Filosofía cromática

El destino de Silvalandia suele preocupar a los filósofos, que en número de tres se reúnen en un lugar rocalloso y se consultan con gran vehemencia y erudición.

—Puesto que eres blanco —dice el filósofo violeta— no cabe duda de que tienes una visión inocente del futuro, razón por la cual solo tomaré en cuenta tus argumentos cuando favorezcan mi punto de vista resueltamente lúgubre, cosa que probablemente no sucederá nunca.

El filósofo blanco, que se llama López, saca el pañuelo y enjuga sus lágrimas.

—Eres injusto con nuestro colega —dice el filósofo azul—, pues si bien yo me inclino a una visión pragmática de la realidad, partiendo del principio de que el cielo es azul para todo el mundo aunque nos digan que es una ilusión óptica, lo mismo pienso que el destino de Silvalandia estará tan lleno de cosas malas como de buenas.

—Ajá —dice el filósofo violeta—, me gustaría hacerme una idea de las buenas, puesto que las malas las tengo ya clasificadas por orden alfabético.

Antes de que el filósofo azul —que se llama Rauschenberg— pueda abrir el pico, López se precipita con toda su blancura y luego de pedirle perdón prorrumpe en el discurso siguiente:

—En Silvalandia habrá siempre colores, fiestas con cohetes y gran cantidad de patas cruzando las esquinas con sus patitos en fila. Habrá también…

Stop —ordena el filósofo violeta—. Eso no es el destino, es el kindergarten.

«Lo uno está en lo otro», va a decir López, que no por nada es filósofo, pero Rauschenberg lo detiene con una sonrisa comprensiva y propone cerrar el debate y tomar el té, operación que en Silvalandia es duradera y deliciosa. Todos aceptan, claro, incluso el filósofo violeta que está más bien enojado y se llama Ferdinand.