Morrison se apretaba contra Limm, apoyando la cabeza en el pecho del hombre, mientras éste, protectoramente, la rodeaba con sus largos brazos. Contemplaba a su asaltante y al ensangrentado cuchillo, con el horror reflejado en los ojos.

Roger preguntó:

—¿A quién iba dirigido el golpe, Limm? ¿A usted o a Doreen?

Limm no respondió.

—El golpe iba dirigido a la chica, no cabe duda —declaró el policía—. De haber querido agredir al hombre lo hubiera logrado arrojando simplemente el cuchillo.

—El hombre la ha salvado —remachó otro policía.

—Lo cual significa que Limm reaccionó rápidamente —hizo observar Hodges.

—Casi como si supiera lo que iba a suceder. —Luke Shaw miraba con tanta insistencia a Limm, que éste volvió la cabeza y se le quedó mirando fijamente. Seguía rodeando a la chica con sus brazos—. Ese es Benjamín Limm, ¿verdad?

—Sí —repuso Roger.

—Si sabía lo que iba a suceder, ¿por qué salvarle la vida a la muchacha? —indagó Hodges.

—Son muchas las cosas que necesitamos saber acerca de Ben Limm —dijo Shaw gravemente—. Te has hecho cargo muy rápidamente de la situación, Fred. Oye, ¿conoces a ese chino?

—Sí, conozco a Wu Hong —asintió Hodges. Contempló como levantaban al agresor. Alzando la voz ordenó—: Llévenlo a mi despacho, iré en seguida. —Luego, dirigiéndose a sus dos colegas, prosiguió—: Es Wu Hong, antaño un provocador al servicio de una poderosa sociedad secreta ilegal, convertida ahora en respetable. Es un virtuoso del cuchillo, como suele decirse... Capaz de acertar un blanco móvil a una distancia de quince metros y uno fijo a treinta. En esta ocasión se ha visto obligado a acercarse, a fin de evitar dañar a los que rodeaban a la muchacha. De lo contrario, estaría muerta. Vámonos.

—Quisiera hablar primero con Ben Limm y asegurarme de que la chica será protegida, Fred —arguyó Roger. Acercóse a la joven, la cual se soltó del brazo del australiano. La palidez de su rostro y sus ojos enormes hacían temer un desmayo—. ¿Se encuentra bien la joven?

—Así, así —gruñó Limm.

—Gracias a usted —dijo Roger.

—Hice lo único que cabía hacer.

—¿Conoce mucho a Wu Hong?

Los ojos del australiano se entrecerraron con sorpresa.

—¿Quién?

—El agresor.

—¿Qué diablo pretende insinuar? —preguntó Limm con enojo—. Le vi sacar el cuchillo... estaba alerta por si surgía algo sospechoso. ¿Acaso no me advirtió usted que la joven corría peligro?

—Se lo advertí —concedió Roger—. A partir de ahora, la señorita permanecerá bajo la vigilante protección de la policía, lo mismo aquí, que durante el vuelo, que en Sydney.

—¿Quién se opone a que lo hagan? —Surgía ahora no el Limm iracundo, sino el otro, el truculento.

Era de suponer que Doreen había oído toda la conversación, pero no dio muestra alguna de que fuese así. Su actual aspecto recordaba a Roger el que tenía en Notting Hill, cuando tan de cerca había rozado a la muerte. Mirándola, casi experimentaba la misma angustia que embargaba a la joven. No tardaron en acudir a su mente varias preguntas, tan evidentes, que no era fácil poderlas evadir.

¿Por qué tanto interés en matarla? Esta, al menos, era una pregunta que ella debiera poder contestar.

¿Y por qué no atacaban nunca a Limm?

Regresando al coche, el superintendente acomodóse en su interior. El chófer cerró la portezuela, instalándose ante el volante. En el asiento delantero, Hodges, que se había vuelto para mirarles, charlaba con Shaw. Al arrancar el coche, el primero dijo:

—Nos ocuparemos de este asunto, «Gallardo». No dejes que la preocupación te impida disfrutar del espectáculo que ofrece la ciudad.

—Lo único que me interesa ver es tu despacho, Fred, y la cara de Wu Hong cuando empiece a soltar la lengua —repuso Roger.