Crítica de la sinrazón pura
Todo el mundo está de acuerdo en que son los testigos de Silvalandia, aunque nadie los haya designado para tal función y ellos mismos no se tomen demasiado en serio, puesto que al fin y al cabo son del país y bien que se divierten. Pero apenas se encuentran en algún lugar desde donde pueden contemplar lo que pasa en la plaza mayor y en las calles, no pueden contenerse y se hacen, confidencias que a muchos les caerían pesadas.
—Están cada día más locos —dice el elefantito Rubén—, y no me sorprendería que una de estas mañanas decidan vestirse de un solo color o aprender a nadar como el pulpo Gustavo.
—Eso no sería locura sino idiotez —responde agriamente el loro Praxiteles—. Por el momento les noto una tendencia a agitarse por la reforma de la ley sobre las gallinas o el impuesto a la piedra pómez, que no me parecen tan importantes.
—Ayer se reunieron para mirar una nube en forma de taburete.
—El miércoles fueron al mercado y solamente compraron zanahorias, con lo cual media hora después no quedaba ninguna y en cambio la lechuga y los tomates se echaban a perder irremisiblemente.
—Los días pares abandonan a los gatos y se dedican únicamente a cuidar a los canarios.
—Hay muchos que sostienen que un libro leído al revés es más profundo.
—Se habla de expulsar a los elefantes.
—Conocerás nuevos países —dice Praxiteles, amable.
—Espera a que decidan comerse a los loros —dice Rubén rabioso.
Así se van poniendo lúgubres, hasta que alguien los descubre y se muere de risa mirándolos, tras de lo cual Praxiteles y Rubén sienten una especie de vergüenza y también empiezan a reírse; en Silvalandia todo termina en torno de una mesa con numerosos potes de mostaza, vino y postres perfumados, sin contar el platito de semillas de girasol que es el consuelo de Praxiteles.